Saturday, December 26, 2020

El año viejísimo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La otra noche, mientras conducía (que mis horas detrás del volante son más largas que mis horas caminadas), escuché repetidas veces aquel famoso porro colombiano El año viejo. Bellísima música, no exenta, lástima, como es normal allí, de connotaciones sexuales. “Yo no olvido el año viejo”, dice. ¿Olvidaré yo este 2020? ¿La muerte de mi hermana María Renée, la pierna rota, el desempleo? No, claro que no. Este será el año viejísimo, el que trajo muerte y desesperanza, el de la plaga, la ruina de Londres, la peste bubónica, las ratas corriendo por Amberes, la vida en la que ya ni la literatura sobrevivía, donde el silencio pugnó por reinar.

Sin embargo escribí, incansable, notas y notas que iré agolpando en textos mayores. De noche y de día, en intervalos largos de cortas conversaciones con mujeres. Afirmaba Picha que llegaría el momento en que yo agradecería el abandono. Llegó, con carga insostenible de tristezas vastas y varias, pero vino. Se quedó. Ahora se consumió el día de la Natividad en quietud casi absoluta. Sin ruido de vecinos ni de fantasmas de la casa antigua. A veces dejo un poco de pan que no está al día siguiente. Hay un ratón solitario. Sé dónde vive, por dónde entra y no me molesta. Alguien tiene espacio acá conmigo. Nocturno como yo, inaprehensible. Ha muerto la luz del día y me he de acomodar entre sábanas azules y cuatro almohadas. Les digo a las señoras que me gustaría su presencia, pero miento. Luego del asombro de la cópula, el tedio. Por ahora prefiero trashumar en mi rincón, solo, agitar el café con leche con parsimonia, leer acerca del Berlín de 1922 en que Víctor Afanasiev encuentra a Mayakovski junto a Pasternak.

Acabo de hablar con Emilio Losada para su programa de radio; descubro cosas mías que otros recuerdan y que archivé. Las destapo. Pablo Cerezal, con tremenda voz de seductor de cine, mensajea sobre el mantra del este europeo en mi vida, indaga por si hay algo más allí fuera de la literatura y el hembraje. ¿Cómo explicarlo? Mucho más, una intimidad quizá exagerada sobre las altas hierbas de la estepa o los desmanes de la Horda. Los bailes de los hasiditas, el musgoso Pripyat, Chagall en Vitebsk; banderas de Smolensko y la tragedia del falso Dimitri. Los vagos de Maxim Gorki, el mítico Caspio que del lado iranio guarda leopardos en la floresta. El este, querido Pablo… por supuesto que existe entre las piernas basquetbolistas de Ekaterina y los gigantescos soldados de piedra de Kharkiv. En ellas, mucho, en la hermosa innombrable apoyada en los barandales del Dnieper. Pero mucho más, otra vez… Los troncos y los mugidos de bisontes en los lagos masurianos. Esa pátina de nostalgia tanto en Günter Grass como en Bruno Schulz. 1000 años de judería en Polonia, más duradera que los mil del Reich. Muros caídos de Zbaraj y de Kamenyets. Se mira a lo lejos Crimea, y Turquía. La estatua de Richelieu en la gansteril Odessa, lamento de decaimiento y soberbia explosión de vida. Los sables de Simon Karetnik, fusilado en Melitopol por los bolcheviques, no se han perdido mientras deambulo por el mundo, mientras deseo sentar lugar en algún punto de Ucrania y por las tardes escribir de memoria mirando perderse el sol en la llanura.

Recuerdo aquellas estaciones de bus en medio de la gigantesca Ucrania, modestas si las comparamos con las de Norteamérica, pero tan atrayentes. Nadie hablaba inglés, todos observaban tal vez con sorna mi ineptitud para comunicarme. Así y todo recorrí cientos de kilómetros, fotografié, me enamoré de ojos azules y de pasteles de carne. Caminé entre rodaballos secos en el mercado y se me grabó el intenso carmesí de las cuarteadas granadas. Anna Volskaya y Ekaterina Martynenko tienen distinto color de cabello. Y el ucraniano, que pareciera ser lengua tosca, suena a poesía en su voz. ¿Si necesito traducción? La música no lo necesita.

En este viejísimo año de 2020 no pasé un solo día en cuarentena. No podía por el tipo de trabajo. Alguien me dijo que jugara lotería siendo que en apuesta con la muerte gané. Hoy mismo descansaré un rato para salir a la noche con mapaches vestidos de animales y policías vestidos de zorrinos. Horas para pensar. Autos de luces tuertas se atraviesan, algún transeúnte que por fisonomía viene de Bagdad trata de pasar desapercibido. Sucios vestíbulos de apartamentos de inmigrantes, árboles por todo lado, gratuito frío.

Lucienne Boyer canta Háblame de amor. En el auto toco y retoco el disco que me regaló mi hija Emily. Del Chango Spasiuk, maestro del chamamé en Corrientes y de origen ucraniano como la Lispector. El disco, Polcas de mi tierra, paseo por la memoria, tremendo homenaje a la belleza, al dolor, la separación, le emigración. Música de los ancestros. Acordeones de todos, recuerdos de todos. No hay privacidad étnica para la melancolía. A veces hasta de llorar dan ganas escuchando a Spasiuk cantar con voz cascada. Letras que desconozco y que el corazón interpreta. Amor y dolor no necesitan traductores, son obvios, recalcitrantes y presentes. En los Cárpatos orientales o en las estribaciones andinas. Tanto el hombre ha andado y tanto se desconoce entre sí. El Otro no existe, lo inventan. Y la muerte no tiene contrapeso ante la vida, no prima. Decir lo contrario es aceptar derrotas, que ni siquiera derrota es sino evento y circunstancia, cansancio y herrumbre. Que las piernas se hicieron para bailar. Que la música suene.

25/12/2020

_____

Imagen: Camazotz, dios murciélago de los quichés

Sunday, December 20, 2020

Canción de Navidad


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

O como la veía Dickens. Primero fue la película que me impactó; luego el libro, delgado, en Ediciones Sopena que producía unas joyas que no existen más. A pesar del drama humano que narra, George Orwell decía que Dickens no era ni un escritor “proletario” ni uno “revolucionario”, que su crítica social tenía carácter moral. Pero, bueno, explíquenle Orwell a un niño de diez años y le cortarán la vida. Amé a Dickens como a nadie en esas primeras sesiones de lectura. Tal vez nada en literatura me haya impresionado más que David Copperfield, en una edición de Billiken de tapa roja. Cuánto me impactaría que hasta el color se grabó.

Los niños del escritor inglés; fatídicos bedeles de orfanato; pandillas de pilluelos que reencarnan en Londres al Gavroche de París. Difícil no emitir juicio para la pesadilla victoriana. Era el imperio más grande del mundo. God Is An Englishman escribió R. F. Delderfield, pero Dios no cabía en los tugurios miserables de la City.

La Navidad en esa temprana edad forma parte de las grandes ilusiones. Y de pronto caía el mazazo sobre la cabeza del incipiente literato y pequeño gran lector para terminar la metafísica. No que se creyera en Papá Noel; nos explicaron de chicos que los regalos venían del trabajo y del afecto. Ni chimeneas había en esa deleznable villa cochabambina para imaginarlo, pero igual.

Quedaba la fecha, queda para ser precisos, en que el cuerpo presiente que se acerca a un hito. La costumbre suele convertirse en vicio y hay predisposición a la suavidad, la condescendencia e incluso el autoengaño. Hora de ponerse buenos, suena en las trompetas de la creación, y al final no me disgusta. Ponerse a pensar en lo dramático de la Navidad dickensiana, en el peso inmortal de un pavo horneado con especias suele a ratos despertar sensibilidad social pensando en los que no comen, aunque las más traiga una modorra que de tan agradable pasa a siesta, a sueño, a olvidar congojas.

La Navidad de Alepo, hoy; interminable historia de crueldad colectiva. Allí, en el Oriente Medio, la cristianidad casi se ha reducido a leyenda. Los nestorianos que en su momento predicaban la dualidad de Cristo desde las aguas del Mar de la China hasta Anatolia, y otras sectas, esconden medio millón de almas en catacumbas de miedo. Las únicas velas que hay para esta religión aplastada son las de velorio. Los tres espectros de la fecha decembrina que pululan por la obra de Dickens: el fantasma del presente, el del pasado, el del futuro, al menos en Siria, se han convertido en dos. El ayer y el momento. El después nunca llega.

Disquisiciones producto del frío. Sobre la llanura de Colorado crecen brumas que no son de nieve y sí de hielo. ¿No han visto llover hielo? Hasta llover barro, como si de plagas de Egipto se tratase. El frío, digo, que al encerrarnos entre paredes tibias y mantequilla sobre pan tostado nos entrega atados de manos a la “noche de paz”. Pero… qué irascible duda… para hacer un contrapeso, miro por tercera vez el oscuro filme finlandés Rare Exports sobre el verdadero Santa Claus, un gigantesco ogro encerrado por la montaña y que una compañía minera despierta para reanimar un holocausto de infantes, antropofagia, inverosímil locura hasta para ese mundo helado finés de gente en apariencia sin sentimiento ni amor.

Interesante, apasionante. Creo haberlo visto o leído antes, en fábulas precristianas que hablan de este viejecillo que atraviesa el cielo en renos siderales. Qué complicado el humano, y qué amplio el rango de su preocupación, demencia e irónica bonhomía.

Hora de ponerse a pensar en los condimentos de la cena gloriosa. Hay quienes buscan pasas y nueces raras. Nogadas, almendradas; para nosotros, criollos de bien al sur entre montañas, una pierna de chancho mechada basta. Se huelen los morrones y se siente el perejil. El ajo se tuesta no con olor de averno y se destapan cervezas.

El vino muestra color de sangre. Festejamos, festejan diré, el nacimiento de Cristo. Nacimiento y muerte conforman una suerte de canibalismo festivo. Creo que ninguno piensa en Dios. En las corrientes de aire hay aroma de jerez, no de fatalidad.

Debo retirarme cada año antes de medianoche por el trabajo. Ausente para la sidra fría, explosionado el corcho contra el techo. Y todas las veces, cada veinticuatro de diciembre cuando enciendo el carro y parto, me asalta una sensación de infancia, de desamparo. A mi manera me incluyo entre los tristes personajes del novelista inglés.

Denver es una ciudad oscura, las calles no tienen faroles. Como ahorro de energía está bien, pero la penumbra que sigue a los escasos focos de luz tiene algo de lúgubre. La navidad del norte no se parece a la del sur. No se ve arriba una gigantesca cruz de estrellas que señala el camino del Antártico. Ni siquiera insectos sobrevuelan alrededor del calor que produce la electricidad. Sin embargo, un toque terrenal: a pesar del jabón dispensado con holgura sobre las manos, puedo oler en los dedos el relleno de zanahoria mezclado con mostaza y macerado en limón.

14/12/2016

_____

Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 25/12/2016

Incluido en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS, Volumen 15 OBRA COMPLETA, Editorial 3600, La Paz, 2018

Imagen: Ebenezer Scrooge

 

Thursday, December 17, 2020

Falsuri


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cochabamba todavía tiene hermosos lugares. Es cosa de entrar por pequeños caminos no muy transitados y hela ahí, casi igual a como era en la infancia. Pero hoy me decepcionó ver la plaza de El Paso destruida... para ser reformada. El bucolismo de sus bancos cubiertos de arbustos, y el viejo quiosco central, incomparable, ya no existen. En la manía estúpida de los alcaldes por "modernizar" se acaba con el espíritu singular de cada pueblo. Hacer arabescos de concreto de mal gusto no hará mejorar a ninguno. Les quita su alma. Lástima que las dirigencias sean siempre suma de banalidad e ignorancia.

Una curva, una subida breve, y aparece la iglesia de Illataco, encantada. Medio kilómetro arriba está, a cielo y campo abiertos, el cementerio de Falsuri, lugar de la batalla. Un gran busto del guerrillero José Miguel Lanza hace de anfitrión. Y aunque las tumbas, siguiendo las fechas, son contemporáneas, Falsuri es de gusto arcaico. La muerte ronda todavía, muerte de sol, de amarilla chicha esparcida.

Hacia el cerro, no lejos, se ve la quebrada de Anocaraire y sus ocultos caminos de republiqueta rumbo al cielo. Falsuri sobrecoge más que Suipacha, pero ambos lugares son espectrales. Los jinetes de Suipacha mojan sus caballos fantasmas mientras los infantes de Falsuri mueren espinados. La aridez es virtual para mantener la historia. En el desierto, cuerpo y memoria son incorruptibles. Eso queda en el campo; entre las rocas descansan balas hartadas.

Entierran a un niño en Falsuri, en sábado. Un reducido grupo lo despide. Y Miguel Lanza le hace lugar entre sus profundos soldados. Luego del fragor de la guerra, de cascos animales y eructo de cañón, hay silencio. Cierra los ojos, lector, y no oirás ni los pasos del escarabajo. El ruido se ha puesto bajo tierra donde siguen combatiendo los ciegos.
_____
Publicado en Opinión (Cochabamba), 08/1996

Imagen: Busto de José Miguel Lanza

Sunday, December 13, 2020

Digresiones del frío


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hoy me hice anacoreta. Contribuyó a eso el frío. Hay nieve y hielo debajo, barro negro en los lugares que se ha echado sal. Ya la noche fue larga, cuatro horas conduciendo en esas condiciones. A medianoche, el auto iba por la carretera de un lado a otro. Menos afortunadas que yo, personas solitarias echaban humo por las narices enfrente de sus vehículos estrellados contra las barras de seguridad. Si hay algo solo es eso: quedarse en medio de la oscuridad blanca rogando por un auxilio que tarda, cuando el fin del mundo es el fin del mundo, no parece otra cosa. Lo obvié con música, intentando permanecer en medio del camino mientras iba resbalando a los costados. Blues y góspel. Mi padre diciendo, bajo profundo que era él en el Coro de los Valles, que los mejores bajos eran rusos y negros norteamericanos. Lo confirma la noche invernal, cuando voces que se desatan de la larga esclavitud, le cantan a un “Señor”con tonos cavernosos.

Entonces permanecí encerrado el domingo, comiendo pan y café, como el pan y cuchillo de Miguel Hernández, y a veces algo de tallarín de ayer, frío, que día después y sin calor sabe mejor que nuevo. Terminé la botella de malbec con el cuarto que quedaba, dormí siesta a la hora de dormir siesta, lujo que no puedo darme. Llamé a las hijas temprano para cumplir el amor de padre; a los amigos no porque andan desvariando con depresiones, ajenos ellos a todo, incluso a la distancia entre ficción y realidad. Será que mi instinto básico me animaliza, o que el Neandertal que pervive en mí en un porcentaje del dos por ciento aconseja no salir hoy de la cueva, que hay fieras afuera y que las bestias de adentro se controlan con vigilancia y mesura. Me cubrí de vinagre y sal a la manera de cebolla en escabeche para aislarme del mundo.

Leí a Ana Ajmátova, mi gran amor. Vi cine histórico lituano, la historia del rey Mindaugas del siglo XIII. Con él volví a mi pasión oriente-europea para estudiar en mapas y en narrativa lo que mostraba la imagen. En una geografía en la que el Gran Ducado de Lituania se extendía del Báltico al Mar Negro consideré premonitoria la presencia de dos ciudades: una hacia el sur, Poltava, y otra hacia el norte Velikiy Novgorod, casas de Irina y Milana respectivamente, Ucrania y Rusia. En Poltava estuve y siempre quise sin hacerlo penetrar las tierras de Rus, de Alexander Nevsky, por el lado de la antigua Novgorod, que no se confunda con la Novgorod de Maxim Gorky. Trabajo pendiente, al igual que las tres ciudades del Báltico que anhelo ver, desde la germánica Riga hasta la talmúdica Vilna. Hablo del siglo XIII, cuando todavía aquellos nobles lituanos eran enemigos de Polonia; después vendrían los Jagellones, el inmenso poder de la república polaca y sus aliados. Por ahora son los años en que los mongoles destruían Kiev, 1240, y que la Horda de Oro amenazaba los bordes de occidente, solo detenida por feroces principados y crueles monarcas. En Eisenstein veíamos la tristeza de Novgorod con los tártaros arrastrando esclavos eslavos delante del mítico príncipe, y cómo, a veces, el invasor era aliado, cuando los guerreros asiáticos en sus pequeños caballos combatían al lado de los rusos contra los caballeros teutones encima del frágil hielo de los congelados lagos. El año pasado Kazajistán celebró 750 años de la Horda de Oro. De ella descienden.

Tanta pasión por la historia, por el hombre, sus logros y desmanes, por los vínculos y las etnias, por la apasionante lucha por sobrevivir. Cantaban los negros que fueron esclavos y continúan siendo esclavos de sus traumas en la gelidez nocturna. No era el sur ni las caminatas con grillos por el polvo de las Carolinas. El termómetro marcaba diez bajo cero, todavía tolerable para andar sin guantes ni gorra. De ahí salté al grupo Brave New World y música klezmer. Magnífica canción Chernobyl, y la imagen de las danzas de hombres vestidos de negro en el filme El violinista en el tejado, que pocos saben que viene de los cuentos de Scholem Aleichem. Comenté con Irina al respecto y no hizo comentario. No implico nada, solo que en la plaza de la catedral de Santa Sofía, en la capital ucrania, está el implacable Bogdán Mielnitski, atamán de los zaporogos, a caballo y con bastón de mando. En él se cimenta la independencia de Ucrania, en el alzamiento masivo contra los amos polacos el año de 1648. Escriben que entre 1648 y 1649 se exterminó a trescientos a cuatrocientos mil judíos en la región. Este grupo de gente afianzaba los poderes de los señores polacos con comercio y don artesanal. Entonces, como durante el hitlerismo, se los culpó de mucho y pagaron con sangre. Y pienso en la alegría del klezmer, en el ritual del baile que es tributo a la divinidad, cómo se superó la historia, la terrible memoria para seguir bailando. Volvemos al hombre, a los infinitos sirios que perdieron todo en extrema crueldad y que continúan vivos; a los yezidis del monte Sindjar que esclavizaron los fanáticos de ISIS y que no han muerto.

Y ahora se ha puesto de nuevo la noche; el frío permaneció. Las familias de mapaches se enrollan entre sí; bellas mofetas resaltan con negro pelaje ante la nieve. Alisto la música para hoy, para mi salida nocturna al más acá y al más allá. Escojo Dire Straits, recuerdo a Julio y su muchacha Juliette, el tiempo ido de las inglesas bellas y borrachas. Si habrán muerto o viven, si se acuerdan de nosotros, si se quedó un beso en ellas no lo sabemos. Ni lo sabremos. Adjunto pasodobles taurinos, por la orquesta municipal de Madrid. Pasodobles que se afianzaron en México, en Colombia, en Cuba, que se fusionaron con el tango argentino, tan presentes en la música del que fuera suegro Pedro Ferragutti. Así para más tarde, incluso con algo de danzas del Renacimiento. La soledad es rica y el dolor y la tristeza se convierten en memoria y en tesoro. La vida sigue, la vida brilla, a pesar del frío y de la luz mala que aparece a fogonazos en los pajonales gauchos de las lecturas de infancia, en el algarrobo algarrobal de mi madre, y de Eduardo Falú, en los algarrobos de Tiataco. Polvo son. El polvo es el aire del recuerdo.

13/12/2020

_____

Imagen: Monumento a Mindaugas en Vilna

Sunday, December 6, 2020

Un año: Kharkov


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Una figura agazapada en la penuria boliviana, en la sombra del mal, impidió el paso de las letras de tinte hermoso. No puede la melancolía adueñarse en tiempos de crisis. No podría escribirse ni los más tristes ni los más felices versos en circunstancias así. Cuando el hombre aúlla y las huestes fantasmales se rodean de sangre, hay que alertarse, agarrar un palo, un martillo, una hoz para decapitar al monstruo. Ahora escribo. No es que pasó, la hiena sigue escondida y jadeante, las fauces babosas, la baba espumosa, la droga amontonada, la desesperación del olvido. Y era Ucrania, un año atrás, mientras el engendro en Bolivia anunciaba hace poco otro Holomodor, esta vez local: matar de hambre, dar comida a los gusanos. La lógica la misma: el poder, la imposición, la magia negra de ser perdonavidas, o acabavidas.

He puesto Couperin en el tocadiscos, órgano de la basílica de Saint-Maximin. Paz de prepararse una kanka en olla, tirar los zapatos sin distinción política, a cualquier lado, acabar con el último trago de vino del valle de Colchaga. ¿Solo? Sí, acompañado de tanto, del awayo de Leque que cuelga de la chimenea, de aquel Leque que caminaba por las noches mirando los agujeros del cerro que eran minas personales de azufre, de recuerdos portugueses y ucranios, de un magneto en el refrigerador con la estatua de la gran Catalina, tan cerca del Mar Negro, el negro ponto. En el parque Gorky, Ekaterina me alcanzaba la mano de finos largos dedos para que no me perdiera en el laberinto de espejos. Veníamos de un desayuno con ostras en una bandeja de hielo. Si hubo sofisticación en mis años fue en Ucrania, donde aprendí que a pesar de todo, de donde vengas, hay tiempo para la elegancia. No sabía mucho ella de Chejov, pero estábamos en un establecimiento que llevaba su nombre, lleno de excentricidades, sobrecargado, absorto espacio de la literatura rusa, en los ricos de provincia de Gogol y de Leskov. Un mundo ajeno al practicismo sajón, a la desidia latina. Aquello era el universo concentrado, y en cada detalle de estuco sin duda convivían siglos de razas e historia. La mano de Ekaterina estaba fría, delgada como su cuerpo alto y el cabello negro, sentada frente a mí en la rueda Chicago que pasaba por encima de los árboles y espantaba las aves que todavía quedaban antes del invierno. Kharkov, Kharkiv, Jarkov, la que fuera capital, la industria, la guerra civil, la otra guerra, la bandera azulamarilla del país que decidió liberarse de Rusia, que de protectora se volvió asesina y dominante.

Apareciste con tu traductora. Al frente del caro lugar de desayunos, tanques de guerra. Rusia está cerca; los separatistas también. No importa, me besas la mejilla y te mides conmigo para ver si eres más alta. Me pasas por debajo un papel con tu correo y tu nombre: Ekaterina Martinenko. Todavía hablamos, pero se ha perdido aquel impulso del frío que te hacía temblar mientras buscábamos un abrigo por las movidas calles de Jarkov. Luego regresé al hotel, en el tercer piso de un edificio de negocios, raro. Cinco piezas, nada más, y una bella rubia que era la encargada, Anna, a quien prometí un café que jamás se va a cumplir.

A la mañana siguiente tomé una cerveza en vaso plástico. De esas cervecerías al paso con pilas en la pared y un nombre que dice el tipo de cerveza. Comí al lado una suerte de tortilla que no recuerdo si era kazaja o turcomana, de carne encebollada. Anduve por entre los edificios de apartamentos en decadencia. Bancos y árboles guardaban la esencia del recuerdo. Todas las páginas se me vinieron encima, con ellas, árboles de hoja caduca, hermosas mujeres eslavas de ojos mongoles. No mucho tártaro como pululan en Odessa. De aquí los arrearían al sur, luego de su larga estadía y de las pocas espadas que en Ryazán se les enfrentaron. Ahora los tártaros venden comida popular, y hasta gourmet, en las principales avenidas de Kiev.

Los ojos de sus mujeres vienen de la violencia de siglos, donde siempre es el femenino el que pierde todo. Los hombres solo la vida, que en serio no vale nada. La mujer aguanta, permanece, soporta la demencia invasora.

Es solo una introducción a Kharkiv. Ha venido la noche y toca la puerta de mis párpados. Quisiera soñar, volver al día en que leí Almas muertas. De mi ventana se ve la gran ciudad de luces titilantes. Ekaterina dormirá en casa. Por la tarde se cubrió el cabello en las iglesias ortodoxas, como el resto de ellas, como las musulmanas. No recuerdo su voz, sí los largos dedos de sus manos frías.

12/11/2019

 

 

Sunday, November 29, 2020

Mike Tyson: La Furia y la Paz


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Nos sentábamos, los dos hijos varones y mi padre, en nuestro pequeño escritorio iluminado por una lámpara que le daba las características de un ring de boxeo. Generalmente el fin de semana, a no ser que la insistencia del campeonato necesitara fechas extraordinarias. El juego era hacer pelear tapas de cerveza con un nombre en perfecta caligrafía paterna pegado al través, y que representaba a los grandes boxeadores de la historia, y a algunos menores, todos de peso completo.

La mayoría de las tapas eran de cerveza Taquiña, por su peso y consistencia. Las de refrescos: Fanta, Coca Cola, no servían por demasiado livianas. Las peleas duraban diez o doce rounds y había knock outs o victorias por puntos, igual a la realidad. Mi padre llevaba fichas para cada boxeador con su historial completo y, como en la vida misma, algunos descollaban para hacerse campeones mientras otros pululaban el resto. La única discrepancia era histórica, porque al sortearlas solían enfrentarse hombres de épocas distintas: Ringo Bonavena contra Gentleman Jim Corbett, Sam McVey y Max Baer; otras daba la casualidad que el azar rememoraba combates ocurridos, aunque el desenlace del escritorio y el monótono choque de las tapas diera a veces a Sonny Liston noqueando a Cassius Clay, o a Jack Johnson propinando a Jess Willard -como debió ser- inolvidable paliza.

Mi madre pasaba por la puerta del cuarto y movía la cabeza escondiendo su sonrisa. Así crecimos, con una parafernalia boxística de casi erudición y supimos los nombres de los boxeadores internacionales antes que aquellos de los dichosos presidentes de Bolivia.

Esto viene a introducir el tema del texto que es la vida de Mike Tyson, por él mismo, en un filme de James Toback (2008). Tyson ha sido tal vez el más furibundo guerrero que dio el ring, el más desalmado y peor despiadado, el come-orejas, lo que no impide en mi opinión una relevante posición entre los más grandes (Alí-Clay, Louis, Dempsey, Marciano).


El filme, donde el director suelta a Mike Tyson a contar su historia no diría que peca de candidez. Su honestidad hace que un documental que debiese ser aburrido para alguien no interesado en el box, se torne en historia humana con ribetes de dulzura, en los que el violento boxeador afro-americano alcanza a ratos la profundidad del filósofo y el lirismo del poeta. Aquí como en la buena cinta de El luchador, con Mickey Rourke, los hombres rudos -y valientes- muestran una faceta que les es característica: la sinceridad para enfrentarse a sí mismos, la placidez, incluso en medio del dolor, de aceptar lo que son, de reconocer errores, de superarse y, por encima de todo, de valorar el irrenunciable y difícil derecho a la paz. Cosa difícil de hallar entre cobardes...

El joven Tyson, inmerso en un mundo promiscuo y criminal por origen, sabe que tiene que defenderse. Dirá luego, a sus 40 años, lo sorprendido que está de haber alcanzado esa edad, viniendo de un universo que se caracteriza por arrebatar a los jóvenes, en muerte súbita o lenta no importa, de desgraciarlos temprano. En New York, en Caracas, Lagos o São Paulo que son nombres distintos para una misma pobreza.

A pesar de que no hay ángeles, los hay a veces en lo trivial que nos rodea. Y Mike lo encontró en un viejo entrenador que creyó en él en este incrédulo mundo. Boxear, le explicó, no es simplemente destrozar al adversario. Pelear es un arte, uno en que intervienen no sólo los puños sino las piernas, el movimiento, la velocidad, la precisión. Lo dice un peleador que pareció brutal por excelencia y lo dice en calma, con la tranquilidad del hombre que vivió, que superó su sufrimiento, y que excedió el temor lógico de enfrentarse a otro -temor que lo siguió siempre-. Parece extraño escucharlo decir de su miedo.


Se debatió entre tentáculos de irresponsabilidad, vicio, inmadurez, poder, dinero. Complicado tenerlo todo sin haber tenido nada. Pero a la larga, y allí radica su gran lección de humildad, se da cuenta que puede golpear, ganar o perder es secundario, pero que ya no siente el combate en su corazón, y sin corazón ningún puño vale. Es porque llegó la paz, sin apuros y de improviso. Y nada sabe mejor.

En la noche de la memoria seguimos Joaquín, Armando y Claudio golpeando las tapas personalizadas, mientras Alicia pasa y se sienta a leer La reina Margarita. Entre "nuestros" boxeadores no tuvimos a Mike Tyson. Llegó tarde a nuestra infancia.

05/10/2010

_____

Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 21/10/2010

Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 24/06/2014


Imagen 1: "Iron" Mike

Imagen 2: El gran Sam Langford, el Campeón Sin Corona

Imagen 3: Luis Angel Firpo, de Argentina, lanzando fuera del ring a Jack Dempsey, septiembre 14, 1923

 

Thursday, November 26, 2020

Notas de asueto


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Contradicciones de la vida. Escucho canciones satíricas del siglo XVII y comienzo a escribir hablando del “camino de los huesos”, la carretera de Kolyma que saliendo de Magadan, en el Mar de Okhotsk, iba hasta las minas de oro de Yakutsk. Stalin la construyó con trabajo esclavo, sobre los huesos de miles de prisioneros, igual a los caminos del África congoleña que Leopoldo de Bélgica afirmó con huesos muertos de también esclavos.

Ya quise hacerlo el domingo anterior, luego de leer una magnífica crónica en el New York Times (Road of Bones To the Gulag, Haunted Still/Andrew Higgings) pero no dio tiempo. Domingo, aquí, no es el día en que Dios descansó. Ayer trabajé 18 horas corridas. Así por treinta años. Siempre que me he sentido desfallecer pensé, y he pensado, en el trabajo esclavo. Energía sacada del infinito, de la extraña fortaleza humana. Claro que las mías son 18 pagadas y me considero afortunado en la situación actual; pero me refiero a lo físico, a cuando uno cree haber llegado al límite del aguante, cuando rodillas y hombros duelen como estirados en potro tormentoso. Y vamos, “a huevo” como dice el mexicano, hasta límites que ni se sospechan aunque se sientan.

Varlam Shalamov… Los Cuentos de Kolyma, sobre los cuales escribió mi amigo Jorge Muzam, en Chile. Decía Shalamov, y lo anota Higgins: “un hombre tórnase en bestia en tres semanas, dados trabajo pesado, frío, hambre y palizas”. Quince años pasó el poeta en el campo de trabajo forzado para legarnos aquel gran libro. Para no olvidar, pero olvidamos… Creo, a veces, que la memoria es más frágil que el amor. Y hasta el dolor… Es el olvido, quizá, el recurso mayor de supervivencia. Oblivion. Me gusta la palabra inglesa, tiene dejo de nostalgia. Pienso en Dickens. Londres no es para mí el que veía desde las ventanas del aeropuerto de Harwich sino el de tabernas como escondrijos de lodo en las riberas del río. De soledad y hastío.

Esa fuerza produjo, en medio de lo imposible, literatura. Los Cuentos de Kolyma denuncian, cierto, pero no es ese su objetivo sino el hombre que habla de lo suyo, su entorno, los otros, lo que duele y lo que mata. Decía alguna crítica rusa que donde Solzhenitsin sigue la gran tradición tolstoiana, Shalamov continúa en la del avant garde tan rico de la década del 20 en Rusia. Dos vertientes del gulag, el de los caminos construidos con fémures y de tanta voz extinta e irrecuperable. Hay que ver el filme de Marleen Gorris, Within the Whirlwind, basado en las experiencias de Eugenia Ginzburg. Hay tanto más al respecto.

Cuenta mortal regresiva hoy. Hace poco, en Colorado, había 1 contaminado en 50; luego 49; llega el jueves y son 1 en 35. La lotería se achica y hay pánico. Desde siempre se veía a la gente en China, en Hong Kong, con bozales, barbijos, y uno se preguntaba a qué temían. Pasaron décadas y esa imagen se ha multiplicado. Ya ni las aceras se comparten. Si vas a cruzarte con alguien en la vereda que viene en sentido contrario, casi seguro que se irá al otro lado de la calle. Cuando llego en mi camión de Amazon a una casa los niños corren, las puertas se cierran, la gente pone los brazos sobre nariz y boca. Hay un macabro sentido de dominación, de lo fácil que será arrear a todos como a ratones en Hamelin. Ojo, que no comparto la estulticia trumpista de que el mal no existe, pero que los hombres no son reacios a convertirse en hormigas…

Salté del siglo XVII y los satíricos ingleses e irlandeses al R&B. Observo a los choferes negros con sus audífonos. Mueven brazos, cuello, gesticulan, bailan. Comienzan el día y lo terminan con música. Imposibles mis días sin este constante de ritmos y voces. Muchachos negros cruzan la calle danzando. En Bolivia, donde no se respeta ni ley ni tráfico, estarían todos muertos.

Debo volver a Guerra y Paz, tanto en Tolstoi como en Bondarchuk. ¿Habrá todavía tiempo para leer tantas páginas? ¿O las 1000 de Vida y destino? ¿Las 700 de Shalamov? Por eso sirve el trabajo colectivo, también en el campo intelectual. Me nutro del Paul Celan que comparte mi amiga Diana desde Bucarest, las cordilleras poéticas del Ñuble en Muzam, la Venecia de Bagatin. La indigencia juvenil hace que nos alimentemos sin pausa. Otro el hartazgo de los mayores. La piel en Airam Goizeder…

Ben E. King canta Don't Play That Song (You Lied).

The Shirelles cantan Baby It's You.

La nieve se derrite. No se ha derretido la nieve. No es la manera en que sonríes, pero es tu sonrisa. Eres tú. ¿Qué puedo hacer, si eres tú?

Ya me desvié del todo. O no hubo tema. Notas azarosas. El sol penetra por resquicios. He de tirarme agua encima, enjabonarme y salir a fotografiar árboles. Tengo cartas y besos que enviar. Pero hoy no hay correo. Iba a tender la cama pero la dejo así, como si me hubieran sacado a la fuerza, como hubiera dejado la Triple A la cama de mi hermano. Voy a airear el frío de Kolyma, la angustia de Celan. Nikolai Bujarin, desesperado, visito a André Gide en su hotel para que lo ayudase a salir de Rusia. Otro poeta, Evtushenko, grande, pidió mucho después de Bujarin ya polvo, que se rehabilitara su memoria. ¿Sirve de algo? Oblivion…

Barbara George canta I Know (You Don't Love Me No More)…

26/11/2020

_____

Imagen: The Mask of Sorrow monument in Magadan commemorating Gulag prison camp victims.

 

 

Sunday, November 22, 2020

Callejón del gato


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Estuve de patiperreo por Madrid con Claudio Ferrufino-Coqueugniot . Empezamos en la Glorieta de Bilbao, en el Café Comercial, el de don Antonio Machado, Cansinos-Assens, Blas de Otero, Sánchez Ferlosio, Rafael Azcona... Seguimos por Fuencarral y Malasaña hasta la Glorieta de San Luis, Montera abajo, con sus prostitutas al acecho y sus maleantes de salón de juegos, Puerta del Sol con sus materos, hasta Lhardy, donde hicimos un alto de Marsala y vermú de la casa, tal vez Martínez Lacuesta,  pero las friandises… estaban mejor en el recuerdo de los noventa, casi todos los sabores están mejor en el recuerdo de los noventa. Qué le vamos a hacer. Nada. Hazte a los cambios, a tu envejecimiento. En la memoria más que la marcha de pompa y circunstancia de Elgar, suena la Ritirata Notturna di Madrid, de Boccherini, por Jordi Savall… Cuando menos no tocan a  muerto las campanas, todavía. El presente es el de la celebración de la amistad y las complicidades literarias, por muy deformados que nos muestre ese mal espejo del callejón del Gato, el de Valle, fenecidos los que hubo, que deformaban a más y mejor, tanto que me produjeron auténticos espejismos hace treinta años… Ritirata, insisto, camino de la plaza de Santa Ana y de la calle del León, donde recogimos a Gulliver en su librería de viejo para ir al Terra Mundi, donde se juntó Pablo Cerezal... acabamos en el Café Gijón, mítico, mítico, umbraliano (La noche que llegué al Café Gijón), rompeolas de todas las Españas, decía su cerillero... y bajamos el telón. Pero me quedo con el Callejón del Gato y con Luces de Bohemia de Valle Inclán, por cuya escena para Ciro Bayo, ese exorcismo de una España deplorable, de una monarquía cazaelefantes, de la ley de Fugas, de la miseria y de los hampones de la política... tremendo exorcismo el de Valle sobre el país de su tiempo y sus pobladores, un descacharre que solo el esperpento más vitriólico puede describir.

 

Valle en Luces de Bohemia

MAX: Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.

DON LATINO: ¡Estás completamente curda!

MAX: Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.

DON LATINO: ¡Miau! ¡Te estás contagiando!

MAX: España es una deformación grotesca de la civilización europea.

DON LATINO: ¡Pudiera! Yo me inhibo.

MAX: Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.

DON LATINO: Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.

MAX: Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta, Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.

DON LATINO: ¿Y dónde está el espejo?

MAX: En el fondo del vaso.

DON LATINO: ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!

MAX: Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.

DON LATINO: Nos mudaremos al callejón del Gato.

 _____

De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 29/10/2018

Imagen: Miguel Sánchez-Ostiz, Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Café Gijón, Madrid 2018

Saturday, November 21, 2020

Penumbra de la tarde


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Amenaza lluvia. Los picos nevados de las Rocosas velan desde lejos la llanura. Los animales salvajes olisquean el agua y brincan. Miro por la ventana cómo se mueve la naturaleza alrededor. Yo muevo los dedos, no ajeno a lo que suceda afuera, pero atrapado por tantas cosas que quisiera escribir, leer, mientras el tiempo que es tan breve como el movimiento de dos agujas de reloj dice de la imposibilidad de aprehenderlo todo, de domeñar los sueños de grandeza y aceptar esta sencillez no muy desnuda ni muy triste.

Mikis Theodorakis toca acerca del pequeño viento del norte, épico como es él, sentimental y furioso, suave y terrible como los anarquistas griegos que conocí en París, en la juventud. Hermosos ellos, hombres y mujeres, de cejas profundas y oscuras, de pupilas confundidas con el café. Salud, chocaban las tazas, y hablábamos de la revolución mundial en la Internacional Anarquista de 1986. Se vilipendiaba el régimen castrista, los búlgaros ancianos contaban de las atrocidades del rodillo soviético, Alain Labrousse, ya entonces, presentaba “Coca-cocaína”, y los aguerridos omoristas de Japón hacían diagramas de bombas incendiarias.

Era París y París sin amor, sin dolor, desvirtuaba a Chagall y a Pascin. Era un precio a pagar y cargaba la fantasía de la muerte. Los espectros de Chaïm Soutine y de Amedeo Modigliani caminaban por Montparnasse, o creí ser ellos, cuando en el tiempo del hambre, baguettes, un trozo de gruyère y un litro de leche hacían las delicias culinarias del centro del universo. Leía Madame Putifar, del licántropo, Petrus Borel. Y Max Jacob, y Marcel Schwob en la Bibliothèque Nationale, con los ojos rojos de no dormir, con la dureza que uno de macho y de iracundo enfrenta. Era entonces París, y Léo Ferré cantaba para nosotros en las soledades obreras de Ménilmontant.

Entra brisa fría por la ventana. Espío a la vecina, francesa vieja, en su andador, desafiando el destino y las incomodidades de un cuerpo ya acabado. Y pienso, ya que hablé de machos, de valor, valentía, coraje, si tendré yo la entereza de largarme a la calle en andador cuando me toque. Me hubiera gustado más romperme el culo en el Madrid de no pasarán, pero hay que ser realistas, que tengo una taza de cocoa caliente que mi brasilera mujer me trae, que el despertador marca las tres y media de la tarde, que tengo cuatro libros de animación japonesa, Usagi Yojimbo (uno con intro de Alejandro Jodorowsky), para leer, que me preocupa cuántos dólares quedan en mi tarjeta telefónica porque no quiero dejar de llamar a Bolivia, de escuchar en las ondas el sonido del descalabro, de la irracionalidad amada y dolorosa.

Mientras escribo, mis Itunes van de Grecia a Francia, a Rumania con la música de los rom con quienes preferiría estar ahora, en el éxtasis del baile y el alcohol, mirando mis pies y no el viento que corre por las calles con la siempre amenaza de un tornado que es el fenómeno más hermoso y que me evade año tras año. Los veo irse, tubos de tormenta que se pierden al este, hacia los llanos cheyennes donde la tierra no tiene fin. Ni la invocación los llama, ni el Necronomicón llamó a demonio alguno cuando lo necesité. Los gitanos bailan “Tutti Frutti” en las tumbas del recuerdo.

Kalinka.

Tengo el Facebook abierto, anoticiándome de los desmanes del poder, y añoro mi casa, la modestia de estar solo con mi esposa, ella en su Facebook en el otro cuarto, mientras nos une el ritmo y viajamos en los trenes del aire por Tambov y Paratí, por este espacio diverso e inalcanzable, con una muñequita vudú de Louisiana que sin duda trajo embrujos y se burla desde la pared de la mojigatería melancólica que llegó en las gotas de lluvia.

Busco en la música a mi madre, por los derroteros tan antiguos y nunca olvidados de Santiago del Estero, donde moran los quechuistas. Zamba y chacarera, y vino en jarra. La busco en las arboladas callejas de Córdoba, en la inundación del Paraná, desde Santa Fe a Entre Ríos, por los tristes villorrios de Güemes y Tartagal, persiguiéndola hasta el Bermejo con miedo de que cruce sin mí. Cañaverales y platanales, naranjales del norte, Famaillá y Manogasta. Y de pronto me doy cuenta de que nunca se fue, de que en esta geografía simple mía y sin embargo tan intensa, ambos nos burlamos de la muerte y que todavía en el Once, Buenos Aires, o en Ituzaingó y plaza San Martín, ella nunca ha de encontrarnos porque no sabrá quién es quién, cuál es cuál.

La López Pereira.

Busco a mi padre ahora que el cielo crepuscula y pesa como dos bolsas de cemento sobre mí, en la hombría trabajadora de encontrarse uno mismo donde más duro nos toque. La alegría de vencer la mortificación, el abandono de todo, padres, casa, comida, cama, y mesa de noche con agua para demostrarnos que igual lo haríamos, así las circunstancias fuesen otras. Lo busco en mi pensamiento de Cochabamba, de tanto polvo que comimos por los caminos rurales, atesorando gracias a su amor por aquel rincón de mundo, la Bolivia íntima que jamás nos dejó, mestiza y profana.

Una de mis hijas descubre el inmenso Canadá. Me informó que viajaba, que luego pasaría nueve días cerca de Lisboa, Portugal. La menor salió con amigas, a hablar de agricultura sostenida, a afirmar su negación de comer cadáveres y buscar la proteína en cosas que provienen de vida. Diferentes a mí que, aunque lúcido, siento a veces que la muerte podría correr conmigo como hermana gemela en la borrasca de la ira. William Blake: los tigres de la ira son más sabios que los caballos del placer. Tal vez.

La chacarera reza “pero lo que vos me hiciste, prenda, en mi alma perdura”. Debiéramos preguntarnos qué hicimos nosotros y que quizá la “prenda” tiene razón en agarrarnos de los huevos. El día muere en la noche, la noche muere en el día, pero mi amor por ti no morirá jamás, jamás, jamás. No lo digo yo, lo dice la zamba.

Jamás.

12/06/2011

_____

Imagen: Foto de Rafaela, Santa Fe

Sunday, November 15, 2020

Reminiscencias de "American Politics"


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Que si terminó el drama, el show? Todavía. Pero hay mucho de atractivo, con la tecnología actual, en ese manejo de mapas, colores, estadísticas, para ir detallando una elección presidencial en los Estados Unidos. Nada que ver con el triste recuento de pizarrón, tiza y efluvios humanos y humanoides de lo mismo en Bolivia. A pesar de que los políticos son iguales en todo lado, el medio en que se desenvuelven los educa para ciertas acciones esperadas. No se verán, que yo recuerde, genuflexiones ni payasadas de puños levantados como en tiempos de la guerra española por aquí. Y no se oirá en mi país oratoria como la de Jean Jaurès. A aquel francés no le tocó Chapare…

Vamos a lo nuestro, la trascendencia de la caída, cierta, pero todavía incierta, del Evo Morales norteamericano, el infatigable, turbio y mendaz populista Donald Trump que desató las iras escondidas de una población blanca en decadencia hacia los posibles “culpables” del descenso de su raza… Ningún interés sociológico ni histórico, ninguna atracción o curiosidad hacia los vecinos del sur. La vieja treta hitleriana de culpar etnias e ideologías para ocultar los simples avatares de una historia mal llevada y mal calculada. Trascendente. Después de él poco quedará en pie; cambiaron las reglas del juego y Norteamérica avanza hacia una autodestrucción definitiva ya que no tiene rival afuera, ni China. Es su propio enemigo.

Fueron cuatro años de fanfarria, de Sodoma y Gomorra revisitada, de una clase social pervertida, los ricos, al fin encapsulada en su paraíso privado de regodeo social y corrupción. Aunque poco cambia con quien esté sentado en la Casa Blanca en realidad. Cuando se llega al detalle se notará que los tintes se difuminan y que siempre esa generalidad llamada pueblo queda a merced del poderoso. Pero, para no ser falso, hay mucho que se puede rescatar de una política interna norteamericana en favor del colectivo. Se debe a que hay gente muy capaz tanto como honesta que llegada a posiciones de poder puede hacer, y suele hacerlo, bastante por mejorar. Sucede. Sugieren que son toques de maquillaje para una sociedad bien marcada en sus diferencias. Sí y no. Siempre digo a mis hijas, nacidas acá de madre norteamericana, que deben sentirse orgullosas de su país. Todos lo critican en el mundo, pero todos lo envidian.

Que yo ya me haya cansado y que sueñe con volver a mi revuelto país nada tiene que ver con la política y sí con la sociedad frenética, competitiva, ambiciosa. Pasó el tiempo, me adapté mientras seguí siendo el mismo. “Estados Unidos no es país para viejos”. No lo es, not a country for old men. Hora ya de la emigración contraria. Si bien de mi parte no hubo ilusión, no fue la tierra de Jauja, aprendí como ser humano y disfruté de la mescolanza cultural hasta donde pude. No lo habría hecho sin mi experiencia norteamericana.

Van para treinta años y más. Viví en los Estados Unidos años que exceden los de mi lugar de origen.

Creo que llegué cuando Ronald Reagan todavía estaba en su segundo mandato. La dinámica de la inmigración, el fresco dinero en los bolsillos, la dureza del trabajo, la lujuria, el derroche informativo, la libre soledad de entonces borraron de mi mente aquel inicio. No es que no me interesara sino que tanto había de nuevo en mi vida que no le presté atención. A Reagan le sucedió Bush padre, que había sido director de la CIA. Como anécdota diré que varias veces con los camiones de Keany Produce entré a los cuarteles de esta organización en Langley, Virginia, sin que jamás me pidiesen documentos. Descargábamos el camión casi completo allí. Paltas chilenas, kiwi neozelandés, papa de Idaho, manzanas de Washington State, bananas de Costa Rica, jícama mexicana… Gigantesco campo plagado de espías, era por supuesto anecdótico. Verano, me acuerdo bien, porque no llevaba camisa y ejercía de forzudo cargando cajas pesadas a hombro por las calles de la hermosa capital.

Luego, ya matrimoniado yo, vino la guerra del desierto, la tormenta del general Schwarzkopf que correteó al tercer ejército más grande del mundo, el iraquí, en unas semanas. Faltaba bastante para que Saddam Hussein colgara como pepinillo en una cuerda. Mal les vaya a todos los tiranos. Aquello fue desagradable, patriotismo entre comillas insano y maloliente. El tren metropolitano plagado de héroes; nada reemplazaba la vanidad pública de entonces. Cintas amarillas en todo recoveco. Expresaban la solidaridad con las tropas. La ciudad era un rosón amarillo en general. Yo me encargaba de tumbar los que podía en mi regreso al departamento de Arlington desde la estación de tren. Los cargadores negros con los que trabajaba se mofaban de la cobardía iraquí y parecía que en su interior eran ellos los combatientes que habían ganado la guerra. Pero su guerra personal estaba matizada de miseria y crack, de alcohol barato y putas  de a dólar. Poco épico. En el boliche coreano donde comía delicioso pollo asado, los comensales reían y no cesaban de mencionar “América”. Sucedió también con la invasión de Panamá, donde dieron “verga a los amigos”. Simpleza de análisis, verborrea y matonismo. Es fácil ganar. Entonces yo tenía un sentido crítico. No lo he perdido, pero tanto asno ha rebuznado en los estrados del poder que ya no me interesa hablar.

Vale, sin embargo, la pena acordarse. Con Trump la política norteamericana ha descendido hasta el insalvable fango. Comparándolo con él, hasta George W. Bush semeja un gentleman. Este, sobre quien tanto escribí en contra, a quien dediqué decenas de columnas a cual más fiera, resulta ahora un caballero si se lo opone al rojizo individuo racista e inmaduro que hasta hoy se sienta en la silla. Con él, el estupro, el abuso, el insulto a la mujer pasaron a la normalidad. Tanta semejanza con su gemelo del sur. Allá también todo vale mientras sacie el vicio del jerarca. Y amén.

Cuando se venció en la “Tormenta del desierto”, aseguré que con ello estaba garantizada la reelección de Bush padre. Pensé que de nada sirvieron las multitudinarias marchas de protesta en las calles del DC, que el patrioterismo se había impuesto. Pero esta es una sociedad plural, muy grande y muy extensa. No es ya la Norteamérica rural con blancos armados hasta los dientes y temerosos de Dios. A pesar de que la elección presidencial del 2020 muestra que esa América todavía está viva, la que retrataba Joe Bageant en sus Crónicas de la América profunda, con una mano en la pistola y otra en la Biblia, ha quedado reducida a la mitad. Es la era tecnológica, pero basta alejarse un poco de las urbes para encontrarnos en pueblos que permanecen similares desde los tiempos de Dillinger. Con la noticia de que a los revólveres les añadieron IPhones.

Pues Bush padre no fue reelegido. Lo suplantó un sonriente joven de Arkansas, criado con madre y padrastro, y que repartía diarios en su juventud. Bill Clinton, no sé si por la coyuntura económica, o por ella y otras cosas, fue el presidente del auge. Lo disfrutamos los inmigrantes. Yo obtuve papeles norteamericanos, que no me interesaban, en tres meses. Preguntaron por separado a mi mujer y a mí de qué color eran las sábanas de nuestra cama y la pared. Indagaron acerca de si pensaba poner bombas en los Estados Unidos y preguntaron cosas absurdas como que cuántas veces había cruzado el Atlántico para ver si era coherente y cuerdo, y salí con papeles muy útiles que luego me encargué de compartir con otra mujer y sus vástagos. Cada elección presidencial tiene sus singulares beneficios para quienes vinimos a dejar fuerza y juventud en aras del bienestar nacional de tierra ajena. ¿Qué cosa hubiera hecho en mi ciudad? La chicha era barata y el desempleo asegurado. Para mí no caben juegos de ofrecerse a mejor postor. Mejor inmigrante que mañudo, ciudadano de tercera (a veces), que maleante en cargo municipal.

Clinton se quedó dos mandatos, incluso con la mácula del semen dejado en la ropa de su asistente Mónica Lewinsky. El poder viene acompañado de culo, así a secas, en todo lado. El síndrome del Chivo, Rafael Leónidas Trujillo, ha sido siempre pan de cada día, desde Lavrenti Beria violando a niñas de 11 años en las chekas del comunismo, a otras menores del paraíso plurinacional, al metemano de Donald Trump y el asqueroso viejo Rudolf Giuliani frotándose el pito enfrente de la secreta cámara que lo filmaba para el reciente filme de Sacha Baron-Cohen en su Borat 2. Y sin embargo mueren como notabilidades: la historia es muy permisible.

A “W” Bush se le enfrentó primero Al Gore el año 2000; el 2004 fue John Kerry. La izquierda progresista en los Estados Unidos habló de emigrar. Muchos lo hicieron, hacia Europa y Canadá. George Bush vivió en guerra permanente. Más que en presidentes debiera yo contar mis años “americanos” en guerras. Nunca fue, exceptuando la Segunda Guerra Mundial, inmensa la pérdida de vidas norteamericanas en esos conflictos. Incluso Vietnam o Corea tuvieron solo unas decenas de miles, mucho pero mínimo enfrentando esa estadística con la de Vietnam, del otro lado, donde el genocidio se calculó en tres millones contando… Hasta hoy la peor guerra ha sido la de la pandemia del COVID 19 con cuarto de millón de muertos, y sumando, lejos aún de los casi 700.000 por la gripe española en 1918. La guerra ha sido siempre un estado natural en Norteamérica. Hay hasta cierto regocijo familiar, pleno de orgullo, por las generaciones combatientes. Si fue el abuelo tenía que ir el padre, y por supuesto el hijo, adiestrando a los menores para la batalla futura que se viene, a no dudar. Supongo que les viene de los ingleses y la presunción que hacen, o hacían, de sus intervenciones militares. Basta ver el filme My Boy Jack sobre el hijo de Rudyard Kipling que desapareció el primer día que intervino en combate y a quien su padre presionó para enrolarse, o aquel británico que luchó en España en filas franquistas y escribió un libro, que narraba que su padre le había dado el fusil para que fuera a pelear.

Consideramos, los que lo vivimos, que las dos presidencias de “W” no tendrían parangón. Cuánto nos equivocamos. Trump barrió con estructuras y argumentos en toda la línea. Se mostró, y continúa mientras no lo arrastren a la calle miembros del FBI por rehusar dejar la presidencia, como el típico reyezuelo latinoamericano. Bufón como lo fue Chávez, pervertido como el Inca. Trató, y seguirá tratando, de imponer el capricho como política de estado. Temimos que si ganaba ahora pronto querría cambiar la Constitución para eternizarse en el poder, a usanza de sus congéneres coloreados del sur. La amenaza no está enterrada y es posible que perviva por mucho tiempo en la psiquis norteamericana, hasta que desaparezca o se materialice en serio.

Vino Obama y la primera vez que voté en los Estados Unidos. Antes me negaba a hacerlo pero consideré que el cambio lo merecía. Muy a medias, por cierto, pero está hecho y parece además adecuado a la lentitud de asimilar cambios en este país. Toma más tiempo, porque está el castillo, a veces de naipes a veces de concreto, de la tradición. Muy arraigado en la conciencia nacional que USA es el centro del mundo, la Democracia en mayúscula, la Libertad como fin último. El Ejemplo. Lo es, en variados aspectos; y no en otros.

Obama entregó “graciosamente” la presidencia a Trump. Recibió a Donald y a su eslava de ojos tártaros en cena elegante y formal entre poderosos. Trump ha dicho que no invitará a Biden. Por supuesto que no. El niño mimado, travieso y malcriado luchará a brazo partido por su juguete. Así son, sea por beneficios económicos y status, o por coca y despilfarro. Ni siquiera son Caín que murió desgraciado. Son reyes Midas que desearían convertirse en oro ellos mismos, o tragar el amarillo tesoro igual a Pedro de Valdivia cuando afirman que los araucanos le obligaron a tragar una ambición que lo mató.

Como dije en un principio, si algo me gusta de las elecciones norteamericanas es el uso tecnológico para explicarlas. Adoro los mapas, y manipular estos de acuerdo a las estadísticas, colorearlos, transformarlos en números y etcéteras. He sido vencido por el show, que es esencialmente una creación masiva de los Estados Unidos. Presente en los partidos de básquetbol, en el hockey, o en las ligas “mundiales” de fútbol americano, donde más importante es la parafernalia que el resultado en sí. Esta vez nos mantuvieron sobre ascuas varios días, con avances insignificantes en los resultados. Perdida así la idea política y embelesados por la intriga. Luego se dará paso a otro show, guiado por el famoso showman Donald Trump, que intentará desenmascarar al corrupto sistema y quedarse otros cuatro años o el resto de vida. Eso dará paso al aburrimiento y la pervivencia del status quo con otro individuo en el mando. Hasta la próxima cita en cuatro años donde se dilapidarán fortunas en propaganda y donde yo recibiré más de 200 correos al día para pedirme dinero de campaña y asegurar una cosa hoy y otra mañana. Confusión de sentimientos, cansancio y analfabetismo político. Donde nada es seguro y abunda la ilusión. Supongo que en cuatro años ya no estaré. Y en Bolivia tampoco he de sufragar, porque ese error no cabe ya en el efímero tiempo malgastado.

08/11/2020

_____

Publicado en RASCACIELOS, 15/11/2020

 

 

 

 

Saturday, November 14, 2020

La Moldavanka


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dicen que Isaak Babel perdió la vida porque estaba de amante con una hermana de Yagoda. Sabemos que no es así, pero también.

Anastasia me buscó temprano en el hotel Alarus, en la esquina de Velika Arnautska y la calle Preobrazhenski, lugar donde en la noche se reúnen las putas que, en Ucrania, parecen princesas. No dan bola a los hombres de a pie. Se paran en las aceras y las recogen en autos.

Pelirroja, delgada, alta, Anastasia preguntó qué era lo que más quería ver en Odessa. Le dije que la estatua de Isaak Babel, primero, y luego la Moldavanka, el barrio de los bandoleros judíos en tiempos de la revolución, aquellas águilas que fueron Benia Krik y Froim Grach, terror de blancos y rojos; el primero, aparte de su leyenda bandolera, podía dormir con una mujer rusa y hacerla disfrutar. Tomamos un taxi, café. Anastasia pudo ser un proyecto de esposa que no resultó. El boliviano es fácil de satisfacer pero complicado a tiempo de decidir. Si hice bien, no sé, me quedan sus abrazos en la escalinata de Eisenstein. A veces escribe, le escribo, pregunta si volveré a Odessa. Siempre quiero volver. No solo a ella, a los atamanes, a la bailarina desnuda llamada Luna en un club “de caballeros” en el centro de la ciudad. La encargada, las mozas, danzantes, hermosas todas, pechos firmes y vientres dibujados con pincel. Me senté, pedí en inglés cerveza ucrania y un vasito de ron. En la lista de rones estaba mi preferido acá, en casa, Zacapa, ron guatemalteco. El más caro del listado. De Guatemala al Mar Negro. Entre ron y cerveza, alternando, y tres bailarinas sentadas conmigo que decían: “papi, cómpranos champán”. Recordé a O. Henry: El regalo de los Reyes Magos, Pasajeros en Arcadia. Dos botellas de champán, caderas que mi padre habría declarado imposibles; senos dichosos, piernas… ni hablar de ellas. Taciturnos rusos y turcos observaban. Un trago de cerveza, uno de ron. Casi como en el blues de John Lee Hooker. Al irme quisieron llamar un taxi. Lo rechacé. Dijeron que era peligroso. He andado el ghetto negro del North East en Washington DC, lugares inverosímiles de Cochabamba, y tanto más, que dudo que hubiera una bala de plata, entonces, para mí. No lo digo de bravucón; vivir de noche me hizo lo que soy. Entre dolor y pobres, en el vicio, en mujeres negras que amé en los callejones con los riesgos de la época, los de siempre, morir padeciendo. Voy a cumplir sesenta.

Cierto que me gusta más la Caballería roja, de Babel, pero sus Cuentos de Odessa me son inolvidables. Y fue, volando desde Roma/Fiumicino, la primera Ucrania que quise ver. Luego Kharkiv y Kiev y el entremedio. Treintena de horas en bus para visitar Peregonovka, Poltava, la tierra negra, los sucesivos oblasts, que son como provincias. Odessa la vieja, de impresionante arquitectura, la reina del decaimiento, tal vez sin contar a La Habana. Vegetación, mucha vegetación, calles de barriada que son junglas del douanier Rousseau. Cuando los hierbajos dan sensación de hogar, de simpleza, de casa y comida materna.

Aquellos bandidos judíos abrazaron la revolución. Terminaron exterminados por las tropas de Trotsky o los chequistas de Dzerzhinski. La Moldavanka quedó huérfana de la alegría del botín. Se le terminó la fiesta. Si algo trae el comunismo es aburrimiento. La calma que sucede a la muerte. De ahí la burocracia.

Anastasia me dice que su padre vive en el barrio. Dos tipos de gente lo habitan: judíos y criminales. No es momento que lo conozcas, afirma, deberás entrenarte en el vodka. Él no es judío… Agita el largo pelo rojo, cascada de amanecer.

No ha leído a Babel, como sucede cuando la leyenda es local. Se lo conoce por habladurías, comentarios, memorias, visitantes como yo que en Cochabamba soñaba con ver estas casas. No oigo a Benia Krik mientras atravieso el mercado que vende desde granadas partidas y pimentones dulces hasta stereos. No sé si le interesan los cuentos de Odessa a mi acompañante. Los poetas por lo general somos un anacronismo y esta gente lucha por sobrevivir. Los rusos les arrebataron Crimea, puedo ver la costa. Hay miedo y necesidad, por allí no pasa la literatura; se hace. El bandolerismo resulta de lo impreciso de las sociedades, lo injusto. De Benia Kriks se llena el cementerio. Es el reformatorio de los rebeldes.

Marzo llega. Deseo retornar. Prefiero Odessa a Roma y París, como Kazán a Moscú. No creo que vea a Anastasia. La mirada se ha volcado sobre Anna, bañándose en la costa negra, bajo el ulular de sirenas de barco y la historia que remoja los pies en las antiguas aguas. Desde entonces, cuando fui, no he leído nada de la región. Una crónica de ucranios en Inglaterra, algo de lado. Una moneda de Juan Casimiro Vasa y la época siguiente a la revuelta cosaca.

Camino con Tatiana por Capitol Hill. Ella espera que le abra las puertas y guarda el femenino don de sus mujeres. Otra amiga, Tetyana, echó sobre su cuerpo ya cuarenta años. Diez que no la veo. Verla era un fulgor de belleza, renacer del deseo. Maldito estoy, o bendito, atrapado en las sombras de aquella tierra, deseando amamantarme de ella a través de ellas. Pezones del mundo, rosados y claros, marrones y tiesos. Morir, sí, pero a la manera de la Moldavanka, con los fusiles en ristre mientras se baila la última canción como un responso. Luego de girar y acariciar, a morir. Y a matar.

01/02/2020

Sunday, November 8, 2020

En memoria de Theo van Gogh (1957-2004)/ECLÉCTICA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

El 2 de noviembre, en Amsterdam, en la esquina de las calles Linnaeusstraat y Mauritskade, fue asesinado el cineasta holandés Theo van Gogh mientras manejaba su bicicleta al trabajo. El asesino, un joven marroquí nacido en Holanda, le disparó siete tiros y se acercó a él mientras van Gogh, herido, le decía que podían "conversar al respecto". Luego lo degolló y le clavó un puñal en el estómago con unos versos del Corán.

Algunos lo consideran acto de fe, de reivindicación religiosa, lavado de las impurezas que ofenden a Alá, o a Mahoma, su profeta -a quien van Gogh calificó de pedófilo por haberse matrimoniado con una niña de 9 años- cuando en realidad es un llamado de reflexión y alerta. El fundamentalismo islámico crece a velocidad, pregonando la enfermiza necesidad de convertir a todos o de ahogarlos en su sangre infiel.

Francia ha tomado medidas censurando el uso de velos en escuelas públicas, acto que en apariencia conlleva racismo pero que explica la urgencia de lidiar con los fanáticos que, a pesar de vivir en una sociedad occidental, quieren recrear el universo de injusticia en que crecieron, donde las mujeres cuentan solo para procreación y goce masculino.

Frank Rich escribe sobre Estados Unidos en el Times acerca de la "indecencia", tomando como punto de partida el momento en que Janet Jackson desnuda su seno en público y causa un revuelo de magnitud inesperada, en otra sociedad que corre apresurada a vivir (con doblez) en un mundo ideal donde primen las enseñanzas sagradas y no haya lugar para "inmorales". Con igual fanatismo que sus contrapartes islámicas, el gobierno Bush lleva a sangre y fuego la bandera de la cruz donde los niños "enemigos" que mueren en el conflicto son números de estadística. Igual a los imanes o sacerdotes, los ministros del gobierno norteamericano censuran incluso los programas infantiles; la esposa del vicepresidente Cheney hace quemar 300.000 impresos educativos por considerarlos ofensivos, siendo que ella no cuenta con posición oficial que la avale para ello. Quemaría también a Thomas Mann y a Ernst Töller, como Goebbels, si los hubiese leído.

El mundo se inclina de nuevo, extrañamente con el avance tecnológico, hacia las religiones. Quizá signifique el descenso que antecede a la muerte, donde el hombre ha perdido en nombre de intereses económicos, religiosos o políticos, su instinto por sobrevivir. Una sugerencia, peligrosa en su contenido, conflictiva y controversial, sería poner a estos santurrones que predican cualquier libro dudoso, cristianos e hinduistas, budistas y musulmanes, a trabajar en actividades productivas y vetarles la posibilidad que de sus bocas salga verbo inmundo.

La muerte del polémico Theo van Gogh, descendiente del hermano del pintor, va a transformar los pilares de una sociedad que se preciaba de ser posiblemente la más liberal del mundo. El multiculturalismo y la incomprensión de las partes parecen ser escollo insalvable para una convivencia secular. Se asesinó a van Gogh por haber filmado, con guión de la parlamentaria holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, un documental de 11 minutos -Sumisión- sobre la mutilación sexual de las mujeres en el Islam, desnudando la mentira que predica mientras preserva un sistema de tormento.

El número 422 de la videoteca personal que me rodea, esconde una bellísima película de Theo van Gogh (1-900), director ignorado por las guías norteamericanas de cine tal vez por su ofensiva manera de percibir las cosas, lo que hace sospechar rastros religiosos incluso en el amplio universo de la cinematografía. 1-900 trata de una llamada pagada, de tipo sexual, donde un arquitecto contacta a una mujer para fantasear con ella. Se inicia una relación, llamadas semanales, un mundo de intensidad, masturbación y compañía a través de la línea. Imaginario que quedará roto cuando el individuo intente averiguar más de su interlocutora; un atisbo de posesión destruye el sueño. Fuera de la moraleja o el cinismo que Theo van Gogh quiso imprimir en la cinta, pienso en el lenguaje, en la desfachatez física e imagino a los representantes de Dios aullando "blasfemia", "herejía", contra este talento que vapuleó la malignidad de su rabia.

Ian Buruma, en el New Yorker, retrata a Theo van Gogh como "gordo, rubio, absurdamente generoso hacia sus amigos e implacable con los enemigos, idólatra de Roman Polanski, realizador talentoso que nunca tuvo la paciencia suficiente para producir una obra maestra, gran fumador, consumidor de cocaína y vinos finos, columnista de cierto estilo y sorprendente vulgaridad, padre amoroso, baboso adorado por muchas mujeres, provocador y hombre de principios".

09/02/2004

_____

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), febrero, 2004

Imagen: Retrato de Theo van Gogh

 

Sunday, November 1, 2020

Anales de la emigración: Nina Berbérova


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Zoia Andréievna, mujer de la antigua clase, recala en un pueblito ucraniano huyendo del bolchevismo. Cayó Jarkov, dice alguien, y suena como la trompeta del destino que no vuelve atrás.

Es la historia de la creadora del personaje, Nina Berbérova, que en las pocas páginas de este cuento, o novella, descarga sobre el lector la angustia de a quien se le acaba el mundo. Carente de criterio moral, de juzgar el instante en términos sociales, Berbérova penetra en los arcanos del espíritu humano, de la tenacidad por sobrevivir a pesar de la condena. La ambivalencia de las clases se aleja del pomposo discurso político y cae sobre las minucias de lo cotidiano, de quien puede y quien no comprarse un medallón, de cómo los señores deben ahora trabajar para sustentarse y de la angurria de los miserables por suplantar a aquellos que se detesta y en suma envidia.

“Zoia Andréievna estuvo a punto de soltar el llanto cuando se vio en el espejo; la hermosa pluma de su sombrero se había roto y le colgaba sobre la oreja derecha (…)”. Nada es lo mismo. El pasado se hunde en el pretérito para no volver. Los desmanes de Kolchak, Denikin, Wrangel, Yudenich, representan aletazos de un animal que muere. Pero no es la Rusia de los blancos solamente la que perece. El malévolo Lenin, quien en 1908 escribía a Gorky: “Nunca, por cierto, he pensado en deshacerme de la intelligentsia…” se encargará de eliminar lo mejor y más graneado del pensamiento ruso, sin distinguir entre conservadores, liberales, mencheviques, socialrevolucionarios, anarquistas. En una suerte de guerra privada, como en Lenin’s Private War, de Lesley Chamberlain, Lenin pone énfasis especial en recurrir a cualquier ardid para exiliar a quienes consideraba peligrosos por su educación crítica.  A unos se expulsó, otros salieron por voluntad propia, pocos regresaron (Tsvetáieva, Alejo Tolstoi). De los que permanecieron, Mayakovski se suicidó e innúmeros y geniales artistas y cientistas engrosaron la oscura lista de muertes y cárceles de la dictadura soviética, Ajmátova entre ellos. “La tradición y el rechazo de la misma, que en aquella época tuvo un rol todavía más importante, fueron destrozados por la soga con que se ahorcó Tsvetáieva, el campo de concentración de Mandelstam, el silencio de Jodasevich”, escribe Berbérova en el prólogo a la edición italiana de Necrópolis, libro de memorias de Vladislav Jodasevich, pareja de la escritora, con quien deja Rusia en 1922, y a quien Vladimir Nabokov, en 1939, consideraba el mejor poeta ruso que hasta entonces había producido el siglo (XX).

Incluso el gran Gorky dejó el país por Italia, hastiado del tono que tomaba la revuelta. No es hasta más tarde que se devuelve a Rusia y ejerce de cabeza visible de la nueva cultura soviética, de la escuela del realismo socialista. Pareciera que Rusia anhela su propia destrucción. Sucederá con Stalin, digno alumno de Ulianov, en tiempo previo a la Segunda Guerra, cuando en incomprensible movida elimina lo selecto de su fuerza armada, inhabilitando las defensas del país con resultado casi fatal.

Dentro quedaron muchos pensadores y creadores. El hambre, las limitaciones, la persecución desenfrenada de la mediocridad estatal removían los cimientos de aquella gran cultura rusa que se inició con Pushkin, y donde el intelectual no era reflejo del Estado sino su némesis, hasta el extremo de que otro notable exilado, Herzen, pesaba tanto en Rusia que el pueblo decía que la madrecita era regida por dos Alejandros: el zar, y Alejandro Herzen, desde Inglaterra. Ese ha sido siempre el papel del artista en Rusia, el de contravenir las normas de cualquier absolutismo. Lenin lo sabía, y aunque se armó una opereta acerca del papel del arte en la revolución, con Lunacharsky y Trotsky escribiendo textos de interés, y una década de brillantez vanguardista, la realidad comunista pronto desterró el talento y la crítica, para convertirlo en un país de mediocres, lameculos, arribistas, corruptos, cuya única afición fue la de sostener un falso cometido social, una generalizada mentira.

Nina Berbérova sufrirá el exilio en la atrocidad del desarraigo, el hambre, contemplar cómo, por insuficiencia económica, poco a poco, se iba disgregando la emigración rusa. Unos, como Nabokov, que alcanzó éxito, escribieron en otros idiomas, mientras ella se mantuvo fiel al ruso.

Caminando por los cementerios de París observé monumentales tumbas de príncipes y princesas, lo cual da a entender poco de lo que en verdad sucedió. El partido comunista, y Lenin personalmente, causaron con el putsch de octubre una emigración de casi un millón de personas, nobleza y casta militar entre ellos, pero también, como el caso de la autora y del poeta Jodasevich, el de escritores, filósofos, físicos, agrónomos, dramaturgos, que por lo general poco o nada tuvieron de recursos para solventar su exilio. Berbérova trabajó en lo que pudo, y su obra, hoy considerada mayor en la literatura rusa, no vio la luz hasta décadas después, gracias a la pericia y sensibilidad editoriales de un entonces pequeño editor francés. Tenía más de ochenta años al publicarse sus primeros cuentos. En un plazo de cinco años se convirtió en una notabilidad editorial. Sus memorias, El subrayado es mío, documentan en trescientas páginas casi un siglo y son imprescindibles para atar los hilos de una intelligentsia que se desvaneció de Rusia entre 1920 y 1940, mientras que las de su amado Jodasevich han sido prácticamente olvidadas, rescatadas en verbo por Evtushenko y otros, y creo que aún desconocidas en lengua española.

Si dejamos de lado a Nabokov, cuyo camino se diversifica, la aparición de los libros de Berbérova, llena de algún modo el vacío que dejó la emigración. Hay que considerar que con el sovietismo “desaparece” la gran literatura rusa, que no se recobrará hasta que un disidente, Solzhenitsyn, desde adentro, la reviva, y que otra gran escritora, Nina Berbérova, la consolide desde afuera.

04/04/2011

_____

De GEOGRAFÍA DE MIS PASOS, futuro Volumen 10 de mi Obra Completa en 3600 Editores

Saturday, October 31, 2020

Recuerdos de la pronta muerte


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ahora, sentado en el silencio de la calle Clarkson, me pregunto si soy el mismo que bailaba con Gloria en la casa Machuca de Colcapirhua. Mirando cómo aquella movía los pies y las caderas que eran míos. Bailaba ella con Juan Pablo Amusquívar y sentí celos de la vida. Tenía que buscar la muerte justo en el momento del éxtasis. Observé un pozo como boca desdentada. Simplemente me arrojé en él y golpeé la cabeza en el fondo seco. Buscando a Eva en el otro mundo.

Gloria se asomó al borde gritando su amor. Subí por las piedras del hueco. Arriba había una roca de diez kilos; la levanté y la dejé caer sobre mí. Gloria lloraba no aguanto más. Luego no me acuerdo. Desperté  con el ruido de los chhiru-chhirus en la enredadera de casa. Llamé a Gloria. No quiso atender. Quería huir, el espectro del foso la perseguía. Es amor, le dije y lloré su abandono. A la semana estaba entre sus brazos, piernas cruzadas, sexos de maremoto que parpadeaban.

El pozo tenía eco; la música rebotaba en la piedra húmeda. El agua del sexo se enfría con feliz sensación.

Me gustaban tus pies, tus piernas eucalipto. Cabello de luto tal vez un collar. Me llamabas anarcodelincuente. Me amaste hasta que el futuro diputado te robó con cobarde artimaña y falsa política cuando no estaba. Mujer aterrada de la vida descarnada halló abrigo en la revolución inerte. Cuánto ha pasado, cuánto más pero recuerdo. El amor rítmico, música con sobresaltos de batería y de tambor. Abriste un vino que predijo sangre. Bebí igual y morí, tantas veces.

Bailas eterna joven alta caderas, santa viciosa de la creación; tú y las demás. Eternas únicas te amo y te retorno no mueres mientras yo viva.

10/2020

_____

Imagen: Frida Kahlo/Niña con máscara de muerte, 1938