Sunday, January 24, 2010

Circo/NADA QUE DECIR


Cuando Evo Morales apareció en la puerta de Kalasasaya de la
mano de la Pachamama discrepé con toda suerte de analistas
que decían que comenzaba un nuevo ciclo histórico. Para mí
significaba el mismo circo de Víctor Paz Estenssoro, el de
Barrientos, de García Meza, de Lidia Gueiler, sin ir hacia
los más antiguos. Ni siquiera étnicamente las diferencias
son marcadas: Bautista Saavedra o Luis García Meza
envueltos en aguayos tienen la misma rozagante cara de chola
que el presidente de turno.
Vi la "unción" de Tiwanaku desde afuera, como espectador
crítico, y sentí lástima por el aroma desvanecido de un
cambio que alguna vez intuí. Ante las cámaras se exponía un
espectáculo de mamarrachos con vestimentas que algún
alucinado creyó recordaban las rituales de los ancestros,
cómo si en Bolivia no existieran sublimes tejidos, como si
no hubiese bastones de mando de chonta dura y argollas de
plata en lugar de esos esperpénticos objetos (supuestamente
bastones) que lo menos que hacen es acercarse a la historia
y peor a la eternidad. Triste y no porque en el fondo se
rían quienes nos ven, sino por la desvirtuación del pasado,
la sangre compartida por mestizos, indios y blancos en las
guerras independentistas, el dolor y la angustia de la lucha
y la miseria. Todo revuelto ahora en espantosa cumbia
chicha donde no se observa vuelta alguna a ningún lado, ni
al incario ni al collado, ni a los huacas de Huarochirí ni a
San Expedito o San Putas.
Un movimiento serio del estilo que se anuncia no se decora
con asnos de senadores que ejercitan verbo insulso y
falazmente comprometido, ni con las irreversibles
discrepancias del socialismo con este hato de pequeños
burgueses, de indígenas cuyo ser autóctono no los libera de
ser ricos, explotadores, capitalistas, propietarios y demás
mañas de aquello que dicen combatir. ¿Por qué no se habla
entonces de expropiar a los "nativos" que ostentan oro en la
fiesta del Gran Poder? ¿O Fidel Surco es diferente a
Marinkovic y su sarta de descastados nazicolaboracionistas?
¿Por qué tendría su dinero que ser distinto al del croata,
por aymara, indio, lampiño?
García Linera perora acerca del socialismo y la revolución.
Hablamos de asuntos incompatibles que habitan el seno del
MAS. No implica que no exista un socialismo campesino; con
sus peculiaridades se puede hablar de guerras campesinas en
el siglo XX en México, Rusia, China, Vietnam, Argelia y
Cuba, y no sé hasta dónde en Bolivia también, pero lo de
ahora conjuga un discurso extremo, casi ligado al del reo
presidente Gonzalo de los senderistas apagados, con un
fundamentalismo que crece, avivado por los Choquehuanca,
Patzi, Surco y otros que en determinado momento han de
deshacerse del monopolio intelectual de la izquierda que
representa Linera y que les presta su trasfondo ideológico-
teórico hoy. Sintomático es el papel menor, relegado, del
bolivarista Chávez en los acontecimientos actuales. Es
posible que el venezolano ya no sirva. Tuvo rol de donante
que parece terminó. Los aires son ahora de triunfo, y huele
a tiempo de revancha étnica, una que no sólo intenta barrer
con los "blancos" y mestizos; apunta de igual modo a Simón
Bolívar, a Murillo, a Zudáñez, Monteagudo, etc. Y allí
pierde Chávez, porque bolivariano no es Morales, y menos su
cohorte. Morales quiere el eterno Gran Poder aymara, con la
inmensa capacidad económica de sus "pobres indiecitos".
23/1/10

Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 24/1/2010
Publicado en Correo del Sur (Sucre), 24/1/2010
Publicado en Nuevo Sur (Tarija), enero 2010
Publicado en Semanario Uno (Santa Cruz de la Sierra), 3/2/2010

imagen: James Ensor/La intriga, 1890

Wednesday, January 20, 2010

Libros de memorias



Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Las memorias, autobiografías, son género literario aparte. Tienen, además del don de estilo que cada literato presta, características de aproximarse a la historia desde una perspectiva única, la del espectador privilegiado e inteligente.

Anaïs Nin escribió una obra monumental, su famoso "Diario" que admiró Henry Miller, y por el que desfilan el mismo Miller, Gore Vidal, Lawrence Durrell y tantos otros. Obra de peso, y no exclusivamente reveladora de la vida de los artistas de París en la década del 30, el "Diario" se mantiene como lectura obligatoria de aquellos interesados en esta rama.

En distinto nivel, porque fue la creación de un artista solitario, y porque el autor se preocupa de temas anexos a lo que podría ser sólo la descripción de su vida, no tan rica ni tan experimentada como la de Nin, los Diarios de Franz Kafka son una introspección donde se busca a sí mismo como hombre, como judío, como escritor. Sus anotaciones en muchos casos son de carácter filosófico y alejan estos textos de lo que comúnmente llamaríamos "memorias", escritos que adrede apuntan a describir la existencia de quien escribe en una cronología específica.

Otro judío alemán cuyas memorias afirmaron mi gusto por Europa central fue Stefan Zweig. "El mundo de ayer" es un notable y melancólico paso antes de la debacle del nazismo. Zweig guía por una Austria que se desmorona históricamente pero que es fértil y cultivada entre una intelectualidad de excepción. Mucho tiempo ha pasado desde que leí aquel libro, en edición argentina, en los estantes de casa, sentado sobre los mosaicos fríos del pasillo, mosaicos que, con el tiempo supe, cuando me hice obrero de una marmolera local, se hacían con restos de mármol y granito picados, amalgamados en arcilla coloreada a gusto y pulidos en grandes máquinas que les daban precioso brillo. Narraciones de labor aparte, mencionábamos el papel guía de Stefan Zweig por una Austria agonizante. Joseph Roth, autor también judío que sintió el colapso del imperio austro-húngaro como colapso propio, toca la misma temática que Zweig en su novelística. El arte en general, muy rico en la región, sintió el estertor y luego el derrumbe. No otra cosa son los angustiosos modelos de Schiele, los parcos demonios de Von Stuck, los oros de Klimt, los dibujos inverosímiles del autor/pintor Alfred Kubin que presagian un próximo Armagedón y la inutilidad humana de impedirlo.

El húngaro Arthur Koestler hizo de la autobiografía un género popular. Lo ayudó la época de grandes cambios ideológicos, el advenimiento del comunismo, del nazismo, la guerra mundial, la Guerra Civil Española. Lo que hizo de su obra literatura de aceptación masiva vino quizá de su origen periodístico y de que Koestler se apropia de los temores, por lo general fundados, de la gente en épocas de cambios que habrían de decidir el futuro curso de la historia. Apuesta por el comunismo y se desencanta; desenmascara a los regímenes dominantes de entonces en Europa: Alemania hitleriana y Rusia soviética y opta por el hombre, circunstancia que trasladada al campo político se transformaría en la aceptación de la democracia representativa (Inglaterra, Estados Unidos) como única opción aceptable. Cuando Arthur Koestler, en su biografía en cinco tomos, comienza a inclinarse hacia allí, la calidad literaria de su obra (hablo de "La escritura invisible") merma. Es superior al principio. En "Euforia y utopía" es todavía el viajero impenitente y crítico cuyas descripciones son plenas de sabor: Georgia, los revolucionarios del Cáucaso, el vino blanco regional... Koestler es quizá el último autor del siglo XX que hace de las memorias un objeto de consumo. Cierto que hay escritores populares, hablemos de Paul Theroux, pero su obra es más literatura de viaje que memoria, parecido a Richard Francis Burton, Pierre Loti, o al contemporáneo Kapuscinski. Será que la esencia del hombre se arrumba (herrumbra) en el diván del olvido y no hay comparación, por citar un caso concreto y conocido, entre la autobiografía de Mario Vargas Llosa y aquella de Arthur Koestler.

Rusia es ejemplificadora. La figura de Alejandro Herzen se levanta en la cúspide de la memoria/literatura, síntesis de una vida riquísima en acontecimientos y personajes singulares y un intelecto genial. Le siguió Viktor Shklovski con una obra que jamás me canso en referir como gran literatura: "Viaje sentimental", título apropiado de Sterne, y que es la más extraordinaria descripción de los años de la revolución rusa y la guerra civil, donde un - también genial- Shklovski en prosa de alto nivel trashuma por la actualidad, la historia, la geografía, la etnografía, la política, la filosofía y el arte desde su modesta posición de oficial de rango menor de las fuerzas soviéticas. Testigo excepcional del momento, el libro de Shklovski podría ser hoy texto imprescindible para comprender la enrevesada situación de los países del Cáucaso, parte del Asia central, el problema kurdo, el armenio, y las trágicas ramificaciones por las que pasamos.

Por último, mi favorito: Iliá Ehrenburg, el mejor retratista de dos mundos: el París de Picasso, Pascin, Modigliani, MacOrlan y de la Rusia pre, post y revolucionaria, que abandona su país a los 18 años, desde la estación de Finlandia (recuérdese) a tiempo de la revolución, y retorna autor logrado en los años posteriores, los de la dificultad y de riqueza cultural extrema: encuentra al gran poeta Blok en una fila de reparto: en la Rusia de entonces las filas eran incansables e interminables, para pan, para carbón, para azúcar. Una libra de azúcar valía más que gemas -así lo cuenta igualmente Shklovski, y basta acordarse de aquel cuento de Babel, "La sal", para ejemplificar-. Ehrenburg en "Un escritor en la revolución" menciona a Bunin, a Saitsev, Alexei Tolstoi, Durov, y se centra con particularidad en figuras como Esenin, Pasternak, Maiakovski, Mandelstam, Meierhold, que son tal vez las más trágicas del período. Adora a Pasternak como poeta y desmerece su novela "Zhivago" alegando que Pasternak "no sabía de lo que hablaba".

Este libro de Ehrenburg, y los tres tomos de sus memorias, transcurren por un mundo que fue rico y decisivo en la formación del arte moderno. Y sin embargo abruman de tristeza. Tal vez ésta (la tristeza) llega desde la hermosa Kiev asediada por los blancos, quizá de la gris belleza de los versos de Marina Tsvetaieva o de las líneas de Alejandro Blok, puestas en boca de una niña, que dicen: "¡Oh, estas ropas descoloridas! ¡Oh, este extraño silencio!... Con los brazos llenos de azucenas me miras sin pensar..."
12/03/08

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Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 29/3/08

Imagen: Emil Orlik/Retrato de la hapsicordista Wanda Landowska, 1917

Tuesday, January 19, 2010

El sexo en el cine


Roy Orbison canta "In Dreams" y no puedo dejar de asociar
esta bella canción con la imagen de Dennis Hopper aspirando
y entrando en éxtasis sexual, recubierto de tristeza y de
violencia. David Lynch es todavía el maestro del erotismo
en sus manifestaciones más extremas, en boca y manos de
extraños seres ¿humanos?: Bobby Peru (Willem Dafoe), de
"Wild at Heart", como ejemplo simbólico.
En los sesenta, ni sé cómo, mi padre guardaba una colección
de Playboy, desde su número inicial. Esos papeles coloridos
de pechos y nalgas (el vello púbico se comenzó a insinuar
mucho después), valdrían hoy una fortuna. El tiempo y el
deseo prohibido de los hijos hombres los destruyó. Mi
hermano y sus amigos echaban al azar nombres de modelos de
entonces, que hoy serían como dulces quinceañeras apenas
despertando: Angela Dorian, Stella Stevens... Algunas se
hicieron estrellas de cine.
Playboy tenía una sección sugestiva: Sex in Cinema. Lo
especial de aquellas páginas estaba en la contemplación de
mujeres fantásticas, doradas por la fama e inalcanzables por
la belleza: Raquel Welch, Julie Christie, Jeanne Moreau que
a pesar de un amargo rictus en los labios (la heredó
Isabelle Hupert) rezumaba sensualidad.

La clepsidra desde allí se ha volcado y revolcado
innumerables veces. Nada es lo mismo aunque nos empeñamos
en creer que todo es igual. Ni siquiera somos los mismos
sino una amalgama de experiencias e ideas que nos hicieron
distintos. Armando, el hermano detallista de las revistas
de adultos y maestro indiscutido de un extenso grupo de
onanistas de su curso, es hoy un serio doctor que investiga
las características del frijol nativo de la alta
Centroamérica. Yo intento aprehender lo que se escapa y por
ello recurro a los versos de Roy Orbison y de algún modo,
que es lo que quiere David Lynch, encuentro similitud en mi
desesperación por la pérdida y las fantasías de su personaje
que escucha las mismas canciones. "Pretty Woman" me acerca
a la infancia en Cochabamba mas también a una esquina de
Arlington, Virginia, a un teléfono negro -y público- en
particular, desde donde mi voz se enroscaba en las lejanas
boscosas colinas de Singen, Alemania.
El erotismo, y más abiertamente el sexo, lucharon por
sobrevivir en el cine. Contra ellos se opuso el hipócrita
status quo, la Iglesia -por supuesto-, a pesar de que ella
desde los tiempos de Alejandro Borgia hasta hoy es la que da
cátedra indiscutida en el vicio; los políticos de derecha,
los conservadores. El sexo implicaba una "erosión de
valores", por lo que la censura venía a ser respuesta. El
Código Hays, en Norteamérica, dio las pautas de lo permitido
y no. El republicano Hays había listado en 1927
regulaciones que incluían 11 "Don'ts" y 26 "Be Careful" para
regir la pantalla. Entre los Don'ts estaban la perversión
sexual, profanidad, sugerente desnudez, ridiculización del
clero... mientras los Be Careful prohibían los besos que
excediesen los 3 segundos o mostrar a un hombre y una mujer
durmiendo juntos. La Corte Suprema, casi veinte años
después, lo consideró atentatorio contra la libertad de
opinión y lo prohibió. Paradojas de un país que en 1957
permitía a Wilhelm Reich morir en la cárcel por asuntos
también ligados a la sexualidad.

Mucha agua ha corrido desde que Hedy Lamarr apareciera
desnuda en la película checa "Ekstase/Symphonie der Liebe"
(1933) -con guión del poeta Vitezslav Nezval-. Lamarr a
quien Max Reinhardt llamara "la mujer más bella de Europa",
aparte de exhibir su blanco cuerpo corriendo entre matas y
en el agua, simula un orgasmo cuya imagen se ha hecho
clásica. Hoy aquello forma parte de la filmografía de la
historia. Los directores actuales osan tocar los límites
entre el arte y la pornografía, entendido uno como una
muestra extendida de variedad de asuntos y espiritualidad y
la otra con el exclusivo fin de presentar la cópula. Sin
embargo filmes como "Deep Throat", pionero del porno, han
quedado como hitos culturales y generacionales de
importancia; no en vano en 2004 se hizo un documental
("Inside Deep Throat") donde personalidades dispares (Norman
Mailer, Xaviera Hollander, Francis Ford Coppola, Larry
Flint, Alan Dershowitz, Hugh Hefner) conversan sobre los
alcances de aquel controversial acontecimiento fílmico.
La pornografía se trasladó de los teatros hacia el hogar
gracias al avance tecnológico. Negocio millonario, apunta
evidentemente a una necesidad elemental humana, se quiera o
no, y como tal persistirá aunque se esconda. A su vez el
sexo explícito en películas consideradas artísticas se irá
abriendo camino con el tiempo. Tendrá que ver según apunta
algún cineasta mexicano con si es correcto continuar
fingiendo en la pantalla. Circulan rumores de que ya Julie
Christie, durante una filmación, había mantenido relaciones
sexuales reales con su compañero de rol. Alguna vez le
preguntaron a la hermosa Debra Winger si lo había hecho en
aquella memorable escena en la cama con Richard Gere (An
Officer and a Gentleman, 1982).
Nagisa Oshima, en uno de los grandes filmes de siempre, "El
imperio de los sentidos" (1976), graba una escena de sexo
explícito, que alude a responsabilidad impresionante de los
actores en un filme de posiciones políticas irrefutables.
En la historia de una geisha y su acompañante, Oshima
apuesta la carta de la igualdad sexual.
Bruno Dumont, Francia, explicita el sexo en dos de sus
filmes, uno de tipo social y el otro de introspección: "La
Vie de Jésus" (1997) y "L'Humanité" (1999), mientras que
Carlos Reygadas, mexicano, empuja el límite aún más con
"Batalla en el cielo" (2005) con una escena inicial y una
terminal de fellatio (sexo oral), más otra intermedia de
copulación en una Ciudad de México aquejada por los males
contemporáneos: soledad, falsía, secuestro, clases,
pobreza, riqueza.
Innúmeras las referencias al tema. Este es un incompleto
listado que intenta descubrir el aura mágica que liga al
sexo con la vida.
22/5/08

Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), 14/6/08
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), junio 2008

Imagen 1: Nicole Kidman como Diane Arbus en "Fur"
Imagen 2: Penélope Cruz
Imagen 3: Raquel Welch en "100 Rifles"

Monday, January 18, 2010

El corto verano


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pedro Vargas dice tú sólo tú eres causa de todo mi llanto y desesperación. E Ives Montand. La tarde ni decir que se cae porque se ha colgado de nuestros árboles enfrente. Hemos de salir. John Shanahan nos espera con un café florentino caliente para tomarlo con tortas de queso.

Ella y yo. Ella de blanco y yo desvestido, con calzones azules, sentado ante el computador cuya imagen hace arcoirises continuos (así lo creen mis hijas).

Dos meses se han ido sin prisa pero tan rápido que no nos dimos cuenta. Que si me quieres; sí te quiero.  Y el calor un sol amarillo.

Un miércoles, y por deseo inútil y tropical mío de ver serpientes, nos ubicamos en un cine vacío aunque con millares de luces azules en el techo de callejones que parecen cámaras de tortura. La película, una atroz anaconda, fugaz como un hilo de zapato, no deja más que un par de imágenes sórdidas de selva en putrefacción. En cine hemos visto éste, otro filme basado en un libro de Kurt Vonegut y uno más de un mago centroeuropeo que predice la cancillería para Adolf Hitler y no consigue vislumbrar su propia muerte en los bosques, según Szabó...

Te quiero porque te quiero dice una mexicana de voz de hombre y tan hembra. Los corridos se suceden. Aceves Mejía, Jorge Negrete, y el cielo rojo que creamos cerrando las persianas y haciendo como dormir.

La pasividad de las ventanas, mirar las hojas torcerse en el viento. Ella lee a José María Arguedas y yo una biografía de los césares, de Suetonio. Sol y luna se confunden. El tiempo se difumina. La neblina de vivir tranquilos cubre hasta la cama del piso, azul, casi como si hubiesen extendido una frazada para recostarse allí. Ahora ella está pronta a partir. Nostalgia con León Gieco. Por su pueblo de niña, por este momento. Al fondo, como Velázquez en Las Meninas, mis hijas se adormilan. El cabello de Emily brilla bajo la luz indirecta del dormitorio. Ella, de la que hablaba antes, se levanta y su cabello negro se sitúa casi a la altura de los anteojos de Emma Goldman, en amarillo y azul, en la pared.

Hoy ha sido un miércoles cualquiera. Almorzamos con una amiga colombiana. Después en casa a retomar la realidad gringa, el paraíso de policías, abogados, jueces y pillos permitidos. Ella no sabe cómo puedo vivir acá. Si uno habla está mal, si camina está mal, si baila peor. Pero esas son nimiedades. Más importa el automóvil blanco que corre hacia Boulder. Y por el río caminamos, mirando el fin de la inundación.

Un avión llegaba de Miami. Pero otro de Baltimore habíase adelantado. Entonces no la esperaba y leía.  Veo una falda negra que se acerca. Subo la vista y es blanca blusa. Y resulta que se hallaba frente a mí, sonreída. El aeropuerto de Denver tiene puntas de helado hacia el cielo. Y por sus escaleras encontramos la salida hacia dos meses.

Era una puerta. Dos meses. Y se agotan ya, en otros tres días. Aquella noche de llegada cenamos mariscos cocidos en leche de coco, con cervezas británicas que, lástima, no estaban muy frías. Los vallenatos se suceden en el tocadiscos. Hace calor pero se puede oler la venida del otoño. Los jardineros van alistando las plantas para el invierno. Mi casa se cerrará.

La nieve ha de cubrir la puerta. Por las paredes estará su memoria, en la cocina que jamás estuvo tan limpia. Y, sobre todo, en el español que mis dos niñas hablan desde ella, como si un influjo mágico les hubiese dado el verbo. Hasta pronto.
Aurora, agosto 1997

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Inédito

Imagen: Colleen Browning/Odalisque, 1971

Nocturno de Roberto Bolaño


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

"Nocturno de Chile" marca mi primer encuentro con Roberto Bolaño. Había estado leyendo a Poniatowska, Pérez Reverte, Paola Kaufmann. Pérez Reverte deslumbró con su manejo extraordinario de los hilos de la novela; Poniatowska no ha cambiado mucho; su talento, como su persona, es plácido.

De la bella Kaufmann poco puedo decir ahora.

Como hecho anecdótico anoto que Roberto Bolaño ha sido recién traducido al inglés, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido. "Los detectives salvajes" tuvo una soberbia crítica en el Book Review del New York Times, y "Nocturno de Chile" lo mismo en las islas británicas. Excesivo retraso para un autor que quizá no tenga par entre los de su generación. Bolaño, como alguna vez Faulkner, no andaba a la caza de fama y fortuna. Su ácido humor afirma la presencia de un infinito desdén por la gloria.


Bolaño se me asemeja una bofetada al insulso "realismo virtual", término acuñado por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, y a una absurda división entre "lo que somos" (en ámbitos político-sociales) y "lo que soy" (en lo personal). Bolaño vendría a ser como un escritor serio -si no clásico-, contrapuesto a un movimiento leve, histórica y psicológicamente comprensible, cuyos estertores presenciamos y cuya herencia será incluso menor que la del nouveau roman francés.


"Nocturno de Chile", obra de ciento cincuenta páginas y dos párrafos - el segundo de una sola línea-, relata el febril paseo por la memoria de un oscuro crítico literario, sacerdote además, durante unas horas. Su incómodo ensueño trajina por la vena abierta de Chile en un momento crucial de su existencia, el golpe militar de 1973. Como antelación a lo que considero el núcleo del texto, el padre Sebastián Urrutia Lacroix, miembro del Opus Dei, reflexiona mientras recuerda acerca del panorama literario del país. Lo hace a través, o conjuntamente, con Farewell, crítico de renombre. Bolaño, en la voz del cura, ejerce fina ironía, repetidas veces, acerca de Pablo Neruda. Su ambivalencia respecto al poeta no se define. Supongo que es el lector quien sujeta los mandos del juicio. Vaga Urrutia Lacroix por una suerte de páramo literario. Comenta, critica, adula, sugiere, todo en un ambiente de mediocridad disfrazada, casi de agonía, quizá los preámbulos de una debacle que tendría consecuencias funestas y, quién sabe, a la vez reparadoras en la literatura nacional.


La deleznable presencia del genio... o su ausencia, en un entorno melancólico y gris que recuerda las páginas de María Luisa Bombal. Misterio y desolación del sur que se acentúan hacia el final, cuando los hilos de la novela van juntando cabos en una realidad espantosa de tortura y muerte, meollo que descubre el autor luego de desviarnos por antecedentes en apariencia ilógicos, con mucho de onírico, de iglesias medievales europeas, de frailes sangrientos y cetreros, de mediocre o mala literatura. Urrutia Lacroix como testigo inmutable, con poca autoestima, en medio de una negativa apoteosis histórica que definirá el Chile futuro.


Nuestro personaje, gracias a la influencia de dos señores extraños: el señor Odeim (Miedo) y el señor Oido (Odio), termina dando clases de marxismo básico a los miembros de la Junta militar. Con Marta Harnecker, también chilena, bajo el brazo, explica en diez lecciones los rudimentos de esta doctrina. Un sesudo Pinochet, a tiempo de agradecerle, le explica que quiere conocer al enemigo. Despotrica contra la ignorancia de sus predecesores: Alessandri, Frei, Allende, que "ni leían ni escribían", contrariamente a él, dueño ya de tres libros y con lecturas tan amplias que incluyen hasta "Palomita Blanca" de Enrique Lafourcade...


Toque de queda. Impera el silencio. Pero para la intelectualidad chilena se abre un espacio delicioso en casa de una aspirante a escritora llamada María Canales. En su finca de las afueras de Santiago, y a veces con la compañía de su amable esposo norteamericano, Jimmy, una horrible empleada mapuche y sus hermosos hijos, María Canales recepciona y sirve sin límite de tiempo a sus colegas. Raro que la policía secreta permita tal relajamiento.


María Canales ha escrito un cuento premiado que Urrutia hace leer a su mentor Farewell. Este dice que el texto es pésimo, "indigno incluso de recibir un premio en Bolivia". Pero María es una anfitriona de clase y así se suceden las veladas hasta que alguno de los invitados, perdido en los sótanos de la casona buscando el baño, entra a una habitación donde en un catre de hierro está acostado un hombre con los ojos vendados y señales de martirio. Resulta que Jimmy, el atento gringo que escuchaba a los malos poetas de visita, era miembro conspicuo de la DINA y allí se torturaba, casi nunca mataba, a los opositores; el mismo Jimmy que hará volar a un diplomático de Allende y a su secretaria en los Estados Unidos, amén de atentados similares.


La historia no necesita explicación. ¿Ha escrito Bolaño una novela acerca del terror de estado en América Latina? Si lo ha hecho lo logró de forma magnífica en un enlazado continuo e impredecible, sin apuntar de entrada al sujeto tenebroso de la época. En sus páginas se unen y reúnen los temas de la literatura, del compromiso, del mal. "Y después se desata la tormenta de mierda" (último párrafo del libro). 

08/11/07

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Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 08/12/07
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), diciembre 2007
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), noviembre 2007

Imagen: Roberto Bolaño, según Eulogia Merlé, 2007

Damon Winter, el arte del desastre/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El Premio Pulitzer de fotografía del año 2009 fue para el
fotógrafo del New York Times Damon Winter, por su serie de
la campaña presidencial de Barack Obama. Winter, como se
puede ver en su portafolio de la Red es aparte de versátil,
ubícuo. Su trabajo va de retratos de famosos, muchas veces
desde inusuales perspectivas, como queriendo aprehender el
tal vez último resquicio humano que se pierde con la fama,
hasta portentosos paisajes que presentan por lo general un
ambiente sobrecogedor de austero silencio, el mismo silencio
que emana en el rostro de un huérfano condenado en el
orfanato de Tzimbalin, Rusia, o en un niño haitiano
escapando de algo, con la pierna levantada, en carrera,
detenido en el espacio y el tiempo.
Damon Winter está ahora en Port-au Prince, la devastada
capital de Haití, país de sino trágico, del esclavismo sin
límites, de la violencia de la rebelión negra, de la
temprana independencia, la parodia de imperio, la magia, los
rastros de Africa, los Duvalier, Krik-Krak y el horror, del
marchar patético y brutal de los ton-ton macutes. Haití
donde los crímenes de otras dictaduras en comparación
parecen cuentos de niños.
Haití después del terremoto y el clímax de la tragedia no
parece lugar para la belleza. Sin embargo, así cueste
decirlo, las fotografías que cada día publica Winter en la
edición del Times son impresionantes y hermosas. Incluso
cuando toma un cadáver cubierto de polvo, en tono azul
penumbra, transmite la sensación de estar creando, haciendo
arte, terrible pero arte, básico en lo humano, por tanto
solidario y triste, pero majestuoso en hallar aun en la
muerte toques mágicos, pinceladas, que le dan un aura de
estar por encima de la realidad que describe, tal vez la
esencia del hombre, en apariencia superior a lo que es, en
ese jirón de grandeza que todavía hace creer a algunos que
tiene herencia divina.

Damon Winter sin duda alguna será contendiente para los Pulitzer del 2010, con esta otra serie muy distinta a la que le confirió el premio anteriormente, pero con un mensaje de esperanza quizá mayor. Barack Obama y su campaña representaron lo mejor de un país que intenta superar a toda costa sus errores; Haití representa la inquebrantable razón de vivir, así sea en las peores condiciones. No otra cosa son aquellos infantes y sus padres trashumando el infierno en busca de agua. No otra los muertos por sobre cuyos desechos caminan los vivos, algo que va más allá de simple inercia...
18/01/10

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Publicado en Opinión (Cochabamba). 19/01/10
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 30/01/2010

Imagen: Damon Winter/Cadáver cubierto de polvo, Port-au-Prince, Haití, 2009

Sunday, January 17, 2010

Sismos/NADA QUE DECIR


El horroroso destino de Haití colma los noticieros. Triste
historia de un pueblo que se independizó con mucho antes que otros de América, que colaboró, a través de su presidente
Alexandre Pétion, en la causa independentista de Tierra Firme, dando en 1815 santuario y soporte militar a Simón Bolívar.
Rebusco en los diarios muestras de solidaridad del gobierno
de Bolivia y creo no haberlas encontrado. Reúno sí
desaciertos como la compra de armamento a Rusia y China y
nimiedades que hablan de que también las misses (reinas de
belleza) pueden ser elegidas para cargos públicos. No
quiero creer que tanta negligencia al obviar el sufrimiento
de un pueblo hermano sea malintencionada (como lo soy yo, al
menos en esto, pensando que quizá a Evo el terremoto
haitiano le cayó como bomba, porque opacará la ceremonia
neoindigenal, kitsch, de su asunción).
Desastres así sirven para avivar la solidaridad. Asombra la
respuesta de la gente común, que fuera de razas y pecados
pone el hombro para aliviar al caído. Con los países pasa
lo mismo, aunque por lo general la desgracia ajena sirve de
estrado político.
En las estadísticas de la ayuda internacional para Haití,
Barack Obama de inicio lanzó una impresionante campaña que
entre otras cosas cuenta con un respaldo monetario de 100
millones de dólares. Por supuesto que se dirá que
representa un pago mínimo por todo el mal que los Estados
Unidos le causó, pero hay que reconocer las genuinas
expresiones como parece ésta. China, por ejemplo, con el
inmenso potencial económico que la caracteriza, aporta un
mísero millón, que no se ajusta a su realidad. Nadie está
obligado a dar, pero el globalismo en que nos han encajado
tiene a la vez responsabilidades, y una de ella es no dejar
perecer a este país que vive moribundo desde siempre.
Haití ocupará por un largo período la atención mundial.
Luego será olvidado, a no ser que se implementara una suerte
de Plan Marshall para su reconstrucción y despegue. Algo
semejante necesita de varios requisitos que quizá los
haitianos no puedan cumplir, pero no está de más pensar que
una nación hacia el desarrollo es un pulmón extra que
oxigena, otro punto de apoyo para cualquiera de las
tendencias que colaboren.
Ya en las inolvidables páginas de Alejo Carpentier la tierra
haitiana se debate entre la libertad y la sangre. El país
más africano de América flota en misterio bajo la égida de
los ancestros del otro lado del mar, desde Henri Christophe,
rey, a Papá Doc, malévolo rey también. Africa que impulsó
con mucho las rebeliones y la independencia, tanto en su
hálito de nostalgia como en la imposibilidad del retorno,
nace como catalizador hacia un mundo mejor y continúa como
un catalizador inverso a medida que los tiempos avanzan. De
allí, de esa negritud latente y jamás entendida por los
vecinos, se agarra Duvalier, el viejo, para inventar un
fundamentalismo dominado por las fuerzas oscuras del pasado.
Africa le permite a Papá Doc veleidades de occidental, y
mucho más a Baby Doc, mientras el pueblo se asfixia en la
ignominia de lo supuestamente tradicional y correcto. Lo
ancestral juega un papel retrógrado entonces, aceptemos que
por una mala concepción y peor interpretación, pero se lo
manipula de tal manera que la realidad no tiene ya relación
con la memoria y se recrean ficciones que el poder decora
como reales.
Hay lecciones para Bolivia en este azotado Haití.
16/1/10

Publicado en Puntos de Vista (Los Tiempos/Cochabamba), 19/1/10

Imagen: Antiguo mapa de la isla Española

Madeinusa, Claudia Llosa/Perú, 2006/LA VUELTA AL MUNDO EN 80 FILMES


Claudia Llosa, reciente ganadora del Oso de Oro del Festival
de Berlín 2009 (con La teta asustada), es una joven cineasta peruana de fulminante carrera.
Cuenta que escribió el guión de su primer largometraje,
"Madeinusa", y lo envió al Festival de La Habana donde ganó
el premio al mejor guión inédito. Lo que siguió fue el
trabajo de llevar el texto a la pantalla, con auspicios
europeos. La cinta, premiada en Sundance y en Mar del Plata
resultó en un vertiginoso paso por la realidad peruana de la
sierra, desde el punto de vista de la autora y con tintes
oníricos y (supuestamente) antropológicos que la convierten
en una sugestiva y feroz ópera prima.
¿El tema? Entre los muchos se podría destacar el
sincretismo que caracteriza a las sociedades americanas. Un
sincretismo que en momentos como las fiestas populares anda
por una delgada línea de separación. En la fiesta,
largamente rociada con alcohol, asoman los tintes
dramáticos, vívidos, coloridos, brutales, de la América
prehispánica. De pronto aquello que somos, o ficcionalmente
somos, se siente sacudido y se hace palpable la separación
de creencias, pero sobre todo de razas, y el que ayer fuera
compatriota se torna en enemigo. Así lo sugiere Llosa (tal
vez inconscientemente), en una cinta que es francamente
valiente en momentos en que el continente se agita bajo los
humos de indigenismos recalcitrantes, no siempre claros,
donde la tutela del mestizaje pesa como en un péndulo donde
se juegan la vida y la muerte, donde el destino de las
personas y los pueblos parece pender de un hilo.
Madeinusa es el nombre de una muchacha, la hija del alcalde
(una de dos), que mantiene un cajón secreto con
representaciones banales del otro mundo, aquel de la ciudad,
de la urbe, de Estados Unidos en cierta manera: unos
aretes/fetiches de su madre "ida a Lima" hacia una vida
mejor, fotos de artistas, propagandas... la idea de una
ventana mirando lejos de la miseria de su pueblo, el padre
alcoholizado e incestuoso, la estrechez de su medio
eliminando ratas con veneno esparcido alrededor de la casa.
Cuatro personajes que pueden ser emblemáticos: Madeinusa,
víctima y partícipe de "tradiciones" venales; Chale, la
hermana menor y heredera de los "favores" del padre cuando a
ella le toque ser elegida en el concurso de vírgenes de
Manataycuna (traducido como "el lugar donde nadie puede
entrar"); el padre, alcalde y promotor del "tiempo santo",
a partir del Viernes Santo hasta el domingo, donde "dios ha
muerto" (el dios blanco cabría acotar) y no ve los pecados,
lo que implica el desbocarse de la bacanal, con
interesantísimas muestras de tradiciones que no sabemos si
son reales o creadas por la directora, pero que presentan
tal verosimilitud que se pensaría que de verdad existen.
Por último, el recién llegado de Lima, un joven profesional
cuyo vida depende con mucho del desarrollo de la fiesta, de
la cantidad de chicha bebida, de los odios raciales; un
destino, el suyo, que podría ser extensivo al del blanco o
mestizo de las ciudades en países como Perú, Bolivia,
Ecuador, México con alta población indígena y una retórica
cuyos alcances y peligros, así como virtudes y ventajas, aún
están por verse.
"Madeinusa" apuesta por la dinámica de su temática y la
pasión de sus imágenes. Una película inolvidable y
excepcionalmente precisa, así no fuera adrede, para la época
actual.
8/1/09

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 17/1/10

Imagen: Pueblo de Manayaycuna, escenario del filme

Thursday, January 14, 2010

Entre paisaje y arte
















Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Se acaba la sopa de mejillones, roja, con cebollas y locotos mexicanos flotando. Candela en la grabadora; Colombia en un disco que una muchacha colombiana me presta en las escaleras. La ventana se divide en dos, no perfectamente porque hay techos y chimeneas: azul el cielo, y árboles, ladrillos, manchas de nieve e hilos de agua abajo, color de habitaciones.

En la orilla izquierda de mis ojos una angustiada foto de Alejandra Pizarnik. Triste muerte. Si la cumbia viene en tambores, si las manos se abren como sonrisas, aun en esta soledad de cuarto caliente y frío afuera, aun así, no mueras, Alejandra Pizarnik. Si Buenos Aires está sola y gris como Denver, vámonos al mar. Escribo a mamá que todavía la muerte me ignora desde sus torres lorquianas y, cómo no, si bajo el agua estoy, sorbiendo ora aire ora ron; dime, dónde podría encontrarme, perdido por los chocolatales de Jorge Amado.


Un avión.


California.


Ramiro "Chino" Murillo, Ronald Arandia, Claudio Ferrufino. En downtown Los Angeles, ciudad estigma, de eucaliptos, con sauces y molles. Un café, mujeres de cuerpo endulzado y sazonado para ser comido. Y hambre hay, pero no tiempo.


Café de avellanas, oloroso, más paseo y la compra irrefrenable de cerveza. Y la noche se convierte en trópico, en poesía, en Ché Guevara y Ho Chi Minh, en un teléfono que suena a Ligia; Julio que desde la lejos Virginia nos dice ¡victoria o muerte! El pasado es evanescente, la vida no vale nada, todo está detrás de los ojos, nada cambia ni nada se ha olvidado. Los amigos ni se han puesto viejos. Bailan un poco más lentos y otros (Elmer) aprendieron a bailar. Pero básicamente es lo mismo.


La noche que se inventó a las seis de la tarde se ha desinventado ahora. Un par de horas de sueño y el auto hacia San Francisco.


Santa Bárbara. Vasos de cerveza; una terraza y el desfile femenino con perros, a cual más lindo. Aparece el mar, la mar pacífica. Del techo abierto fotografiamos rompientes de la costa, espuma de mar.


Semejantes al cartero de Neruda grabando el murmullo único y distinto del agua. El crepúsculo es un ir y venir de carteles verdes de señalización, la gran mayoría en español. La invasión es tan obvia: Salinas dice España, Amarillo, México; historia de poder y usurpación. En los bordes de Redwood City, a veinte millas de San Francisco, nos acomodamos en un vetusto edificio esquinado, con patios interiores como los de las urbes francesas. Y más tarde el baile. Esmirriados centroamericanos moviendo el cuerpo con perfección. Quietos, nosotros, con la pesadez andina que nos ha dado fuertes brazos pero falta de ritmo en el trasero. Aún así nos animamos, con una gringa tan alta que la nariz le toca el cuello...


La farra termina. El dueño de casa se queda desmayado, ojos blancos y boquiabierto sobre la cama. Enfilamos hacia la gran ciudad, al puente dorado, grandioso, a sus calles húmedas, a una picante comida tailandesa, a un par de vagabundos negros que ofrecen a sus familiares hembras asegurando que son limpias. Y el automóvil ve más que nosotros porque dormitamos intermitentemente. Después Ruta 1, la de la costa al sur, hacia Los Angeles, la maravilla de la naturaleza, el borde con viejas casamatas vacías para la invasión japonesa.


Chino frena para descansar. Y camino con calcetines rotos por la arena. El agua bronca, grita, suspira. Unas aves negras se adormilan sobre una roca dentro del mar. Casi parece que el Innombrable, el Supremo, ha elegido este momento para presentarse. Sin embargo el espacio ideal se pierde y escucho el ruido del agua retirándose de la playa.


El océano, el universo volcado, con seres que viven hacia abajo, que miran arriba como nosotros miramos abajo, a través del espejo.


Mira esto, mira lo otro. Hay tanto. Imagino a los conquistadores, asombrados ante el grandor del cielo, quizá pensando en tirar estas corazas, cómo pesan, y desnudarse para ahogar en agua la codicia.


Un cartel, cuando ya crepusculan las nubes, dice Cannery Row. Aquí, sobre aquí, escribió John Steinbeck una gran novela. Bahía de Monterey, con una R; la playa donde su personaje busca moluscos y estudia la vida marina del lugar, ajeno al acecho de las putas. En este libro dudé si 
Faulkner escribía mejor que Steinbeck, comparación absurda.

Andamos tras los pasos de la literatura norteamericana. Ya en Big Sur recuerdo a Henry Miller, retirado en ese paraíso con la cabeza llena de culo y de nostalgia; con la foto de Anaïs Nin, "que era la más hermosa". Difícil hallar a esta hora el refugio del poeta. Contraste de cambiar la Place Clichy por Big Sur, París lleno de mierda de perro por la arboleda infinita de "Los padres" como se nombra el bosque. Ir de un extremo a otro. No dejo de pensar en Malcolm Lowry, refugiado en los árboles canadienses, de paz contraria al mezcal y a los cuchillos, a las sombras calaveras de México. Cada autor trata de encontrar su orden afuera, olvidando el santuario de sí mismo: Mishima que se abre las vísceras; Saint Exupéry que vuela hacia el sol, Icaro moderno llorador de mujeres; Rimbaud que ya no escribe; Vallejo en su desesperada búsqueda de hambre...


Henry Miller, por fin, ajeno al trópico, entre medio de la ramplonería gringa.


De vuelta en Los Angeles incursionamos en un billar cerca del departamento, en Sherman Oaks, suburbio angelino. Un par de jarras de cerveza, Ronald que aborda a una muchacha pero no puede abordar a su novio... Y llega la policía, para no olvidar USA, y un poco de teatro como si vivir fuese una película, y nosotros extras...


El domingo nos iremos, Ronald y yo, por la noche. Visitamos Hollywood, la madera sagrada del capitalismo. Bello, para qué mentir. Y nos fotografiamos en una colina desde, según un filme con Nick Nolte, los policías tiraban a los delincuentes, rodando abajo, piedras de carne suave.


Pablo Milanés canta yo pisaré las calles nuevamente... ¿Qué son pupusas? Son como tamales salvadoreños. Y Los Angeles cae en lluvia a través de esta sucia ventana que barbota música tropical. Y luego, conduciendo por Sunset Boulevard, después de ver las estrellas por el suelo, los pies y manos de Gregory Peck, el nombre de Sharon Stone, sus tenues pechos que no refleja esta vía láctea pedestre, el Whisky a Go Go. Allí comenzó Jim Morrison, los Doors que tenían un vocalista loco. Entramos. Un hombre nos dice cómo era entonces, cuando Jim cantaba. En su voz se mueven sillas y escaleras. Nos fotografía, gracias, de dónde son, de Bolivia, ¿verdad?, mi abuela era de Santa Cruz, y la nación india, la sucia tierra de nuestro amor nos persigue hasta lo más hondo de Norteamérica. Negra entrada, en la esquina, para aquel bar que significa tanto para mí.


Universidad de California en Los Angeles, UCLA. Una exhibición impresionante sobre Ché Guevara. Afiches y más posters venidos de Cuba, de Amsterdam, de donantes oscuros de posible sombría historia. No fotos, los hombres y mujeres de azul. Y Ché que habla en las pantallas, mensaje a la Tricontinental. Y las chicas norteamericanas, con mínimos calzones que se les notan detrás de los jeans, toman apuntes y se estremecen con las barbas de Camilo. Y es un pequeño espacio de silencio, nos hemos callado. No podemos perder los hábitos religiosos y ese hombre al que amamos más que a mujer se endiosa sin quererlo. Hasta que el son de Carlos Puebla rompe el misticismo y podemos aprehenderlo otra vez simple como fue, Ché comandante, amigo. Y ahí termina Los Angeles, en la Sierra Maestra, signo premonitorio. Lo demás es avión, Coca-Cola; no, sir; yes, sir; no, thank you; yes, please; Denver International Airport. Por cuatro días pasaron Chino, Ronald, Elmer, Claudio, Steinbeck, los Doors, Henry Miller, Ché, Douglas Fairbanks, Santa Mónica, Venice, San Francisco, Corona, Amazon Bar, Debra, salsa, cumbia, merengue y las palabras de Mohamed Ben Bella que leo antes de dormirme en el retorno.

Denver, diciembre de 1997

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), diciembre 1997

Imagen: Roberto Apostolo/Downtown Los Angeles, 2005

Presentación de El exilio voluntario en Casa de las Américas, Cuba 2010


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

De pronto un escritor cochabambino se encuentra trasladado en lo penumbral de los mercados de Washington DC, entonces la ciudad más peligrosa de los Estados Unidos. El poco dinero que tiene se lo gastó. “Me robaron”, le dice a la hermana en Canadá para no morir de hambre. No le robaron el dinero, pero poco a poco va creyendo que le robaron el alma, cuando las delicias del valle de Cochabamba: mujeres, cerveza, garapiña, y etcéteras de largo alcance, se diluyen para dar paso a un invierno atroz. Comienza Siberia para este auto exiliado, un nuevo idioma, un clima que parece sacado de los mil y un castigos. Depende de un conocido para dormir en un sillón avejentado, de otro para trasladarse al trabajo, y pronto, más rápido de lo esperado, cuenta tan sólo con sus pies y sus manos.


Bolivia perece momentáneamente. El universo se ha transformado hasta en color. Ahora es el único latino entre negros, en el ghetto infamante del North East; ya no hay, recordando a Vallejo, ni madre ni padre que pregunten por (o para) su tardanza. Ahora está la noche, seis días de trabajo nocturno, mal alimentado, peor vestido, ya no mimado, ni inteligente, ni intelectual ni nada. Ahora somos hombres. 


Aquí estamos los hombres, le afirma un negro queridísimo que será su amigo Big Mike. En esos pasos sin petulancia, en el silencio de por vez primera saberse solo, se ahonda el sentido profundo de la solidaridad de los pobres, que, esta vez, son los cargadores negros de Gallaudet, que luego de un aspaviento aterrorizante, plagado de obscenidades y risas, reciben al huérfano como uno más de ellos, con los cojeantes veteranos de la guerra en el sudeste asiático, con los alcohólicos, los adictos y consumidores de crack, los abandonados.


Allí, en los amaneceres gélidos de la capital, mientras los trenes nuyorkinos cruzaban un enmarañado horizonte de alambres, nace esta novela. Junto a seres que casi con seguridad, y casi todos, murieron por las desdichas de la miseria, ahogados en trago, consumidos por el sexo peligroso de entonces, por las combinaciones de droga y el letargo del olvido.


A ellos, porque es su recuerdo y jamás pensaron que alguna vez sus vidas se recordarían en papel, van estas páginas, que lo que tengan de turbias también lo tienen de sinceras.


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Leído el 24 de junio, 2009, en Cochabamba
Leído en La Habana, Cuba, en enero 2010

Imagen: Paul Klee/Perseo, 1904

Inferno

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cuando escucho a Eduardo Falú recuerdo a mis hijas. Falú había ido a Sucre, al festival de la cultura. Yo no sabía que ya había partido y deseaba verlo.

Viajamos con Gonzalo Vázquez, en flota. Un conocido suyo nos recitó sus poemas por demasiado tiempo. La noche afuera era mar de polvo. Imaginaba los pueblos que pasábamos. Esto debe ser Totora. Mucho que no iba por allí. Esa noche no dormí. Miraba y miraba las volutas de tierra que el vehículo levantaba. Me pesaba la soledad; prefiguraba los días siguientes en que, desesperado, pensaría haber perdido todo.

En Cochabamba, mientras mis ojos, lejos, escudriñaban el polvo y se nostalgiaban hasta la lágrima, mi mujer sacaba las últimas maletas y en la oscuridad llevaban a mis niñas en desconocidos autos que jamás sabré. Lo sentí, recuerdo, cuando cruzábamos por un caserío en el silencio. Emily se habría despertado y me estaría llamando. Quise razonar, creer que la esposa no lo haría. Me di ánimos. Imaginé a los poetas leyendo sus nuevas letras. Quería escucharlos, ver a Adhemar y tomar unas cervezas. Olvidé el llamado que se había quedado en esa callecita de tres casas y algunos árboles, sauces o algarrobos. La última voz de mi hija mayor flotó en el aire y se diluyó en los pedregales que alfombran los secos ríos.

Falú me gusta y me hace llorar como no lo hacía atrás. Será porque miro por la ventana y sólo hay nieve. Las puertas de mi automóvil no se abren de frío. "Vengo del ronco tambor de la luna", dice la vidala. Yo también.

Vengo de una luna que no está en Norteamérica. Quisiera, esta noche en que mis hijas duermen en lechos extraños, dormirme y hundirme en la ilusión de América del Sur.

Un taxi me traía de Sucre a Cochabamba, por un montón de dinero, en vano intento de encontrar unas huellas que ya habían sido borradas. Sólo tenía mi alma y mi amor, y ellos eran demasiado poco. Las hijas ya habían desaparecido mientras todavía me esperanzaba en que llamando de Aiquile sabría que las habían encontrado. Pero la sombra y el viento helado de Puente Arce aseveraron que nunca podríamos nosotros ganar. 

Aiquile me destrozó. Me senté en un adobe enfriado por la calma provinciana y lloré para siempre las manos y sonidos de mis hijas.

"Ando diciendo tu nombre", "el camino me vuelve a llevar". "La atardecida", zamba hermosa. Cuéntale, nada más, que dolido la vuelvo a llamar. Y así era en la oscuridad del camino. Así atardecía. Ya ni era dolor.

Mis venas perdieron vida entre Chuquisaca y Cochabamba, en un taxi blanco de doscientos dólares, con el hijo del chofer que me pasaba una botella de agua para olvidar la secazón de mi voz.

El 18 de octubre, en Sucre, almorzábamos varios escritores. Nilo Soruco apareció, esmirriado. Eduardo Mitre y Adhemar Uyuni reían en la barra. Otros cantaban una y otra vez "Gringa loca", canción de un grupo ecuatoriano, creo. Mirella Suárez comentaba. Reíamos. Al partir, bajando por las calles, Edwin Guzmán continuaba con "Gringa loca", y le dije a Eduardo: "ustedes pueden cantar eso tranquilamente, porque no tienen una de carne y hueso en casa, como yo". Y la mía ya se mofaba de mí, iluso, en su embajada, logrando el más grande triunfo de su estupidez, el rapto de mis hijas. Porque así imaginan los norteamericanos que son grandes, porque creen que secuestrando, enterrando iraquíes vivos, rociando mujeres con napalm, asesinando a Torrijos, tirando inmundos panfletos prostituidos de prostituidos aviones sobre Cuba, prohibiendo el español en las escuelas públicas, van a amedrentar al mundo con su invencibilidad. No saben, porque son o ciegos o retardados, o porque se alcoholizaron y narcotizaron demasiado, que ellos no tienen opción, que están acabados. Son una caja de dinero y sangre sin un atisbo de alma. Por eso no sobrevivirán y sobre sus calvas calaveras construiremos nuestro hogar, todos nosotros, mis hijas y yo.

No hay vuelta que darle. Yo me angustio ahora mismo con Falú, la música por sí sola me mueve el cuerpo; vivo. Sé que rescataré a mis niñas. Sé que la fuerza de mis brazos ha de crecer más y más. En oposición, observo al vecino anglosajón, dueño de dos autos nuevos y de una esposa japonesa que lo denigra, y siento que no hay comparación entre lo nuevo y vital que soy yo y su cabeza rubia, en la cual aparece un rostro de imbécil. Quítenles dinero y poder a los gringos y los tendrán en el barro, revolcándose como cerdos, aullando y babeando como lo que son: una recua de asnos pervertidos...
1997

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Inédito

Imagen: Roberto Matta/Sin título, 1961


Ilia Ehrenburg, un ruso universal


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En el complejo panorama de la Rusia post revolucionaria,

la intelectualidad se vio conminada a acatar las reglas de juego establecidas por el partido comunista. De allí nació el silencio de Isaak Babel, la pensativa y lejana disidencia de Víctor Shklovski, la muerte de Mandelstam y Meyerhold... Máximo Gorki permaneció intocado, era demasiado grande para que se le animaran. A pesar de sus escritos "inoportunos", textos de dura crítica al régimen soviético, representó, hasta su muerte, el papel de cabeza visible de los literatos rusos. Bajo su sombra, antes y después de 1917, se desarrolló gran parte de la mejor literatura rusa y soviética. El solitario Gorki había establecido líneas a seguir que lo perduraron e hicieron permanecer las obras de su país entre las mejores del mundo, al menos hasta la década del treinta. Luego, la guerra, el endiosamiento de Stalin, la azarosa reconstrucción, barrieron los últimos vestigios de lo que había sido un sol de inteligencia y talento en Europa.

En medio de esa confusión, la figura de Ilia Ehrenburg se levanta como una columna. Escritor que residió principalmente en el extranjero, tuvo, sin embargo, una gran influencia sobre los artistas rusos de su generación, además de un descollante papel como periodista y defensor de la nueva Unión Soviética en occidente.


Denunció las atrocidades del capitalismo, las grandes compañías que lucraban con el sudor y la muerte proletarios. Varias de sus novelas se basan en la vida de esos gigantes del capital, como el sueco Kreuger, rey del fósforo, de quien dice, entre otras cosas, que ayudó a derrocar un gobierno en Bolivia. Relata, igualmente, cómo crecía el imperio del emperador del calzado, un checo, hijo de zapatero, que se llamó Tomás Bata. El destino se transformó en trágico para muchos de estos magnates, como si la pluma del escritor soviético los hubiese condenado a muerte por sus crímenes. Bata murió en un accidente de aviación. Eastman, el de la Kodak, se suicidó; así lo hizo Kreuger. Swift, dueño absoluto de la carne enlatada, se tiró desde un edificio. Recuerdo que en los Estados Unidos, en los 
primeros y duros tiempos de la inmigración, los bolivianos hacíamos cola para que nos regalaran carne enlatada Swift. Y me acuerdo también lo casi cómico que resultaba ello, para mí, cuando pensaba en el tercer tomo de memorias de Ehrenburg donde se contaba ésto. Los sudamericanos éramos alimentados con los productos de un rico suicida.

Entre las historias de millonarios, Ilia Ehrenburg, menciona, poco antes del inicio de la guerra del Chaco, la lucha por la preminencia mundial del petróleo. El prefiguró, sin situarlo geográficamente, el enfrentamiento de intereses de las compañías petroleras que derivó en el conflicto chaqueño. Esas, en líneas generales, son las etapas de la vida del escritor que lo relacionan con Bolivia. No sé de otras. Cabe, como nota, mencionar una bella fotografía, existente en el Salón del Escritor, en Cochabamba, en la que aparecen, en alguna ciudad de Europa Central, en un congreso por la paz, los escritores nacionales Jesús Lara y Gonzalo Vásquez Méndez, con Ilia Ehrenburg al fondo.


Conozco a Ehrenburg gracias a mi padre, a las anotaciones sobre él en los libros de la Guerra Civil española que me hacía leer. Con el tiempo encontré su voz en Hans Magnus Enzensberger y, más cerca, en su propia "España: república de trabajadores". Sus apreciaciones ibéricas son a veces erradas. La influencia marxista lo hacía entrever el panorama político español con posiciones estáticas. Mas su gran amor por España, y por la causa revolucionaria, hacen de este texto algo hermoso.


No era ambiguo. Su amistad con los surrealistas, sus poemas, sus artículos periodísticos no estaban separados de su ideología. Se desenvolvía en el mundo de la bohemia occidental; frecuentaba el Dôme, usaba un extravagante sombrero, que puede ser visto en uno de los retratos colectivos del grupo surrealista, de Max Ernst. Pero, a su vez, y quizá por esa falta de íntima y permanente convivencia con la realidad soviética, Ehrenburg fue un gran defensor del esquema social ruso. 


Ya muerto Stalin, luchó por la apertura del sistema. Ehrenburg fue uno de los pocos artistas de la era soviética con posibilidades de reunir en sí los dos polos de una realidad: la vida artística, al estilo occidental, y la de militante combativo por un humanismo socialista. Cuando falleció el dictador, Stalin, se encontró entre sus papeles privados una lista de nombres sobre los cuales había anotado: NO TOCAR. Shostakovich, Pasternak, Ehrenburg eran parte de esa lista salvadora.


Pablo Neruda habla mucho de Ilia Ehrenburg. Su nombre es uno de los más mentados en "Confieso que he vivido", las memorias del poeta chileno. No extrañe tal, el ruso fue una especie de hermano mayor para varios artistas, no sólo por talento y experiencia, sino, sobre todo, por la conjunción que tenía lugar en él de dos cosas aparentemente alejadas entre sí: Ilia había hecho del pequeño burgués de charla y café un revolucionario, y del hombre de acción, un plácido parroquiano de bar; sin dificultad. No se encuentra en sus memorias signo alguno de que aquella dualidad lo mortificara, y eso es trascendente viniendo de un autor que representaba al país que cambiaba las estructuras del mundo.


Mi deuda personal con Ilia Ehrenburg es inmensa. Admiré su novela "La conspiración de los Iguales", que develó el misterio que tenía para mí la historia de Graco Babeuf, el revolucionario francés. "Julio Jurenito" y "España: república de trabajadores" formaron parte de mis primeros libros importantes. Lo primordial fue que, a través de sus tres tomos de "Memorias", conocí a escritores que de otro modo hubiera soslayado. El más importante de ellos fue Isaak E. Babel, amigo personal suyo, el más rico narrador salido de la Revolución. "Caballería roja", crónica de la guerra polaco-soviética de 1920, es, quizá, el libro con mayor influencia en mi formación como escritor. A pesar de no ser cuentista, la belleza de este pequeño escrito de la caballería cosaca de Budionny, vista y vivida por un judío de principios de siglo, me marcó para siempre.


Los poetas Markish y Bagritski, este último de Odessa, como I.E. Babel, también forman parte de los escritores que me presentó Ehrenburg. Y Panait Istrati, de quien leí toda su obra y que ha sido malamente olvidado. Konstantin Fedin, Alexander Fadéiev, Velemir Jlébnikov, Andrei Bieli. Durante años guardé las imágenes que de Bieli relataba Ehrenburg. No fue sino hasta 1990 que lo leí, en edición inglesa. "St. Petersburg", obra impresionante, ha sido comparada en importancia al "Ulises", de Joyce. La mala suerte de leerlo en un idioma ajeno me impidió apreciarlo en tal magnitud, sin dejar por ello de quedar sorprendido por una prosa inigualable. Otro grande venido de las "Memorias" fue Boris Pilniak.


Entre los austríacos, había dedicado un capítulo a su conocimiento de Joseph Roth. Así ingresé en un fantástico mundo donde "La marcha de Radetzki" era el núcleo. En Roth, reviví la geografía de la Galitzia austríaca, que fuera polaca en la obra de Henrik Sienkiewicz. Reconocí los lugares de mis sueños épicos de infancia. Cuando Ilia Ehrenburg marca a un artista y lo elogia, hay que ir a él sin dudar un instante. Su gusto es certero.


Apareció el tierno poeta polaco Julián Tuwim, a quien yo ponía en servilletas para conquistar a Elisabeth M.; Ernst Töller, escritor y comunario alemán; Robert Desnos, visto no como el poeta de la escritura automática, sino como el dulce y férreo revolucionario que escribía cartas de amor desde el campo de concentración; León Feutchwanger, autor germano, y de cuyo "Goya" hicieron los rusos una magistral película que se mostró en Cochabamba, en marzo del 86. Me acuerdo, porque la vimos entre tres, dos hombres y una mujer. Ella al medio, y los dos mordiéndonos los dedos porque no nos animábamos a tomarle las manos... La lista es interminable. Los recuerdos de Eisenstein, la pintura de Jules Pascin. Por Ehrenburg me quedé, observando, las grises telas del pintor en un lluvioso París de octubre...


Abrir las cajas de libros que dejé cuando partí, me produce nostalgia. No es la primera vez que escribo sobre Ilia Ehrenburg, y mucho de lo que digo quizá lo estoy repitiendo. Pero, gracias a Heráclito, ni él es el mismo, ni yo tampoco. El texto viene a ser entonces el reencuentro de dos desconocidos, aunque parezca raro.

Cochabamba, agosto del 96

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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 08/09/96
Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), 29/09/96

Imagen: Ilia Ehrenburg, por Picasso

Wednesday, January 13, 2010

Ambrose Bierce (1842-1914)


Escritor norteamericano. Nacido en Ohio y desaparecido durante la Revolución Mexicana.
Me encontré con el fantasma de Ambrose Bierce, por casualidad, una tarde de lluvia. Paseaba por una calle y vi a un viejo diablo de bigotes que sonreía de una vitrina. Al parecer era yo el único que lo observaba así, subido encima de un libro suyo en liquidación. Ya de noche comencé a leer el libro comprado. Se inició una danza macabra: Bierce y su hermano gemelo, Poe, bebían alrededor de mi cama.
Finalmente, sin darme tregua, me obligaron a beber... y los muertos, los enterradores, los criminales, caían uno tras otro embriagados. Un penetrante aroma de sudor humano se posesionó del cuarto. Bierce me recordó su infancia, el calvinismo extremo de su padre y la autoridad materna. Una infancia aplastada por la pobreza y la religión acunaron un carácter extraño y sensible en Ambrose. Se enroló en el ejército norteño e hizo la Guerra de Secesión. Quizá allí podemos hallar las huellas más profundas que marcaron su literatura posterior.
Lejos estoy de intentar una sinopsis biográfica o de hacer un análisis del temperamento de Bierce... Me sitúo fuera de los puestos de observación de los intelectuales; él me interesa "enfermo", trágico, burlón... aquel que aterrorizaría a los recatados si la madre ignorancia les permitiera conocerlo. Mi finalidad es darle la mano, bueno o malo.
Y él está ahí, con su traje gris y sus canas, sonriendo, moviendo sus dedos de prestidigitador, creando mundos que nos da miedo explicitar o que nos lanzan en desbandada detrás de las puertas, olvidando que ellas y lo que guardan pertenecen a un mismo todo.
El fin será un caballo que, como Caronte, lo lleva al otro lado. Allá partirá buscando la mano que lo termine: "Ser un gringo en México, ¡ah, eso es eutanasia!". En el desierto mexicano Bierce se metamorfoseará en escorpión -aunque no tenga Kafka para escribirlo- y logrará algún día llegar hasta Pancho Villa y cabalgar con él.
1984

Publicado en Opinión (Cochabamba), 1984
Publicado en Pueblo y Cultura (Opinión/Cochabamba), 24/8/1989

Imagen: Ambrose Bierce

En la tumba de Modigliani


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dos de medianoche. Piedras frías y en la espalda temblor de oscuro.


Llueve sobre las tumbas; la luz parece fuego en el café. El agua cae ya turbia del cielo, removida agua de enterramiento.


En la penumbra descansa el pintor. Sus ojos miran hundirse una hoja en el aire de la lluvia. La muerte invita a la trivialidad, y las mínimas cosas sucedidas son felicidad.

1994

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Publicado en la Primera Antología de Prosa (Unión Nacional de Poetas y Escritores de Bolivia), 1994
Publicado en Revista Mal Menor, marzo 1996

Imagen: David Austen/Fallen Man, 2009

Los héroes paternos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Se dice en la familia que aquel cuyo nombre se ubica en uno de los cuatro lados del cóndor de la plaza principal, entre los héroes cochabambinos, Manuel Ignacio Ferrufino, nació en Tarata. En la galería de notables de este antiguo pueblo-ciudad está su retrato. Y en su rostro puedo hallar rasgos de mi padre, del tío Hugo y de otros miembros familiares. Tal vez aparezcan en mí, cuando los años me equiparen con sus años y la piel se me caiga de a poco.


En la acera este de la plaza, tapada por un carrito de dulces hay una placa que recuerda el lugar del fusilamiento de Mariano Antezana. Ahí, no sé si precisamente en el metro exacto, pero sí donde alguna vez se ubicó un restaurante llamado "El Horno", ejecutaron a mi antepasado. El día anterior había sido sangre de mujeres. En la colina, no lejos, Goyeneche embebió a sus soldados de licor de hembras. La muerte, hembra también, no había tenido piedad con sus hijas. Entre las muertas estaba Manuela Josefa Saavedra, esposa de Manuel Ignacio. Aquel 1812, ella y su esposo se matrimoniaron bajo la luna de miel que se había vuelto roja por orgullo de España. Manuel Ignacio Ferrufino fue atrapado el día posterior a la masacre y fusilado.


El arequipeño se bañaba en sangre. Le habían dicho que así conservaría la plenitud de sus virtudes, para siempre. En el Desaguadero fue cruel con las tropas de Castelli; en Cochabamba creyó que cortando cabezas mujeriles la piel se le pondría blanca. Ya no está la torre desde donde miraba a la ciudad. En un lugar de la Chimba no queda rastro de ella. Pero su diabólico fantasma aún hace sonar el catalejo que lleva. Desde el fondo de las chicherías de largo patio se lo oye pasar como reloj de metal. Dicen, decían los viejos, que ahí pasaba Goyeneche buscando su torre.


Lo duro es haber perdido el rastro de Manuel Ignacio y de su esposa. Lo terroso de la muerte pone demasiada oscuridad sobre su recuerdo. Después aparece una hermosa mujer, hija suya, la "sin par" Anita, que fue esposa del desgraciado Pedro Blanco, presidente de días. A ella la había marcado la tragedia de los antecesores, como me marca a mí, a pesar de que me oculto en las grandes ciudades de la modernidad y nadie sabe dónde vivo. Tengo detrás el espectro del arequipeño, cargado de sables y balas para asesinarme.


Pero no podemos borrar el pasado. Debemos aceptar que la distancia temporal de los hombres es sólo nominal. Cuando lo trágico ha sentado sus bases en un lugar, la historia desaparece; todo se reduce a un cambio de escenario y de actores. Y ni los brujos de Coña Coña que absorben el oscuro mal de nuestras cabezas, y lo mezclan con alcohol y coca, y corren a la noche afuera para botarlo a un agujero del que ya no salga más, podrán evitarlo.


Son las siete de la mañana, diciembre del 96. El oráculo chino, a principios de año, me había predicho meses de impresionante triunfo. Sugirió un tiempo feliz. Pero ahora estoy tan triste y tan solo como los judíos que cantan su diáspora sin fin en el tocadiscos. Quizá ellos me entenderían, desde la penumbra del lodo ruso, desde donde los acosan sus innombrables fantasmas, Dios entre ellos, que me alcanzaron, por otro lado, también.


Hablaba de Manuel Ignacio y termino hablando de mí. No es casualidad, lo único que hicimos fue cambiarnos de traje en un teatro sin término. El Tambor Mayor Vargas, soldado de republiqueta, sin mencionar su nombre, habla de él. Y cuando lo hace, montado y huido a diario, siento que a donde vaya me perseguirán estas muertes, los eucaliptos de Ayopaya, la desolación de Falsuri, los lanceados, apedreados, decapitados. Quizá tenga que pedir a España la razón de mi tristeza, el origen de mis sangres que me hacen ser uno a cada instante, uno diferente cada día. Y yo sin saberlo, aprendiéndolo cuando ya algo malo ha sucedido. Y repitiendo los supuestos errores de todas mis razas otra vez.


Entre los héroes paternos hay un grande ahorcado: Pedro Domingo Murillo. Mi abuela, Neptalí Murillo, descendía directamente de él, de la rama de Gregorio Murillo Gáez. Una muerte más que se agolpa en los estantes de la memoria.


La historia ha trillado el relato demasiado, la historia decora. Nadie nos pregunta a nosotros, dueños de su sangre, cómo vemos el asunto. Responderíamos que no lo vemos, en realidad, sino que lo sentimos, pero no como la gloria que nos eleva por sobre los demás, un rasgo distintivo que nos hace más valientes o más audaces; vive en nosotros igual a un homúnculo kafkiano que observa el exterior desde su torre enrejada. La sangre de nuestros personales héroes martirizados pugna por salir de nosotros como un Golem, por huir y desmantelar la vida que ha permitido, y permite, habitar la tierra con violencia. No perdura el héroe, en sus hijos, pleno de sangre rebelde. Vive, sí, pero con la tristeza del que ha visto en carne propia lo insulso de la muerte.


Y la certeza del absurdo que significa matar o ser muertos, de que jamás podremos sentarnos entre todos a conversar, nos obliga a nosotros, hijos o nietos de héroes, a buscar una sombra donde no puedan encontrarnos, donde no quieran que del fondo de nuestro corazón reavivemos la intensidad, lucidez y valor de los viejos, queridos muertos. 

diciembre 1996

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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), diciembre 1996
Publicado en La Guirnalda Polar (Canadá)

Imagen: Pedro Domingo Murillo

Hablar de tango


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A mamá.

Carlos di Sarli y su orquesta tocan "El opio", de Francisco Canaro, apenas terminados "9 de Julio" y "El llorón", tangos viejos.

Me decidí a escribir algo, pensando en mamá, extrañándola, porque cuando ella ya no esté, la Argentina, de alguna manera, se habrá perdido para mí. Eduardo Arolas continúa con los rápidos compases de "La Cachila". Le sigue "El Caburé". Allá por 1974 había leído sobre el personaje; historias de malevos, hambre, locura y muerte. El Caburé enterrando un cuchillo ya muy olvidado en alguien que habíale cuarteado la espalda de tajos. Entonces él le partió el corazón; y terminó comiendo, miserable, sobras a la vera de los cementerios, con las cicatrices de la espalda blanqueando al sol, como los huesos de los niños cruzados en la tinta de Marcel Schwob.

El periodista Jorge Montes, rescatando a los historiadores del tango, habla del tambor de los esclavos negros (tan-gó) de Buenos Aires, siglo XIX, o de las posibles derivaciones del nombre: ¿Vendría acaso de Shangó, dios yoruba del trueno y tempestad? ¿Qué dirían aquellos que quieren hacerlo francés? Lo que fuere: negro, habanero o andaluz, el tango es maravilla, todavía, de bar pobre. Con Julio jugábamos billar, Ituzaingó abajo, en Córdoba, sobre tablados sucios y cervezas grandes y espumosas. Año 84, el lupanar había desaparecido como tal, pero paseaban por la noche cordobesa putas pelirrojas que Ernesto Sábato juraría ser rumanas.

Horacio Salas dice que "El Queco", "uno de los más antiguos temas prostibularios, ya era cantado por las tropas porteñas del general Arredondo durante los días de la sublevación de Bartolomé Mitre, tras las elecciones que en 1874 dieron la presidencia a Nicolás Avellaneda (...)". Me apasiona, sobre todo en este momento que he vivido treinta años de historia argentina en la biografía de Juan Manuel de Rosas, época anterior al tango propiamente dicho, pero en un medio que ya presumía su música, en los callejones de la Gran Aldea que iba haciéndose urbe.

Sábato discute con un tal Ibarguren sobre la argentinidad o no del tango. Ibarguren afirma que el tango no es argentino, sino "simplemente un producto híbrido del arrabal porteño". Sábato defiende ese hibridaje, habla de que no hay pueblos "platónicamente puros", etcétera; discusión infinita como aquella de si Carlos Gardel era eso, o Charles Gardés, o Carlos Escayola; si uruguayo, francés o argentino; es parte de la tiniebla arrabalera, oscuridad que entreveo en Buenos Aires caminando en el mercado de Abasto. Las cajas se apilan hasta el techo, ramilletes de apio fresco sobresalen de los costados de grandes toldos que los cubren; los "negros" lavan los pisos con manguera. No difiere en mucho de un amanecer en el mercado Calatayud de Cochabamba, magnificado. Lugar sombrío, el Abasto. Como el tango, como los atributos del ciudadano argentino: "el resentimiento y la tristeza".

La orquesta toca "Felicia", y me parece ver bailando a papá con la tía Lucha, ella tres centímetros mayor que él, algo doblada, mejilla contra mejilla. Y Antonio Bisio en el cortante bandoneón como cuchillo.

Leyendo el texto que incluye el disco que escucho, el autor, Jorge Montes, menciona la Boca, el Riachuelo, la isla Maciel como centros tangueros y prostibularios. Con Juan Pablo Amusquívar buscábamos la noche porteña, luego de largo insomnio y celibato. Al borde del agua, en lo oscuro profundo, apoyado a un poste bajo y con el fondo de aquellos puentes o no sé qué sobre el río, esqueletos metálicos que todavía viven en los cuadros de Benito Quinquela Martín, estaba un hombre. Preguntamos por mujeres y señaló al otro lado, "cruzando el Riachuelo", pero era mejor cargarse de revólver o navaja para animarse. Y no lo hicimos.

Incluso el niño Borges, ya ciego y sin mamá, lo menta y lo escribe. Si de España han hecho un "sangre y arena", Buenos Aires, país, nación, república en sí misma, sería "tango y facón". Quiero al tango, "la danza popular más profunda del mundo", como afirmaría Waldo Frank, no sé si pensando en abstracto o en la realidad latente de las rodillas incrustadas en las entrepiernas. Imaginarlo no en la modernidad intelectual de Piazzolla o de Salgán sino en la estrechez geográfica del sur de la ciudad, anciano e inundado, entre las paredes inmundas de hospitales con letrinas más inmundas; los yuyos creciendo ajenos. Así lo intuyo en 1975 andando y tomando café con doctores guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que serán vejados, castrados, ejecutados en la carnicería, no la guerra, que harán los militares después. Como una digresión, yo, muy joven, al escuchar a aquellos buenos hombres médicos, recordaba las palabras de Lenin sobre el revolucionario profesional y sabía, lo supe entonces, que jamás podrían vencer...

Baile proscrito, de putas y cuchilleros, el tango irá siendo absorbido por la sociedad "decente". Su internacionalización, el auge de su música en París, donde los bailarines argentinos ejercitaban pierna y sexo sobre la carne francesa, le dará el empujón definitivo hacia el éxito. Y por último la venia de los frailes, que lo consideraron obsceno y demoníaco. Un bailador, dícese el Vasco Arín, le demostrará a un mustio Pío X que no hay indecencia en el firulete. Y Dios, cuyos ojos en la tierra son los de viejos cansados, lo aprobará.

Nunca lo supe bailar, con excepción de una noche cochabambina, con madame Li, para que Paulina Oca me dijese muy tenue: "sos un malandra".
Aurora, 1997

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 1997

Imagen: Afiche de Jorge Fantoni, Víctor Levrero, Nadia Murad, Juan Carlos Rubio (UAI, 2004), para una presentación de Roberto Goyeneche en el Café Tortoni.