Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ya los griegos hablaban de una isla lejana, el confín del universo. Y Haakon de Cartago navegó las costas de Africa para descubrir los insondables límites del horizonte. Daneses y sajones, normandos y romanos auguraban la presencia de tierras ajenas a su vista. Y cuando Erico el Rojo, Leiff Ericsson y Thorfin Karlsefne vislumbraron Groenlandia o Vinlandia, la imagen de Ultima Thule se confundió aún más lejos.
¿Es esta isla, tierra ignota que predicen sabios y cantan poetas una imagen real, o un espacio metafísico del corazón humano que apaña en su interior la esperanza de que fuera de lo que se ve existe más? ¿Es Ultima Thule el rincón de los amantes, el refugio de los rebeldes, el oasis de los sedientos? Espacio atemporal sobre el que se pueden ficcionar los universos, libre de todo rencor, y libre también de cualquier dominio.
Quizá miraba el ciego Borges, en su interminable noche de literatura y nubes, que las costas de aquella isla que quieren creer Islandia se desperezaban al amanecer y se hundían de nuevo con el crepúsculo. Tanto para él, como para Nabokov, o los atenienses de los que ni sabemos, o los barbados pelirrojos que acechan por incautos en los fiordos noruegos, Thule implica casi una invocación. Siempre hay, alejado de lo cotidiano y lo trivial, la posibilidad de un territorio de armonía. H.G. Wells transformaría la imagen y en su supuesto paraíso del doctor Moreau apuntaría que incluso en un supuesto edén, el totalitarismo anida.
E incluso en mitología, ni los dioses están exentos de dolor ni de muerte. Los héroes terrestres los hieren en Troya, y Odín, dios entre dioses, perece entre las fauces de un lobo.
La mejor existencia de Thule, la última, debiera ser en mantenerla ajena, incólume, sublime imaginación y no miseria.
Thule podría llamarse esperanza, deseo, satisfacción. O, mejor, oculta felicidad.
08/12/06
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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), diciembre 2006
Imagen: Carta marina mostrando Thule
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