Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Escribo a
escondidas; no sea que me vean, o me lean. Anoche mi esposa intentó matarme con
un ungüento para futbolistas. Sabe de mi holgazanería, que por negligente no
enciendo la luz (demasiado trabajo, amén de que me manejo mejor entre las
sombras). Aprovechando su amplio conocimiento de mis debilidades, que incluyen
tanto placer como drama, ubicó el tubo de bengay justo donde dejo la pasta de
dientes, la mía, no la suya, que ella va por Colgate emblanquecedor y yo por
otro de hierbas y excentricidades. Sabía que iba a entrar en calzoncillos, no
prender el foco, tomar la pasta, vaciarla en el cepillo y así… Lo hice de
manera automática hasta que sentí el sabor quemando los labios, destruyendo el
paladar. Escupí, hice gárgaras con agua fría y caliente, dejé disolver un trozo
de jabón y lograr que la espuma me saliese por las comisuras, por la nariz.
“Perro rabioso”, me hubiera dicho, de verme.
Intenté
sobrevivir en el silencio que permitía la tragedia. La oía teclear en el
ordenador, quizá contando a sus paisanas de Brasil que al fin se había deshecho
de mí. Luego de diez minutos de odisea salí tosiendo. Al fondo de la garganta
sentía una caldera y mi boca olía a piernas de defensa paraguayo. No dije nada.
Me senté en el ordenador, el mío, distinto al suyo, y también empecé la
retórica del chat con mujeres desconocidas y anhelantes, a quienes dolería
mucho saber que morí. No torné el rostro a la izquierda para mirarla. Sentía
sus ojos, aguardando el momento de derrumbarme y asfixiarme por el veneno.
Dudé, ganas no faltaban, pero no me arrojé en el piso alfombrado de marrón. El
tocadiscos batallaba con un samba de Adoniran Barbosa. Intenté seguir la letra,
como ejercicio para evitar la muerte, pero me falló la pronunciación mental y
dejé el asunto. Ella parecía ensimismada, saboreando un ron venezolano con todo
el tiempo del mundo. Diríase a ella misma “paciencia”, “ya cae”. Y no caí. Esta
piel curtida de los Andes ha vivido demasiado para perecer ante una pomada
venenosa. Si no perdí ante cuchillos ni me eliminó el alcohol, difícil parecía
que llegara el fin. Me recompuse y cambié el disco por acordeones franceses de
preguerra. Qué lindo, exclamó, y me irritó hasta el extremo su frialdad, su
codicia de verme como un bulto de 100 kilos de carne invendible.
Ligia, así se
llama, pasa horas ante el televisor con programas de mujeres asesinas. Bromea
que anda perfeccionando el método para terminar conmigo. La festejan amigas
mexicanas mientras las colombianas le sugieren tremendas muertes asociadas con
su historia. Estoy en casa igual a un cuy enjaulado al que pronto van a
empalar, asar y devorar. Tengo que protegerme. Alrededor de mi cama he
levantado una muralla de libros que ella derrumba cada vez con pretexto de que
quería leer algo, una obra que por supuesto estaba en la base y daría al traste
con la construcción.
Estás paranoico,
me dicen. Ella te quiere, te ama. Pero este acontecimiento con el bengay, más
su afición por crímenes pasionales inteligentes
que no truculentos, me ponen suspicaz. Lucho contra el sueño. He llegado
a controlarlo tanto que apenas duermo tres horas, justo esas en las que ella
trabaja. Sábado y domingo ni duermo. Estoy en vela observando los conejos
salvajes del vecindario que arrullan como palomas. Me distraigo leyendo,
diseccionando la última elección norteamericana. Me arrimo a su cama para ver
si duerme en verdad o disimula. Cuando estoy seguro que no responde a los
pequeños toques, cierro los ojos al lado del perro. Sé que Marco, (el perro de
mis hijas) gruñirá si ella se acerca con el nuevo sudoku japonés que compró con
fines maniáticos creo yo, no culinarios.
¿Qué hacer?, me
pregunto con Lenin. Este es momento de tomar decisiones insurreccionales si
quiero llegar a 60. Estoy seguro que ella ha marcado ese aniversario en un
calendario secreto y se ufana ante las amigas de que no los festejaré. Si al
menos me pusiera una máscara funeraria de los negros del Gabón para esconder
que morí aterrado, estaría bien, pero no. No y no.
Me encanta el
ron. Antes de servirme un vaso, reviso si la botella de vidrio está cerrada. Si
fuese plástico podría Ligia ponerle una jeringa y añadirle algo. Lavo el limón
dos veces y lo seco otras dos. Corto un par de rodajas y tiro el resto al
hocico de Marco que come hasta fierro.
No dije una
palabra del bengay. Anoche, sin embargo, ella vino con dulce falsedad a decirme
que no lo encontraba, que le gustaría darme un masaje, aunque bien sabe que los
dolores del ácido úrico no son de pantorrilla golpeada. Jugué el tonto y juré
no haberlo visto. Sonrió y me dio pavor, pavura que es palabra más expresiva.
Finalmente soy nativo de la montaña y desconfío del curare de la selva. Ella
repite siempre que los dos somos italianos pero no sabe que yo, a los calabreses,
los considero de otra parte, caníbales. Ahora estoy adormilado. Dejo de
escribir, agarro una chamarra caliente porque amenaza nieve, y voy a encerrarme
en mi auto con la alarma encendida. Si veré otra mañana o no, lo sabré bien
pronto.
23/11/16
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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Sucre), 28/11/2016
Imagen: Jean Benner/Salomé, circa 1899
Al menos sigues vivo. Gran texto, querido Claudio.
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