El gobierno
de Assad está condenado desde hace mucho. Sobrevive porque hay demasiado en
juego para terceras –y poderosas- partes. Finalmente pareciera que Israel ha
decidido acabar con la infame balanza económico-política que ha permitido a un
jerarca asesino mantenerse en pie, a pesar de la sangre dilapidada. Ya nadie
llama, por los tremendos errores de la administración Bush, Eje del mal a este
grupo de autodenominados revolucionarios, pero si tal Eje existe, la Siria de
Assad es sin duda uno de los puntales.
Se habla, y
no sin razón, de las jugarretas del imperio, de los dobles estándares, etc.
Pero de pronto, en un mundo en que no se distinguen ya, quizá nunca lo
hicieron, el Bien y el Mal, hay el menor de los males, por diversos motivos que
incluyen estables democracias en oposición a tiranos cuasi medievales,
ambiciosos de eternidad. Sucede entonces que un ataque, supuestamente defensivo
a pesar de los últimos acontecimientos del lado de Israel, sirve. Alegar que
Hezbollah es un bastión árabe en contra de la ocupación judía es argumento que
ha perdido peso. El enemigo se encuentra hoy en los fundamentalistas islámicos
que desean frenar el imprescindible e inevitable avance hacia el futuro,
incluyendo el de su misma gente, o sobre todo de ella; inhabilitarla para el
porvenir. Ellos han devorado lo
que de épico y justificable podían en su momento haber tenido Hamas y la
milicia libanesa. Se acabó, el poder de Irán y los ayatolas desmitifica
cualquier movimiento que tuvo visos de gloria. Quebrar a Siria es quebrarle
parte del espinazo a los iluminados de Teherán.
Ahora bien,
Kadafi fue accesorio para las potencias. Se le perdonó lo imperdonable. Cuando
se transformó por megalómano en inservible, vimos el resultado. Es que quizá
para el hombre común no hay otra forma de ver lograda su ansia de castigo.
Sucedió en Serbia, en Libia, en Bagdad y ha de ocurrir en Damasco. Cuando el
brazo del pobre no alcanza, o no existe el de Dios, bien vale el de los
poderosos y sus razones pasan a segundo plano. Cualquier borrón, si lo que se
borra es un trágico esperpento, se acoge con alegría. Bien sabemos que otro lo
reemplazará, y que mientras sirva a quien domina ha de permanecer. No creemos
en milagros ni en justicia, pero qué bien sabe la venganza así el análisis
sugiera que ni se hable de ello. Básicos son nuestros instintos, básicos los
placeres, y el de dañar a quien nos daña, extático.
Obama, a
quien acusan de suave, calcula. No sabemos si el bombardeo judío a instalaciones
militares sirias forma parte de su estrategia inmediata ante las nuevas
circunstancias. Utilizar a Israel, que a su vez usa a los Estados Unidos,
podría ser la mejor salida. De todos modos, como se dijo en principio, da la
sensación de que el destino de la dinastía en Damasco se ha sellado. Un fin que
tiene que ser drástico, aunque eso no cambie las circunstancias ni las
previsiones del futuro. Los Assad deben ser ejecutados, como lo fue el libio, y
como se ha hecho con otros, recuérdese Tsarkoe Tselo, no porque el acto en sí
solucione nada, pero un precio demandado en el altar de sacrificio al que nos
hemos acostumbrado desde el inicio de la historia, e incluso en el mito.
La sangre
no vale nada; menos si es la de otros. Hay sangrías que semejan eternas, dígase
Corea, y los que carecen de mando se someten a la voluntad divina o al azar
para cobrárselas un día. Grandes juegos de poder en las alturas. Minucias de
sangre y odio en la tierra. La combinación de estos derriba torres e instaura
reyes. En el aire se eleva la piedra de jade del sacrificio, un pacto antiguo y
oscuro, e interminable.
05/13
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 14/05/2013
Fotografía: Soldado leal al régimen de Assad en Homs (AFP)
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