Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Nuestro barrio,
el P’ujru, la hoyada -para ponerlo en “cristiano”-, dio un par de futbolistas
notables al deporte nacional. Crecidos entre inundaciones y familias enteras
sacando tepes para detener la riada, forjaron carácter; entre mazamorras que
bajaban del cerro con ritmo de banda militar, cortando casas como marraquetas,
llenando el patio del colegio Maryknoll con cuarenta centímetros de lodo donde
era divertido dejar huellas, a pesar de saber el castigo por arruinar los
veintiúnicos zapatos, según suele referirse a la pobreza y la modestia
sarcásticamente el pueblo.
Un par de zapatos
al año. ¿Botines de fútbol, cachos?, ni soñar.
Horizonte de
eucaliptos rodeaba las casas, justo afuera de las canchas auxiliares del
estadio. Arena, lama fina y amarilla, en volutas de aire elevándose igual a
danzantes, a la bella del libro de García Márquez, hoy fallecido. Cuando poco
hay, magia sobra.
Gris muralla de
concreto, de láminas prefabricadas y puestas una sobre otra en pilares a
distancia de diez pasos entre sí. Donde terminaba el barrio comenzaba el
estadio. El largo murallón extendido por un par de cuadras, terminando en la
edificación del Félix Capriles, cuyas ovaciones nocturnas, en juegos de
campeonato, se escuchaban en los lechos juveniles, mientras la luz de las
torres daba un aura halógena y misteriosa a los sauces y molles de los
jardines. Afuera, la lama, los eucaliptos gigantes de los que se derramaban
piñones que servían como barquitos de fantasía para hacer carreras marítimas en
las acequias de este pueblo sin mar. Sin nada, entonces.
Pared con ancha
acera que protegían perrunos los cuidadores. “Cuidador” era palabra temida. Las
canchas, verdes y bañadas con agua de cloaca, estaban prohibidas. Lo entiendo,
se las reservaba para entrenamiento y ligas menores, pero los niños del barrio
algo habrían de disfrutarlas. Pie de gato para subir al primero y mirar si el
cancerbero no estaba cerca. Saltaba uno, saltaba el segundo, el tercero, y con
suerte hasta cinco o seis hasta juntar un equipo. Desinflada pelota Estrela,
brasilera, reemplazando los balones de cuero café, cosidos sus parches a mano,
que usaban los profesionales, y que en ese mundo mezquino de la infancia era un
oro tan brilloso como la Jules Rimet.
Pacientes, los
niños aguardaban los días de juego, sábados o domingos, o fecha entre semana
cuando entrenaba Wilstermann, al otro lado de la barda. Por el enrejado de un
portón que se abría muy de cuando en cuando al paso de camiones, observaban la
fiesta futbolera, plagada de olores a sándwich de chola, chicha kulli, mantas y
awayos extendidos sobre el piso, con mixtura de cebolla, tomate y quesillo. Y
papa, papa, papa. Estábamos en los Andes.
Aguardando en el
exterior… Algún despistado wing, o mediocampista valluno de dura corteza
cerebral, tiraba la pelota por encima del muro. Para eso las largas horas, para
cogerla y salir disparados por la Lucas Mendoza de la Tapia, por la calle José
Quintín Mendoza, correteados por un árbitro que exageraba con el pito y las
cholas gritando: “rateros”. Si eso no es fiesta, carnaval, díganme qué. Cuando
no se puede comprar algo, o semeja inalcanzable, hay que tomarlo. Una filosofía
que podría hacerse política, y cuyas desviaciones y virtudes darían para
escribir un libro. El P’ujru, lo repito, dio un par de seleccionados
nacionales, directores técnicos, ministros, salidos de esa brega por la vida,
de la profunda contemplación de los que tienen por los que no.
“Vamos a
pichangear”: los amigos aparecen, con chores (short) cortos, y kits (zapatos de
tenis). Poleras, medias normales, de las de escuela, ninguna gorra ni atuendo
especial. Muchachos de barrio, entre los que, siendo menores y que luego se
convertirían en celebridades, estaban los mencionados. Tal vez la escuela, calle
Obispo Anaya bajando hasta el fondo, aglutinaba una masa bastante homogénea de
vecinos, con lunares como judíos industriales y médicos, pero que por lo
general se había ido levantando en los extramuros por el tesón de gente
trabajadora, ni tanto proletaria, sino una clase al medio de pequeños
empresarios, maestros y funcionarios públicos. Los hijos, cortados a medida de
un barrio nuevo, modesto, construido en el límite donde la gran acequia marcaba
el fin de la ciudad y el principio del campo, crecimos juntos, sin faltar
reyertas de liderazgo entre los mayores, los que se ufanaban de y pregonaban
haber tenido sexo.
El fútbol la
mayor distracción; no la única porque en la distancia cruzando el canal existía
un mundo vibrante de arácnidos, mariposas cohete, libélulas y bichos palo por
si alguno se interesaba en la naturaleza. El fútbol, que se practicaba con
pelotas robadas como narramos y ya desinfladas, e incluso otras juntadas de
medias y telas rotas; las infaltables Estrela, de varios colores, de plástico o
goma liviana, que inundaban mercados y navidades porque estaban al alcance de
todos.
Pubertad. Debajo
de los pantalones nacieron pelos. Eran oscuros y duros como las cerdas del
chancho. Una y otra vez a mirarlos. Algo pasaba. Antes la piel era morena y
lisa, más blanca que en los brazos porque vive atenazada en la cárcel del
calzoncillo. Con los pelos vinieron afanes de lujo. Se desdeñaron las pelotitas
de trapo. Cualquier sacrificio se hacía por calzar ahora no tenis comunes
(North Star, de la Manaco, había aparecido con diseños modernos). A través de
zapatillas deportivas, el P’ujru entraba en la modernidad. Por las noches las
multitudes seguían atronando con sus goles estentóreos. La luz de las cuatro
torres del estadio departamental, aunque la habían cambiado varias veces de
blanca a amarilla y de amarilla a mortecina, seguía proyectando sombras
chinescas en los jardines cada vez más vacíos de voces de chicos.
Cortaron los
eucaliptos. Sobre la lama echaron alquitrán, pavimento. Lo que no se transformaba
nunca eran las caras de perro de los cuidadores de las canchas auxiliares, a
quienes se temía más que a Dios. Durante el juego se designaba al menos apto, o
al más cojudo, para servir de guardia y mirar si venía o no el guardia a
sacarnos. Había historias lúgubres de transgresores desaparecidos cuando los
atrapaban. Era meterse con la Asociación de fútbol, con la Alcaldía, con el
Estado. Porque, a qué mentir ya ahora, cuando no podíamos saltar el muro
exterior, lo rompíamos. Y pasaban meses para que lo reconstruyeran. Mientras
tanto nos escurríamos a hacer deporte y tirar penales a los inmensos arcos sin
redes que daban a la avenida Juan de la Rosa.
En las pichangas,
donde primero se hablaba de sexo, de culos y luego de Pelé y Limbert Cabrera,
Cabrera Rivera porque había otro: Cabrera Buzett, se hicieron amistades y
rencores. Pandillas conocidas, unas del barrio mismo, otras venidas, por el
color de la piel y el atuendo, del sur, coincidían allí no solo por la
diversión de jugar sino de ganar, de deslumbrarse unos a otros con habilidades
que se escuchaban en la radio. La televisión no llegó hasta 1975, creo, e
incluso así era un lujo. Ni pensar en tener dinero para entradas a los juegos
del campeonato. Nosotros fuimos mimados, logramos ver a Colo Colo, a Nacional
del Uruguay, a Sporting Cristal, al Palmeiras, a Portuguesa, a River Plate con
Norberto Alonso. Ilusionándonos que alguna vez las pelotas que pateaban estos
famosos clubes a las tribunas, como regalo a inicios del partido, nos llegasen
a caer. Eran cometas blancos o marrones de efímera trayectoria.
Siempre lo mismo.
Alineados, los extranjeros parecían seres portentosos de ultraespacio. Altos,
grandes, fornidos, una cabeza por encima de los connacionales aplaudiendo al
lado. Gladiadores contra eunucos, guerreros contra albañiles. Impresiones, no
otra cosa. La rubia cabeza de Malbernat, que era pequeño, de Estudiantes de La
Plata, correteando por el campo. El verdugo, Montero Castillo, uruguayo cuya
fama de carnicero no opacaba su calidad de defensor, parado en la posición de
cinco, diciendo que aquí no pasa ni Dios.
El reloj corrió
sin prevenirnos. Parece una vida estática sin que lo fuera. Nos convertimos en
estudiantes de secundaria, en universitarios, pero no dejamos de saltar paredes
y jugar con contrarios, esta vez con pelota en serio. En un grupo que subía
desde La Cancha, los mercados, estaba Tamayá, un alto y esmirriado mestizo de
piernas delgadas y largas. Su apodo le venía por Tamayá Jiménez, el
seleccionado boliviano, pero no se parecía a él. Se ganaba la vida estirando a
lomo carros con ruedas metálicas cubiertas con trozos de llanta de auto, como
abarcas rodantes, para caseras que compraban cargas de papa o bolsones de
cebolla.
Siempre jugaba
sin camisa. Costillas negras en pecho lampiño. Tenía estilo. Metía los goles,
en arco de dos piedras que servían de eso, al estilo del delantero camba.
Jugaba descalzo.
Sus tobillos, al
chocar con ellos, sonaban como
cascabeles y hacían revolcarse de dolor a los contrarios.
Jugaba sin zapatillas.
No las tenía.
Cargaba, estiraba
carros en el mercado. Era cargador, no futbolista. Le decían Tamayá, pero no
era el famoso.
No habló. Nunca
habló. Y no le gustaba perder. Cuando anochecía, porque jugábamos hasta que la
penumbra tornábase insoportable, se insumía en la sombra camino del sur. Con
una polera que seguro se pondría ya cuando nadie observaba que se acostaba a
dormir entre las casetas metálicas de la Calatayud.
Me contaron una
historia. Tamayá desapareció. No volvió a los duelos entre desconocidos que se
conocían bien por tanta rivalidad.
Era una tarde. La
selección haría prácticas dentro del estadio Capriles a puertas abiertas. Las
puertas laterales, que siempre estaban cerradas, dejaron pasar el bus del
equipo. Fueron bajando los nombres que entonces, cerca de las eliminatorias del
mundial, contaban con el grande Tamayá Jiménez en sus filas.
Al descender
fueron acariciados por la multitud ovacionante. Tamayá, el otro, se acercó
afanoso, descalzo. Se hizo espacio con codos puntiagudos y olor de siglos. Los
mejores de Bolivia sonreían; los más se apresuraban a escapar de las garras de
la chusma. Bajó Jiménez, cuyo apodo se había extendido a uno cuya una
distracción en vida perra era jugar pichangas y promocionar su nombre. “Tamayá,
Tamayá”, gritaba el otrora mudo y suspicaz, tratando de llamar la tención de la
estrella. Lo consiguió. Tamayá Jiménez giró hacia quien gritaba. Lo vio sin
zapatos, torso desnudo, negro, de correosas costillas y cabello grasoso y
desvió la mirada. Ni una sonrisa, ni un brillo de pupilas que agradecieran la
devoción. Tamayá, el duro, el que podía arrastrar en su carro hasta veinte
cargas de papa, se retrajo, dejó que la plebe lo avasallara, lo echase atrás.
No volvió. En los
agachaditos, al amanecer, con canela mixturada con metanol, Tamayá, el otro, ya
no escuchaba la radio. Los perros aullaban, lobos de basural.
Era su muerte.
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Relato incluido en la antología Domingos por la tarde, cuentos bolivianos de fútbol, EL CUERVO, Santa Cruz, mayo 2014
Imagen: Portada del libro
Divertido y evocador relato, me hace recordar mi niñez cuando íbamos a jugar a la cancha del pueblo mitad pasto mitad tierra, prácticamente todos los días, desde las cinco de la tarde hasta que anochecía. “Cachinita metegol” (jugando en un solo arco) cuando no había suficientes jugadores o por el contrario, el “a dos goles”: tres o cuatro equipos disputándose el turno de jugar contra el vencedor. Como no había vallas, no pocas veces el balón se iba a perder entre los matorrales de un cercano barranco que llegaba hasta el lecho del rio. El futbol era realmente nuestra mayor distracción y motivo para hacer grandes amistades. Ni hablar de nuestras primeras chuteras, los olorosos “kichutes” que en aquellos tiempos eran bienes apreciados. Tiene razón Javier Marías cuando dice que el futbol es el retorno semanal a la infancia. Gracias por el recuerdo.
ReplyDeleteA ti también, porque los mismos juegos he jugado y tenido las mismas desventuras de pelotas perdidas, caídas en patios de detestables vecinos que no toleraban la alegría de los niños. Tantas cosas. Un abrazo.
ReplyDelete¡Qué maravilloso relato! Propio de grandes, Claudio tiene la virtud de encajarnos a todos en sus lugares, a veces recónditos, a veces tan abiertos como cielo despejado, y en sus personajes, a veces archiconocidos, a veces extraídos de la penumbra, o quedándose ahí nomás, agazapados, intertes. Vivo intensamente cada relato de Claudio y la vida se me hace más amena al comenzar el día o la noche.
ReplyDeleteCreo que ahí toca sonrojarme... Gracias y abrazos.
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