Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Pues, heme aquí,
con mandil y gorra de cocinero para evitar que se me caigan los pelos. Trabajo
de mierda, diría, si no me gustara. Pero trabajo de mierda es, esclavizante.
La casa huele a
ajo. Esta predilección personal va pesando en el ambiente. Por ahora, y hasta
peor fecha, me ayuda Ligia, “mi” mujer. Siempre lo ha hecho a pesar de chocar
duramente entre nosotros: ella con sus características italianas del sur, de
Calabria y la Camorra para ser precisos, y yo, en algún grado de mis sangres,
con la placidez campesina de los piamonteses acurrucados contra el frío. Le
digo, con ánimo de molestar, un exabrupto popular en la Italia racista: que
Calabria, como Sicilia, ya es África. Ahí el ajo se revuelve, termina como una Bagna
càuda de mis ancestros montañeses. Sabrosa, olorosa, fuerte.
La gastronomía,
por el tiempo, tropieza con la literatura. Hay que ser negligente con alguna de
ellas, y las letras, pobres en su salario, se condenan de por sí. Por ahora,
digo, porque suelo acostumbrarme a nuevas exigencias con soltura y hallarle
maneras para que acuda el tan ansiado descanso, ido en el momento en que fuerzo
este texto como un ejercicio.
¿Cuál la relación
entre la sangre y la culinaria? Mucha. La memoria íntima, la que sabe de dónde
venimos sin decirlo, guarda la experiencia colectiva de generaciones. Tal vez
no en verbo o palabra, quizá por circunstancias históricas. La guarda en el
sabor, tan sutil que es ajeno a cualquier imposición, a cualquier colonia. Y
surge, de improviso, al momento de tener pimientos verdes y tomates en las
manos, o tubérculos del Ande. La memoria recuerda y ensaya para materializar lo
antiguo en el presente. Surge así, mientras más mezclado se sea, con sorprendentes
resultados, creados, moldeados, sugeridos como un poema. En el achiote echado
encima del caldo para colorearlo puede haber geografías y personas olvidadas
pero latentes. Muy bueno eso, demasiado, sentir que dentro de uno, del corazón
y las manos, hay, o despiertan, homúnculos del tiempo ido, fantasmas que nada
puede acabar.
La inventiva, la
creatividad, no son designios naturales, genialidades del tiempo. En la comida,
en mi caso, refieren creo que con exactitud a la cohorte de mis orígenes, que
más mixturado soy que caldosa cubana. Tal vez me falte esa dosis de sangre
negra que me haría alegre y bailarín. Falta me hace en esta seria tragedia
occidental. Aunque esa gloriosa África la completo en música mientras escribo o
cocino, en taarabs de Zanzíbar u orquestas cincuenteras de Maputo. Cubro esa
falencia conversando con Matthew, nigeriano de los antiguos, que comparte sus
ignotos cantores conmigo; me los anota, sugiere.
Me gusta
pertenecer a una muchedumbre de continentes. No tengo lo aburrido de la sangre
pura, la pura sangre. A veces, cuando echo un chorro de jerez sobre el
hirviente puerco, me pregunto quién actúa dentro mío, qué cronología hay en ese
hecho gratuito, impensado, de inventar. No necesariamente un ancestro dedicado
al arte de preparar y cocer, sino solo la memoria de la sal y la pimienta, el
olor que traslada a pasados remotos y desconocidos.
Mi ventaja. La de
poder ofrecer casi sin esfuerzo extrañas combinaciones de especias y productos,
venidas de arcanos multipopulares. La comida más rica es siempre la que cuenta
con mayor diversidad, la que flotó sobre las aguas de todas las guerras y
masacres, la que se enroscó a un madero
para sobrevivir en eternidad. Intensa, además, porque así parecen ser las cosas
que se agitan y se entremezclan. Casi como la pólvora, que explota en su
conjunción y cuyos elementos en soledad carecen de su lujuria.
Callo ahora,
porque llega el tiempo de machacar la mejorana, mi hierba secreta que suple –no
siempre- al perejil, y que queda perfecta adobada a la res o al puerco. Percibo
el romero, el orégano, y me mancho la piel con airampo.
02/04/18
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Publicado en
INMEDIACIONES, 19/04/2018
Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 24/04/2018
Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 24/04/2018
Imágenes: La Croix/Geografía Universal/Francia, 1705
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