Un aficionado
belga le sacó una foto desnuda con ánimo de arte. Si la poseyó o no, está fuera
de lo que me incumbe. Solo sé que vino con el fastidio aquel de creerse más que
nosotros, y que con una Nikon en mano se convertía en artista singular. La
colonia nunca nos dejó, y el belga acumulaba culos cochabambinos como para el
record Guinness; culos, debo decirlo, que nos estaban vedados a pesar de
nuestras también veleidades creativas. Cómo compararnos a un flamenco o un
valón si apenas despertábamos al sueño de creernos libres. Quedaba la paja, esa
inmisericorde compañera de los pobres. Y en ella, la egipcia, porque era bella
y lejana como árabe, decorando arabescos de mil y una noches. La tenía ahí, virgen
desesperada en el altar de mis desmedidas lujuria y virilidad. El miembro
semejaba ariete espantoso y se ejercitaba ante un espejo sin lucecitas de
escena.
Cuando conocía a
una mujer, seguro ya de haber sido desvirgada, cosa que no importaba, tropezaba
siempre con la sombra del belga. Al menos tres que amé tenían mostrados los
pechos a la mediocre lente del tipo. Creían, sin embargo, que las eternizó.
Dónde están esas fotos, me pregunto, sin arte ni magia. Pero no podía hablar de
él, criticar su falta de talento. No era Edward Weston, no, pero ellas eran más
lindas que la Modotti. Lo defendían a ultranza; cosa extraña, siempre me ha
pasado, feministas defendiendo a individuos carentes de todo, moral en primer
lugar, moral de mostrarse como eran. Estaban, como perras, protegiéndolos de
mí, que iba a ser, al fin, quien las llevaría a la cama, y lloraría por todos los
ojos agua y esperma.
La egipcia perdía
la mirada en lontananza. Seguía su vista creyendo que miraba el cerro, pero no.
Vivía en una segunda dimensión, y cuando al fin la tuve cerca muchas veces
sentí el ridículo de estar acariciando un cuerpo celeste, de esos que nunca
serán putrefactos. Celeste pero marrón ya que su piel se mimetizaba febril con
la tierra. Y, a pesar de ese insomnio que nunca entendí, de sus pupilas
somnolientas, sentía sus jugos al mis dedos tocar la vulva. La miraba debajo del
vestido amarillo, y el carmesí mojado nada tenía que ver con otros mundos.
Tocaba, la
besaba, chupaba sus teticas de pezón negro con dos centímetros de sombra
alrededor. Pero al arrastrarla gentilmente al lecho siempre venía el No.
Entonces, en casa, frente al espejo con manchas de humedad, soñaba que la
penetraba y eyaculaba en ásperos papeles higiénicos que tragaba el lavabo.
Era un sábado, no
me equivoco, y me hallaba sentado en un banco de la Facultad de Lenguas. Leía a
Raymond Roussel. Se acercó. Vi los jeans antes de levantar la mirada, sus
piernas de contorno firme. He leído el cuento con el que ganaste el concurso,
me dijo. Me gustaría bailar para ti una canción de los Doors. La constancia
pagaba, la insistencia, la obsesión. La conocía toda, en una cascada rural, en
nuestra primera salida, se había desnudado y metido al agua helada. Quise
desvestirme y lo impidió. Tocarla, y lo impidió. Un beso, un poco, una palma en
la cadera húmeda. Una erección dolor de cabeza.
¿Lo leíste? Sí.
Bendita literatura. Lo que arrebatos de macho no habían conseguido en meses
parecía que las letras lo traían en bandeja. Arcanos hechizos. Vamos, sugerí,
sabiendo que mis padres salían a esta hora de “día de Cancha” y que volvían
tarde oliendo a cebollas.
La metí al
“cuarto rojo” (mis hermanos saben cuál es), cerré la puerta y puse a Jim
Morrison en el tocadiscos: L. A. Woman,
mujer de Los Ángeles. Tiró el jean; debajo llevaba medias oscuras que le
regalaron en París. Tiró el sostén después de la blusa. Si habría chupado
intermitentemente como becerro esas tetas. Sentado en el sillón azul que
compramos en una maestranza del Cero, al sur de la ciudad, acariciaba la carne
con la bragueta abierta. Quedó en medias, calzón también, y movía el cuerpo
tratando inútilmente de hallarle el ritmo. Puta, yo ni pensaba en Morrison y
sus cascadas cadencias. Quería penetrarla, tanto que apenas abrí la camisa, bajé
el pantalón hasta las rodillas, saqué el miembro y desgarré las medias. Con
esfuerzo quité el calzón, forcejeando con sus pies medianos y oliváceos. El
vello de su sexo parecía brotar de una fuente y esparcirse a ambos costados.
Una fuerte línea negra al centro y volutas desperdigadas hacia afuera. Ombligo
no mayor que una moneda de diez, irregular, mal cosido. Me perdí en detalles
con un lunar en la corva casi pintado. Me distraje, ese lunar no era redondo
sino ovalado, de superficie plana sin disgustantes terrones. Los vellos
brillaban; se diría que los remojó en aceite. A la vez me puse a traducir mentalmente
la letra de la canción, contradiciéndome en la acepción de alguna palabra. Para
entonces mi miembro colgaba como liquen en el tendido eléctrico. ¿Qué sucede?,
inquirió la egipcia, y no supe qué contestarle. En el momento en que se vestía,
enojada, Jim comenzó a cantar Jinetes en
la tormenta y la dejé ir.
La beniana... Una
noche en el Mirador, fiesta de chicha con los Rolling Stones, Beatles y Doors,
sentí que la amaba. No había iluminación, vale como detalle de entorno, y la
bebida conseguida en Tupuraya no era de la mejor. Un solo casete daba vueltas.
En el lado A, los dos grupos ingleses, en el otro los californianos, una y otra
vez. A Álvaro Antezana se le cayó el diente postizo en medio del baile y se
arrastraba entre las piernas buscándolo. La esposa de un actor famoso que salió
a tomar aire de eucaliptos quiso entablar conversación. Callé, le agarré la
mano y se la puse detrás del zipper. Sentí sus dedos helados quemando una barra
candente de acero. Huyó. Voló como golondrina nocturna hacia los árboles y
sollozaba hecha un alma en pena. Volví a la fiesta. La egipcia bailaba agitando
los brazos. Miré hacia el rincón más oscuro. Ella, la beniana, cuya piel tenía
efluvios de noche, apenas se veía. Andaba escondiéndose de su maestro de
francés que habíale declarado su amor. Miré y la deseé, arrancarle la camisa
celeste a rayas. Sudaba; el agua de su cuello se sumía entre los pechos con
destino incierto. Felizmente estaba oscuro y nadie podía observar la desgracia
de unos pantalones que no aguantaban la presión de mi verga inflada.
Caí, ebrio,
rompiéndome un canino. Me acurruqué para despertar con los pájaros horneros
marchando militarmente sobre la barda. En el cuarto contiguo había un revoltijo
de piernas y nalgas velludas. Hans Bellmer, pensé, y abrí el candado para irme.
“Pasaron meses,
pasaron años”, dice la letra de un huayño. No fue tanto. Algo, pero no tanto. Esperaba
el micro D, a la salida del correo para ir a casa. Ella, la beniana, apareció.
Qué haces, nada, y tú, nada. Lo típico. Qué hacemos entonces. Vamos a
Quillacollo, propongo, te llevaré a una chichería en Villa Moderna, “La cholita
milagrosa”, te gustará.
Qué piel oscura y
linda, Dios mío, mientras miraba su trasero subir las gradas porque le cedí el
paso. Nueve de la mañana, no más, u ocho. Era mi día de suerte. Con su amiga
egipcia seguíamos hablando, pero el fracaso de nuestro coito aéreo la había
molestado tanto que ya ni siquiera besos de mejilla se permitían. Le pregunté
por el lunar, si mantenía el color. No contestó.
Visitamos a un
amigo. Comimos chorizos con picante. Jugamos rayuela. Entró la tarde. A las
tres el amigo se fue y le tomé la mano para llevarla hacia el norte, camino del
cerro. En una callecita lateral de tierra desvié. Seguimos la huella y en un
bosquecillo al lado del descampado me acosté. Hice que tirara de mis pantalones
y agachara su rostro hasta tan cerca de mí que rompí su boca. Luego se desnudó.
Tez de café centroamericano. El pubis, de escasa cabellera, no resaltaba, pero
el cuerpo en su totalidad estaba bien, sabroso, un poco magro y huesudo pero
delicioso. Encima, ejercitaba taquiraris, movía las caderas como un tiovivo.
Eres mi segundo hombre, confesó. El primero fue River, por River Plate; es
fanático del fútbol argentino. Y si cuentas esto, te mataré.
Nos frotamos con
nuevas hojas de eucalipto para eliminar el olor. Bajamos por la avenida
principal de la Villa. Miramos por si acaso dentro del local. La dueña, la
cholita milagrosa, nos dijo que el amigo regresó y se fue. En la plaza Bolívar
tomamos un colectivo hasta Cochabamba. No hablamos, o poco. Nos despedimos con
un beso de amigos y yo enfilé hacia una casa donde una alemana esperaba sin
ropa solo para escuchar su confesión de que aquella tarde me engañó… con el
fotógrafo belga.
04/11/14
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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desastre (con Pablo Cerezal), La Paz, 2015; Madrid, 2016
Imagen: Christian Schaad
Imagen: Christian Schaad
el maestro del erotismo , sin dudarlo....hasta un viejo como yo se excita al leerlo...!
ReplyDeletePues esa es una gran noticia para un escribidor, querido Fernando. La reacción del lector. Espera, que pronto se viene más. Abrazos.
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