a Pablo Soriano Ferrufino
Amanece el Día de Acción de Gracias con un inusual tiempo cálido sobre la ciudad de Aurora, y Colorado. Regreso del trabajo nocturno, cansado y contradiciendo a Gardel en las líneas del tango que suenan: "el músculo duerme, la ambición trabaja" porque este músculo ha batido las sombras con esfuerzo. Un paso por el supermercado -estantes decorados para el festejo nacional- en busca de queso danés, cremoso y azul, un gouda ahumado, salame genovés picado fino y delgado, un té, un café...
Jamás me asocié con el festejo éste que si se mira con ojo crítico es festejo de conquista, de desdén por los naturales, de traición y genocidio. Dudo que los indios norteamericanos tengan algo que recordar de su gentileza en socorrer a aquellos peregrinos, puritanos de negro, peligrosos, ambiguos con los demás, avariciosos. Ojalá nunca lo hubiésemos hecho -lo continuamos hoy- aunque la historia seguiría su curso de cualquier manera y tarde o temprano habríamos de encontrarnos.
Cuál el punto de convergencia en que esta sociedad y yo nos encontramos un día así, en el que he de comer pavo como cualquiera, puré de papas, jamón acompañado de salsa de bayas silvestres; el punto en que ambos compartimos un destino, a fuerza, y que revierte, o lo revertirá circunstancialmente, el desigual intercambio de los recién llegados con los aborígenes, de mí como recién arribado y ellos, aunque rubios, aborígenes también de estos lindes.
Pero volvamos al desayuno. Pablo, Ligia y yo, salidos del mercado con las delicias mencionadas. La mesa puesta bajo un par de litografías y una hierática máscara nigeriana. Los comentarios sobre la mejor manera de comer roquefort, o alguna de sus variedades, la sosegada discusión de los preparativos para la cena de la tarde -tradicional- en que una urbe de nacionalidades: peruanos, bolivianos, mexicanos, asturianos, colombianos de Columbus, Ohio, etc. iniciará un coro de fervientes dentelladas en la piel crocante y tostada de la gran ave del bosque.
Hay que bañar la comida sugieren. E iniciaremos el festín con unos aperitivos de ron, a pesar de que prometí jerez sin contar que la desidia me estancaría en casa. Ron del bueno, y de Guatemala no tiene par, ni en precio ni en gusto. Las señoras, las viejas, dirían los mexicanos con un dejo de entre cumplido y burla, tendrán su vino rosé, o su chardoné (chardonnay), mientras con la premura de la tarde que se esfuma abriremos botellas de Aragón, Castilla y Cataluña, sólo para quedarnos con España y hacerle los honores al invitado minero de Asturias. Cuando su ego se haya bañado suficiente en el jugo rojo del tempranillo, más suave el de Aragón que el de Castilla, continuaremos con la sofisticación de un raro vino armenio para finalmente aquietar el paladar con un magnífico Broquel argentino.
El desayuno, en medio de los proyectos, ha extendido la variedad de sus comidas y se adentra en los arabescos del vicio o la manía, por darle un nombre distinto al mundano conocimiento de alimentarse bien.
El pavo que se prepara para las cuatro de la tarde me han dicho que pesa once kilos. Habrá pavo para largo, para hoy y para emparedados y sopa y salpicón y mañana y pasado. Claro que los días a seguir tendrán su dosis de sequía y no podremos, el tiempo ata las manos, descorchar un último Rioja que anuncie el final de un nuevo año, o casi.
Mientras tanto seguimos, Ligia, Pablo y yo, acabado el azul danés, en tenso ambiente a raíz de la música brasilera que ellos dos, uno nacional y otro putativo, han puesto a tocar y conversar. Difícil reclamar, menos criticar, entre dos brasileiros para quienes sin duda Os Mutantes alcanzan la cumbre del arte sicodélico mundial.
24/11/05
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), noviembre, 2005
Imagen: Vinos de la Patagonia argentina
Friday, March 18, 2011
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