Que me culpen de
pretencioso o “intelactoso” (una mezcla entre el risible intelectualoide
latinoamericano y el lechero en “La canción de Salomón” de Tony Morrison), pero
“El señor don Rómulo” me parece, desde ya su contundente título, una novela
perfecta para leer acompañado de la obertura “La Gazza Ladra” de Rossini: tanta
ironía y crueldad no se pueden desperdiciar en guiños o menciones al paso;
tampoco calcularlas en dosis de recetario, como los escritos pseudoborgeanos (y
por ende somníferos) de Roberto Barbery o como se presentan las escenas de
“Zona sur” y su supuesta técnica narrativa, tan parecida a la de la “Rosa de
Guadalupe”, pero con la pinche cámara girando como mosca con ojos en calidad
HD.
La construcción
de sus personajes, del argumento, de la creación del contexto y de las
coyunturas de la Bolivia independentista y republicana o, en otras palabras, de
la historia de la familia Ferrufino dentro de lo que fue la historia nacional,
tan violenta como incorrecta en lo político y lo moral, hacen de esta, pues, mi
novela favorita, una de las pocas con el suficiente valor como para hurgar la
cicatriz de aquello que queremos esconder (o de lo que nuestro árbol
genealógico a gogó quería esconder): romper su piel, deshilar el músculo y
desgarrar la grasa, buscar el sentido de la herida y reconocer, hasta en el
hueso, la presencia del daño ya curado.
El juego de la
novela está en eso: ver al pasado sin asco, como se inspecciona a un cadáver
abierto en canal, para descubrir lo que fue de sus sistemas y sus aparatos
antes del colapso, y reconocer, mientras olemos las entrañas abiertas y los
pulmones desplegados como lonas, nuestra esencia. Es decir, que al ser nosotros
seres prestos a seguir condenados al presente que nunca se queda quieto,
tenemos la obligación de reconocer esos presentes ya podridos del ayer, como
elementos de construcción de nuestra propia idiosincrasia: podemos ser nosotros
mismos, porque los nuestros nos
ayudaron a ser así, y al estudiar y develar a los nuestros y a sus padres y a
los padres de sus padres, podremos reconocer, sin temor a dudar sobre la
fidelidad de nuestros devaneos, que al mirar ese pasado antes de nuestro
nacimiento, estamos recuperando algo perdido por la memoria o la vergüenza de
nuestros antecesores; y les aseguro que nosotros haremos igual con nuestros
sucesores: no les diré a mis hijos que le rompí a puñetazos la ceja y parte del
párpado a mi compañerito en la escuela, o que jugué algunas cosas sexuales con
alguna prima lejana, sabiendo que estaba prohibido, o que todos los Averanga,
padres, tíos y abuelos de mi padre, murieron directa o indirectamente por el
consumo de alcohol: cirrosis, ahogamientos de vómito, accidentes y otras
tragedias impuestas; cubriré esas sombras en el cuadro del pasado de los
Averanga, le quitaré esos efectos realistas e idealizaré la imagen de la
familia para mis hijos. También cubriré la historia de los Montiel, sus
errores; pero más haré con los Averanga, pues esa historia está tan teñida de
sangre como la de cualquier familia boliviana, antes de 1952.
Explorar,
revisitar, deshacer el pasado y convertirlo en bolo alimenticio para
sincerarnos; eso es materia peligrosa pero sensata en literatura, a la par de
nutritiva. Contar el pasado sin tapujos, describir la forma en la cual se
pensaba y cómo se maquillaba la realidad para mantener la dignidad de los que
estaban antes de nosotros. ¿Les doy un ejemplo en “El señor don Rómulo”? pues a
meter canela, por no decir caña: Un indio es azotado hasta el colapso, las
tiras de piel y carne de su espalda “distraerán” a los hijos hambrientos de
este indio y su mujer, además de sirvienta, “servirá” de oasis sexual para el
hacendado, pero el cronista resalta, en el colmo de la denuncia sarcástica, que
este dueño no sería pedófilo, porque no está en su honor el quitarle el suyo a
una niña. Y los que siguen llorando con la escena de la abuela en “Coco”, que
sigan llorando nomás.
De entrada, “El
señor don Rómulo” nos muestra un trabajo sincero, lleno de crueldad y de
anti-nostalgia, porque no somos esos imbéciles que ven al pasado con ojos de
circunstancia y suspiro de poeta primerizo porque hay casa, piscina, mujer con
buen culo, redes sociales para socializar lo que nos “comemos” cada noche y,
por supuesto, el bendito trabajo de hoy, “y papito Dios, mamita virgen e hijito
Jesús, te agradecemos por todo y blablablá”; ¡ah, el pasado!, siempre el pasado
es más bonito: el pan era más barato, seguía con vida el gran Klaus Nomi,
Leonor seguía en La Paz y Gabo seguía en México, entre silencios y chocolate
que, al tomarlo, lo elevaba diez centímetros del piso y, por supuesto, la
presencia de sus mariposas amarillas en el patio de atrás.
El pasado, tan
bonito el pasado. Hitler también vivió en el pasado, y el mesticito de Pol Pot,
y no olvidemos pues a Josif-Stalin-bigote-de-Pepón-Guareschi.
No obstante, con
Claudio Ferrufino y esta su novela mayor,
el pasado es un presente momificado; lo vemos con cierta curiosidad y hasta con
miradas de estupefacción y morbo: ese pasado, el de nuestras infancias y el de
las vidas de nuestros padres, abuelos y bisabuelos, eran nomás como es el hoy,
pero en formato ignoto; lo sucedido es el amor y el sexo, las tradiciones y las
realidades, culeando al pie de árboles que tienen por ahí algunos calzones
abandonados a su suerte, llenos de una materia seca y siniestra.
La novela es
contundente, despierta lo que uno siente cuando escucha “The cold song” de
Klaus Nomi por primera vez, o cómo se siente cuando saboreamos la chicha aún
fría durante los atardeceres en Canillitas y Quillacollo, cuando escuchamos las
promesas como realidades desde ojos acaramelados en abril y, al igual que
afirmaba Borges en “Deustches Requiem”, las muertes “como suicidios”, porque
todo, en “El señor don Rómulo”, nos sabe a destino prefijado y, ante esta idea,
no queda más que regocijamos porque no hay consuelo más hábil que el creer que
elegimos nuestras desdichas y que, por ende, no sufrimos en vano: el indio
azotado no alimentó a sus hijos con la carne de su espalda solo por decisión
del azotador, como las mujeres de Rómulo Ferrufino no fueron solo aventuras en
ríos, detrás de chicherías o en canchas oscuras como la pez, sino que fueron
sucesos inevitables, asignados antes del nacimiento de los protagonistas; somos
trayectorias de balas perdidas y es imposible evitar la colisión.
Gran novela. Gran
novela, así se escribe. Historia, ficción, tristeza, dicha, placer, Melgarejo a
punto de mearse, ironía y sobre todo una poética impresionante, hacen que
acomode a “El señor don Rómulo” en un lugar especial, al lado de “Periférica
Blvd.” de Cárdenas, “Los vivos y los muertos” de Paz Soldán, “Fantasmas
asesinos” de Urrelo, “La maquinaria de los secretos” de Carvalho y “La caja
mecánica” de Gálvez, como de lo mejor en novela que se ha escrito en los
últimos años en nuestro país.
También “El señor
don Rómulo”, es menester agregar, hace que mire a otras novelas bolivianas
actuales por encima del hombro y les exija más calidad y menos paja con mano
izquierda: “No se lastimen, che”, les digo, pues hoy en día se idolatra
cualquier cosita que tenga anotado a Bolaño como mentor o referencia o a Jaime
Sáenz como influencia. “No mamen, lean esta novela de Claudio y aprendan,
bebitos”, les diría, pero sé que al decirlo yo, es como si hiciera escándalo en
pleno jardín de infantes.
Una cosa más. Me
ha parecido muy injusto que algunos autoproclamados críticos literarios
bolivianos menosprecien el trabajo de Claudio, resumiéndolo como “retórica
nomás” (y también va la crítica a los que quisieron censurarlo por otra novela,
“Diario secreto”, pero como fueron masistas, no creo que la hayan leído
siquiera); vayan a menospreciar a otros y a sus abuelas, carajo, y más a esos
dizque escritores que sí hacen retórica (“restó-rica” sería) con libros que no
llegan a las doscientas páginas y que pretenden mostrar y demostrar a los
cuatro vientos que han sido escritos como un cruce coital pero aburrido entre
la literatura de Carver y la de Esopo: vayan a menospreciar a esos libros
breves, huecos y hasta con moraleja, y dejen de joder lo que sí tiene alma.
[1] Educador, escritor orureño/alteño, jurado en concursos privados de
lencería femenina y peleador callejero sin ser heteropatriarcal.
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Publicado en PUÑO Y LETRA (CORREO DEL SUR/Sucre), 16/04/2018
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