Tuesday, February 15, 2022

Compras de martes a mediodía


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Pan de Berdichev, pan judío. A fines del siglo dieciocho esta ciudad del oblast de Zhitomir tenía un setenta cinco por ciento de su población proveniente de ese grupo étnico. Allí nació Vasily Grossman. Su madre fue masacrada en el ghetto, en 1941.

 

En el Zohar, el Libro del Esplendor, dice el rabino Isaac al rabino Judah que sabe que pronto va a morir porque últimamente cuando se agacha a rezar no aparece su sombra. Del esplendoroso Berdichev judío de larga data no queda ni la sombra. Vi su nombre en sinnúmero de autores. Creo haber visto un video de la resistencia judía contra los nazis en los bosques alrededor. Casi cuarenta mil personas fueron exterminadas por las SS y la policía ucraniana; los hicieron vestir de fiesta.

 

Compro pan de Berdichev y lo como con carnes frías del este de Europa, la mejor charcutería del mundo que comenzando en Alemania se extiende hasta los Urales. Si más allá, no sé. Lo sabré un día mientras me dure el asombro.

 

Cada viaje a los distintos mercados étnicos aviva el sueño de pertenecer al universo, de que las fronteras son meras líneas marcadas por los poderosos. Concuerdo en que no es tan simple, los humanos no lo son y mucha de su controversia interna proviene de su estupidez. Una madre llora a un bebé envuelto en trapos sucios, muerto. Stalingrado y el porqué del horror. Otra vez, muy simple decir que gracias a los caprichos de un loco. Pero también así, con tiranos y tiranuelos que imaginan que su sombra abarca todo. El rabí Judah escucha al rabí Isaac y le confirma que cumplirá sus pedidos, pero que a cambio le guarde un espacio en el más allá al lado suyo. Los déspotas no tienen a nadie.

 

Gabriel, que también es arcángel como el otro, a su modo, me pasa casi una libra de queso de Michoacán. Semiduro, salado, delicioso, para disfrutarlo como adobe de una casa construida con comidas. Lo dicho, mientras saboreo, el mundo atraviesa los campos físicos de la lengua y el estómago para transformarse en ilusiones. Michoacán no es lo que era ¿pero qué fue? La presencia de la muerte está tan acentuada allí, es tan íntima, que lo que sucede son ficciones, unas peores que otras, pero creaciones intelectuales sobre una realidad presente. Que lo diga Rulfo. Por la cuesta de Sayula, Jalisco, siempre vino bajando la Parca.

 

No compro mucho, unas cosas nomás para entretener la nevada que se viene el jueves. Naturaleza que ilumina mis últimos meses de trabajo con noches blancas.

 

Pasta frola rusa, pero no de membrillo como es la habitual sino de damasco. Albaricoque, fruto antiguo de las rendijas montañosas de Tajikistán, del rumbo del vellocino de oro. Es un postre que adoro y que no preparo. Lo hace mi hermana Delia, con la maestría de las hermanas Coqueugniot (mi madre siendo la menor). María Luisa, tía Lucha, la horneaba y en la Bolivia de los años 60 sabía a una gloria que más que vetada nos era desconocida. Esta de hoy, con café amargo, está rica, no igual a aquellas que tienen el mayor saborizante que es la infancia, pero se acerca. Paso media hora allí, entre rusos que se distinguen por la vestimenta más que por el rostro, miro unas preparaciones que no adquiero porque me da vergüenza preguntar qué son.

 

Luego reviso las llantas del auto, busco clavos y tornillos y a casa, a preparar la infusión, a poner en el tocadiscos una antología de folk norteamericano, a mirar si ya comenzó la guerra, a responder a Anna que me había escrito a las siete y media mientras dormía. Ella vive en Sumy, a un paso de los tanques al oriente. Apellida Volskaya y no es de origen ruso, cosaco ni judío. Polaca de las que quedaron vivas en 1648, el apocalipsis que anunciaba el cometa encima de los Campos Salvajes. Hasta en mi comida tengo literatura, ¿qué haré con este mal?

15/02/2022

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Imagen: Berdichev

 

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