Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
A las siete
de la noche, domingo, tomé un taxi y me fui a sentar a la plaza 14 de
Septiembre, la principal de Cochabamba. Domingo era, en mi niñez, el día libre
de las empleadas domésticas y se reunían allí para disfrutar de una efímera
alegría que por lo general terminaba con ellas golpeadas y violadas por sus
mismos acompañantes u otros al salir de cualquier bombohuasi, creo que llamado
así uno notorio en la avenida que llevaba a la Taquiña, la Simón López, porque
de allí salían embarazadas y abusadas; luego, al llegar a la casa, su lugar de
trabajo, con la cara amoratada e hinchada, sufrían encima de semejante
violencia el despido por parte de las patronas que incluso las tildaban de
“cochinas”. No vi sirvientas anoche; me dije que ojalá aquella ominosa institución
hubiera desaparecido. No lo sé; no estoy seguro.
Una mujer
esplendorosa, alta y de magníficas piernas, con falda corta de cuero negro,
extranjera en apariencia, abrazaba a un pequeño y tostado individuo que en los
términos racistas a los que estamos acostumbrados representaba un “cholo”.
Pues, el “cholo” tenía un auto último modelo lo que le daba la libertad de acariciar
las redondeadas nalgas que eran, evidente, de su propiedad. Yo miraba, todo
alrededor, hasta una gris paloma enferma que apenas podía tragar un grano de
maíz desmenuzado. Luego una pareja de payasos argentinos, hombre y mujer,
pusieron cumbias en una radio, prepararon frazadas en el piso y a voz en cuello
convocaron a una docena de personas, niños la mayoría, para ofrecer triste espectáculo
lleno de gritos, alusiones sexuales e inmensa falta de talento. La historia del
payaso triste, la del payaso tonto. Malabares con mucho estruendo y poca
habilidad. Recolectaron monedas. Voceaban que se iban de aquella histórica
plaza, que por este año terminaban con Bolivia. Se les notaba el hambre. Era un
paisaje medieval.
Luego
caminé. Comí dos anticuchos sabrosos pero tensos como goma de mascar. Picante
de maní, papa tostada y fría. Tripas hervían y chisporroteaban en carritos de
comida. Otra viñeta medieval. Moliere, Bergman…
Caminé. Fui
por la vieja zona de cafés de la calle Ecuador. Me dijeron que habían cerrado
los boliches porque era refugio de delincuentes, “zona roja”. Pero, en su
tiempo, esa parte de la ciudad dio mucha vida a lo que hoy parecía muerto, o
agonizante.
Me pregunté
entonces si las cifras de lo que deja el narcotráfico, a pesar de míseras en
relación a las rentas de los patrones, eran tantas ¿dónde estaban sus resultados
que no se veían? Dicen que hay Ferraris rojos con el sello del club Wistermann,
Lamborghinis blancos. Esta debía ser una ciudad de luz, y las aceras son peores
que las que nos hacían tropezar cuarenta años atrás. Se ha querido hacer creer
que el tráfico de cocaína es una forma de enfrentar al imperio. Falso: es el
imperio.
Nada bueno
de la cocaína queda; nada queda. Esta ciudad se va descascarando, es una fruta
seca y eso que estamos en tiempo de lluvias. Aseguran que la movida se ha
trasladado hacia el norte de la ciudad. Puede ser, porque lo que transito ahora
es una villa ruinosa, no con el garbo que tiene la ruina en la Odessa del mar
Negro, sino la desgracia a secas.
Villa
deleznable, escribí muchísimo tiempo atrás, y no me equivocaba. Aquí la droga
no hace patria, y no creo que en ningún lugar, pero hay un discurso
semi-ideológico que ensalza el producto bruto y por ende los derivados. ¿Cuándo
comprenderemos que se trata de un comercio particular, no colectivo? Que el pan
que viene de él podría también venir del trabajo si los que ganan en lugar de
vacacionar en el Caribe, comprar en Miami, y preferir un automóvil de lujo a un
bidet, hicieran algo de bien e invirtieran en lo caído, tratando de levantarlo.
Hemos creado otro mito. Lo creemos a pie juntillas mientras que la realidad es
otra: la de dos payasos gritones sin sal ni azúcar.
18/02/19
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 19/02/2019
Fotografía: CFC
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