Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Pan de
Berdichev, pan judío. A fines del siglo dieciocho esta ciudad del oblast de
Zhitomir tenía un setenta cinco por ciento de su población proveniente de ese
grupo étnico. Allí nació Vasily Grossman. Su madre fue masacrada en el ghetto,
en 1941.
En el Zohar, el Libro del Esplendor, dice el rabino Isaac al rabino Judah que sabe
que pronto va a morir porque últimamente cuando se agacha a rezar no aparece su
sombra. Del esplendoroso Berdichev judío de larga data no queda ni la sombra.
Vi su nombre en sinnúmero de autores. Creo haber visto un video de la
resistencia judía contra los nazis en los bosques alrededor. Casi cuarenta mil
personas fueron exterminadas por las SS y la policía ucraniana; los hicieron
vestir de fiesta.
Compro pan
de Berdichev y lo como con carnes frías del este de Europa, la mejor
charcutería del mundo que comenzando en Alemania se extiende hasta los Urales.
Si más allá, no sé. Lo sabré un día mientras me dure el asombro.
Cada viaje
a los distintos mercados étnicos aviva el sueño de pertenecer al universo, de
que las fronteras son meras líneas marcadas por los poderosos. Concuerdo en que
no es tan simple, los humanos no lo son y mucha de su controversia interna
proviene de su estupidez. Una madre llora a un bebé envuelto en trapos sucios,
muerto. Stalingrado y el porqué del horror. Otra vez, muy simple decir que
gracias a los caprichos de un loco. Pero también así, con tiranos y tiranuelos
que imaginan que su sombra abarca todo. El rabí Judah escucha al rabí Isaac y
le confirma que cumplirá sus pedidos, pero que a cambio le guarde un espacio en
el más allá al lado suyo. Los déspotas no tienen a nadie.
Gabriel,
que también es arcángel como el otro, a su modo, me pasa casi una libra de
queso de Michoacán. Semiduro, salado, delicioso, para disfrutarlo como adobe de
una casa construida con comidas. Lo dicho, mientras saboreo, el mundo atraviesa
los campos físicos de la lengua y el estómago para transformarse en ilusiones.
Michoacán no es lo que era ¿pero qué fue? La presencia de la muerte está tan
acentuada allí, es tan íntima, que lo que sucede son ficciones, unas peores que
otras, pero creaciones intelectuales sobre una realidad presente. Que lo diga
Rulfo. Por la cuesta de Sayula, Jalisco, siempre vino bajando la Parca.
No compro
mucho, unas cosas nomás para entretener la nevada que se viene el jueves.
Naturaleza que ilumina mis últimos meses de trabajo con noches blancas.
Pasta frola
rusa, pero no de membrillo como es la habitual sino de damasco. Albaricoque,
fruto antiguo de las rendijas montañosas de Tajikistán, del rumbo del vellocino
de oro. Es un postre que adoro y que no preparo. Lo hace mi hermana Delia, con
la maestría de las hermanas Coqueugniot (mi madre siendo la menor). María
Luisa, tía Lucha, la horneaba y en la Bolivia de los años 60 sabía a una gloria
que más que vetada nos era desconocida. Esta de hoy, con café amargo, está rica,
no igual a aquellas que tienen el mayor saborizante que es la infancia, pero se
acerca. Paso media hora allí, entre rusos que se distinguen por la vestimenta
más que por el rostro, miro unas preparaciones que no adquiero porque me da vergüenza
preguntar qué son.
Luego
reviso las llantas del auto, busco clavos y tornillos y a casa, a preparar la
infusión, a poner en el tocadiscos una antología de folk norteamericano, a
mirar si ya comenzó la guerra, a responder a Anna que me había escrito a las
siete y media mientras dormía. Ella vive en Sumy, a un paso de los tanques al
oriente. Apellida Volskaya y no es de origen ruso, cosaco ni judío. Polaca de
las que quedaron vivas en 1648, el apocalipsis que anunciaba el cometa encima
de los Campos Salvajes. Hasta en mi comida tengo literatura, ¿qué haré con este
mal?
15/02/2022
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Imagen: Berdichev
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