Wednesday, June 29, 2016

Argentina. Mi madre. Carta a Pablo Cingolani a propósito de un texto suyo

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hermano, fantástico. También me dieron ganas de llorar, no por Maradona sino por el Tuyú, por Osvaldo Soriano, por Houseman que era mi jugador favorito (después el Negro Ortiz); ambos wings. Gracias. Atiborraré a la gente en mi blog y en las redes con Cingolani hoy, porque lo merece, y lo merece la Argentina esa que era de mi madre, no del lloriqueo, sino de los huevos bien puestos y bien femeninos que la llevaron a Bolivia, sola, en tren, el 54, a casarse con mi padre, cargada de parmesanos y salames que le entregaron las hermanas porque con los bolitas se moriría de hambre. Esa mujer a la que desprestigia Messi con sus boludeces de niño rico. ¿Sabes? Me están dando ganas de escribirlo, corto pero reivindicativo, para que no crean los bolitas, de los que formo parte, que mi "odio" por Argentina es tan visceral como su envidia por ella. No, Yo estoy partido y pegado.

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Carta a Pablo Cingolani ( de un largo intercambio ese día), 28/06/2016

Fotografía tomada del blog ARQUEOLOGÍA FERROVIARIA (Argentina)

Tuesday, June 28, 2016

Messi renuncia a la selección argentina/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Que hay cosas más importantes para escribir las hay, pero… ¿escribir sobre el nuevo triunfo de Rajoy en España? ¿O sobre la asquerosa disyuntiva de comentar acerca de él o del pequeño Hitler, el vanidoso Pablo Iglesias? No, gracias. La épica y lo romántico del NO PASARÁN se ha extinguido. Ahora el mercadillo político no me interesa, pugna entre experimentados mañudos y ambiciosos cagaleches.

Paso a otra cosa, con ánimos caldeados de alegría en Chile y sombríos nubarrones en el Plata. Chile fue mejor, mucho mejor a momentos, en la Copa América, porque ha sido un conjunto que disputó un premio, no un grupo de segundones girando en torno a un sol. Que Messi es gigantesco jugador no hay dudas, pero que es débil de carácter, tampoco. Y ese mal argentino, el de una sociedad que por siempre se ha creído superior a sí misma (ni decir a los demás), que cree que las cosas se dan gratis, per se, por elección divina, trae consecuencias. El talento no quita la soberbia, y la falta de cojones, peor.

Se preguntan por qué en tantos años, con semejantes  jugadores, Argentina no gana un campeonato. Porque carecen de espíritu. A pesar de que la economía le señaló que no estaba por encima de otros y que era un país tercermundista, décadas de educación acerca de su singularidad, grandeza, blancura quedan como resabios de un pueblo mimado (al que quiero mucho siendo mi madre de allí). Eso pesa; sucede con sus tenistas que alcanzan casi la cima y se derrumban porque no tienen fortaleza espiritual para aguantar el embate de las dificultades, los obstáculos que el hombre común encuentra.

Quisiera decir que estas afirmaciones son injustas y no. El hecho de ser gente que cree en mitos, que los inventa, recrea e inmortaliza, obliga a pensar que por ello se creen exentos de esfuerzo, que el solo hecho de ser únicos basta y sobra para la victoria. Da la sensación de que hay siempre un ser superior que vela por su muchedumbre, un ángel de la guarda que no los abandonará. No otra cosa cosa son los iconos del general cornudo, Perón, y su damisela Eva; de Maradona y ahora Messi. El juicio racional no se permite en cuanto a ellos (en general). Basta la presencia o el nombre para inventarse ilusiones. Pena.

Encontraron a un Chile aguerrido, orgulloso, petiso, moreno, lampiño, de marcadas diferencias con el rival argentino. Por ellos fueron vencidos, a quienes incluso la derrota no les hubiese quitado lo altivo. Chile, a pesar del llanto, habría sonreído con el segundo puesto. Argentina no, y siempre lo mismo: cabezas gachas, lloriqueos, la falta de hidalguía de Messi con sus compañeros y con los rivales. Qué diferencia con el gran húngaro, Puskas, el mejor jugador del mundo y de la mejor selección en aquel año 54 después de la guerra. Hungría perdió ante Alemania; lo impensable sucedió, la ilógica. Pero Puskas se acercó a felicitar a los alemanes, a darles la mano, no como Messi que dejó la imagen de un cagón caprichoso, para quien fallar el penal le destrozó la vida. El nene está triste; el nene no quiere hablar; el nene no toma vino…

Sobreprotección. Si lo sabré. Madres argentinas que son el sueño de cualquier hijo. Mammas italoamericanas abrazando a los vástagos, cobijándolos entre las tetas. Mi padre, no sé si con certeza o no, marcaba este punto llorón en el absurdo conflicto de las Malvinas: los pobres nenes lloriqueando mientras los pasaban a cuchillo.

Fuera de simples impresiones tiene que haber explicaciones sociológicas, históricas, psicológicas, al respecto. Hasta entenderlas y superarlas pasará mucho tiempo y esta generación de estrellas, Messi el mejor, entrará en los anales del fútbol sin galones.

¿La solución? Renunciar… Parece broma.
27/06/16

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 28/06/2016

Fotografía: Getty Images/World Cup Final, 1954, Berne, Switzerland, 4th July, 1954, West Germany 3 v Hungary 2, West German captain Fritz Walter receives congratulations from Hungarian captain Ferenc Puskas after the match.

Monday, June 27, 2016

De putas y chulos/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Difícil decir cuán cierto es que un cafisio protege a su o sus mujeres, si es una especie de guardaespaldas con título de ángel guardián, o simplemente un cabrón que aprovecha el culo de su hembra para vivir sin trabajar.

Tanto se ha escrito, cantado y filmado al respecto. Recuerdo una película italiana, Bubú, amor enfermo, del Bolognini del 72, con la cual nosotros jóvenes quedamos tocados acerca de la volubilidad de las mujeres y la angustia de saber que no solo el bien, la decencia, el afecto, pueden hacer que una amante se quede contigo, sino que muchas veces lo hace el mal, y en Bubú, el chulo induce a su chica a la prostitución y vive de ella, mientras que el estudiante idealista, el del “amor puro”, sufre la tragedia de un desdén incomprensible. Peor entonces que los aires de revolución jugaban el papel de catalizadores del amor, y que en medio del sueño de sociedades igualitarias copulábamos libremente pero con agudo sentido de la propiedad privada, la pertenencia del otro.

Me tocó cierta situación extraña, años después. La muchacha era beniana, bella y de largos cabellos negros. Me contó una amarga historia del accidente de su novio en una carretera altiplánica. El bus corría por los caminos de tierra, y cada vez que un vehículo se veía en sentido contrario, el chofer apoyaba el pulgar izquierdo en el parabrisas, para que, dado el caso, si alguna piedra saltaba, el golpe se concentrara allí, en el centro donde ejercía presión evitando que el vidrio explotara. El novio ocupaba el asiento al lado del chofer, esos banquitos que añaden un lugar, y un pasaje, cuyo dinero extra beneficia de manera directa al conductor. Allí ayudaba a cambiar la cassetera. A tiempo de ocurrir el evento, recuerda ella, los Fronterizos cantaban una zamba clásica.

Un camión se acercaba a gran velocidad. No arrojaría rocas hacia delante. El peligro estaba en la tierra removida al pasar, que dejaba flotando en el aire no solo polvo sino partículas mayores. A tiempo en que el chofer apoyaba el pulgar, un movimiento hizo que el acompañante golpeara a quien manejaba sacándolo de la silla. Lo primero fue la explosión del gran parabrisas, por el impacto de esquirlas de roca; después ya el ronceo, el frote horrísono contra la pared de la montaña y finalmente el desastre. Hubo diecisiete muertos aquella vez. Si pasan por la subida de la cuesta de Lloqalla, verán los remanentes de hierro bajo el sol altiplano.

El novio perdió las piernas. Ya en Oruro, con la noviecita camba aguardando por él, temió que la chica lo abandonase. Juramentos y promesas de fidelidad, de que he de cuidarte hasta el fin de los días, sucedieron a la mejoría del individuo. Llegó sin embargo el tiempo en que había que comer. Ya no estaba el brazo de hombre fuerte para vigorizar la lucha: ella se quedó sola.

Empleada doméstica, camarera, vendedora de helados… lo intentó. Y siempre había un hijo de puta, patrón de tienda o dueño de casa que quiso aprovecharse. No le contaba nada. Le había comprado la última novedad, un televisor blanco y negro desde Tarija, para que el hombre se distrajese. Iban de mal en peor, no en su vida íntima, que carecía de sexo, o de penetración, y que de todos modos les agradaba a ambos, pero el dinero era poco, no alcanzaba.

–Creo que en el fondo la muchacha soñaba que vivía un novelón

Hasta que un día, en la modestia de un plato de quinua hervida con huesos de oveja, él sugirió trasladarse a Cochabamba. El clima, en primer lugar, le haría bien. Lo hicieron, por tierra, con él dopado por unos remedios caseros para que no lo asaltase el pánico en los vericuetos que bajaban al valle.

Cochabamba resultó lo mismo. El hambre con sol. Hasta que un buen día Ramón, así se llamaba, le propuso conversar con alguien que conocía de antes, alguien que regentaba un bar de mala muerte con unos altos donde se rentaban piezas de coito barato e instantáneo. Se reunieron, y quedó claro que ella era de él, que el tendero no podría tocarla, y que la pieza en la que la muchacha ejercería la profesión de puta, sería también su hogar. A solas ella lloró, pero el amor -decía- la convenció de ser la única forma de permanecer juntos y vivir mejor. Dejaría un jugoso porcentaje al dueño del local y sería casi independiente. Por supuesto, como las otras, tendría que cumplir un cupo de bebidas tomadas por los clientes, y ella, para beneficio de la empresa.

Estábamos acostados mientras me contaba. Yo había salido del diario y serían las tres de la mañana. Entonces noté que el dormitorio era grande, separado por una cortina de hule azul chillón. Sospechaba un entramado corrupto y vil. La muchacha me susurró que en los dos años en que había estado trabajando en esto, él desarrolló un placer intenso en contemplar a su mujer con otro. Supe de pronto que en algún lugar de ese mar fogoso de cortina azul, el inválido nos observaba. Sentí miedo, ese que se te sube por la columna hasta erizarte la nuca como si fueses gato. No temas, me dijo tratando de evitar que me vistiera, es inofensivo, solo es un gustito. Qué haría sin él. Si es mi ángel de la guarda, dulce compañía…

Apresurado me subí el cierre y salí despedido a la noche cochabambina. El edifico largo y sombrío de la Luz y Fuerza ocupaba casi dos cuadras. Caminé por los talleres cerrados, de metro y medio, pegados unos a otros, de una calleja aledaña. Crucé el puente sobre un río que hedía. Por allá y por acá borrachos solitarios hablaban con sus fantasmas. Observé a la izquierda la casa señorial de Cangas, los altos murallones de adobe que guardaban un jardín secreto. Años adelante, tirarían esos molles centenarios, gigantescos sauces llorones, ceibos rugosos, eucaliptos de dos metros de tronco, para construir un palacete infame de los mormones.

En casa me lavé bien, subiendo los testículos sobre el lavamanos, como si el verbo hubiera ensuciado el físico. Entonces me acordé del filme de Mauro Bolognini, que miré en un festival universitario de cine, y realicé elucubraciones sobre el amor.

A las cinco abrí un libro de la guerra civil española. En John Dos Passos estaba la siguiente historia: Indalecio Prieto recorría el Madrid mártir, cuando ve salir de las cloacas a unas mujeres vestidas de negro. Perdón, hermanita, le dice a una, ¿son ustedes monjitas? No, señor, somos putas.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel, La Hoguera, Santa Cruz, 2013)

Imagen: Ya van desplumados/Capricho de Goya

Tuesday, June 21, 2016

Estados Unidos se apodera del fútbol latinoamericano/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Suena a “imperio” ahora que esa palabra se ha puesto otra vez de moda entre imperiales, reyezuelos, diputadas-hiena y millonarios de nuevo cuño en nuestra América. Sin embargo el peso que otrora tuviera se ha disuelto en la maraña mal llamada socialista de rejuntados cuyo fin es el robo mientras decoran el latrocinio con rimbombantes declaraciones y peores espectáculos y que la esgrimen hasta en graffitis de baño público.

Resulta cómico ver que quien fustiga más al llamado imperio (Estados Unidos) es el jefe plurinacional de la cuasi república de Bolivia; cómico porque no pierde oportunidad de ir a airear su extravagante personalidad en los mejores hoteles del norte que odia, y refrescar sus rugosas piernas nativas en “chores” (shorts) que utiliza para jugar lo que más le gusta después de lo otro.

Un pequeño circunloquio más, si me permiten, aunque todavía hablamos de fútbol, está en la lesión del mandatario boliviano que lo mantendrá lejos del jolgorio deportivo (a ver si así se ocupa de lo que importa). Me ha dicho un escritor local con oficio de yatiri que aquello viene de una sentencia lanzada desde el piso por uno de los discapacitados apaleados en La Paz. Karma, quizá, y si lo es, santa “maledicción”.

Al tema, ahora. La Copa América Centenario (el viejo campeonato sudamericano) se juega en los Estados Unidos. Desde hace unos años vemos que este país antes reacio a patear pelota (soccer) se ha interesado en el deporte. Paradójico que haya sido el eje principal para romper (en apariencia) el espinazo de corrupción en la FIFA y que los dirigentes perversos estén siendo extraditados –criminales que son- acá.

El fútbol siempre ha sido la expresión más emotiva de los nacionalismos. Colectivo y altamente democrático en esencia, ha servido para insuflar patriotismo en huestes apasionadas por lograr en el juego lo negado en historia; la mayoría de ellos. Con ribetes épicos como aquel del Dynamo de Kiev recordado por Galeano, o por Matías Sindelar, el astro austriaco considerado en su tiempo el más fino jugador del mundo, que prefirió suicidarse antes que vestir la camiseta nazi que avasalló Austria en nombre del pangermanismo. También absurdos: la guerra centroamericana, la de las 100 horas, entre Honduras y El Salvador que inmortalizó Kapuscinski.

Pues fútbol y nacionalismo se han inclinado, como todo, ante el peso del dinero. Sintomático que los partidos de mayor importancia de la copa mexicana se diriman en Los Angeles o Houston y no donde debieran. Los dólares pesan más que las banderas. Ellos han traído esta copa en su centenario para jugarse en terreno “adverso”. Imaginen la fiesta que sería disputándose en Buenos Aires, Río, Montevideo, Ciudad de México o Santiago. Ya no será así, creo que el asunto es irreversible. Me entero  con asombro de saber que Bolivia jugó en Denver, donde vivo, o que Argentina disputa un amistoso con otro latinoamericano en Miami. Por supuesto que la ganancia superará con creces la de jugarse un match en Quillacollo, por citar ejemplo de ciudad pujante y comercial que sin embargo carece de competencia en baile millonario.

Globalización, claro, la impronta de la economía que se burla del patriotismo y de las emociones primarias del espectador de fútbol. Un partido entre los rivales ya nombrados, Honduras y El Salvador, en Washington capital, no despertaría el estallido de los morteros sino el de los hot dogs que se venderían por miles. Guerra con mostaza…

En ese sentido está bien; en el otro, en el de privar a la muchedumbre local de cada país, de ingresos muy inferiores a los de sus paisanos del norte, del espectáculo de sus equipos, nos invade la tristeza. En la infancia mi padre nos llevaba de la mano a ver a Colo Colo contra Wilstermann a pocas cuadras de casa y con bolsita de plástico para orinar. Poco a poco solo queda la nostalgia.

20/06/16

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 21/06/2016

Monday, June 20, 2016

Cuando agoniza la noche: Muerta ciudad viva de Claudio Ferrufino Coqueugniot

FÉLIX TERRONES

El nuevo milenio trajo consigo numerosos cambios en las sociedades latinoamericanas. Hay quienes se apresuraron en subrayar una condición emergente para cada una de sus aldeas, antes apeadas del tiempo; en otras palabras, la llegada de la modernidad. De pronto, muchos se sintieron en una situación tal de bonanza que ya no creían vivir en una ciudad latinoamericana sino en un suburbio estadounidense. Así, se apresuraron a darle espesor ficcional a esa realidad que consideraban novedosa y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida como para creer en su inmutabilidad. Pienso, por ejemplo, en la literatura del chileno Alberto Fuguet. Los personajes de sus novelas se desplazan en espacios cerrados o de tránsito como malls, restaurantes, cines o aeropuertos, consumen marcas de moda y hablan en inglés lo mismo que en español. Incluso se ven atravesados por esas cuitas posmodernas que tanta marca dejaron en la producción cinematográfica de los noventa. Con el tiempo, como uno de esos productos tecnológicos de obsolencia programada, esta literatura ha envejecido de manera tal que no parece de finales del milenio pasado sino del siglo XIX. No nos detendremos en buscar las razones de este envejecimiento, en mi opinión antes formales que ideológicas, lo que importa es advertir que, como una línea paralela, progresivamente más afirmada, otro modo de abordar y producir literatura se ha asentado en América latina.

En efecto, con el nuevo milenio también llegaron otros escritores, más atentos a dar cuenta de una realidad latinoamericana en crisis permanente, donde los individuos se encuentran desorientados, no tanto por su dificultad para copiar un modo de vivir o sentir como por su incapacidad para reconocerse en ningún modelo. Esos escritores dan cuenta de realidades donde la violencia —social, institucional, política— no es extraña ni ajena sino moneda de todos los días. Asimismo, se trata de escritores más atentos a subrayar el mestizaje, el sincretismo de las diferentes sociedades latinoamericanas, junto con la manera en que este permea la vida cotidiana, compuesta de color local y afanes globalizantes. En ese sentido, resulta sintomático que este grupo de escritores, pienso en gente como Eduardo Halfon, Yuri Herrera, Héctor Abad Faciolince, Gabriela Alemán —y tantos otros que han hecho de su literatura una indagación formal de hiatos y fracturas— sin haberse puesto de acuerdo, como lo hicieron mediante manifiestos y proclamas los del Crack y demás, hayan orientado sus inquietudes estéticas en los mismos cauces. Lo cual puede hacernos pensar en una sensibilidad común, que trasciende fronteras y espacios; sin embargo, a mí me sugiere, por negación, la volatilidad del modelo literario de los noventa, su cortedad de miras. Así, con excepción de Missing (2009), la literatura de Alberto Fuguet, junto con las de sus cómplices literarios, parece condenada a avanzar en círculos, cada cual caricatura del precedente.

Claudio Ferrufino Coqueugniot (1960) pertenece a la segunda clase de escritores. Su novela Muerta ciudad viva (El País, 2013) es un fresco boliviano compuesto de multitud de viñetas. Pese a lo fragmentario del relato, como si la novela estuviera compuesta por escenas antes que por una intriga en el sentido clásico del término, Muerta ciudad viva encuentra una coherencia en función del personaje principal, o héroe novelesco. Subrayo la palabra héroe pues el anónimo protagonista recorre la Cochabamba ochentera como si se tratase de Ulises en su regreso a Ítaca. Solo que en una variante sudamericana, llena de alcohol, drogas, mujeres y todo lo que supone penetrar en la noche. En lugar de ser un epígono de Ulises que llega, al final de tantos periplos a la patria tan anhelada, el héroe de Ferruffino naufraga, simbólicamente, una y otra vez. Pareciera que su viaje, de bar en bar, de prostíbulo en prostíbulo, estuviera condenado al fracaso.

No obstante no es así. Inmersión morosa en la noche, precipitada errancia en el día, la novela plantea un aprendizaje erótico —marcado por la muerte, más simbólica que real— en una ciudad que se considera desprovista de literatura, aunque llena de algo parecido: la vida. De esta manera, se plantea un descarnado retrato del artista inmoral y tercermundista que recorre una topografía marginal y decadente. En dicho retrato, la ciudad —tal y como lo indica el título— es algo más que un espacio de desplazamiento, ella parece ser el escenario de un aprendizaje invertido: nada en él tiende a lo edificante, todo se orienta hacia lo inmoral. Se trata de una inmoralidad que recuerda la vivida por los personajes de las novelas picarescas, tal y como señala en la contratapa el escritor boliviano Guillermo Ruiz Plaza. Digo recuerda pues reducirla al ámbito específico de la novela picaresca, puede inducirnos a olvidar que se trata de una inquietud esencial de la novela como género, antes que un periodo o escuela específicos. En línea recta de autores como Luciano de Samosata, Rabelais, Melville o Defoe, los personajes de Ferrufino se interrogan acerca de los alcances de sus actos y elecciones pero no como filósofos sino como seres anegados de inquietudes, para quienes lo físico —el cuerpo, los humores, las secreciones, el sexo mismo— ocupa un lugar tan preponderante como lo intelectual o estético.

El tiempo, en este marco, adquiere un valor casi ritual de repetición que, a su manera, es aprendizaje. Se trata de inmersiones en la noche que no dejan respiro para la experiencia pues prometen, en el cuerpo de la mujer, en las calles citadinas, más de lo que entregan. La madrugada no deja nada al artista no tan adolescente; nada que no sea una resaca y la necesidad de volver a experimentar los excesos. Así se lee, por ejemplo, en uno de los numerosos pasajes en los que el narrador resalta el abismarse en el alcohol del protagonista:

Luego de la mona de dos días, tratando de olvidar pero queriendo recordar, volvió a leer. Refugio, dirían en lugar común, pero refugio en serio. Aparte del alcohol siempre estaban las páginas y al hacer un recuento se podría afirmar que en los largos periodos de abandono era donde había leído mejor. Stephen Dédalus. Se sentía retratado. Pensaba que también tenía que contar. Pero las historias cabían en los dedos de una mano, ni siquiera de las dos. Eso no lo deprimía, ni la miseria, ni el haber nacido en el culo del mundo como afirmaba. La única depresión la traían las mujeres, paradójicamente con la mayor alegría. Si fuera creyente, se recalcaba a sí mismo, creería que lo que disfruto lo pago en una jarana y castigo perpetuos. Dar el pecado y mortificarlo luego. Qué Dios era ese que aterraba a las multitudes con egoísmo tal. (p.92).

Si el periplo urbano del héroe hace pensar en Ulises, el lenguaje utilizado, junto con el estilo y también la moral que alientan la ficción nos hacen pensar en Louis Ferdinand Céline. De Céline, Ferrufino Coqueugniot tiene esa mirada desencantada con la que se enfrenta al mundo, a la vez desamparado aunque lleno de cinismo. También esa vocación por no ver en el contacto humano más que los equívocos, incluso las traiciones. Pero hay algo más. Del genial autor de Voyage au bout de la nuit, Claudio Ferrufino ha recuperado el aliento ético, ese compromiso indesmayable por la literatura. Todo alrededor parece descomponerse, qué demonios importa. Mientras exista vocación por contar, y en ella se encuentre una mirada llena de sensibilidad, la humanidad puede ser reconstituida en su cruda verdad.

En un estimulante artículo, el crítico español Ignacio Echevarría —con quien podemos estar en desacuerdo en varios puntos pero en quien reconocemos honestidad intelectual— se refiere al “estilo internacional” que marcara gran parte de la literatura latinoamericana de los años 90 y comienzos del nuevo milenio. Por “estilo internacional” Echevarría entendía la “uniformidad referencial, temática y estilística” que las nuevas reglas del mercado imponían a los escritores latinoamericanos con inmisericorde voluntad. Felizmente, todavía nos quedan autores como Ferrufino Coqueugniot quien, desde Bolivia, Francia o EEUU, en un movimiento radical por deshacerse de localismos, suerte de nomadismo intelectual y artístico, plantea una literatura de relieves, donde lo latinoamericano antes que un producto es una indagación, política, social, pero antes que nada vital y formal por partes iguales. Esa es la literatura latinoamericana que parece, siguiendo la estela de Roberto Bolaño, plantear una realidad ficcional menos complaciente, más fracturada. La misma que, desde sus diferentes frentes, delinean escritores como Richard Parra y Diego Trelles Paz (Perú), Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela), Juan Cárdenas (Colombia) y, desde luego, Claudio Ferrufino Coqueugniot, quien sin cansancio, con mucha espontaneidad y clarividencia, intuyó los derroteros actuales de la literatura latinoamericana. De lo que su literatura nos depara, no podemos decir gran cosa, aunque sí esperar las nuevas entregas de ese fresco del fracaso y la redención que parece decidido a elaborar.

Que el camino le sea oscuro como la noche de Cochabamba.

Madrid, junio de 2016


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Félix Terrones (Lima, 1980), es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003) y del libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014). En el género de la novela, ha publicado El silencio de la memoria (2008) y Ríos de ceniza (2015). Diversos relatos suyos han aparecido en antologías y publicaciones peruanas e internacionales. Algunos de sus relatos han sido traducidos al inglés y al francés. Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Michel de Montaigne – Bordeaux III (Francia) donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana. Editor y antologador de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Colabora con diversos medios europeos y americanos con críticas y artículos. Ha traducido la novela Conquistadors del escritor francés Eric Vuillard, de próxima publicación. Vive y trabaja en la ciudad de Tours (Francia).

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De SUBURBANO, 18/06/2016



Sunday, June 19, 2016

Atrapados en el paraíso

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pablo Cerezal y Patxi Irurzun en Madrid, como Corneille y Milton en el París cardenalicio de 1638. Años borbónicos, ángeles caídos, caldo de cultivo del futuro entre desechos del pretérito. De ese encuentro/presentación (escribe Patxi, presenta Pablo), heredé Atrapados en el paraíso (PAMIELA, 2014), que abro ahora, 23 de febrero del 2016, en Aurora, Colorado, a las seis de la mañana y con la escarcha que suena derritiéndose igual a antiguos goznes. Abro un intervalo; primero tengo que leerlo, aunque lo he hojeado tanto que ya, multiforme y saltado, se materializó como imagen.

4 de abril. Sobre la montaña de mierda de Payatas pasa una nube. La primera parte de este magnífico libro de viajes, diario íntimo, transcurre en un par de vertederos de las Filipinas. Esa sección titula Un infierno con goteras, y lejos está del paraíso a medias de la segunda parte, en Papúa.

Qué decir. Soy pésimo reseñador. Me gusta que este no sea libro que exija reseñar ni tampoco relato ortodoxo de viajes. Si algo quiero de Patxi es esa bonhomía, incluida la literaria, que no le da ínfulas de nada, ni de maestro ni de alumno. Él está allí, donde esté, pensando en su Malen hoy y después también en el hijo, en escrituras que son coloquios sin presunción para quien quiera escucharlos (y leerlos). No es Pierre Loti en Pekín porque no necesita serlo. Eso lo acerca.

Hay peripecias del por qué de la obra, un premio, seis mil euros, un viaje; la pregunta de adónde ir y la extraña decisión de gastárselo en el basurero más grande del mundo. Ningún empeño a lo Schweitzer de ubicarse en el dramático contexto mundial y rescatarlo. El horizonte como excremento sin que los efluvios hediondos de la miseria perturben un escrito calmo en su espíritu, asombrado a ratos, sí, ingenuo también, pero, sobre todo, sólido, a pesar de que el autor se refiera a sí mismo como algo distinto a ese estado.

En agosto viajo a San José, California, al matrimonio de una muchacha boliviana con un hombre filipino. Las páginas de Irurzun han hecho que observe al novio desde otra perspectiva. Tenía la mente llena de la épica de Rizal y la guerrilla antijaponesa. La malaleche inmigrante local que los considera como una mixtura entre chinos y malayos no tiene idea de la casi dulzura que se presta a esa tierra en este libro, así, en medio de la podredumbre, del hambre, la mugre. Pueblo marcado como animal por la conquista española, tanto que según leo acá, y como éxtasis racista y abusivo, las autoridades coloniales daban los apellidos a los filipinos en ton de sorna. Pareces jamón, apellidarás Jamón… Quizá viene de ese origen infame que el mayor héroe filipino apellidase Aguinaldo, José Aguinaldo… Bolivia y Filipinas, países amistosos, fiesteros, dramáticos y generosos. Mira dónde lo vengo a encontrar.

Papúa, el Sepik, el río Sepik de hombres emasculados por pirañas, dice Irurzun. Por pacús, en realidad, un inmenso pez trasladado al Pacífico desde Sudamérica, emparentado a la piraña y que carga muelas mejores que las mías. Lo aprendo en Monstruos de río, esa fábula viajera, aventurera, sociológica de la televisión y que en medio del color aterrador de la isla relata la solución del misterio: hombres castrados por peces, peces alimentados de testículos, tal vez por un delicioso (para el pez) dejo de orina en el agua. Y el temor, terror, imagino, del autor por pisar tierra caníbal. No sería para menos.

He tardado como tres meses en leerlo. Es libro de sabor, no de intelecto. Dos páginas en el baño, tres a la intemperie, en el patio, así, entre la escatología literaria y el sol, mirando correr niños congoleses y oyendo platicar, en el balcón de arriba, a sirios, armenios o no sé qué. Entorno que me hace cómplice, en aventuras que no son grandilocuentes epopeyas sino tristes y/o risibles detalles de gente simple y común. Cuando Henry Morton Stanley escribe su carta introductoria a quien dedica In Darkest Africa, edición de 1890 (en casa), explica que su misión “de alivio” se convirtió en odisea de enfermedades, debilidades, y no la potente carga imperial planificada. No comparo a estos dos escritores tan disímiles; voy a la belleza y brutalidad de la piedra sin pulir, a la anotación instantánea de la que se nutre la historia, a pesar de no siempre conseguirse los objetivos.

Cuando termina el monstruo de Manila, que incluso se hará melancólico a momentos, comienza la odisea papuana, el ombligo del mundo. Patxi y su febril acompañante, el contrapunto necesario y molestoso de toda acción de dos, tropiezan con una realidad al margen de la desesperación. Su mundo ha dejado de ser real y se zambullen a la fuerza en el aquelarre de las máscaras, el otro lado del que hablan los gitanos rumanos: el vivo y el muerto-vivo. De fondo hay un verde, o un conjunto de verdes, tan intenso que nos obliga a recurrir a los fauves.

Huyen, prácticamente, de allí, no sin antes visitar otro ejemplo del objeto de su viaje: el vertedero de Port Moresby. Humano, muy humano. Irurzun sobrevive en lo que hasta parecería un aura trivial sin serlo: el amor de su Malen…
20/05/16

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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 19/06/2016

Imagen: Portada del libro






Saturday, June 18, 2016

MADRID-COCHABAMBA, de José Ramón da Cruz

Madrid - Cochabamba

Tipo: Docuarte – Todos los públicos
Autor: José Ramón da Cruz
Duración: 30’00”
Año: 2015

Sinopsis:
En 2012, el escritor español Pablo Cerezal inicia un exilio voluntario en Cochabamba, Bolivia. Allí descubre la literatura de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, autor boliviano exiliado, también voluntariamente, en los Estados Unidos de América. Las redes sociales favorecen la amistad entre ambos y, juntos, inician una aventura literaria sin parangón hasta la fecha.
Madrid-Cochabamba es una adaptación libre de la obra literaria homónima fruto de dicha amistad, que indaga no sólo en la dura experiencia de sus autores, sino también en la relación entre hombre y ciudad desde la “existencia bruta” de elementos tan cotidianos como la música, el sexo, el alcohol, el desarraigo, la muerte… La urbe como monstruo primordial o como lejano resplandor. Ciudades tan distantes y distintas fecundan un desasosiego que, oculto tras los desastres de la vida urbana, se convierte en símbolo de identidad universal.

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De TRANSMEDIA ESPÍRITU SANTO FESTIVAL, Abril 2016

Tuesday, June 14, 2016

“La pija de Tarzán”. Notas de (o para) el destierro/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Así se refiere Wilson García Mérida, hoy director de Sol de Pando y viejo valiente y cascarrabias de la prensa boliviana, a ciertos “colegas” que al parecer tratan de inducirlo a tomar un camino específico que él rechaza. La “pija de Tarzán”, o la soberbia, no es ajena al periodismo nacional ni a la “patria” toda. Peor, como en el caso que el desterrado de Río Branco menciona, cuando se escuda en los vericuetos del jesuitismo y sus instituciones de comunicación.

La posición de Wilson es singular: ataca a Quintana y defiende a Morales. Ese hecho (el último) no debiera ser razón suficiente para negar colaboración y apoyo a un comunicador que si tiene errores o no (él lo decidirá) parten de su voluntad de creer en algo sin necesidad que ello satisfaga a unos o a otros. Al menos García Mérida ha demostrado a lo largo de décadas que tiene coraje para escribir lo que piensa; en una sociedad cobarde eso habla bien de él. Que personalmente discrepe con Wilson respecto al papel de Evo Morales en la historia nuestra, no implica, en relación a cierto juicio de valores, desacreditarlo o privarlo de solidaridad. En este momento es un periodista que huye a un destino ya decidido por el poder, a uno de sus brazos, y necesita el esfuerzo conjunto de todos para aliviarlo por una acción que jamás debiera ser penalizada: publicar lo que cree correcto, investigar lo que supone lleva a la verdad.

Esa colaboración ofrecida por algunos políticos, hay que aclarar, no puede subordinarse a la sumisión del individuo a sus benefactores. La coima, incluso si en apariencia es razonable y apunta a un fin positivo, tiene que ser extirpada de raíz, más en casos como este en que lo que se pone en juego es la libertad a secas.

Denuncia el periodista manipulaciones de Doria Medina; es crítico de Carlos Valderde, tozudo en su empeño de defender un proceso que parece considerar todavía válido. Carajo, es su derecho. No por eso se lo debe mantener en el ostracismo o considerarlo traidor o peligroso para una causa de la que no he visto una silueta definida. Defenderlo, hoy, es defender a otros mañana. Pero, si vemos (de acuerdo a las publicaciones de WGM) que uno de sus ardorosos críticos no es otro que el falso Savonarola, Raúl Peñaranda, sabemos por dónde va la jugada. Peñaranda es un cobarde que dadas las circunstancias desea jugar como valiente adalid del futuro. Dispongo de anotaciones, cartas, documentos de hace unos años que un día sacaré para desenmascararlo junto a otros galgos que de lambiscones pasaron a opositores.

El cargo de sedición es grave. En lo privado no creo que ser sedicioso sea de por sí malo si el momento lo acredita. No es el caso de García Mérida a quien siguiendo en sus escritos no he visto incitar a la rebelión ni mucho menos. Ha sido coherente en su apoyo a Morales y sumamente punzante en cuanto al entorno que rodea al mandatario. Incluso si fuera así, si él hiciese sonar las trompetas para destruir Jericó, no tendría por qué la prensa borrarlo. Se trata de la opinión de un hombre del ramo de la comunicación que no puede ser nunca perseguido por ella. No por los colegas que tendrían que pararse solidarios a su lado. Pero en este mercadillo boliviano de papas y cebollas no existe (o no es común) la grandeza de espíritu que permite obviar las diferencias y centrarse en lo que importa.

Valgan estas líneas para expresar mi apoyo. Y si a los curas no les gusta, a los de sotana y a los de combinación, que me excomulguen, que el cielo ya lo perdí.
13/06/16

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 14/06/2016

Fotografía: García Mérida en oficinas de SEDJUH, Río Branco/SOL DE PANDO

Monday, June 13, 2016

Ha muerto el bailarín

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mis máscaras son retratos de la muerte. Así con ojos vivos, azules las de México y Guatemala, con ojos vacíos las de África. Dos coroneles generales de Napoleón las acompañan: un coracero y un dragón. Ellos también son visiones de muerte.

A mi amigo Chaly Rimassa se lo lleva la ráfaga de un camión. Diez años que no lo escucho pintar. De pronto, virtualmente, llegan noticias de su fin. Qué queda, pregunto. Pensando en él es fácil: colores.

Se aproxima agosto. Con agosto, con el viento de ese mes que arrebata a los ancianos, retorna mi padre. Pronto me sentaré en el piso de su tumba, que es la de mi madre también, y solo veré caer el púrpura del jacarandá cercano. Colores. Ojos verdes de mi padre. Ojos negros de mi madre. Máscaras y rostros alrededor. No hay ruido; hasta la caldera se ha callado, ni sisea ya.

Boleros de caballería.

Ha muerto Alí, Cassius Clay, que en el filme con su nombre corre por los barrios pobres de Kinshasa, entrenándose. Un negro en busca de su negritud. Algo muy por encima de un combate que sería de gloria, Alí vs Foreman y la poética de lo imposible.

Mucho se escribe, y se lo ha hecho desde 1960, acerca de un campeón que antes de boxeador era humano, y controvertido, y contradictorio. Boleros de caballería, pífanos y tubas.

Tengo que decirlo: Muhammad Alí revive a mi padre sentado frente al escritorio; a mi hermano Armando en uno de los catres; yo en el otro. Miramos el combate de dos tapas de cerveza, cada una con un rótulo encima. Esta vez es Cassius Clay contra Ringo Bonavena. Igual a la realidad, la tapa dorada de cerveza tira de espaldas en el ring a la azul. El argentino levanta los brazos en triunfo (mi madre es argentina), pero el negro se levanta y gana la pelea por puntos. Joaquín anota con letra diminuta de amanuense egipcio el resultado. Cerradas tarjetas cuentan historias de triunfos y derrotas. No tibia estadística, no. Dos niños las viven y las releen en la noche y conversan sobre ellas. El box es el imaginario de nuestra infancia. Guerreros sin espadas, con guantes. Por eso, los domingos, en la plazuela Colón o en la arbolada Cobija, Joaquín Ferrufino Murillo nos hace pelear con otros chicos. No lanza al ruedo a los educados niños Ferrufino, preciados por las monjas del Maryknoll, sino a dos Clay, dos Alí, dispuestos a destrozar a un enemigo que tampoco nos ha hecho nada, como los vietnamitas no le hicieron nada al campeón. Sin embargo seguimos.

Llanto. Bolero. Danzón.

La noticia me encuentra despertando a medianoche para el trabajo. Entonces la oscuridad deja de ser la misma. Hacía años que no pensaba en Muhammad Alí. A esta hora se muestra tras de la luna como una máscara fang, de lodo blanco, como un fantasma. Las máscaras fang tienen un agujero pero sin ojos… Los ojos de los fang, según Cendrars, brillan en el cielo negro como la piel. Otra vez la muerte que toca la ventanilla del auto diciendo aquí estoy, nunca me he ido. Hoy es tu madre, mañana tu padre, tu amigo, incluso Alí porque no hay, o no quedan, campeones contra la muerte, la infinita, terrible boxeadora.

Escribir reminiscencias, análisis, veleidades políticas, ciertas o no, lo dejo a otros. Brilla la tarde pero más brilla el silencio. Apuro un café y me escondo de las paredes que se han cargado de difuntos. Una foto del campeón de peso pesado dobla la mandíbula de Doug Jones como si fuese de plástico. Henry Cooper, el campeón inglés, se deshace en sangre. El rostro ha sido martillado burdamente igual a una escultura mal trabajada.

En el Chaco, en Kilómetro Siete, una banda aviva las bayonetas bolivianas. Suena una canción y George Foreman se desliza hasta el suelo con lentitud de algodón. Kinshasa. El dictador Mobutu sonríe. Sus dientes son los de la mala muerte, que la hay buena. La fanfarria festeja el triunfo de Alí, con más virilidad que los versos de Césaire, de Neto y de Senghor.

Murió el hombre que bailaba en el ring, para quien el puño era una fiesta, mujer vestida de rojo, regordeta y hermosa, con hilos blancos amarrándole el vientre resaltando los senos. Debajo tenía vendas que hacían de enaguas y también la sangre o el carmesí que emanaba de su sexo. Golpea, gira y golpea, igual a la rumba que alarga el brazo izquierdo, luego el derecho, pie adelante y atrás. La muerte da una lección de baile y la apodan mambo.

Hablar de vacío es nimio porque nada está más lleno que el silencio. De a ratos, péndulo incansable, la onomatopeya, pum, pum, pum ¿Golpean a la puerta? No, señor, es Muhammad Alí que ha puesto de sparring a la muerte y la vapulea. Por ahora. Sabe que perderá. Mientras tanto se divierte, baila y baila, y con Alí, de altos botines blancos, bailan las máscaras, bailan mi padre y mi madre. Permanezco en la silla, anotando para no perder tiempo.

Boleros de caballería.
09/06/16

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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Sucre), 13/06/2016

Thursday, June 9, 2016

Variación sobre Conrad/EJERCICIOS DE MEMORIA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Estamos mirando la bruma de Londres que escuda el Támesis donde flotamos, el capitán Marlow, Joseph Conrad y yo. La fantasmagoría del aire hace más tenebrosa la historia de Marlow sobre su viaje por el curso del río Congo. Pesada la voz corta largamente la niebla y suena profunda como un oboe.

Los ingleses se aventuran por la “gran serpiente” enroscada en infinitas curvas. El río es peligroso; el canal está al medio y es estrecho; lo demás son bancos de arena de los cuales no se escapa más.

Es el siglo XIX.

Hipopótamos y cocodrilos dormitan en las arenas apesadumbradas. El barco avanza con lentitud, casi parece una mujer embarazada subiendo una calleja, lívida como un mantel. Los árboles diseñan la imagen primigenia de la tierra, terrible y exuberante o exuberantemente terrible; arbustos y lianas apoyan el caos vegetal, furioso en sus mil rostros. La selva no ama al blanco.

Aparecen en las orillas hombres gesticulantes, volteándose entre aterradores gritos sin significación para los europeos. Conrad se arrima al borde y escribe en su pensamiento el pánico que le causan estos seres; teme, dice, que sean humanos y que alguna hermandad lo una con ellos. Siente un extraño deseo de gritar y saltar también. Le parece tan fútil la vestimenta que lleva. Compara inconscientemente a sus compañeros blancos y asume la sinceridad del primitivo. Pero no opta por los “salvajes” porque no puede hacerlo. El sentimiento es impotente ante el acto y la costumbre.

Hemos regresado al estuario del Congo, Marlow, Conrad y yo. El viaje ha sido como un retorno al pasado, a la prehistoria del hombre. Por un momento hemos habitado “el corazón de las tinieblas”.

Amanece sobre el Támesis. El sol desviste la bruma con sus innumerables sexos.

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Publicado en TEXTOS PARA NADA (Opinión/Cochabamba), 1987

Fotografía: Barco en el río Congo


La ville de La Baie/EJERCICIOS DE MEMORIA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Québec es la zona francesa del Canadá, quizá la más linda del país. Ya hablé de la ciudad de Québec, de sus multicolores efectos. Escribí también poemas sobre iglesias de roca negra o ennegrecida... Hoy quiero recordar La Baie, en el norte de la provincia mencionada.

Un octubre -alguna vez- mis hermanos me aguardaban en el aeropuerto de Montreal. La tarde vestía un pálido gris destinado a la alegría. De allí partimos en un viaje de cinco horas en auto hacia La Baie, villa de la región de Saguenay-Saint Jean. Atravesamos de noche el extenso Parque Nacional de Laurentides, patria de los alces. Bosque y bosque atrapaban la oscuridad entre sus ramas. El brillo otoñal de las lagunas iluminó en mí un sueño de tranquilidad.

La Baie era la punta de una larga lengua de agua. La bahía (baie es bahía en español), descansaba en medio de colinas arboladas como un invento infantil. El oleaje venía en placentera rutina hasta los rodados cantos de las orillas.

Las aves de la mañana desplegaban la sábana blanca de sus alas sobre el horizonte. De a poco caían tos maderos de una fábrica de papel y los barcos cargaban las páginas que serían repartidas por el mundo con su vacío vientre pleno de ilusiones.

Si ha existido la calma y si yo la he visto ha sido allá. Aquél es un pequeño deseo aguardando las anhelantes soledades del que busca algo. Allá, a las hojas las barre la brisa matutina.

La ville de La Baie es real, tan real como Lucie...

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Publicado en TEXTOS PARA NADA (Opinión/Cochabamba), 20/10/1987

Fotografía: El ferry Tadoussac-Baie-Sainte Catherine

Tuesday, June 7, 2016

Bolivia: el Jardín de las Delicias de los discapacitados/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pocas palabras para describirlo. Rotundas imágenes: un rengo que corre a duras penas en medio del gas lacrimógeno; un mutilado semidesnudo en franca estampa medieval. Silla de ruedas contra bastón policial, gritos contra la fortaleza concreta del poder.

Ya había sucedido, hace unos años, en situaciones similares: los discapacitados pidiendo un bono de hambre para engañar la angustia. Entonces, los esbirros del gobierno aplicaron bastones eléctricos al metal de las sillas de ruedas. Una suerte de ejecución con no tanto voltaje para matar pero con el suficiente para causar dolor. Práctica nazi.

Ayer escuchaba al imbécil de Pérez Esquivel, premio Nóbel de la Paz, defendiendo lo indefendible. La artrosis mental de la izquierda no deja resquicio para el razonamiento. Este cura infame, como infame fue Xavier Albó defendiendo las pateaduras masistas contra dirigentes indígenas del Tipnis, afirma que el revocatorio en Venezuela no es una buena opción. Considera que en el pueblo donde se muere de hambre hay revolución. El fascismo de los ciegos de la izquierda desbalancea su semejanza con aquellos de la derecha. Al menos en aquel oprobio (del otro lado) no se miente, o no tanto. Pérez Esquivel se presentó como un marrano a sueldo, mientras que Mujica, el venerado, mostró su matiz cobarde al defender con retruécanos una reelección, la de Morales, que un momento antes dijo despreciar en su país. Típico del pensamiento colonial, como decir que entre indiecitos sabrán qué les conviene aunque mucho no puedan discernir.

Quisiera enviarle algunas fotografías al que se sienta en el Vaticano sobre el Gólgota actual de los discapacitados bolivianos. No hay embeleso ideológico que haga pensar que esos lastimeros esperpentos fueran la punta de lanza del imperio o el capital. Terrible para el MAS que exista prensa libre, porque en pleno siglo XXI mostrar la represión contra los inválidos parece historia inventada, o mal recordada del infierno retratado en viñetas donde se cocina gente en cacerolas o se desmembra individuos ante la sorna de los verdugos.

Mientras Evo Morales convierte a su país en un cuadro de El Bosco, él pasea su humanidad millonaria y vanidosa por el jet set internacional. Es una diva, no hay que quitarle mérito, pero una diva no gracias a talento sino a expensas de la miseria de los más, tierra allá. Aparece ahora con propuestas de mundial de fútbol y utiliza su avión como si fuera micro de la línea D. Le dará soponcio si no llega coronado al 2025, no para emular al zombie de La Habana, Fidelito, porque él solo puede estar a la altura de un Dalai Lama ¡y eso! Bienaventurados los ricos porque de ellos será el reino de la tierra.

Entre los vivos, el más fraterno, parecido, similar, es Kim Jong-un. Pena que Morales no tiene cohetes. Al menos, por ahora, el campesinado boliviano parece rozagante y bien comido. Todavía no se ven entre la disyuntiva de devorarse una pierna o comerse crudos a los hijos (Corea del Norte). Pronto, tengan paciencia, que esta destrucción de la Madre Tierra prostituida por el capital en “la Bolivia de Evo” no es espiral sin fin y va a cobrarse el estupro.

Pol Pot debe revolcarse de envidia en la tumba. Ni a él se le ocurrió este festival dantesco de apalear discapacitados, gasificarlos, electrocutarlos, tirarlos por el piso para que se arrastren. No oigo las voces de Francisco I rey del carnaval vaticano ni del inefable Albó. O estos espectros que saltan en una pata son jugarretas tecnológicas del demonio Obama o nos dieron cocaína adulterada…

Mujica y Pérez Esquivel rebuznarán a su modo, que es el modo equivocado.

06/06/16

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 07/06/2016

Fotografía: Bolivia: cuelgan a discapacitados/REFORMA