Thursday, August 30, 2018

Tatty en Centennial


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En el panel del carro la foto de Tatiana haciendo ejercicio. Dios, esas piernas, saber que se podrían tocar, desnudar las zapatillas negras de sus pies largos, chupar sus dedos, subir la mano y encontrar la nube que quizá es sombría aunque debiese ser blonda. En la radio se intercalan Ada Falcón y Adonirán Barbosa, en un cedé que me preparó Jairo, en el mercado de frutas, además de una compilación de videos que guardan 22 años de pasión y carne, de sonrisa y afecto.

Tatiana tiene 33 y anuncia que es pausada, calma, sensata y cuerda, que no puede caer en las redes de un viejo pedigüeño así por así, que para ello la luna tiene que tornarse púrpura y el profeta Elías atravesar con su carro de fuego el lago artificial de Aurora, Colorado. Miro arriba por Elías y nada. Un búho tan viejo como yo pero más grande vuela tranquilo a ras de tierra chillando.

Tango, vals, samba. Hasta hace poco no podía escuchar ninguno de los tres. La pesadumbre había matado la música o, lo que es peor, se había apropiado de la música y tenía fauces de quimera. Esta noche no. Tatiana tiene las dos piernas levantadas, calzón y sostén negros. Solo imaginar que esa piel blanca se podría ver de noche, que hallaría el camino justo, y justificado, de su amor, que entraría en él como ladrón y terminaría como mandarín, exhausto, seco en el lago de su deseo, macilento y amante.

Me pregunta cómo ilustraré este texto. Envía un manojo de cuerpos semidesnudos y albos. Mínimas ropas que cubren lo que más interesa en la vida y en la tierra: el pecado. Se sorprende que alguien redacte un texto para ella, sobre ella, dentro de ella. Sonrío, porque un escritor no explica, sonríe. Ajusto los lentes que compré en Walgreens, que creí sobrios y resultaron con motas azules, pero bueno.

La veo sentada en un mesón: camisa blanca, ropa interior negra, medias hasta las rodillas. Beso los muslos, están entre frescos y tibios, se estremecen. Luego apago la máquina de escribir, enciendo las luces de neón y casi diré que estamos entrelazados en un lupanar de Shanghai, el París del más allá, y que cuando termine estaré muerto y arrojado al mar de la China. Las rayas gigantes devorarán mi sonrisa y mi reloj será tragado por un pez para otra saga de Tolkien. Desde el piso noveno ella estará observando, con su pequeño perro moteado, acariciando el último libro que escribí y garabateé en ruso mencionando a Esenin. Corta vida, esta, corta.
2018

Wednesday, August 29, 2018

La muerte del viejo Denver/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

“Gentrificación”, palabra que se metió en mi diccionario cuando comenzaron a desaparecer los pobres de los barrios antiguos y los barrios cambiaron su fisonomía. Five Points, la barriada negra, cuna de jazz y R&B, ahora tiene muchachas blancas de brillantes piernas caminando con perros enanos. Los yuppies subieron los impuestos de propiedad al pagar sumas astronómicas por casas viejas y los que vivían allí por décadas, chicanos y negros, al no poder alcanzar los montos tuvieron que vender. La ciudad se blanquea desde el centro hacia la periferia. Y sucumben con ella las pandillas, cierto, pero también el espíritu que hace de los lugares sitios especiales. La riqueza, en sí, no aumenta garbo ni interés a nada ni a nadie.

Las calles se tornan limpias, los jardines esplendorosos, se abren tiendas de lujo y brilla el oro de la marihuana y el petróleo. De pronto desaparece el olor dulzón de las barbacoas afroamericanas, y se esfuman los heladeros mexicanos con bocinas anunciándolos, en carritos de a mano, como en casa, en el cincuentenario de la infancia, que trajo muchos muertos también entre recuerdos y espacios.

Ayer domingo fuimos a comer pizza, a la avenida Broadway, en pleno centro comercial alejado algo de downtown. Famous Pizza, regentada por una madre griega y su hijo. Cierta vez me creyeron bosnio porque llevaba una chamarra del ejército alemán. Veinte años que vamos, con las niñas, con Ligia, con sus hijas a comer. Pues vendieron el viejo edificio para llenarlo de donuts del milenio. Como dos porciones de pizza de requesón con espinaca; el único lugar donde acepto la ricotta. Le eché mucho ajo encima, algo de orégano, flakes de pimiento picante y devoré el pretérito para conservar algo de él en las tripas porque los ojos ya no verán. Nos obligan a la ceguera, a olvidar. El progreso sirve, alimenta, mejora, pero es impiadoso con la memoria, y sin memoria los pueblos son borricos entusiasmados con maletines de compras. Oksana y Tatiana, muchachas del Kiev anciano, repiten lo mismo. Allí, al este, esta gentrificación no ha llegado porque el dinero es escaso; no saben bien de qué se trata, aunque la expulsión de pobres es historia antigua; su muerte, igual.

Llegaba gente de los alrededores, seguro que más ligados al comidero que nosotros. Fotografiaban los carteles, los hornos, las botellas de Coca, las pizzas. Estos dueños y empleados envejecieron con nosotros. Fueron parte del crecimiento paulatino, tantas veces doloroso, de aquel Denver conflictivo y desquiciado. Famous Pizza era un refugio; parecía un lugar de Nueva York enclavado en una avenida denverita cuando Denver todavía no era el monstruo en el que se va convirtiendo. La escuela de las hijas estaba allí, a unas cuadras. Los árboles de hoja caduca tiraban colores en otoño. El cabello negro de Ligia contrastaba con la blanca ricotta. El fin de semana van a demoler las memorias, los cabellos y las voces. Echarán dulces de colores sobre masas redondas y los nietos jamás sabrán que por allí pasaron sus madres y quienes venían con su madres cuando el tiempo recién se estaba formando, la creación en ciernes antes del apocalipsis.

Nos alejamos de la esquina que dejará de ser, subimos a una azotea del bar The Historians y tomamos unas IPA amargas como el olvido. Como hace calor, pequeñas mangueras arriba arrojan rocío sobre los comensales. Hay un dejo de trópico. Después a enfilar a casa, por la arbolada Avenida Seis. Y a cortar verduras para preparar un tuco soberbio con spaghettis. Puerro, cecina, mejorana, perejil, pimienta, ajo, achiote y cúrcuma, carne molida porque será un bolognese. Cebolla. Cae la noche y hemos ya dejado de lado el pensamiento triste de lo que perece. Así sucede; así pasa; el olvido llega.
27/08/18


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 29/08/2018

Tuesday, August 21, 2018

Presintiendo Bolivia/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Como ejercicio, evité saber, ver, leer, sobre el país por una semana. Difícil, sin embargo: aparecía el infame amedallado, Evo borracho en Paraguay, Linerita desafiando al colectivo a debate. Lo mismo de siempre. Dicen los pesimistas que toda la vida estuvimos así. Lo miro desde un prestado optimismo y voy cayendo por la pendiente en el fango inicial. Siempre… parece.

Pobre país, musito a un cuarto vacío. Cierto que mirando al oeste ya no quedan campos con tarántulas, libélulas y mariposas cohete, hoy extintas. Ahora hay horribles edificios, colores chillones y la misma abigarrada multitud de mestizos entusiasmados con el lucro.

Y mugre. Tanta mugre en Cochabamba. Y ni ruinas de árboles, todos muertos, Cochabamba fue el Vietnam de los árboles. Aquí tiraron napalm a lo loco, para matar todo, menos lo que debían matar, aquella nefasta idiosincrasia que caracteriza al veleidoso pueblo, a la villa guerrera, la ciudad verde cuando el verde tiene color gris.

Asisto a la celebración de Santiago, en granja de amigos queridos. Los bombos suenan desde dentro de la tierra, a pesar de que creo que el bombo lo trajeron de allá, del otro lado, del que nos viene el lado derecho de la cara y el izquierdo del cerebro. Igual, suenan, y llaman al profundo yo que se inclina por este lado, porque aquí estamos más juntos, menos disminuidos, tiznados con similaridad.

En ese Tata Santiago no falta el imbécil que me califica de turista. A mí con esta imagen mestiza que recuerda la de Murillo. Ataca las raíces de mi emigración. Le chorrea baba verde mientras masculla interjecciones y no aclara sus palabras. Ataca la familia, el matrimonio, la mujer que está y la que se fue, hasta que le pongo mi puño de estibador en el rostro y le advierto que de uno solo lo descabezaré como a Carlos I de Inglaterra. No en vano he sido obrero por 30 años, le hago saber, no me he paseado pintado como él, oliendo a musk sin haberse bañado. Si el sudor sirve de algo amenazo por última vez, será para que termines la fiesta bien pronto. Basta eso.

Otro, dándoselas de docto, intenta enfrascarme en una retórica altoperuana que no me interesa. Felizmente Jimmy trae una deliciosa chicha kulli (que también pensé extinta) y la saboreamos hasta el final de la tutuma. Que sí, que no, que dije y no dije, al carajo con el palabrerío insulso y a escuchar los tambores, que siempre son de guerra, y roncos.

De ahí de vuelta a la ciudad, a un aniversario de un café famoso, a 22 años que no solo huelen a café sino también a sexo. Pues tiempo de nostalgia entonces, de piernas como rosones entrelazados en la espalda. Y ahí, en el detalle físico de un cuerpo de mujer, se ahoga la Bolivia de la tragedia, la de los caudillos y caudillitos, de maricas empalagosos y eunucos por doquier.

Todos preguntan afuera, los nuestros que están afuera. Se lo pregunto al taxista y no sabe, a la mujer del motel y tampoco. Hay miedo. Las hordas cocaleras afilan las guadañas para defender el crimen, se supone. O pasa algo o ya nos quedamos en el interregno eterno, en la creación de dinastías, en el sovietismo a la campestre, regado con whisky azul y Kjarkas empedernidos y vapuleados por el pijcho y aditamentos químicos.

A la mayoría parece no importarle. He oído que secan pasta base en campos de basquetbol, que en las cumbres bien arriba ya no habitan cóndores sino condoritos armados defendiendo el narcótico. Bolivia dejó de ser el país donde se podía pasear. Ahora nadie sabe lo que esconde un pino patula cerca del lago, uno radiata carcomido por gusanos. El narco impera y el narco pone emperador.

Las gloriosas fuerzas armadas desfilan a ritmo de huayño y al general en jefe lo saca a bailar el vice para mostrar que este es un país moderno, nada calcificado y abierto a los cambios necesarios que produzcan placer.
20/08/18


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 21/08/2018

Imagen: Fernando Scianna

Monday, August 20, 2018

Historia de dos ciudades


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Porto, Oporto…

Inicialmente. Callejas y fado. Más el misterio de una mujer que desconozco y aguarda, puñal en mano, para seducir mi espalda. ¿Ha de matarme? Primero amarme, con cabellos tan negros como la noche que brillen con la luna. Suena el Duero, o son sus peces-gato que respiran ronco. Fado, me amas lento como un fado. Y susurras como que mueres.

Belgrado…

Había una silla, recuerdo, una blusa amarilla. Y una rosa enfrente de tu sexo, no tan roja como tú y menos aromática. Tampoco te conozco en carne sino en fotografía. Tendrás diez años más en que el rosal tornóse robusto y la foto ajada. Diez que valen un ron, diez que me dices no importa, el tiempo no crece allá abajo. Míralo por ti mismo…
1995


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Imagen: Egon Schiele

Carta a un amigo


MARÍA CRISTINA BOTELHO

No quiero creer en el alejamiento de las cosas amadas, los libros, la música y los bolígrafos mordidos, exprimidos como si fuesen limones de color azul o negro, la palabra es el gesto de la vida, los papeles amontonados, miles de pliegos gritando que quieren embarcarse en una aventura que se inicia, cuando la otra tarea ha sucumbido, ¡vaya a saberse por qué! Las pinturas y los objetos que nos devuelven el tiempo y las ilusiones, un amor desgajado, navegando en un olvido incierto. 

En estas mudanzas las heridas duelen profundamente, todo sufrimiento tiene un límite, volver a empezar es parirse de nuevo y seguir con las herramientas que surcaron nuestros caminos, nada es en vano. Estamos aquí amigo para seguir soñando que todavía podemos, y mucho.

"Embalando mi biblioteca"


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

«Embalando mi biblioteca». Este embalar no es el de Manguel –libro doloroso provocado por un empellón de la burocracia francesa–, sino que quien la embala de manera febril y furiosa es Claudio Ferrufino-Coqueugniot, otra historia y mucho dolor de fondo, como si en lugar de llorar o reir, aullara. No es fácil terminar de una manera así de abrupta con lo que ha sido tu vida hasta ese momento en que sientes que se te echa encima  la senectud de los clásicos. Hay pérdidas más dolorosas que nuestras cosas. No podría quemar de esa manera no ya mis naves, sino desprenderme de los libros y la cacharrería que me ha acompañado toda la vida y me ha servido de consuelo, que decía Manguel en su «Embalando mi biblioteca«. El de Claudio me parece un gesto de renuncia y de desposesión cercano a quien «renuncia al mundo», a quien se va a la aventura, con el propósito, no de encontrar Z, sino de perderse en la selva, como una forma de empezar de nuevo frente a otro paisaje. ¿Otra escritura la suya? No lo sé.  Solo puedo decir: «Qué te sea propicio el viaje, Claudio... me has recordado a Mateo Alemán que no quemó las naves, sino que, ya anciano, se embarcó en una de ellas en busca de una vida dichosa, para el tiempo que le quedara».

«Mi biblioteca de Alejandría», por Claudio Ferrufino-Coqueugniot,
Allá va una máscara Punu, de Gabón; allá un libro de Sánchez-Ostiz. Las cajas devoran todo, gentes, tejidos, repujados afganos en metal. Un jarrón chino de laca roja se va para una casa cercana; las máscaras de zorros chaqueños, de aguará guazús, tucanes y armadillos, viajan en el auto de mi hija. Quedan en el reborde los clavos pequeños que las sostenían. Es Mad Max y la guerra del fin del mundo.

Recurro al maestro Bakunin mientras aplico la tea cuyo fuego arrasa los cimientos de lo que fuera un museo privado, nuestro. Aksus de Salinas de Garci Mendoza, oscuros tejidos de Chayanta, un chumpi rosado, de origen desconocido, que usaba mi padre cuando lo operaron de la hernia de disco. Canastas amazónicas que enviaron los deudos de Ligia. Y la música, Mozart que se insume en el fondo junto a Bonny Alberto Terán. Es renunciar al sonido, quizá, a condicionar el cuerpo para el ruido de aviones y el tracatraca de los trenes que tal vez nos cargan al paraíso del arbeit macht frei. Pero hay algo dulce en semejante destrucción, en aplastar los álbumes de sellos cuya memoria va hasta 1967 y unos camellos libaneses que mamá trajo del colegio para iniciar un vicio que perduró a las mujeres y muere hoy. Colecciones ya nunca a ser abiertas de nuevo; ruina armenia en las orillas del lago Van, con el mismo polvo, la adustez genuina y fría de la muerte. Algo dulce porque prefigura el descubrimiento de lo nuevo, alguna cadera lusitana (a decir de mi amigo Maurizietto) recostada en trapos rojos y mostrando un sexo carmesí que se diría boquita pintada, o Matisse. Callejas inundadas de vino negro, olor de mar, una cama que mira a la ventana desde donde ya no se ven, por más que lo intente, los Estados Unidos. Si el fin del tiempo, no puedo decirlo; el principio, sí. De extensión ignota. Un fado suena en la noche del puerto. Y aunque se dijera que huele a triste, más bien a perfume, a azahar, a piernas blancas.

En el desorden se conjugan papas rojas de un negocio falleciente. Los asados no han de oler a mejorana, ya no más. Mientras ríen los alebrijes y Ezra Pound recuerda la casa de Cingolani en el río abajo, mirando a las montañas del diablo.

Pongo música de fiesta, vallenato que cubre los vacíos que quedan en las paredes. Arrojo una máscara maliana al piso, cerca de la caja de cartón. Ejecuto como verdugo los elefantes de piedra. Se rompe el vidrio que cubre un afiche de Miró. John Lennon llora detrás de la puerta. Lo escucho, ij, ij, solloza, y lo encierro, lo dejo detrás con el murmullo de la lavadora que limpia pantalones.

Alegría, alegría, que se viene el carnaval. Aprecio la danza de los coyas en las quebradas calchaquíes. Una mujer nativa, shoshone quizá, amamanta su niño en un dibujo ocre en piedra. Marionetas balinesas, el gorro de un niño afgano que mi esposa me regaló cuando los cumpleaños se festejaban.

Todo cae a la olla; cuece una caldosa de culturas y vida atesorada. Al fin, de todo esto, quedará un dibujo de Lander Zurutuza para afirmar que existió, que fue verdad, que en ese simple apartamento de patio con maderas sonaba Haendel a la vez que el martillo aseguraba a la pared un grabado napoleónico. Todo esto que pasa, me dice Maurizio, es otra vez repetida Ana Karenina. El dolor no viene de hoy, viene de ayer, desde Tolstoi y mucho antes.

Cuentas de luz y de teléfono se apilan sobre el ordenador. El jabón de lavar se convierte en cáscara seca. Me digo: hay que limpiar, pero, incrédula, desde el muro del sur, encima de los discos compactos, una oscura máscara Bozo de murciélago parece sonreír. Enciendo el televisor: Ligia ejercita pasos de baile en el mezanine del Café Fragmentos. Negro cabello, casi azul. Pies y pechos descalzos. En el piso dormita una famosa foto de Osip Brik con anteojos; suenan bocinas en la calle Ecuador. El reloj se ha detenido. Se quiebra la mañana como un delgado femenino cuerpo italiano.
14/08/18

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog dela autor), 14/08/2018

El circo de Calabria

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Chagall? ¿Pascin? El circo de Seurat. Lautrec. Soñé, y era de día, pero el clonazepam me aturdió. Sobre la cubrecama apareció una mula, de amplia quijada de jumento, y la montaba un enano filipino que encendía velas a un colorido buda de yeso. Semidesnudo, el buda, como luchador de sumo. La mula gritó, levantó las patas e hizo saltar las teclas del ordenador. El jockey, impasible, mesaba con serenidad la chiva de cuatro pelos que había cultivado a lo largo de los años. Agité la cabeza, aturdí la melena con golpecitos en la frente. Sin embargo la visión no desapareció. Detrás cantaba un coro caribeño, en inglés pero sin pronunciar las eres. Borinquen, me dije. O Quisqueya. El negro Matthew pasó a mi lado y escuchaba misa tras misa o a veces una banda de calypso senegalés.

La imagen se hizo difusa. Esa mula sonríe demasiado, le afirmé al silencio. Este me respondió: demasiado. Mientras tanto el enano la aporreaba y el animal entraba en éxtasis. Orgasmo de mula, añadí, al ver las cuatro patas caracoleando en el vacío. A un lado, el filipino, desnucado, no se movía. Cayó con el primer espasmo y recibió la coz justo en la frente. Se despeinó; el pelo le llegaba al tobillo. Su nariz era tan ancha que cubría la mitad del rostro. Y pequeñas cabezas negras asomaban por los poros.

Desperté y mojé la nuca. Jijo chillaba la mula subida a un avión con rumbo oeste. Los pasajeros hablaban inglés. Un ataúd pequeño, como de niño, albergaba el resto del infortunado caballero. Se dice que aquella mula, con amplia quijada de jumento, no sintió orgasmo otra vez, que significa nunca más.

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Imagen: Chagall

Tuesday, August 14, 2018

Mi Biblioteca de Alejandría


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Allá va una máscara Punu, de Gabón; allá un libro de Sánchez-Ostiz. Las cajas devoran todo, gentes, tejidos, repujados afganos en metal. Un jarrón chino de laca roja se va para una casa cercana; las máscaras de zorros chaqueños, de aguará guazús, tucanes y armadillos, viajan en el auto de mi hija. Quedan en el reborde los clavos pequeños que las sostenían. Es Mad Max y la guerra del fin del mundo.

Recurro al maestro Bakunin mientras aplico la tea cuyo fuego arrasa los cimientos de lo que fuera un museo privado, nuestro. Aksus de Salinas de Garci Mendoza, oscuros tejidos de Chayanta, un chumpi rosado, de origen desconocido, que usaba mi padre cuando lo operaron de la hernia de disco. Canastas amazónicas que enviaron los deudos de Ligia. Y la música, Mozart que se insume en el fondo junto a Bonny Alberto Terán. Es renunciar al sonido, quizá, a condicionar el cuerpo para el ruido de aviones y el tracatraca de los trenes que tal vez nos cargan al paraíso del arbeit macht frei. Pero hay algo dulce en semejante destrucción, en aplastar los álbumes de sellos cuya memoria va hasta 1967 y unos camellos libaneses que mamá trajo del colegio para iniciar un vicio que perduró a las mujeres y muere hoy. Colecciones ya nunca a ser abiertas de nuevo; ruina armenia en las orillas del lago Van, con el mismo polvo, la adustez genuina y fría de la muerte. Algo dulce porque prefigura el descubrimiento de lo nuevo, alguna cadera lusitana (a decir de mi amigo Maurizietto) recostada en trapos rojos y mostrando un sexo carmesí que se diría boquita pintada, o Matisse. Callejas inundadas de vino negro, olor de mar, una cama que mira a la ventana desde donde ya no se ven, por más que lo intente, los Estados Unidos. Si el fin del tiempo, no puedo decirlo; el principio, sí. De extensión ignota. Un fado suena en la noche del puerto. Y aunque se dijera que huele a triste, más bien a perfume, a azahar, a piernas blancas.

En el desorden se conjugan papas rojas de un negocio falleciente. Los asados no han de oler a mejorana, ya no más. Mientras ríen los alebrijes y Ezra Pound recuerda la casa de Cingolani en el río abajo, mirando a las montañas del diablo.

Pongo música de fiesta, vallenato que cubre los vacíos que quedan en las paredes. Arrojo una máscara maliana al piso, cerca de la caja de cartón. Ejecuto como verdugo los elefantes de piedra. Se rompe el vidrio que cubre un afiche de Miró. John Lennon llora detrás de la puerta. Lo escucho, ij, ij, solloza, y lo encierro, lo dejo detrás con el murmullo de la lavadora que limpia pantalones.

Alegría, alegría, que se viene el carnaval. Aprecio la danza de los coyas en las quebradas calchaquíes. Una mujer nativa, shoshone quizá, amamanta su niño en un dibujo ocre en piedra. Marionetas balinesas, el gorro de un niño afgano que mi esposa me regaló cuando los cumpleaños se festejaban.

Todo cae a la olla; cuece una caldosa de culturas y vida atesorada. Al fin, de todo esto, quedará un dibujo de Lander Zurutuza para afirmar que existió, que fue verdad, que en ese simple apartamento de patio con maderas sonaba Haendel a la vez que el martillo aseguraba a la pared un grabado napoleónico. Todo esto que pasa, me dice Maurizio, es otra vez repetida Ana Karenina. El dolor no viene de hoy, viene de ayer, desde Tolstoi y mucho antes.

Cuentas de luz y de teléfono se apilan sobre el ordenador. El jabón de lavar se convierte en cáscara seca. Me digo: hay que limpiar, pero, incrédula, desde el muro del sur, encima de los discos compactos, una oscura máscara Bozo de murciélago parece sonreír. Enciendo el televisor: Ligia ejercita pasos de baile en el mezanine del Café Fragmentos. Negro cabello, casi azul. Pies y pechos descalzos. En el piso dormita una famosa foto de Osip Brik con anteojos; suenan bocinas en la calle Ecuador. El reloj se ha detenido. Se quiebra la mañana como un delgado femenino cuerpo italiano.
14/08/18

Tuesday, August 7, 2018

Los drones del fin del mundo/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Lo cubrieron con frazadas antibalas. El chofer Nicolás Maduro miraba atrás hacia alguien, visiblemente alterado. Cilia, la esposa, desapareció por lo pequeña. Después, Padrino López, comandante, amenazó.

Si fue un auto-atentado o no está por verse. Algún analista gringo sugiere que fue real porque la desbandada que se miró por televisión no le quedaba nada bien al gobierno. En caso de que lo hubiesen orquestado ellos mismos; de todos modos salió mal.

Si los drones hubiesen tenido éxito no alcanzarían botellas para saciar el festejo. Este individuo tiene nomás que seguir la huella de Kadafi (así muchos otros). No cabe la corrección política ni alegatos humanísticos. Hay momentos en los que se llega a una insalvable cumbre, esos donde se debe decidir si se va al precipicio o a algo, incluso desconocido, que será mejor.

O será que Nicolás desea encaramarse en el trono de los supuestos supervivientes donde impera Fidel, no importa muerto. No le veo lo práctico al asunto. Está tan quemado que el mote de inmortal no le cabría. Mejor creer que alguien menos tonto que una oposición caduca ideó deshacerse del amo de una vez por todas y a la mala. Derecho que nos asiste a todos. Si el gobierno aterra, dar fin con él. Simple y llano. Decisivo, definitivo en el escaso alcance de este adjetivo y sin embargo productivo (perdón por la pobre rima).

Tres quedan en la América Latina: Maduro, Ortega, Morales. Dudo que López Obrador opte por el burdo camino de estos tres tristes tigrillos. Creo que aprecia más su reputación como para menearse con la escoria. Hay que ver; no sabemos. De los tres, dos transitan por la cuerda floja. El otro es malabarista de lo étnico y extensivo en el dispendio del dinero mal habido. La droga se ha democratizado hasta cierto punto en Bolivia y no es exclusividad de los zares. Eso da a Evo Morales buena cobertura entre la base delincuente. Sobre ello basa su poder: un lumpen narcotizado y pudiente, que no va a soltar el mango a no ser que le corten las manos. Hay machetes y pangas, sierras y motosierras…

La espera atormenta. Por años se predice la caída del colombo-venezolano, ducho en cambios de aceite y en ardides de fatales hinduistas. ¿A dónde se ha llegado? De la épica de Páez (que no era trigo limpio, tampoco) y el “vuelvan caras” del llano, el romanticismo bolivarista, hasta el mameluco de Hugo Chávez y su hijastro incluso por debajo en la escala animal.

Todo vale, supongo. O debiese. Y hay que decirlo, porque cada uno defiende su lar como puede y contra quien sea. Y si los niños pasan hambre y los rojos rojitos, la boliburguesía chavista, ostentan lo que la masa jamás tendrá, pues a tomarlo con violencia que es lo único que a veces se tiene, lo poco de que cada uno dispone, para solucionar entuertos y destrozar aficiones.

Ese vicio, el del poder, prima entre este colectivo engañoso que se hizo pasar por revolucionario. Y dentro de las normas revolucionarias habrá que juzgarlos y pasarlos por las armas. Drones van, drones vienen, o cohetes o lanzallamas, o una honda al estilo del judío David, con una canica metálica que perfore la cabezota del líder y demuestre con hechos que el acero que supuestamente llevan, el metal que dicen ser, no pasa de ser bagazo de caña, masticado y escupido.

A ponerlos en carrera que, como en el tango, uno se adelantará al otro en su camino final por una cabeza. O sin cabeza.
06/08/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 07/08/2018

Sunday, August 5, 2018

Santiago y muera España


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

“Santiago Mataindios”, está en el Cusco, de traje y chambergo rojos. En Huamán Poma, a caballo sobre el cuerpo muerto de un indio. Y sin embargo lo festejamos en Paucarpata y en todo lado. En Bombori. Dicen que imita a Illapa, que lo esconde. El rayo es la luz de la espada que corta. Lo festejamos, con zampoña y bombo de la tierra, y chicha kulli que es como sangre espesa casi guinda.

El bombo, el bombo. Bum, bum, recordando de dónde venimos. Los muchachos bailan en círculos, y gritan cánticos colectivos en desafío. El apóstol, con traje confeccionado por el irredento artista y sociólogo QK Cossío, revela un entramado perfecto. Le hice hasta el molde para los zapatos, dice. Miniatura deliciosa, tanta belleza para un emblema de muerte. Hago como que rezo -y quisiera rezar- mientras un acólito asegura que si no le cumplo, Santiago ha de ser terrible. Que venga, pues, si ha de venir, de verde ahora que no de rojo y matando el indio  que queda en mí, aquel del que no puedo -ni quiero- deshacerme.

No falta quien, borracho, alega en contra mía, que porque escribí, que porque me divorcié, por el pasaporte y los zapatos. Advierto al truhán que, mostrándole el puño, su cabeza puede rodar entre los bailarines. Puño de estibador, le repito, treinta años de levantar, cargar, arrojar. Su triste y esmirriada humanidad se quebraría con más premura que un mango filipino, de esos chiquitos y amarillos. Ahí queda.

Los ojos se mueven ávidos entre caderas jóvenes. Me quejo a Elena y le susurro qué vida puta, esta, que nos envejeció. Las caderas pasan y son intocables. Inalcanzables, reales pero ficticias. La mente onanista trabaja pero el alcohol la abruma: cocteles de fruta, cerveza, whisky, chicha, singani. Que vengan.

Chaly y Gustavo, los hermanos Crespo, pasantes. El cariño de siempre, preciosos pasteles de Ivo Ríos. La rojinegra de la FAI colgada al lado de un retrato de Jorge Zabala. Paucarpata. Mítica. Polo de Ondegardo, si no recuerdo mal. La señora Giorgis que dictaba antropología aunque me interesara ella y no las etnias. Mirarla, no se interprete mal. Mirarla con su chaleco colorido a rayas.

Por sobre mi mente cabalga el ídolo, apóstol fatídico de América y, de pronto, idilio de los indios y aindiados en una jugada sin lógica. O la lógica está en que Santiago ya no pertenece a los españoles, que Santiago y cierra España ha muerto, lo han finalmente atrapado y cocido a fuego lento. Este que viste igual no viene a ser el mismo. Mataría españoles ahora porque lo hicieron chaquetear. Jallalla.
05/08/18 

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Imagen: Santiago, vestido por QK, Paucarpata, julio del 18