Monday, November 26, 2018

Natalia en las escamas de Vinnytsya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A Natalia Aleksandrovna

Escamas de pez. Así cae la nieve sobre el tranvía de Vinnytsya que me lleva a tu cuarto. Albo lecho, sábanas y cubrecama. Olor de limpieza. Escamas. Copos horizontales de nieve montados uno en otro, alargándose, conformando fosas donde brillan peces cantarines. Chirrían las ruedas, se detiene el tranvía amarillo y desciendo. Allí estás, detenida y cubierta con tu chamarra gris con falso pelo alrededor de tu rostro. Lara, digo, recordando Hollywood y a Zhivago. Pareces Julie Christie en cierta medida, y yo Sharif, avejentado, engordado, fiero.

Llevas ropa interior roja y negra. Una bandera de la FAI española en el invierno ucraniano. Bandera de la libertad y el sexo. Flamea la rojinegra en tu ventana mientras un cuerpo moreno y otro blanco desafían la diferencia de las razas.

Una planta interior burla al invierno: larga, elevada

El ventanal se ha escamado también. Los peces de invierno vuelan por las calles, los árboles que no sé si son abedules inclinan las ramas con el peso. El horizonte se hace de madreperla, casi un arte andino de peces metálicos cubiertos de madreperla. Uno colgaba del techo de casa. Ahorcado estaba, al lado de una estatuilla fang, ¿del Camerún? ¿Eran o son los fang del Camerún, el África alemana?

Llevas una polera mía, nada más. Hueles a café, mujer que huele a café. Te la quitas al llegar al lecho y lo bebemos de la misma taza. El hielo golpea los vidrios como picadas de pajaritos. Tenemos que subir al tren, te digo. ¿Desnudos? Y por qué no. Si la muerte llega en forma de resfrío eso hasta le quita tragedia.

Vemos Vinnytsya alejarse. La tormenta, de lejos, parece una nube de langostas devorando la población. El tren se va hacia Lemberg, la nueva Lvov, siguiendo los pasos de la horda de Chmielnicki, que cosía gatos vivos dentro de los vientres de las embarazadas judías, decían en Polonia; En Lublín y en Cracovia. Mientras, incólume, la virgen negra protege a fieles polacos y ucranios por igual.

Majestuosa Lvov. En alguna calle caminan gentes que conocí, de la que perdí rastro. Las huellas del pasado se borran en la ventisca. Se esfuma también la ciudad germánica, ucrania, polaca. En Lvov habitaba una raza rabínica especial, igual que en Vilna. Y en el aeropuerto Boryspil, de Kiev, veo una horda de hasidim y me pregunto cómo escaparon. Yo tendría miedo, no vendría nunca más. He visto detalles del ghetto de Zhitomir, no lejos de Vinnytsya, y se erizaron los vellos de los brazos que perdí de nacimiento.

Pero corre el tren, chas chas, la frontera, Zamosc, Lublín. Estamos en la Galitzia que también fue austrohúngara. Joseph Roth, Zweig, Ilia Ehrenburg, los años se esparcen, dispersan, volatilizan, exudan. El conocimiento de los años queda mudo, a nadie interesa. Aferro entonces la mano de Natalia Aleksandrovna, y es delgada y está fría. La enguanto. Por la noche la desvisto y la visto, la visto y la desvisto. La veo y la noche enceguece, pero su cuerpo blanco es como una linterna, brilla. La mujer luciérnaga, la mujer cocuyo. Los conquistadores españoles se ataban insectos luminosos a las botas para caminar por las sendas de América, que a algunos les comieron los pies. A contratiempo, como cantaría Chicho Sánchez Ferlosio. Todo a contratiempo, todo; los barcos navegan contracorriente, por los Pachiteas, ríos de Fitzcarraldo, que pueblan de duda el espacio físico y el del tiempo.

Terminamos en el bosque de Bialowieza, en el borde polaco con Rusia Blanca, Belarus. Monstruos barbados caminan por las penumbras de distintos verdes. Monstruos cornudos. Miran como personas, mugen como demonios. Y desaparecen. Bialowieza traga hasta la historia, recicla a los soldados de Hindenburg, a los de Samsonov. Quiero ir de retorno por Bielorrusia, el Prypiat y Vitebsk, la aldea judía donde vuelan novios y cabrones verdes por los cielos. Los pinta Chagall.

Vinnytsya. No sé si he de volver. Miro las manos blancas de dedos largos. Esta mujer tocó el piano de mi cerebro, puso luz a mi noche. Me dio de beber en la sed que mata. A cambio la abrigué, protegí de un mar de escamas secas y heladas que querían cubrirla. Puse mi cuerpo en medio, como si del escudo de Belerofonte se tratase.
25/11/18 

Tuesday, November 20, 2018

Artículos incómodos/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Materialmente incómodos, escritos sobre una cama, sentado de costado en el colchón como dama en caballo. En el piso, echado, de cuclillas, espalda apoyada en la pared: labor de jóvenes, de articulaciones engrasadas, de pistones arriba abajo, de locomotoras bala.

Así, en la incomodidad de un cuarto pequeño, un aeropuerto atestado, un automóvil, poco puede el intelecto nutrir la página si está distraído en que no se caiga la maquinaria. No todos podemos ser como el cacique al que le amarran los zapatos, al que la Fuerza Armada le hace carambolas y baila como meretriz empistolada.

Entonces necesitas lidiar con la incomodidad mientras al mismo tiempo lanzas estocadas a apus, yatiris, dEregentes, generales, sargentos, misses, ganaderos, industriales y toda la corte del rey Momo, que es variada y sudorosa, hedionda y perfumada, con Rodríguez Veltzé empanadeando con algún feroz cocalero, con aristocráticas señoritas remangando las bragas igual a insutiles sirvientas al llamado del pollino en celo. ¿Cuál? Lo sabemos.

Mirar que el conteo de las palabras no crece, querer engañarte y añadir algunos apartes, puntos suspensivos, oraciones breves que conforman en sí un párrafo, toda la intención y la pericia de los escribas para la labor fundamental que es llenar sin decir, cumplir sin mucho sostén y apenas argamasa.

Ya se me congeló la pierna izquierda; enderezarme ha de costar una rodilla. La nalga adormecida, pinchada por una posición tediosa. Recurro entonces a imágenes del glorioso ejército correteador. Estos, en las guerras, corren mejor que tarahumaras en la sierra, ni se preocupan de cargar con las pistolas de reglamento, las abandonan en las escalinatas, es una banda de Cenicientos, y eso que no los persigue ningún príncipe azul. Tuvieron su tiempo de amos, eran pavos reales con ametralladoras y aire de perdonavidas. Les duró décadas. Oprobio, violación, tortura, muerte. Eran demonios parlanchines, supuestamente ejecutores de alto vuelo. Hoy son la comparsa del Evo, y le bailan al ritmo que ponga él: saya y cumbia, y si les pasa polleras, de polleras andan los generalotes, milicos de pelo en nalga, porque en el pecho lampiños.

Si los habré odiado y odio, que 20 de mis mejores años andaban de mamelucos; no se podía hablar, ni gritar. Al Chino le metieron en La Paz una manguera al culo. Y a Suecia tuvo que ir a olvidarla. Ahora de pronto es la primera línea de la revolución, que en su caso vale por la primera de escape. A la vista de la gendarmería chilena irían a enterrarse en sal allí en Uyuni. Topos, ratas.

Ya intenté todo el Kama Sutra de los escritores, y otros sutras. Nada, ni qué hacer, tendré que soportar la ciática en aras del libre albedrío, del derecho a la palabra. Sin tapujos, que veo colegas que hacen como que atacan, que amagan y golpean elementos secundarios, pero que intentan dejar incólume y limpio al esputo mayor. Necesitarán trabajo. Yo también, pero emigré, y trabajo encuentro sin besar trasero.

Por la mañana me escribe una hermosa mujer de acento que sé y no digo y apenas puedo contestar por los mismos impedimentos. Triste el amor que se arremete en pequeño espacio cuando los años veinte se han ido, y hasta los cuarenta, y casi los cincuenta para el gentil acomodo de los huesos para el sexo en un Volkswagen.

Y escribir es como copular; hay coitos y coitos, extendidos y cortos, extasiados, interrumpidos. Para cada uno hay situaciones des o favorables. Así también a ratos y por más esfuerzo realizado, la página no tiene orgasmo. Duele, por supuesto, te hace sentir inútil, sucio, descompuesto. Mejor, entonces, me compro una mesa y acuesto allí a mi computadora y le abro las piernas para un texto indecente pero válido.
19/11/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 20/11/2018 

Sunday, November 18, 2018

I WISH YOU WERE HERE


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A veces una hermosa canción es un castigo. Porque me lleva al Año Nuevo de 1997. Estaba Pink Floyd y no tú. Vivías en tu casa que no era mía, pero en pensamiento y en cuerpo me pertenecías, esa noche y 22 años de noches sumadas lo serías, hasta hoy, hasta mañana en que un papel será roto, cómo si importaran papeles, leyes.

I wish you were here. But not, you are not, not here not there, anywhere, nowhere, where I could find you. Me escriben hermosas ucranianas, toda pierna, pechos, hasta hijos me dan, me asoman pezones algo oscuros en senos blanquísimos, Calzones rojos y violetas, y cuellos como de diosa griega. Todo ofrecen, algo dan, pero ni rastro de ti, eso ya ni lo entregan el Dante ni Dios.

Vaga Petrus Borel en el desierto. Tengo hambre, dice, tengo hambre y soy caníbal. Así me revuelco, en el Malí ficticio que leo desde una terraza de Odessa, frente al mar negro, el mundo de Anastasias, Ekaterinas, Victorias, Natalias, Olgas, la noche de Odessa donde Luna me besa dulcemente y le acaricio el nacimiento de las nalgas como si fuera el mundo. Ríe, no nos entendemos. Da y Nyet, Sí y No, las palabras básicas del paraíso: redención o pecado cuando en el pecado sobrevivimos los irredentos.

I wish you were here and you are not. Perhaps behind the door, watching the trembling steps of my desire, the hand that does not believe what it touches. No, ofrecen y dan, pero hay un hueco, un agujero negro que traga mi alma, en cuyo fondo habitas, en el imposible, la antimateria, la luz de las estrellas apagadas que brilla.

¿Por qué y para qué me he sentado esta tarde en una casa que no tengo, ni cama, apenas un cepillo de dientes y un peine, y una canción de los Beatles que ordena: come together y together ya no, ya nunca más, ya ni pronto ni tarde, nunca, jamás, atravesados por los piratas de Peter Pan, en el mundo onírico, lo que queda de pieles que se frotaban y ardían, del sexo maravilloso de cabellos negros que me encegueció?

I wish you were here, porque mañana yo me voy, me atrapan en el juzgado y me hacen firmar documentos que rubrico con tinta fantasma, porque con mi sangre no lo hago. La mía se queda en las paredes, como la del Pascin muriente que gritaba “te amo Lucy”, porque el amor habita en la muerte, es oscuro como el luto de tu entrepierna fantástica, del néctar de las hespérides, de membrillos y naranjas, higos y damascos, granadas que cuelgan cuarteadas en los mercados callejeros de Kiev.

Victoria baila en video para mí, y mueve los pechos con dulzura de hetaira. Los beso, chupo, acaricio en el aire porque esa mujer se desvanece, pierde detrás de la sombra de un hijo fallecido en sábado a las tres de la mañana. Y Aliona y Marina y Yulia. Y Oksana la del vientre perlado que suda, que se escurre hasta los vellos de la perdición. Traición, deslealtad, infidelidad. Uno busca en todo lado la presencia de los seres idos, desaparecidos, Missing in action porque esto resultó una guerra con solo augurios de felicidad.

I wish you were here. Y solo está Katya con piernas largas de veinticuatro años, como si de tomar refresco se tratara. Que me pide dos hijos, hembra y varón. A pesar del verbo, de los descubrimientos y el antifaz quitado, te digo, pues, que quisiera que estuvieses aquí porque desde mañana lunes tampoco estoy yo. Bebo cerveza y la alterno con tragos de ron Zacapa. Un grupo brasilero canta en la noche rusa. Eisenstein camina desnudo por las escalinatas del Potiomkin; le sangra el culo: ha conocido el amor.

Deseo que estuvieras aquí, cuánto lo deseo, para contarte mis aventuras ficticias, los amores perniciosos y mochos, lo poco que agarré en mis vueltas por el mundo: la sonrisa de Ekaterina 1, los votos matrimoniales de Ekaterina 2. Pero ese mundo trajinado se acerca, llega ya a las fronteras de mi inexistente hogar. Y habrá que hacerle espacio porque en el mausoleo que supuestamente tengo hay lugar para dos.

I wish you were here, and you will never be again.
18/11/18


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Imagen: Jules Pascin, 1912

Tuesday, November 13, 2018

22, calle de León Tolstoi, Kiev


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A Victoria Nedohybchenko

Todos estaban enamorados de Anna Ajmátova: Blok, Mandelstam, Gumiliev… Cuando leo sus memorias y menciona un lugar cercano a Kiev donde vivía su madre, me digo que estoy aquí. Qué privilegio.

A cuadra y media está el Jardín Botánico, el Parque Shevchenko. Yo que soñé con las páginas de Molnar y el Botánico de Budapest, me siento ahora en un banco grisáceo y escucho caer las hojas amarillas, redondeadas, de un árbol que desconozco. Pasa un perro detrás de algo arrojado por su ama, algunos niños con sus padres, dos, tres jubilados tomando sombra. El gusto por el decaimiento, la senectud de esto que todavía podría ser Europa Central pero se tira al este y tiene tártaros en los ojos de sus mujeres bellas. La felicidad para mí carga color de otoño.

Inicialmente, al ver las gradas sombrías me espanté. Olía a humedad; sabía a tiniebla. La diferencia con la colorida comida marroquí de Sabah en aquel piso 7 del Madrid de ayer, era obvia. Aquí los pintores habían dotado al espacio de crudo color de orín. El ascensor para dos, tres ajustados. Piso quinto.

Han pasado 7 días y estoy más que conforme. Este silencio es refugio grato de lectura y escribir. Volvería a abrir las chirriantes puertas metálicas, a ver la neblinosa penumbra de las cinco. Podría anotar un libro entero en mi silla plegable con escritorio negro. Un vaso de agua que imagino vodka en homenaje a Bukowski. De él entré a un bar con su nombre y estaba vacío. Cerveza en botella Stella Artois. Salí, prefería el bar popular de cerveza ucrania donde todos me creen turco. ¿Bolivia? Qué animal será ese en las llanuras de África.

Siete días y en cuatro me voy, retorno a la más o menos paridad norteamericana, a ganarme el dólar para comprar ladrillo y reconstruir, que el edificio caído ya reclama por concreto y teja. Por lecho y vino, Bach y Haití.

No apuro el vaso de vodka-agua. En calzoncillos escribo, azules como varoniles deben de ser, con calcetines negros y rombos rojos, pensando en rostros que he visto estos días y que han arrebatado a mis hijas pensando en un papá orate. Que esta nieve de barba no refleja el corazón de hierro, y los pantalones esconden, todavía, las piernas de un zaguero paraguayo, de esos que dan leña.

A mí venía a tocarme la calle de León Tolstoi, Lva Tolstoho en ucraniano. A mí que adoro al santón que no era muy santo y bastante irascible. Todos los trenes de Rusia me llevan a él. Todos amaban a Anna Ajmátova. Yo también. Y Modigliani.

Ya me conocen en el mercado besarabo, y ayer, domingo, que entré temprano bien peinado con lustrosos zapatos, las tres dependientas sonreían, hablaban entre sí y reían. No soy tonto para no darme cuenta, no necesito el idioma. Y algo coqueto soy, vanidad de feo, y jugué al extranjero tonto para ver brillar ojos azules.

A cada rato tomo un expreso amargo. Eso, en Ucrania, me gustó, los cafés al paso, en autos con las puertas abiertas y una máquina, en una silla con otra y una vieja de pañoleta que hasta menea el azúcar en tu vaso si lo pides. En la acera. Café informal, no es mala idea. Y hay cerveza al paso, un cuartito con varias pilas en la pared y la nota de a qué cerveza pertenecen. Te la llevas en botella de Coca Cola, en un vaso plástico, o la bebes parado, al pie de las ametralladoras. No hay sillas. Tome y váyase, no discuta ni converse.

Cero grados en el exterior. Una buena ducha caliente me ha disipado dudas acerca de mi hombría. El día, así gris, pinta bien. Voy a extrañar mi casa del 22 de la calle Tolstoi, y mis paseos por el parque. Vuelvo a una modernidad cómoda pero a veces sosa.  Si regreso, quién sabe. Lo sabrá ella.
12/11/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 12/11/2018  

Imagen: Anna Ajmátova

Sunday, November 11, 2018

De mujeres y comidas portuguesas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A Maurizio Bagatin

Según Maurizio, o yo y se lo achaco a él, mujeres y comida son los asuntos imprescindibles; lo demás es literatura. No con ánimo de viejoverdeo sino con espíritu esteticista debo decir que en mis viajes no conocí país –y este es pequeño- con tantas mujeres bonitas, hermosas, brillosas, espléndidas. Ayer visité el supermercado con el prosaísmo de conseguir jabón y shampoo para evitar el preconcepto que se tiene de nosotros, bolivianos, y se me quitaron las ganas de indagar entre una miríada de quesos y sentarme en la cafetería del mercado solo a contemplar el femineo constante, incansable de esta villa. El expreso sabía amargo, como debe ser. Rechacé el azúcar, pedí uno más para despabilarme y gasté una hora de mi expandido horario solo en eso. Luego me acerqué al mostrador a pagar y, héla, la cajera era una diosa, Afrodita con mandil y manos rapidísimas para despachar la bola de asnos que somos los compradores. Me preguntó algo que no entendí. Lo repitió en inglés y tuvo que mostrarme la bolsa plástica por si quería usarla o no. Sí, dije, contrito, y la muchacha con una sonrisa se deshizo de mí para siempre. Y yo que tanto la quería.

Caminé las iglesias sin buscar la paz de Dios. Que la estoy pasando bien en mi modestia de gustos. Con un libro y caminatas me entretengo. Que un revolcón y pezones rompiéndome los ojos estarían muy bien pero estoy casado y respeto los límites que me puse. Camino las iglesias, digo, saco fotografías, doy un euro de limosna, me siento a pensar dentro de las inmensas bóvedas construidas para asustar. Lo hago desde niño, a solas con las estatuas de yeso o de carey, los sacrificados, santos, mártires, las vírgenes dolorosas de narices delicadas. Ahí estoy en paz, en penumbras, haciendo cuentas y pensando en reconstruir la casa, en los pasadizos europeos que me faltan ver, la Galitzia polaco-ucraniana de la guerra de 1648 que iluminó mi infancia y pesa mucho todavía. Los vampiros rumanos; el Belgrado de Ivo Andric; la Bosnia de Andric también y de Mostar y el café turco. Quisiera ir a Edirne (Adrinópolis), en tierra infiel, y a Varna en el negro mar, y a Braila porque ya nadie recuerda a Panait Istrati. El delta del Danubio. Al frente, del otro lado, las escalinatas de Odessa, y subiendo por Moldavia la fortaleza de Kamenyets. Occidente olvida que aquel siglo XVII fue decisivo para su historia, para el crecimiento de Rusia, para parar a los turcos. Todo se olvida pero yo no; aquí trashumo para anotarlo en una lengua extraña, ajena, que en apariencia no debiera interesarse en ello y lo hace.

Pasan muchachas de veinte y yo sigo la rúa dos Passos buscando una exposición de fotos de Frida: la loca, la coja, la bella. Sus cejas negras se reproducen sin descanso en estas portuguesas. Hay la diferencia de piernas firmes, nalgas redondas y, en apariencia, la ausencia de tragedia. Las muchachas portuguesas disfrutan de sus pequeños y muy parecidos entre ellos, hombres de su tierra. Me siento alto, pero no llevo ni jeans pegados al tobillo ni aretes. Mientras más se parece a la mujer, el hombre, sentenciaba mi padre, más atrae a las féminas. Quizá. En realidad no interesa. Pienso en mis sobrinos, en la precariedad del sexo en Bolivia. Ya era difícil en tiempos de mi progenitor, duro en los míos, y supongo que a pesar del salto al mundo, sigue siéndolo. Otra historia sería con tanta belleza alrededor, donde el sexo no fuera, como lo fue para nosotros, motivo de disputa por su escasez. Ahora hay machos alfas, betas, omegas, en aquel tiempo solo machos en celo con gran ausencia de hembras. De haber sabido que por el mundo se paseaban ellas, las Evas de la discordia, hubiese emigrado antes, y, por qué no, a esta tierra que llevó al otro lado del mar no solo a Dom Pedro sino narices y culos que construyeron el mito de la brasilera heroica en su belleza.

Estábamos, en la Bolivia aquella, los hombres, como Petrus Borel en el desierto: “Tengo hambre”.

Joaquín, mi fantasma preferido que duerme desde la muerte de por vida cerca de mí, contaba de las fiestas de su juventud. ¿1948? El salón estaba rodeado de sillas, en ellas las damitas cochabambinas, que diferencia había entonces entre dama e imilla. Se acercaba a invitarlas a bailar. Fingido rubor y siempre negativa: castigo. La noche se apoyaba en las botellas; el alcohol sostenía la penumbra del desamor. Contaba Joaquín, desde su lecho espectro, y puteaba: Putas de mierda, jamás me aceptaron un baile, y luego las veías meneando las caries con el mayor pelotudo, el más bonito, que acaparaba la atención de las abejas.

Leo en esa inagotable fuente de chisme de la Red, que las portuguesas son las mujeres más depresivas de Europa. No sé, no pude verlo en sus ojos porque jamás me miraron. Camino en el tren a Braga, un brasilero de Fortaleza hizo amistad conmigo y dijo que él y sus paisanos no tenían suerte aquí, el samba no pega en tierra de fado. Otros dos, paulistas, ya esperando a medianoche el autobús a Madrid, describieron lo mismo, las tertulias verdeamarillas sin mujeres. Nada, que en Porto la fiesta no sirve cozinha.

Otra cosa veo en Kiev, y en Jarkov, y en Odessa, que las ucranianas sí te miran, y directo. Significas el extranjero que podría sacarlas del estercolero. Triste, mientras sus hombres enchamarrados en cortas prendas de cuero, juegan a ser mafiosos y tal vez lo son, pero machos de poca monta. Si se les escapan las mujeres, crítica debiera haber. Pero no. Esta lacra, e imagino que es igual en todo el antiguo territorio, es fatal herencia soviética, la cosa por sobrevivir y desarrollar el engaño y el vicio hasta niveles inenarrables. Camaradas.

Mucho turismo en Porto. Eso subió los precios, comenta el garzón, pero se puede comer barato, muy barato. Los dormideros, hoteles, hostales, no van con los estándares norteamericanos pero pasan. Ahí duermo. El mundo comienza al cerrar la puerta exterior. Sentarse a ver las muchachas suele ser distracción pero no es vida, y de ese silencio, a no ser que me consiga una puta parlanchina, no ha de salir nada. Prefieren maricas de jeans ajustados en los tobillos, que no usan calcetines de hombre o ni los usan, en una moda que leí por ahí había impuesto Julio Iglesias. Queda la comida, el otro placer que nos legó el Edén: sexo y alimento. En eso se basa la religión y aquella paja de que el Verbo navegaba entre las aguas era ni más ni menos que un acto de procreación con placer. Donde nace el gusto, aflora el pecado. Y el castigo, porque la alegría no solo es cuestionable sino punible.

El dilema está en devorar un emparedado glorioso o uno prosaico, entre un sexo de vellos retraídos hacia el centro o un plato de lomo encebollado. Se quejarán por ahí las feministas (feministas macheras, las llamaba mi padre… y ejemplos hay…), de querer engangochar unos y otros (el sexo y el lomo). Pero no es eso lo que hago. Mi fin está en el placer y lo sensual nos hace otros. Mientras tanto me meto en la colina medieval de Porto para esconderme de la Inquisición.
Kiev, 08/11/18

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Publicado en SÉPTIMO DÍA (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 11/11/2018

Tuesday, November 6, 2018

Las ruinas de la izquierda/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Transito Ucrania ahora, y he visto los remanentes del oscurantismo soviético; perviven, no están muertos; han marcado una centuria, varias generaciones. Escribo en este momento en uno de esos edificios. Desde la puerta de entrada todo está caído, roto. La escalera apesta a humedad, semeja una cárcel. Las paredes, los pisos, puertas, chapas, el universo destartalo, la mentira de entregar miseria, por un lado, y también cierta verdad en que esta miseria mejoró vida y destino de muchos. La idea puede valer; el desarrollo fue un desastre.

Hablemos de La Habana. Entonces se decía que la culpa era gringa, y gringa culpa abunda, no hay que mentir: está en la mara que Trump detesta, los salvatruchos que desprecia y que son creación en buena parte de la paranoia norteamericana en El Salvador, en los huérfanos que ella dejó. Lo viví, trabajé un par de años con ese grupo desesperado que llegaba desde ambos bandos a los Estados Unidos, torturados y torturadores buscando lo mismo: paz, y quizá bienestar. Cargaban machetes cortos, fumaban marihuana, sus hijos estaban entre dos culturas. De allí salió la mara, de los descastados y los huérfanos.

Volvamos a Cuba, a las ciudades decaídas, a la regresión, a la peor de las discriminaciones que es condenar a algunos a la pobreza eterna. Y eso sucede en Cuba, donde se ha privado al ciudadano común de los beneficios que tienen los turistas, donde se ha condenado a sus mujeres a un no buscado puterío. Otra vez, lo he visto, y no es gracioso.

La Habana está en ruinas, como lo está Odessa en el Mar Negro, como están las barriadas de edificios calcados de Jarkov donde desde afuera se puede apreciar la miseria. ¿A quién acusar? ¿A Gorbachov, a Yeltsin? Las élites se enroscan en sí mismas, vengan de la aristocracia, de la clase obrera, campesina, comerciante o el lumpen. Cuando estas bandas de gregarios alcanzan poder se envuelven como pangolines y tiran las púas hacia los otros. Nadie nos toca, parecen decir; y alrededor crean insectos que los imitan y reproducen.

Esta ruina viene de la izquierda, de la soberbia de creerse dios, de la falsa empatía y de la más falsa solidaridad. Por lo general sobreviven los vampiros que se alimentan de sus muertos, los Ortegas, los Chávez, los Lulas. Los buenos han sido asesinados, martirizados, y decimos así sin tener la seguridad de que no hubieran hecho lo mismo de seguir vivos. Hablamos, no olvidemos, del peor animal que camina la tierra: nosotros; del más cruel porque es el más astuto.

Entonces llegan los Bolsonaros, los de siempre, y chillamos. Bolsonaro vive en Evo Morales, él, por citar alguno, es la puta que lo parió. Y nada va a cambiar, los pañales se ensucian y se tiran y nadie les mira la marca. Estos, Bolsonaro y Morales, son la misma mierda y apestan igual. Y Cocaricos y Dilmas y Piñeras y la recua innombrable que deseen aumentar, incluidos Patzis y las marionetas a las que se les cayó aparentemente la cuerda que los hacía danzar al ritmo de los dueños.

Esta derecha recalcitrante que aparece, reaparece en el mundo, es, en la América Latina, la reacción al peor grupo de rateros jamás formado, uno que ha enseñado a la derecha males que incluso ellos, malignos, no sabían posibles.

La política está en ruinas; los países también; hay ciudades que se caen: Bolivia pareciera incólume ante eso y es porque Bolivia no existe, no produce nada, es solo un gigantesco mercado de contrabando, de dinero mal habido que no deja rédito al estado, quien, a su vez, es asaltado de forma demencial por una banda de embaucadores y violadores que afirman que la bandera de la revolución ya no es roja sino azul.
Kiev, 05/11/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 06/11/2018

Fotografía: Odessa

Sunday, November 4, 2018

Suenan las diez en Jarkov


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Leo de Boris Zaitsev líneas acerca del poeta Viacheslav Ivánov. Lo último es de Roma, en el Aventino, cuando en Roma crecían repollos en los huertos. No los vi en este único viaje pero intuí la pena del autor por la cercanía de la ausencia, que es el otro nombre de la muerte.

Hay seis grados centígrados en Jarkov. El cielo está gris en cada una de las dos ventanas que tengo. Tercer piso de un hotel insulso. La ciudad tiene rastros todavía del Halloween que es muy festejado aquí. Pienso en el tío Hugo, en sus recuerdos de Rusia. El “tío Negro”, le dice Fernando Rojas. Rusia está a un paso. El material bélico disperso lo recuerda. Al sur se matan sin desmedro.

Esta gente es torpe, brusca, a pesar de que sus mujeres caminan con garbo, son delgadas, cintura fina, con andar supongo soviético. Nadie saluda, nadie sonríe. Será el comunismo, la historia trágica, los mongoles, los tártaros, rusos, suecos, alemanes, el estupro permanente. Tal vez. Tan diferente a mi experiencia norteamericana de 1989 donde todos se desvivían por ayudar, sí, los gringos que votaron por Trump, esos, así eran, y debajo del felpo inmundo puede que sigan igual.

Hiervo un té y como mini croissants congelados. En un rato salgo. Miro un par de iglesias, algún ulano notable que vi por ahí al pasar en taxi. Diferente a Odessa. Allí sentí el apego a una ciudad dormida; esta rebalsa en construcciones gigantes, se nota la industria. Pero la gente es la misma, hombres y mujeres, cada sexo cortado con una medida. Hay pobreza, mucha, y ostentación, Mercedes y Porsches, más aquí que en el mar negro, pero los mismos rufianes, siguiendo la tradición mafiosa de la riqueza kitsch, del labriego que ha alcanzado un punto donde puede mostrarse, de Evo Morales y la fatídica revolución maleante, de la mafia italonuyorquina que quería parecer aristocrática y daba risa.

Ya marcan las once. Nueve grados. Recuerdo que en la explanada de Odessa, justo antes de las gradas de Eisenstein, una radio tocaba Radio Reloj, de Manu Chao. Me gustó escucharla, el único español de Ucrania hasta que tropecé con un chileno pelado y altanero, casado con una local cuya familia vivía cerca de una fortaleza medieval. A veces es mejor no encontrar a nadie, menos a paisanos o vecinos que huelen a desecho histórico.

Almuerzo en Sharikov, restaurante nombrado por aquel personaje de Bulgakov. Ambiente cargado, a ratos interesante, a veces lindo. Pero una mala mezcla, ignorante, de cosas valiosas y de objetos sin valor. La comida es buena, catlets de pescado y papa rallada y frita. Otra vez la profusión de hoscos labradores convertidos en oligarcas, Se les nota en cómo llevan las camisas, los reflejos que no son aquellos de un dandy aunque deseen por sobre todas las cosas, incluida su lombrosiana cabeza, serlo. Sus emperifolladas mujeres en la tradición de Rita Hayworth, sin asomarse a la bella.

Sonaron las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. Hora del té. No encuentro una casa inglesa donde comer un shepherd's pie, y tomar alguna exótica variedad de las colonias.

Y así asoma el domingo, impresionado de cómo devoran sushi las muchachas para el desayuno, y ostras crudas con limón, mientras yo me atengo a un modesto omelette con jamón, como si estuviera en la esquina de casa en Aurora escogiendo entre las variedades de huevo para el desayuno. Mas los monumentales edificios de singular arquitectura me recuerdan que estoy casi en oriente y me siento Marco Polo, de hirsuta barba, incluso.

Alguien escribe, promete calor en Kiev, que el iphone asegura está frío. No vine sin embargo por calor de piernas ni tostadas uñas de pie que raspen dulcemente los tobillos. Pasto en un caballito tártaro, pequeño y rápido que me lleva desde los confines del Catay occidental a los campos salvajes del Dnieper. Semejaría que huyo pero descubro. Y tanto en tan poco tiempo, en el dichoso salto de mata que te hace cauto y decisivo por igual, que no sé si la precariedad de una mujer ayudaría un poco. Precaria hoy, que en realidad son mayores y de mayor complejidad y entendimiento que nosotros. Pero no mientras voy de explorador, de scout en el misterio del yo.

Suenan las 8. Radio Reloj. Me aseguro estar en la cárcel, recuerdo la sombría estatua de Giordano Bruno. El cielo está estrellado de día, luna y planetas abandonaron la noche. Señal del fin del mundo. Digo que llamaré un taxi; el té negro me ha puesto alegre; el chocolate eufórico. A alistar los zapatos que mañana dejo Kharkiv, Jarkov, y otra vez hacia Poltava y adelante, en la huella histórica de las guerras, en estas mínimas batallas personales en las que de pronto me siento triunfante, el hombre en la luna.
03/11/18

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Imagen: Restaurante Sharikov, Kharkiv