Tuesday, December 28, 2010
Cochabamba, el jardín secreto
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A mis hijas, Emily y Alicia
Mientras anochece, bajo de Villa Moscú, tuerto como estoy, hacia el centro. El crepúsculo pinta los eucaliptos, a la izquierda, hacia el Mirador. Frente a mí los tenues cerros que guardan Santiváñez y otros pueblos.
Con un ojo tanteo el pedregal para no caer. Y me siento un rato, no lejos de casa, en un baldío donde jugamos, las dos y yo, con nuestro perro niño.
Aún están los círculos que con piedras hicieron. Las pequeñas muestran las manos de Alicia; las mayores las de Emily. Y el padre, con el perro Rufford en las faldas lee un libro de Cieza de León. Simple y tranquila tarde de domingo en Cochabamba. Con pastos purpúreos vamos haciendo los techados de míticas casas. O ramos, "para entregar a mamá", que coleccionan ustedes como flores. En las grandes construcciones arriba parece no moverse nada. Estamos solos. El perro se quedó quieto; hasta él cree que ha hallado por fin a su familia, y que así envejeceremos todos, mirando Cochabamba, contando las rocas que traen las niñas, una a una, y ponen en fila, fronteras que impedirán la venida del mal, el paso de las hormigas rojas que corren alrededor buscando comida.
Al medio levantamos un círculo de piedras más grandes. Ese será nuestro centro de acción, el principado, porque de príncipes, lastimosamente, se hacen las imaginaciones infantiles. Un par de terrones serán los guardianes y pondremos al perro cerca para que sea nuestro dragón café. Pero comienza a anochecer y debemos irnos. Las tierras se han quedado sin gente, ya ni los fantasmas de los conquistadores del Perú han de poder andar en tal penumbra. Las luces de la ciudad crecen y Alicita me pregunta en medio castellano si esa es Cochabamba. Le digo que sí y me responde, provocadora: "is my Cochabamba". Lo sé; en el silencio de Denver, cuando la noche parecía más oscura y las únicas luces eran rojo-azules, de autos policías, les afirmaba, antes de dormir, que en mi país había pueblos fantasmas, que los duendes caminaban por los tejados de la casa de un tío abuelo, y que, además, recordando Roboré y hurtándole un sueño a García Márquez, llovían mariposas amarillas. Ellas dormían en asombro, pensando sin duda en sus abuelos bolivianos, no en la abuela otra, de Denver, que quería obligarlas, desde niñas, a tener dos religiones, y a comer una cucharada de arroz en el almuerzo, para "empezar la dieta desde la infancia".
Se sucedieron días y noches. Una linda escuela, entrada muy en los eucaliptos. Llantos y sonrisas decían que todo iba bien. Una tarde nos fuimos por detrás del colegio. Descubrí los añosos árboles de mi propia niñez, el polvo que a pesar de todo era el mismo polvo de los bordes del canal de la Angostura. Había basura esta vez, pero la memoria estaba ciega para pensarla. Así que entré en voz a la mente de mis hijas y me imaginaron, en la vieja bicicleta de mi padre, buscando un Dorado donde podía plantar el vehículo y sentarme a creer que un día habría de tener esposa e hijas para traerlas conmigo en bicicleta. Y, como Borges, mirando el lugar, deseé estar allí, con ellas, estando en ese instante allí y con ellas.
El almuerzo era exclusivo, de mis hijas y mío. Los tres caminábamos a una pensión arriba, y comíamos asado a la intemperie, rodeados de plátanos, helechos y muchas otras plantas. Jugaban a la selva, a los lobos que venidos de los videos del "Jungle Book", de Kipling, se escondían no lejos. Luego retornábamos a casa. Si hacía una siesta, me despertaban y exigían mirar, por centésima vez, "The Lord of the Rings", o las crónicas infantiles de C.S. Lewis que las encantaban. Al fin era jugar a los trolls, a los goblins, y Alicia siempre finalizaba de aliada mía contra Emily, hasta que papá ocultaba la cabeza, anunciaba la llegada de Mr. Hyde y, con alborotados cabellos, las hacía correr hasta su dormitorio.
Llegaba un día, cualquiera, la hora del baile. Emily imponía que pusiera en el tocadiscos una vieja canción de los Beach Boys cuya línea principal decía "I wanna go home", "quiero ir a casa", y que Jenny odiaba particularmente porque decía que era una canción de triunfo ("mi" triunfo consistía en habewr conseguido mantener a nuestra familia unida). La hija mayor, inconscientemente, había adoptado tal música para afirmar lo que quería su pequeño corazón: estar los cuatro bajo el mismo techo. Después las dos danzaban desde canciones de Walt Disney hasta música escocesa del siglo XVII. Emily me pedía que me retirara y la dejara sola cuando era Brassens el que cantaba. La dejaba en su ensueño e iba a prepararles un poco de leche. Comida, juego, baile habitaban las diarias horas de mediodía a tres de la tarde en que permanecíamos solos.
Cochabamba, terrosa y sucia, significaba un secreto jardín para los tres. El patio de atrás había sido alguna vez taller mecánico. Entonces ellas reunían pistones, resortes y piezas desconocidas. Universo diferente. No era Estados Unidos. No la lujuria del dinero, ni los perfectos parques en los que el niño no podía ya imaginar nada. No podían mis hijas soñar un túnel porque ya había dos, o un riacho porque allí estaba. O un puente colgante, o un precipicio. En cambio, en este desordenado patio, los trozos de una antena de televisión podían ser aviones para Emily, y silentes víboras para Alicia. Había además insectos, que la hija menor guardaba de a uno en su cuarto, para mascotas. La mañana antes de que se perdieran, al regresar de la escuela, Alicita me dijo llorosa que había perdido en su clase a su "baby bug", una pequeña waka-waka café que encontró dentro de casa dos días atrás...
La ida a la escuela. Vestidas iguales, con sus impermeables morados, de la Navidad del 95, o con los vestidos nuevos que les trajeron los abuelos. Jugando en el patio delantero, sobre el tablón y cortando cada flor que osaba nacer la noche anterior. las dos con sus mochilas listas para la aventura de un viaje de media hora. Emily siempre agitando la mano hacia mí mientras el bus se iba. a las doce y media volvían, cansadas, con los trabajos prácticos que habían realizado: una jirafa en palo de helado, pequeños monstruos, tronco y piernas, que la pequeña afirmaba éramos nosotros. Una sesión de tiza de colores sobre nuestra vereda, las manos lavadas y luego a almorzar. El 17 de octubre, último día cochabambino, me hicieron dibujar un árbol de Navidad. Pusieron una caja grande de regalo a su madre, una horizontal para Alicita, un caballo de juguete para Emily, una camisa colgada para mí, un hueso con rosón para el perro. Sabían que ese árbol no podría ser. Lo presintieron. Emily, antes de partir yo para Sucre, me dijo: "Papá, llévame contigo, si tú te vas nos quedaremos huérfanas". Prometí volver en dos días y dos días se han convertido en infinito.
Las busqué. En el polvo fatigoso que los camiones dejaban en el nocturno camino de Chuquisaca, en un teléfono desaparecido, en una luz sobre Puente Arce. El dolor de Aiquile y su catedral sombría. El no sueño, Santa Cruz, La Paz, un bus que se va y se va por Arequipa, el postrer rastro de sus nombres, mal escritos, en una terminal paceña de buses, gentes, lágrimas.
Y ya no puedo cuidar el jardín secreto, se hizo demasiado grande. Los traviesos fantasmas no desean jugar con un hombre triste. Los fierros del patio se cubren de herrumbre y las fronteras que nos protegían, en el gran lote vecino, permiten pasar a innúmeras hormigas rojas cazadoras. Rufford, nuestro perro, se ha casado y se marchó a Santa Cruz. La casa se empolva y duele tirar a la basura un pequeño borrador partido de los dibujos de Alicia o las medias rotas con que Emily vestía a su muñeca.
Y uno quisiera morirse, como del rayo, como Ramón Sijé, pero no puede.
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Publicado en Los Tiempos Cultural (Cochabamba), 10/11/96
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Qué decir amigo. Siento que puedo ver y entender todo. Sentir. Cada palabra e imagen. El tiempo implacable. También soy padre. Me he separado hace poco.
ReplyDeleteHermoso y triste, como la vida.
Malos tiempos, Jorge. Pero todo tiene sus enseñanzas y hay que saber capear las dificultades. Ahora mis hijas son muy cercanas y vivimos cada vez mejor,
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