Friday, February 25, 2022

Yo pisaré las calles nuevamente


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Cantaba Pablo Milanés acerca de Santiago de Chile devorada por chacales. Ahora Kiev, Odessa, Kharkiv, están asediadas por un espantapájaros aterrorizado por el COVID, pérfido enano de tacos altos con devaneos de diva y que vive en una burbuja de plástico para evitar el contagio, que pone a Macron al otro lado de una mesa gigantesca para no recibir dañinos efluvios franceses… y demás. Rostros del fascismo: Pinochet, Putin, a cuál peor. Este último con mucho más peligroso, con agenda calcada de las huestes hitlerianas. Llegará el día, espero, en que cuelgue de un poste como un muñeco de esos que ponen en los barrios cochabambinos para espantar supuestos ladrones.

 

Paradójico ver, entre la escoria, juntos en defensa del genocidio putinista, a Nicolás Maduro y Donald Trump, a los cocaleros del Chapare y los elegantes racistas de los Estados Unidos, a la extrema derecha mundial, para quienes Putin es el gran representante de la superioridad racial blanca, y al “sandinista” Daniel Ortega. Maduro, delincuente, y Trump, también maleante, quien puso quince millones de dólares de precio por la cabezota del chofer, haciendo empanadas.

 

Yo pisaré las calles nuevamente
De lo que fue Santiago ensangrentada
Y en una hermosa plaza liberada
Me detendré a llorar por los ausentes

PABLO MILANÉS

 

También me detendré, otra vez, en las arboladas calles de mi amada Odessa, en el parque Gorky de Kharkiv, a orillas del magno Dnieper en la capital de Ucrania, país siempre sufrido, vejado, antiguo, de quien hablan con verborrea analfabeta los incapaces de aprender. Cultura de la desinformación, análisis superficial, historia pervertida, aprovecharse de las ignaras recuas que pueblan los números del fascismo, eso es, balen o rebuznen pingajos como Pablo Iglesias o el que tenemos vecino acerca del proletariado mundial y la ultraderecha que en realidad son ellos. Que Putin arrasará Kiev, cierto y posible. Ucrania aguantó por siglos a la Horda ¿no aguantará ahora a un hideputa cuya vanidad lo obliga a refrescarse el ano con gotas de Chanel? Estamos hablando, en parte, de la nación cosaca, aunque hay cosacos del lado de este Vladimiro, aquella que en el famoso cuadro de Ilya Repin escribía una jocosa e insultante carta al sultán, los mismos que en la isla de la Sich, tierra rebelde, decidían un día tomar sus botes y entrar a sangre y fuego en Istambul, al otro lado del oscuro mar. Hombres libres. Y libre será Ucrania, todavía mellada por la brutal memoria del sovietismo, andando a tientas, pobre, para encontrar camino fuera de cualquier padrinazgo.

 

Claro que pisaré sus calles nuevamente. Adoquines lavados de sangre por centurias, esos de Kiev sobre los que, en recuento de Viktor Shklovski, rebotaban los obuses de los blancos. He caminado por esos adoquines de piedra, negros por el tiempo; he subido y bajado las colinas de Kiev llenas de árboles y arte, de la memoria de Isaak Babel y Anna Ajmátova. No lo impedirá Vladimir Putin, mal hijo de la gran madrecita Rusia, tan querida por mí como Ucrania. Duele ver que de la bella Belgorod, a un lado del borde, salgan luminosos misiles hacia la bella Kharkiv, al frente. ¿Se ha olvidado cuánto sufrieron juntos? Kharkiv fue ciudad muy atacada durante la invasión nazi. Aparece ahora este duende, que parece el Petiso Orejudo de los anales del crimen argentino, para querer reinar sobre el recuerdo. ¿Él, el jefe de la mafia más grande del mundo? Mientras en Novgorod la Grande mi amiga Milana, maestra de escuela, gana menos de trescientos dólares al mes. No es Rusia contra Ucrania sino otro megalómano contra el universo, de los que a uno y otro lado gustan de embolsillarse el dinero colectivo con alharacas progresistas. ¿Un planeta con Vladimir Putin y su consorte Donald Trump en traje de novia? Mejor el fin del mundo.

 

Son días trágicos, oscuros. Lo peor no se ha visto. Con el triunfo vendrán atrocidades, es lo común en nuestro reino animal. Pero pasará, como la Horda de Oro y los señores feudales, como los grotescos empalados y los sangrientos decapitados. Unos desean volver al pasado del poder absoluto pero no han de lograrlo. Y caminaremos de nuevo, por donde querramos, maldiciendo su infecta memoria. Y esto no significa, valga aclararlo, dar crédito a nefastos poderes de un occidente cobarde. No se trata de uno o el rival sino de nosotros.

 

Cuando escuches el trueno me recordarás
Y tal vez pienses que amaba la tormenta...
El rayado del cielo se verá fuertemente carmesí
Y el corazón, como entonces, estará en el fuego.

Esto sucederá un día en Moscú
Cuando abandone la ciudad para siempre
Y me precipite hacia el puerto deseado
Dejando entre ustedes apenas mi sombra.

ANNA AJMÁTOVA

 

Hay una hora que hace del polvo tu escolta,
de tu casa en París, lugar de sacrificio de tus manos,
de tu ojo negro, el más negro ojo.

Hay una estancia donde un tiro de caballos se detiene para tu corazón.
Tu cabello quisiera ondear en el viento cuando te vas - eso le está prohibido.
Los que quedan y hacen signos de adiós no lo saben.

PAUL CELAN

 

Caminaremos, otra vez y siempre, a pesar de todo y todos. Nos sentaremos a leer a Celan y Ajmátova, a Tsvetaeva, al gran Shevchenko en el parque de su nombre, subiendo dos cuadras por la calle de León Tolstoi hacia la universidad de Kiev. O tomando chocolate con pasteles en la calle de Pushkin, cerca del mercado de Odessa. Pronto.

25/02/2022

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Imagen: Kiev desde el parque Shevchenko, 2018

Tuesday, February 22, 2022

Viaje al infierno


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Algunos cafés de Mariupol, costa del mar de Azov, conservan un aura melancólica. Construida en tierra de nadie por guerra constante, degollina entre cosacos, turcos, tártaros, lituanos, rusos y polacos, está otra vez bajo el asedio de otro poder imperial. Un zar de escasa estatura, que combate esa deficiencia con tacones altos como beatnik de los años 60, y que decora cara y culo de sus casi 7 décadas con botox, quiere ser dueño del mundo. Le faltan bigotitos hitlerianos al rostro redondo y lampiño. La calva no le presta el porte que desea tener cuando da pervertidas lecciones de historia. Que se saldrá con la suya…, muy posible. El “oeste” va desde ingenuo a imbécil al respecto. El costo será imposible de superar si permiten que el engendro medre y medre más.

 

Leo que cuando los rusos a través de la invasión reúnan Crimea con el continente, por encima de Mariupol, el mar de Azov pasará a ser un “lago ruso”. Sigo el mapa: a la izquierda del oblast del Donetsk están las tierras de Majnó, muy cerca de la frontera, el hombre que guió al Ejército Negro, o Ejército Insurreccional de Ucrania, contra la perfidia blanca y la soberbia roja. Vladimir Putin teje su propio pretérito, el que le conviene hoy, obvia que en la plaza mayor de Kiev, donde se encuentra Santa Sofía, no se levanta la estatua de Pedro el Grande o la de Iván el Terrible sino la de Bohdan Zynoviy Mykhailovych Khmelnytsky, Diosdado Zenobio Mielnitsky, atamán de los cosacos zaporogos de la Sich en el gran levantamiento de 1648 que fundó el país. Olvida Putin que desde el siglo XV Crimea fue tártara. El kanato de Crimea, sujeto a la Sublime Puerta, dominaba la península y sus raids al interior eran sanguinarios y permanentes. Fue Stalin, el año 44, que los deportó a las repúblicas del Asia Central con gran costo de vidas. Genocidio que los tártaros recuerdan como el Sürgünlik, el exilio. Ni hablar del Holomodor, la muerte por hambre de millones en la llanura ucraniana. Este sujeto, el nuevo emperador, que tambalea sobre tacones que cargan su dudosa y breve hombría, ha decidido reformar narrativa y geografía. Ucrania resistirá; siempre lo ha hecho. Me impide, supongo, continuar con los planes que tenía de mayo, junio y julio en Ucrania. Solo porque a un autonombrado semidiós le cae en gana. Una dum dum solucionaría el asunto y podría ir a regodearse con Himmler y Pablo Escobar en el averno.

 

Cierto que Crimea fue “regalada” a Ucrania en 1954 por Nikita Khrushchev. Eso no cambia nada.

 

Esas costas de los mares Negro y Azov tienen ciudades que acogieron en su suelo a antiguos griegos. Con mucha vegetación por un clima más benigno. No extraña que Odessa tuviera judíos de sangre caliente, que la Moldavanka fuese barriada prohibida para la ley. El sueño puede ser tan sencillo como tomar confituras de chocolate con café en una terraza de Mariupol. Pero a los sueños los destruyen tiranos; al Paraíso lo infecta Dios.

 

Quizá, por ahora, no logre tomar un barco que me lleve desde Odessa a Mariupol, que de allí, después del café en un entorno de belle époque, tome un autobús hacia la majnovshchina, a Huliaipole. Quiero una foto con la estatua dorada del batko, como llamaba el pueblo a Néstor Ivanovich. Luego veré; a los rápidos del Dnieper, a Zaporizhzhia… Putin será otro demonio caído, aunque se retrasará a los calderos del infierno con tacos semejantes.

22/02/2022

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Imagen: Caballería del Ejército Negro

Sunday, February 20, 2022

Daniela rompe el silencio


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Tenías una rosa roja entre las piernas. Blusa amarilla tu único vestido. Por detrás de las cortinas del hotel brillaba Belgrado lluvioso. Alternaste medias negras; rosa la roja flor que destinas al piso, como si hubiera muerto cortada, pétalos dispersos. En la silla pareces un Modigliani desfalleciente, más Schiele porque hay luz en tus ojos, verdes en la sinfonía de color. Luego Budapest.

 

Llegaste a Aurora. Al día siguiente llovía. No era Belgrado antiguo sino una ciudad norteamericana sin hálito. Desperté, no estabas. Salí descalzo y te hallé con un capote militar, mojada. Sonreías. Luego nos encerramos, te pedí callar porque la vieja francesa del lado pegaría el oído a la pared, la memoria al recuerdo. Contrasta tu sexo con las sábanas, susurras como el clarinete de Sidney Bechet. Hubo música ¿cuál era? No presté atención, quizá los Stones, Let's Spend the Night Together, siendo de tarde y no oscuro. Preparé pasta mientras el disco compacto seguía. Nos habíamos escrito y aquí estabas, desnuda en el Balaton, desnuda en el Danubio, desnuda en el comedor mío con vino negro de tu tierra que aspira aire para aplacarse. Sangre de toro, la puszta, Debrecen de colores rosado y vainilla de helado. Te pregunto de Andrés Ady, Ady Endre, poeta húngaro; te recito en inglés un verso leído en español que quién sabe si se asoma al original. Hablamos de Mór Jókai, de Ferenc Molnár, inolvidable en sus historias juveniles.

 

Remas, tornas velas, arrastras cuerdas. Marinera, nunca he estado con ni conocido a una mujer de tormentas. Tus brazos, tenazas; piernas, catapultas. El rojo de tu cabello toca ambos bordes de la almohada. Dices, augurando, que en el bar que tengamos en Cochabamba todo el mundo querrá ir a beber a lo de la pelirroja húngara. No lo dudo, y sin embargo no fue, aviones, tiempo y ligazones mal acabadas lo impidieron. Te casaste. A las dos después de medianoche me escribes desde Rotterdam. En mi sala de la calle Clarkson tengo un afiche del festival de cine de esa ciudad. Trabajaste allí, tú erudita de gitanos, egiptóloga y política, judía tu sangre desde Lituania hasta Hungría. Me gustaba llamarte al ministerio de trabajo en Budapest, con traje negro tú y escote largo, piernas blancas que se doblan cuando contestas el teléfono. Sé que la secretaria sonríe. Hay un amante en América que escribe malos versos.

 

Roja la rosa de Belgrado; entre tus piernas abiertas se escurre un bozo carmesí. Todo es pintura acá, acuarela, en una semana te vas y nunca te veo más, catorce años pasaron y escribes que vivimos por siempre y para siempre. Me dices “mi”, propiedad tuya, y tienes razón, de nosotros el libro de horas de Rilke, oficios zíngaros de vivir del otro lado, allí donde el tiempo es ficción y tus aguas primaverales bullen sin pausa.

 

Marco, mi compañero, el perrito de mis hijas, contempla. Sabe que algo sucede, mira con ojos grandes. Daniela, de verde ropa interior, prepara goulash, ajo y pimientos rojos. Lo dicho, color. Huelo tu piel y duermo sobre el musgo.  

 

Envías mensaje. Hablas de fotos que hubo, desvanecidas. Alegas que has de encontrarlas, que antes de morir las miraremos. Prometiste ir a Portugal y no, los miedos son mayores que el deseo. Bebo lentamente un vino del Douro y sé que no has de llegar. Cierran los portones del cine abajo. Por hoy, la película terminó.

20/02/2022


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Imagen: Egon Schiele, 1917

Thursday, February 17, 2022

Pasé por el campo de sangre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Anna, en Sumy; Ekaterina en Kharkiv; hasta Irina en Poltava, esperan ver tropas rusas. El cielo rosa pesa igual a rastro de cometa caído. Recuerdo la larga travesía entre Kiev y Jarkov. Planicie de tierra negra. Casas campesinas construidas todas más o menos bajo un mismo patrón pero coloreadas según el amo. Líneas de bosque en lontananza. Atravieso campo antiguo, pasarían Alejandro y Jerjes; hasta aquí llegarían noticias de Ilión y los escitas se acercarían a lidios y tracios para saber de la matanza. Se detiene el bus y me aproximo a un meadero que no desmerecería los peores de Quillacollo. Pero la brisa llegaba fresca porque corría por cientos de kilómetros libre de obstáculo.

 

Vi tanques en Kharkiv, justo enfrente de donde desayunábamos, ¡a las ocho de la mañana!, ostras en hielo. El limón parecía hervir e imagino que los animales se movían dolidos por el chorro de fuego. Fui cauto y ordené un prosaico huevo revuelto con jamón. La parafernalia del restaurante rememoraba las casas solariegas de Gogol y Turgueniev. Juegos de té con decorados pastoriles. Cargado, casi churrigueresco. Cortinajes y alfombras, algo del oriente, escenarios de  la ópera. ¿Fue té o café, o vino helado y blanco? Tenue frío de otoño, en taxi hacia el parque Gorky. De lejos veo una estatua ecuestre y reconozco un pequeño busto de Nikolai Vasilievich, con un corte de cabello que lo hace contemporáneo de Brian Jones.

 

De la cumbre de la rueda Chicago contemplo la vieja capital de Ucrania, ciudad donde se combatió de ida y vuelta con encono en la llamada “guerra patria”. Kharkiv, Kharkov, Jarkov, era la joya de la industria soviética, y el gran paso hacia el oriente del Volga, Astracán y Bakú, el petróleo y el triunfo alemán. En la galería de espejos choco la cabeza repetidas veces, me distraigo con las caderas en pantalón negro de mi acompañante. Estira el brazo, guía al viejecillo por el laberinto con manos frías y jóvenes, uñas largas pintadas de rojo, su piel y la mía como traje de arlequín.

 

Pasaron tres años y ya alisto maletas para desembarcar en Cherkasy. Extraño mucho el Dnieper, río que parece mi madre, aguas que me enseñaron a leer y soñar y de las que nunca pude, ni quiero, liberarme. Cherkasy, tierra rebelde de cosacos y labriegos, como primer paso para esta vez recorrer desde las estribaciones de los Cárpatos a la región sudeste asolada por el conflicto. Y de Chernobyl hasta las fortificaciones que cerraban el paso a los tártaros de la Dobrujda. Campos de sangre, eternos campos de sangre, con jinetes allá y acullá, emires y pashás, atamanes y castellanos polacos, rusos que desde el siglo XVII angurrian el preciado trofeo. Khmelnytsky y Tugay Bey en el pincel del gran pintor polaco Jan Matejko.

 

Aquí las mujeres acunaron a sus hijos, así vinieran ellos de la violencia, y preservaron la sociedad en un mundo donde el abono común era carne de hombres y caballos. La mujer crea, y preserva, la sociedad mientras el varón baila con sables con la más pérfida de las parejas. Eso vi, y admiré, en Ucrania, la solicitud, rayana en exageración, de las madres a los hijos. En cada una de ellas, por moderna que fuere, estaba ese manto protector contra la Horda. No he visto igual en ningún lado. Madre hay una sola, cierto, y estas de acá son especiales.

 

Marco el teléfono a una hermana que no contesta, embobada por un juglar de calle de un cercano oriente; ni Líbano ni Siria, oriente que dicen, sino de Beni con ríos de paiches gigantescos y letrinas abiertas corriendo por el centro de sus villas. Ajusto el dial mientras decido en música por turriles musicales trinitarios o tristes vidalas para desintegrar el alma.

 

Campos de sangre. Cruzo un oblast y otro, de Poltava a Kiev. Multitud de arbustos y hierbajos. Yuyos, decía mi madre. Pienso, cuando no miro mi teléfono. Los buses de Ucrania tienen su propio internet, lo que es muy práctico. Trato de evitarlo, de pegarme a la pantalla, excepto si se trata de mujeres a las que notifico que ya llego, que tengo largos bigotes de hetman, cabello negro y barba blanca. ¿Qué hacemos con esta barba?, comenta Ekaterina. La sigo por entre los espejos, sus piernas se multiplican, sus piernas son la hidra de Lerna, extremidades de medusa, pulpos cabezones de Vigo. Kharkiv es una bella urbe aunque las haya visto mayores. Me toman de la mano, no sea que me llegue la muerte moscovita, absurdo sería cuando después de treinta años de matrimonio me desposo hoy con la vida.

 

Partiré cerca de mayo, supongo, y el periplo durará dos meses, calculo. ¿He de ver guerra o guerra no habrá? Putin es un loco malo. Razones da, tantas y muchas, pero un historiador diletante podría refutarle sin esfuerzo. Es cualquier zar a pesar de que desea ser Lenin, o el Terrible, o Nevski, o Rurik escandinavo y aglutinador. Tirano calvo y pequeño, millonario pero no gigante. Napoleón sin el bicornio.

 

Cuando pasé por allí ya había sucedido lo de Donetsk y Luhansk. También lo de Crimea. Por eso los soldados por las calles, los tanques enfrente del desayuno en el centro de Jarkov. Siendo pesimista parece una suerte sin blanca. No sé. ¿Ha de impedirme viajar? Si lo prohíben. Lástima, porque quiero ir a Rusia. Hay lugares anotados en la memoria desde siempre, hasta la misma Stalingrado que antes desdeñaba pero cuya historia me ha fascinado en sangrientos detalles. La estepa parece aburrida pero quién sabe qué esconde el pastizal. Huesos, festín de mortero. En lugar de tormenta de truenos, un bajo profundo del Kubán, Ilya Meleschenko, inicia los tonos de Banduru.

 

Barqueros del Volga. Cantan inmemoriales. ¿Bajan al Caspio o suben a Kazán? En cierta imagen de cine miembros de la Nomenklatura entonan Stenka Razin. De ahí hasta el infinito este, por las huellas de Yermak, por la tundra y el recuerdo de la soledad de los Decembristas. A los que no ahorcaron, ese 1825, los enviaron a Siberia a donde siguieron a sus esposos damas elegantes de alcurnia. Cuenta E.H. Carr que los niños Herzen y Bakunin juraron honor a los rebeldes en la colina de colgantes despojos. Pero me vuelvo, por ahora, domo la mente de este potro infernal y recurro a un modesto bus de veinte metros de largo y escribo. Saco fotos, ellas son documentos que guardan cientos de palabras en cada imagen. Salto la frontera que Putin clama inexistente y retorno al solaz de mi cuarto de hotel. En una gasolinera devoro un hot dog de un pie de largo. Enciendo el televisor, no entiendo nada, pero eso agracia la odisea, reconoce que lejos estás de tu guarida y que sin embargo el panorama se ensancha. Líneas de árboles siempre a lo lejos; cerca del camino toda tierra roturada, oscura como el limo de la nefasta cloaca cochabambina llamada Serpiente Negra. Aquí crece centeno, allá arrastra andrajos y corren ratas.

 

Bebo kvass.

 

Bulbos de iglesias ortodoxas en el transcurso. Simples, locales, no Kremlins afanosos de gloria sino refugios tal vez de fe. Salí de cerca de los mercados de Odessa hacia norte y oriente. Un salado pez seco quitaba del paladar el dulce de los postres que vinieron con café. Sabroso pescado de muertos ojos. No viene de Azov sino del mar oscuro a pocos pasos, mar que he de explorar hasta llegar a las costas de Rumania. Quiero tropezar con gitanos pululando en el delta del Danubio. Otrora lo hacían en las marismas de Bucarest. He visto en video cómo atrapan peces con la boca. En ellos la comida mueve la cola e intenta escapar. En mí, un arenque disecado se escurre por la garganta con un litro de cerveza. El viaje que comenzó, pero aún está en inicio, hierve un té rojo de hierba sangre.

19/01/2022

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Publicado en REVISTA NÓMADAS, febrero 2022

Imagen: Monumento soviético con bandera ucraniana, Kharkiv

Tuesday, February 15, 2022

Compras de martes a mediodía


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Pan de Berdichev, pan judío. A fines del siglo dieciocho esta ciudad del oblast de Zhitomir tenía un setenta cinco por ciento de su población proveniente de ese grupo étnico. Allí nació Vasily Grossman. Su madre fue masacrada en el ghetto, en 1941.

 

En el Zohar, el Libro del Esplendor, dice el rabino Isaac al rabino Judah que sabe que pronto va a morir porque últimamente cuando se agacha a rezar no aparece su sombra. Del esplendoroso Berdichev judío de larga data no queda ni la sombra. Vi su nombre en sinnúmero de autores. Creo haber visto un video de la resistencia judía contra los nazis en los bosques alrededor. Casi cuarenta mil personas fueron exterminadas por las SS y la policía ucraniana; los hicieron vestir de fiesta.

 

Compro pan de Berdichev y lo como con carnes frías del este de Europa, la mejor charcutería del mundo que comenzando en Alemania se extiende hasta los Urales. Si más allá, no sé. Lo sabré un día mientras me dure el asombro.

 

Cada viaje a los distintos mercados étnicos aviva el sueño de pertenecer al universo, de que las fronteras son meras líneas marcadas por los poderosos. Concuerdo en que no es tan simple, los humanos no lo son y mucha de su controversia interna proviene de su estupidez. Una madre llora a un bebé envuelto en trapos sucios, muerto. Stalingrado y el porqué del horror. Otra vez, muy simple decir que gracias a los caprichos de un loco. Pero también así, con tiranos y tiranuelos que imaginan que su sombra abarca todo. El rabí Judah escucha al rabí Isaac y le confirma que cumplirá sus pedidos, pero que a cambio le guarde un espacio en el más allá al lado suyo. Los déspotas no tienen a nadie.

 

Gabriel, que también es arcángel como el otro, a su modo, me pasa casi una libra de queso de Michoacán. Semiduro, salado, delicioso, para disfrutarlo como adobe de una casa construida con comidas. Lo dicho, mientras saboreo, el mundo atraviesa los campos físicos de la lengua y el estómago para transformarse en ilusiones. Michoacán no es lo que era ¿pero qué fue? La presencia de la muerte está tan acentuada allí, es tan íntima, que lo que sucede son ficciones, unas peores que otras, pero creaciones intelectuales sobre una realidad presente. Que lo diga Rulfo. Por la cuesta de Sayula, Jalisco, siempre vino bajando la Parca.

 

No compro mucho, unas cosas nomás para entretener la nevada que se viene el jueves. Naturaleza que ilumina mis últimos meses de trabajo con noches blancas.

 

Pasta frola rusa, pero no de membrillo como es la habitual sino de damasco. Albaricoque, fruto antiguo de las rendijas montañosas de Tajikistán, del rumbo del vellocino de oro. Es un postre que adoro y que no preparo. Lo hace mi hermana Delia, con la maestría de las hermanas Coqueugniot (mi madre siendo la menor). María Luisa, tía Lucha, la horneaba y en la Bolivia de los años 60 sabía a una gloria que más que vetada nos era desconocida. Esta de hoy, con café amargo, está rica, no igual a aquellas que tienen el mayor saborizante que es la infancia, pero se acerca. Paso media hora allí, entre rusos que se distinguen por la vestimenta más que por el rostro, miro unas preparaciones que no adquiero porque me da vergüenza preguntar qué son.

 

Luego reviso las llantas del auto, busco clavos y tornillos y a casa, a preparar la infusión, a poner en el tocadiscos una antología de folk norteamericano, a mirar si ya comenzó la guerra, a responder a Anna que me había escrito a las siete y media mientras dormía. Ella vive en Sumy, a un paso de los tanques al oriente. Apellida Volskaya y no es de origen ruso, cosaco ni judío. Polaca de las que quedaron vivas en 1648, el apocalipsis que anunciaba el cometa encima de los Campos Salvajes. Hasta en mi comida tengo literatura, ¿qué haré con este mal?

15/02/2022

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Imagen: Berdichev

 

Sunday, February 13, 2022

Parménides. Recuerdos de Juan Araos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Martinho da Vila y coro cantan un samba triste, vaya paradoja. Bajo por la avenida 8, barrio industrial, más sucio que de costumbre por la nieve ya mezclada con barro. Pienso en casi cuarenta años atrás. Una chichería en el pueblo escondido de Tupuraya, antes de la fama e invasión bohemia. Había una casona de adobe, mucha gente allí; el patio daba al río Rocha, donde chivos festivos y un inmenso macho cabrío devoraban todo a su paso. Fogata. Singani de pobres.

 

Chichería en Tupuraya. Juan Araos, Raúl Choquetaxi, Julio Dueri, Chino Murillo, yo. Noche de mala bebida y foco agonizante. Una imagen sola, fotografiando el pasado. Siempre Juan llevaba un bolso con libros y anotaciones. En alguna caja en Cochabamba, si todavía existe, hay papelitos de entonces, poemas de Juan a su amigo Claudio para el amor de Elisabeth que parecía imposible. Parménides por sobre el universo. Heráclito y Platón. Burdas mesas brillan y hiede la madera remojada en alcohol. Pablo de Rokha y Neruda vomitan al fondo. No es que Juan pregonara nada, ni que ejerciera la docencia con un grupo de borrachos. Sino que el instante, cada uno de aquellos instantes, formaba parte de un todo que no descartaba a los griegos. Carajo, este hombre no duerme, decía Julio refiriéndose a él. Ni come ni duerme, estudia lee y salud adentro. De esos cinco, ahora, quedamos dos en el exilio. Los otros duermen al fin.

 

Toda la noche, damajuanas de vino argentino que traje del último contrabando. Algún queso fundido, pan. Pan es la metáfora del Cristo contra el hambre. Pan toco, pan de Toco, tortillas, pan de a peso, marraquetas; con suerte, quesillo, tomate y cebolla con vinagre, eso ya gourmet. Reuníamos monedas para beber. Kafka junto a nosotros, Nathaniel Hawthorne, Henry David Thoreau, Diógenes el cínico. Raúl Zurita y su mejilla cocida a la plancha. Leía el maestro amigo, recitaba más bien, pausado, poemas. Luego del arte poética, el arte borracha, bebida hasta caer inconscientes, aunque a él nunca lo vi ebrio, ni agresivo.

 

Toda la noche suena el único cassette; un lado, los Doors, Beatles al revés. Docena de gente bailando, Miriam, el amor moreno de Raúl, sueño que nunca murió y que por ahí flota, cerca de la tumba, que desconozco, de nuestro amigo. Malcolm Lowry. Ron que estremece, quema la garganta, hace que emita silbido de locomotora. Álvaro Antezana busca su diente postizo entre los bailarines. Se le cae cada vez que grita una estrofa de Jim Morrison. Yellow Submarine; jardín de los pulpos, el mar verde, Parménides constante; el griego ha subido a comer con nosotros; tomate en macedonia y cebolla en finos círculos. Llega una famosa cantante de valses peruanos y una cohorte de sabios. Se entremezclan con los presentes un poco y escapan. Esta, nosotros, es la otra faceta del notable profesor de filosofía. Aquí se vive la muerte. Aquí vive Sergei Esenin. Vino en cartón, posible veneno. Los hijos de Juan duermen, son varios. La casa del Mirador, el bosque arriba, la acequia. Caminar entre eucaliptos con vahos de metanol. Agua cristalina. Amores que sufren. Solitarios vamos a casa de Juan, hombres solos para las lecturas, notas en letra diminuta, tantos años idos y tantos juntos. Después de medianoche, Julio, Raúl y yo nos montamos en una bicicleta Hércules aro 28, los tres en una. La chicha hizo lo suyo, nos vetó del miedo. Julio conduce, Raúl en la parrilla, Claudio agarrado de Raúl con los pies en dos pequeños apéndices de la llanta. Partimos en tremenda bajada desde el Mirador. A velocidad increíble, tres cuerpos alcoholizados encima de una delgada tira de goma. Con el impulso llegamos, sin pedalear, hasta el cuartel de la Muyurina. Cada despedida allí arriba puede ser la última.

 

Juan viajó a Chile y me dejó la casa. Navidad del 83. E me llama y viene en jeep a buscarme. Agarro una botella abierta de vino. Felicidades, padres, y me voy. Ni probamos el vino. Cuerpos como de piedra alumbre. Dormimos. Sus brazos cruzan mi pecho. A las seis, los pájaros despertaban. Cómo recuerdo sus ojos cerrados y el saludar la mañana de las aves. La montaña estaba allí, a un paso, y E descansó del matrimonio, tomamos un café con pan duro olvidado en la mesa. Remojamos la masa, reímos. Mira si olvidaré ese hogar de los amigos, refugio de los años, allí donde la tristeza tenía un contexto entre las lecturas filosóficas del dueño de casa. E, después de aquello, me regaló El señor de los anillos, el tomo de la fraternidad del anillo. Le di Entre la ciudad Sí y la ciudad No, de Evtushenko, remarcando el poema Duerme, amor

 

Mira si olvidaré. Estamos con las Cartas a Milena. Corro a casa y traigo el Kafka de Max Brod para él. Enfrente de la plaza Colón, en un boliche desaparecido. Tengo hambre, aúlla Petrus Borel en el desierto. Cuentos inmorales… lo robé en Buenos Aires, con Raymond Radiguet y Charles Nodier. Libro que amaba y que regalé a Juan por el éxtasis de la hermandad.

 

Un cuartito atrás, para servidumbre sería hecho, y el amor de otra mujer, hoy muerta. El día trae pesares, cuentas de dedos, ¿para cuándo nosotros? Cuento los botones de su blusa.

 

Vi a Juan por última vez hace años, en el velorio de mi padre. Dijo cosas muy lindas de él, y de mamá. Fue a prestarle homenaje. Lo mismo que hago yo hoy en un ecléctico recuerdo de imágenes difusas, no confusas, de un hombre que conocí mucho y que tiempo y distancias separaron en cuerpo. Pienso. Juan no comía, ni dormía, y tenía algo a mano, escrito por él u otro para cualquier circunstancia, para conversarlo. Jorge Zabala hace una mueca de asombro, abre los ojos, pone la boca en trompa, y comenta: Juan Araos, uf, Juan Araos… como que mucha cosa.

 

Salud, Juan, querido amigo, y quien sino nosotros, y juntos, vimos colgarse de los alambres de la chichería para robar charque y masticarlo como chicle. Necesidades había y hambre. El dinero se gastaba en trago; para carne, Raúl se arrastraba en la avenida Aroma hasta dentro de una carnicería y tiraba pedazos afuera que luego las caseras de los kioskos cocían para nosotros en el mar de grasa donde nadaban pollos. Parménides, sí, en Cochabamba, casi cuarenta años atrás. Ve, sigue, que ya vamos…

 

Cuarto poema secreto. Pan de cada día, danos hoy el pan de cada día. Pan de Arani, chhamillo ¿Recuerdas, Juan? Ellas eran Madeleine.

 

Mi boca tendrá ardores de averno,
mi boca será para ti un infierno de dulzura,
los ángeles de mi boca reinarán en tu corazón,
mi boca será crucificada
y tu boca será el madero horizontal de la cruz,
pero qué boca será el madero vertical de esta cruz.
Oh boca vertical de mi amor,
los soldados de mi boca tomarán al asalto tus entrañas,
los sacerdotes de mi boca incensarán tu belleza en su templo,
tu cuerpo se agitará como una región durante un terremoto,
tus ojos entonces se cargarán
de todo el amor que se ha reunido
en las miradas de toda la humanidad desde que existe.

Amor mío
mi boca será un ejército contra ti,
un ejército lleno de desatinos,
que cambia lo mismo que un mago
sabe cambiar sus metamorfosis,
pues mi boca se dirige también a tu oído
y ante todo mi boca te dirá amor,
desde lejos te lo murmura
y mil jerarquías angélicas
que te preparan una paradisíaca dulzura en él se agitan,
y mi boca es también la Orden que te convierte en mi esclava,
y me da tu boca Madeleine,
tu boca que beso Madeleine.

Guillaume Apollinaire

 

Hasta otro día.

13/02/2022

 

Wednesday, February 9, 2022

Piel de Odessa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Leo un extracto de George Steiner sobre los cafés y el espíritu de Europa. En Facebook. Ventajas de leer lo que uno no buscaba y que interesa. Muchas mentes piensan por la tuya y entre ellas hay que saber discernir, escoger, disfrutar o perder el tiempo. Con Steiner no hay pérdida; mente poderosa y erudita. El café, dice, y va de Lisboa y Pessoa a Odessa y Babel.

 

Mi padre coleccionaba servilletas de los cafés argentinos, Córdoba y Buenos Aires. Tenía, solo él, larga lista de visitas programadas, y el motivo, fueran Homero Manzi o Borges. En cada viaje la lista iba disminuyendo para aumentarse al día siguiente. Lector incansable, como eran mis dos padres, siempre aprendía acerca de nuevos antiguos lugares con historia y aroma. Decir, rememorando sus lecturas y consejos, que ambos leyeron hasta el último aliento. Con papá hablamos del exilio del hombre que amaba a los perros, de mi amigo Yefim y los manzanos de su jardín en Pavlodar, no lejos de Karagandá, del gulag. Mamá, sentada con almohadas en la espalda, hasta pocas horas antes de irse tenía abierta ante sus ojos la saga de Roger Martin du Gard. Libros que son iconos, que ilustrarán mi biblioteca cochabambina un día cuando, subido a la terraza, vea al fin, de nuevo, con ojos treinta años después, el Tunari, y huela la tierra o escuche quebrarse la qewiña color de sangre coagulada.

 

Luego de su periplo por el centro, del cortado en el café de la plaza principal, del lustre de zapatos y compra del diario, del almuerzo, la siesta y el té at five, se sentaba a traducir la Enciclopedia Británica, a mano, con letra diminuta, casi código secreto. Así hizo su diccionario trilingüe, nunca publicado, de quechua-español-inglés, con minuciosidad de cirujano, agachado, Andrea Vesalius, sobre los órganos de su interés. Anatomista de letras.

 

Cierta vez, caminando por Odessa, no muy lejos de la Ópera, entré a un “Club de caballeros”. La hostess era una diosa rubia de un metro ochenta y piernas tan largas, y descubiertas, que hubiesen abarcado Rodas entera. Solícitos ayudantes tomaron mi chamarra y me senté en un cuarto casi en penumbra, o luz roja era pero no brillante. En el estrado, en dos postes de piso a techo hacían malabares dos desnudas, hermosas como borrachera.

 

Sonrisas. Sunrise del anochecer.

 

Cerveza, pedí, local, lager, y un vasito de ron. De un listado de media docena de rones escogí el guatemalteco Zacapa, el más caro, el mejor. A usanza irlandesa, reemplazando el whisky por licor de piratas, tomaba largos tragos de cerveza y los mataba con cortos. Hombre solo, marinero en tierra, al lado del mar, de Eisenstein y los sueños. Había salido con Anastasia esa mañana. Pelirroja que me llevó de la mano de la literatura a los atamanes. Noche de Mishka Yaponchik, que Isaac Emmanuilovich llamó Benia Krik; faltaba tango europeo y canto femenino en dúo. Bellas sobraban, o estaba en el paraíso musulmán. Quizá había muerto y por gracia de Alá me concedieron miles de mujeres reservadas para mártires. Martirio, cueca que bailé hasta morir, tal vez por eso… Ibrahim Ferrer canta Dos gardenias. Que la noche tenía tinte romántico, por supuesto, en un bolero pletórico de pezones y muslos cubiertos con medias de seda.

 

En otras mesas, turcos, rusos y ucranios, varios cortados al rape y tatuados. Parecían feroces, pero los ignoré. Se acercó una muchacha y pidió que le invitara champaña. Vamos, claro, lujoso trago berreta, del barato en su totalidad. Fueron tres botellas para tres damas que apenas vestidas luego del show se sentaron conmigo. Recuerdo el nombre de una: Luna. Trepaba por el poste hasta el tope, unos dos metros arriba, y giraba como los voladores mayas pero sin parafernalia. Plumas de guacamayo en forma de glúteos suaves de piedra pómez.

 

Se tomaron fotos, siguió el ron puro ya, sin pretexto de cerveza. Otra vez, hombre solo al lado del mar con visiones de fuego. Afrodita y Atenea, Venus y Minerva, baldosas de calles con rocío umbrío. Besos y senos apoyados en el hombro, olor de juventud con azahar de mercado. Me llamó por teléfono un amigo desde California. Al saber dónde estaba pidió que activase el video. Lo hice, y cuando lo vi, aquel rostro ajado, desencajado y patético, cerré la transmisión en vivo para seguir en voz. Puta, me dije, ¿estaré yo también así? Ni sombra de la sombra. Las jóvenes cumplían lo suyo de piropo y caricia, extorsionando dulcemente al viejo para hacerle creer que Apolo se sentaba con ellas y que el rutilante Marte las tenía encandiladas. Sueño, sí, pero no soy bobo, y jugué el papel que quería jugar, la rememoración en carne de la Odessa erótica. Estaba Babel junto a Froim Grach, águila entre las águilas. La muerte seguía viva y vestía manto de fantasmas. Era Odessa, el negro mar, Aquiles y los mirmidones, Hécuba en llanto interminable. Ni era luna, ni los labios dulces de esa que parecía anatolia. El Zacapa hacía efecto, Claudio habíase esfumado y en su sofá descansaba el khan de Crimea y sus huríes. El sable al lado, cimitarra y yelmo. Por la piel se deslizan dedos. Mantequilla.

 

Pupilas llenas de nubes, ron pendenciero y eso que no busqué pendencia. No presté atención a los cuervos que observaban. Pagué, me abrazaron. Di besos directos y a mansalva, la mano sintió la redondez del mundo en una nalga, en dos, en tres y en dieciséis. Mi chamarra, demandé. Era tan pesada la Levi Strauss que pensarían que cargaba pistola. ¿Taxi?, ofrecieron. No, caminaré. A las dos de la mañana es peligroso en Odessa… No importa, a mí quién me va a asaltar. Me respalda una legión de diablos, de ángeles enojados caídos. Si crucé el ghetto negro a las mismas horas, por años, sin que nadie jodiera, por qué tendría que ser diferente. Llegué al hotel, me desvestí, olía a mujer y ese es a veces perfume fatídico, pero aquella noche escanciaba poética. Si soñé, quién sabe, pero pensé en papá, al viejo le hubiera gustado acompañarme.

 

Los kioskos de Odessa estaban cerrados. El parque central tenía luces y los árboles dormían cubiertos de oscuro.

 

Humo de Zacapa escapaba por la boca, subía al cielorraso y retornaba a mí con caderas de Luna. Brillan tus ojos, los míos, de los cuatro brillan los ojos, qué lujuria.

 

Odessa descansa. La miro antes de desmayarme. Estoy tan lejos del mundo, tan ajeno al dolor.

09/02/2022

Wednesday, February 2, 2022

Nocturno


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Leíamos a Mao Tse-tung, La contradicción. Aparte del título no recuerdo mucho. Estoy distraído con calypso en la voz de Count Lasher, 1958. Mejor que Mao, claro. Hablando de canciones, trabajé a la intemperie, con varios grados bajo cero, durante ocho horas anoche. Cierto que con el refugio del automóvil. Ahí adentro: samba. Esa era la contradicción, tormenta con nieve que venía en horizontal ataque, dardos de pigmeos albinos escondidos en las dunas que se forman cuando el invierno cubre las cosas. Me defendí como pude, con gorra gris que me regaló mi hija Aly y con guantes brillantes de uso y sucio; al izquierdo le faltaba el pulgar. Es algo que tengo que analizar, que siempre en mis guantes de trabajo he ido perdiendo el pulgar siniestro. Será la forma de agarrar las cosas, de arrojarlas, no sé, y eso que no soy zurdo. El termómetro en rojo y el samba en hervor. Rio de Janeiro, que nunca he visto, sonando a todo volumen en Inverness helado. He visto bailar a los mapaches, cómo no. Al ritmo de Mangueira.

 

Río con mis amigos mexicanos en el teléfono. Agudos en chistes sexuales, ricos en imágenes y verbo desconocido que voy calando de a poco y mucho. La noche está activa, muchedumbre de manchas movedizas. México está en las calles de Denver dormido e incendiado en frío. Camionetas moviendo lo blanco. De a pie, jaurías silenciosas de inmigrantes con grandes palas naranjas. Hasta mujeres tirando sal en las veredas, o bolitas azules que derriten hielo. Edificios del Centro Tecnológico iluminados. Veo en su interior familias enteras en tareas de limpieza. Camiones de luces intermitentes detenidos en media calle. Trabajadores metidos en cloacas de cables, solucionando todo para que los demás descansen. Guardias de seguridad, mano al cinto, fumando. Mañana, cuando los ejecutivos arriben, parecerá que nada ha pasado, es un común día invernal. La noche no deja sombras, no hay rastro de quien se dedicó a preparar el futuro cada vez que se entierra el sol.

 

Hay un mendigo que veo cada noche en el DTC bulevar. Empuja la bicicleta que carga un enorme bulto de plásticos protegiendo un tesoro. Una, dos de la mañana, siempre por el lado derecho de la calle mientras yo conduzco por el otro carril. ¿Busca dónde dormir? O tendrá ya un rincón específico. Dormir en basureros sirve, son cálidos, solo hay que evitar que las ratas te devoren los ojos. Más allá, en el paso de nivel, alguien deja cada noche dos bolsas de la tienda Target. He visto pan asomando. Pero allí no existen casas ni nada, únicamente siluetas de oficinas tirando hacia el cielo. Alguien asoma, siempre, nunca lo he visto, pero las bolsas no están. Parece una película de horror. No, no parece, la pobreza lo es.

 

Vagonetas policías entrecruzadas en amena charla. Una vez se me acercaron para ver qué hacía. Le dije, al que sugirió que sospecharon que yo era ladrón de autos, que si quería lo llevaba a los barrios de la calle Harvard, al viejo complejo de apartamentos Timberland y le mostraba quiénes eran los ladrones esos, que manejan de a dos, con pistolas, y cuando ven un carro abierto lo toman y se marchan. ¿Quieres conocer las casas de crack? Conozco esto desde hace treinta años. Tal vez te interese ver los apartamentos donde ejercen prostitución clandestina, o los grupos de jovenzuelos, soldados de carteles, que ocultan en el costado un cuerno de chivo, como se apoda a las Kalashnikov. Rehusaron con sonrisa. Ahora me ven y saludan. Viejo loco, comentarán, mejor ni nos acercamos. Pendejos.

 

Nocturnos de Chopin. Piano. Agnieszka. La tumba en Père Lachaise. El viento corre cargado de nieve por la carretera a Brest, a la frontera bielorrusa. Mugen los bisontes europeos en lo profundo de la floresta. Acá quedan de ellos esculturas en metal brilloso. Entre los mendigos, indios norteamericanos, guerreros que corrían a pelo y a degüello. Absortos mescaleros y comanches, kiowas y paiutes. El camarada Mao y la contradicción. El abismo de los pobres no ha cambiado. El infierno, incluidos Dante y El Bosco, es mejor que esto. Canciones de Ludwig Senfl reemplazan a los desnudos negros cantores, negros desnudos cantores, cantores desnudos y negros.

02/02/2022

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Fotografía: CFC