La gente prepara
con gran afición las fiestas matrimoniales. A más pobre y más campesino, mejor.
Es un acontecimiento, no una trivialidad y merece detenimiento sumado a
esfuerzo. Los carpinteros preparaban un toldo inmenso que tendría que albergar
a doscientas personas. Se habían cortado jóvenes eucaliptos para las columnatas
que sostendrían la carpa. También se construyó una tarima para el conjunto.
Contrataron a la Swimbaly, pero no la orquesta original que era inalcanzable en
su precio, que tocaba para narcos y presidentes, sino a la chuta, la espuria.
Se casaban dos
sociólogos amigos, gente de bien, gente de pueblo. De aquellos que a veces
concedían un tiempito para interrelacionarse con nosotros, los pesados, los del
vicio. El contacto estaba más a nivel estudiantil, de preparación de charlas y
manifiestos, cosas que me cansaban sobremanera pero que a veces no lograba
eludir. De mis mujeres al menos tres tenían eso como algo integral de sus
vidas. Eran activistas políticas. Y Elina sin ser universitaria adoraba
sentirse miembro y parte de la mentirosa transformación del mundo.
A ese matrimonio
asistió la crema de la revolución social. Se reunieron los inteligentes e
inteligentemente conversaron en altas esferas de pensamiento. Yo me dediqué a
bailar. La cumbia y la cueca y hacer sentir a Elina que la amaba, y que mi
cuerpo lo reflejaba apenas se acercaba a mí. Pero claro que otros venían con
falso respeto a invitarla a bailar. Entre camaradas de la subversión mundial no
podían existir prejuicios burgueses y accedía con sonrisa. Pero la ira iba
creciendo a medida que los cócteles calentaban mi cerebro.
Comencé a
portarme descarado, a bailar con otras y besar cuellos. A ignorarla. Elina no
sé si con sorna o. desdén evitaba cruzar miradas conmigo. La parodial Swimbaly
acometió con un taquirari pegado. Un individuo de alta filiación partidaria la
atrajo hacia sí, ajustándola demasiado. Me le lancé encima y con un ladrillo le
partí la cabeza. Por la herida brotaron Marx y Lenin a borbotones. Alguno quiso
intervenir pero ya la bestia se había soltado y agarré un machete que los
carpinteros usaron para desbastar unos asientos de tronco. La música no se
detuvo. El vocalista tenía las pupilas inflamadas por la coca. No estaba
presente allí, en un idílico campo de la rinconada. Estaba como yo en el país
de los enanos, y Gulliver aferraba un cuchillo inmenso que acabaría con la
población entera de Liliput. Nos vamos, carajo, y la estiré. Salimos empolvados
por caminar media hora en rutas vecinales hasta encontrar un auto. Metí el
machete por un costado y lo disimulé en el muslo. Ahora nos vamos a mi mundo,
carajo, maldita, donde ninguno de tus putos comunistas asoma porque hiede,
maricones.
Y dimos un raid
por varias chicherías donde encontramos conocidos, recepción alegre,
amabilidad. Caminamos por barrios donde hacíamos un giro para evitar a los
beodos caídos. Terminamos donde nos conocimos, en los alcoholes y de cuclillas
exterminamos el resto de la noche. Como era fin de semana y nacía otro domingo
me fui con ella, me tiré al colchón del piso. Al querer amarla ya no pude. Me
había extenuado y comprendí que mi juventud no era de tanto hierro como creía.
Dormimos abrazados y ninguno de los dos sabía lo que pensaba el otro.
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FUENTE: "Muerta
ciudad viva". Claudio Ferrufino-Coqueugniot. El País, 2013; (pp.
174-175).
Imagen: Mario
Unzueta. "El resplandor del valle".
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