Claudio Ferrufino-Coqueugniot
De noche, los
arbustos del valle que subía eran negros, parecían guirnaldas de Todos Santos. Los
Stones cantaban en la cassetera:
Well this could be the last time
this could be the last time
maybe the last time
I don't know. Oh no. Oh no
Well this could be the last time
this could be the last time
maybe the last time
I don't know. Oh no. Oh no
Fuimos por La Paz. Había que obtener permisos de carga. País de burócratas de vientres abultados por el plato de la tarde. La oficina pesaba, enrarecida de pedos, pero nadie parecía prestar atención. Asuntos de culinaria más que de gastronomía, sugirió Omar con obvio doble sentido. Seguro, le dije, esa vieja allí, la de rojo gualda con cara arisca, en este momento huele perejil picado saliendo del trasero de su jefe. Servilismo asociado con inmundicia, nada extraño. En el baño municipal un escrito a lápiz rezaba: “No deje su desastre para que lo limpien otros”… Poetas de lo escatológico que caminan por los urinarios de la mano del Dante.
Patacamaya. Café
ébano, dulce, queso de cabra. Por una callecita hasta abrirse el altiplano. Nos
esperan doce horas, es mil novecientos ochenta y uno. Mientras esperábamos en
la capital encontré al padre de mi amigo Chino. Me dijo: “estamos aquí porque
detuvieron a Chinito”. En el DOP, o el DIC, siglas sucias y sanguinolentas.
Yerko, mecánico de la sección de inteligencia del ejército cuenta de
francotiradores en las azoteas, desperdigados como esos arbustos de Todos Santos.
Un tiro aquí, otro allá. Pac, pac, y un agujero del diámetro de un dedo en el
techo de las ambulancias. Pero nadie muere; a nadie se mata. Solo la derecha
mata; la izquierda llora.
Detuvieron a
Chinito, puta. Y hay que partir. Arrojo unas lágrimas que se evaporan pronto:
chullpares alrededor, y los aymaras defecando dentro de los chullpares para
protegerse del viento. Una ráfaga helada es castradora, por supuesto. A la
mierda el patrimonio nacional.
El Desaguadero a
mediodía. Paramos a echarnos un baño. Hacia arriba, nada; hacia abajo, peor.
Hay algo de misterio en estas aguas y en el silbido de la paja brava. El
Leyland verde, recién estrenado, llegado de Manchester, brilla. Lunar colorido
sobre el horizonte.
Camino y camino,
polvo y más polvo. Cerveza desparramada por los pueblejos fantasmas. Hatos de
llamas, lanas pintadas, orejas de llamas con guirnaldas de lana. Alpacas
despanzurradas, abiertas igual a como pare mujer. Los estómagos se mecen,
blancas pelotas gigantescas en medio de los tolares. Alguien agita una mano, y
en la mano alcohol.
El Sajama. Ya lo
habíamos visto, por horas, en las subidas y las curvas. Luego desaparecía al
bajar a los ríos secos con ruinas de camiones acumulados de generación en
generación. Omar que señala: “allí se ahogó el Camba”; “su camión se hundió y
la corriente fue cubriéndolo de arena. Nunca más se supo. El piso se solidificó
como cemento”. Estará en el polvo, polvo de barro negro.
En Tambo Quemado
unos humildes soldados nos sellan el pasaporte. Un trapo mugroso, supongo que
bandera, se apoya en los adobes. El tampón parece seco y el guardia lo humedece
con saliva y tira su aliento a coca sobre el sello de goma. Escasamente llega a
manchar la hoja. Fecha ilegible, sonreirán los chilenos. Fecha bolita… Me
callo. Son gendarmes y he oído historias de gendarmes pinochetistas.
¿Periodista?, pregunta uno de ellos mirándome. Periodista de veinte años, o
será morena de quince años, bromea y canturrea la brasileña canción. Maldigo la
hora en que en la oficina de pasaportes le di un billete verde de a diez al
funcionario para que me inventara profesión.
Miro las paredes
de ladrillo, los ventanales. Los Payachatas, volcanes de frontera tirados a
este lado, dan un espectáculo. Mesas barnizadas, las botas también. Escudo y
emblema novísimos, fotografías del parque nacional que comienza allí. Los
animales escapan de Bolivia, donde los cazan, y se refugian aquí. Afuera del
puesto de frontera hay vizcachas paradas sobre sus patas traseras. Un águila
sobrevuela el lago. Por Sajama vi un ñandú; ahora veo vicuñas.
Putre, un pueblo
que para mi juventud y mi experiencia andina pasaría por Suiza. Ahí, perdido no
lejos de mi país, bajando hacia los arenales de Atacama. Un oasis de verdes
árboles implica agua.
En las colinas
del desierto monumentales pictogramas daban la bienvenida al puerto. Hasta hoy,
treinta años pasaron, no he preguntado quién los hizo. Otros placeres aparte de
la historia me prometía el cuñado chofer: Marqués de Casa Concha, tinto; sopa
marinera, hirviendo, con leche, limón, jaibas y erizos colorados.
Modestas casas,
opiné, porque eran de chapa. Nunca llueve, aclaró Omar. Nunca lo he visto ni lo
he escuchado. Sería, porque esas calaminas tenían hoyos para acomodar una
cabeza.
En el mercado
mariscos. Carne roja también. Bolita, bolita, vení, llamaban las putas. Los
bolitas traían dinero cantante, y contante. En un mesón festejaban artistas
locales con una hermosa australiana. Viva Bolivia, gritaban los chilenos. Qué
viva, respondíamos sin ánimo. Esto de la patria es una magistral cagada, nos
miramos. La patria chica y la patria grande por igual.
Al día siguiente
untábamos para el desayuno pan crocante con mantequilla danesa. El mar
golpeaba, como fusta sobre lomo de toro. Qué lejos todo. Mientras se descorcha
un Casillero del Diablo y se vierte su sangre en copas de cristal.
17/07/13
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