Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Primera.
Adentro.
No era, El Alto,
lo de hoy; era entonces frío y barro. Escalones de concreto congelado,
manchado, pobre. No estaba el color en el aire, el cholet ni siquiera había
pasado por lo imaginado. Estas eran casas de dos pisos, algunas, con mi amigo
Pepe y su familia en ellas. Y dos mantas, una en el piso y otra para cubrir, en
los brazos de Francine y yo.
Latas rojas de
Centenario. Tapados, a cada rato, para combatir la helada.
Conversaciones
eternas entre compañeros de escuela, que la matemática y el dibujo. Pepe se
enseñoreó del álgebra y las ecuaciones mostraban tal lógica que todo en la vida
parecía girar en círculo predispuesto. No fue así. Con su talento matemático,
mi amigo terminó de burócrata en ENTEL, abajo, en la urbe. De allí tomábamos el
micro hacia el cielo, que bien tenía características de infierno, y a chupar.
Podrías haber sido físico nuclear, cientista, explorador del espacio. Donde para
todos existían preguntas en el embrollo de la ingeniería, para ti había
respuestas. Pero. No, rebelde no, aunque digas sí, ya que privaste no solo a ti
del futuro. A tu mujer, tus hijas, tus amigos. Tú que nos llevaste a Huanuni de
expedición graduada, que mostraste el agua de un tubo saliendo de la mina y
convertida en columna de hielo. En el sindicato, para viajar hacia Potosí y
Tarija, nos llenaron de bolsas de pan.
Te desangraste en
la carretera de Oruro. Pero en El Alto, en cuartos con focos casi apagados,
comimos ni recuerdo qué. Bailamos unas lentas, tu mujer y tú, la mía y yo. En
los ojos azules de Francine se reflejaba un farol de la calle. Resaltaba porque
esa ciudad se componía de sombra. Qué Hotel Alexander ni aquelarres en su
mezanine. Ni colores de edificios que envidiaría Feininger. Para nada. Este
farol como si flotara en la nada negra. Salimos a fumar, a las gradas
congeladas pintadas de verde lechuga (las había visto en la mañana). La helada
trepaba por las piernas de los pantalones y se refugiaba en orificios tibios.
De cuando en cuando pasaba un avión, a ras del suelo. Podía haber sido un
tráiler o un bus de los de dos cabezas que aparecieron entonces.
Quimba.
Juntitos. No
desnudamos la piel por el frío. Nos amamos casi vestidos, el cierre bajado,
calzón ladeado. Tratabas de no gemir. Cualquier jadeo retumbaba cual órgano de
iglesia. Una puerta mal hecha, de madera burda y un espacio de dos centímetros
en la base del piso. Dijiste: qué triste. ¿Qué era lo triste? El barro, decías.
Los niños embadurnados de barro. A medianoche ya el lodo venía sólido como
obsidiana, y del mismo color. Valió la pena el viaje en flota, debajo de una
frazada china amarilla, tocándonos sexos y entrelazando dedos. Si eso no era
amor, tan expuestos a la intemperie, qué. Nunca me lo pude responder.
Sandro se
desgañita, sufre, y te acurruco en mi pecho y prometo que será temporal, que el
hielo y la basura tienen que tener un fin. Pepe y su mujer se besan a pesar de
dos hijas durmiendo en un camastro de la sala. Se besan, aclaro, fuera de ya
tanta vida y desgaste. Chis, chis, destapan las Centenario, y el tufo denuncia
bastante alcohol con dolor de cabeza y palpitación de cráneo a semejante
altura.
Tu pezón rosa es
negro en El Alto. Tus celestes ojos, cuencas vacías. Beso y por los dientes
podría estar haciéndolo con una calavera. Cerrados, apretujados, enlazados en
la vida muerte.
Segunda.
Cuando
despertamos, desde las verdes gradas se extiende la pampa. Altiplano de pajas
ocres. Pómulos y manos paspados, dedos cuyo olor a sexo se ha congelado.
Apuramos el té con té. Creo que domingo. El último de Pepe y de El Alto. No los
vería más sino de paso. La ciudad porque a mi amigo ya nunca, detrás de una
piedra será, jamás tan bien abrigado como para soportar esto. ¿Tienes frío?
Solo, el frío, se hace peor. Sin nadie. Te casaste con él, lo pariste, lo
culeaste.
Pepe muerto,
Francine ida. La esposa pasea las calles de abajo. Cóndores sobrevuelan nuestra
carroña. Un cura bendice iglesias eslavas. Hubo una calle que no supe, que
consumí y emborraché. Dónde era no sabría decirlo. En una ciudad sin forma, de
barro frío y paja que corta.
Zapateado final.
Agitando pañuelos
te vi, escribía una vieja zamba. Cueca después de Led Zeppelin. La velada
íntima de cuatro en la ciudad de arriba. Borrachera. Cómo, si no, soportarlo.
Nada fuera de la ventana; nada de la puerta. Oscuridad. Un vientre que nos ha
engullido y provee cerveza para distraernos. De otra forma reaccionaríamos
locos, corriendo hacia la hoyada y lanzándonos de cabeza.
Cuento los
eucaliptos en la subida: uno flaco, uno gordo. Pasamos una marca de concreto y
algún arco. Todavía en la penumbra resaltan los rojos de awayos sintéticos. Las
cholas van de bombín, escapan de un cuadro de Magritte y de sus para-aguas.
Cuatro escalones verdes y esta es mi casa. Pasen que es suya. Cuatro
Centenarios se abren en coro, al unísono, y salud porque hoy estamos y mañana
no.
Ya no estamos.
01/18
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Imagen: Pablo Picasso
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