Sunday, February 28, 2010

El tiempo pasa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La tecnología ha avanzado con desenfreno. También el arte. Si pienso en la música, creo que me volví obsoleto. Pareciera que la aparición de artistas con trazas de cambiar la historia ya se acabó. Posiblemente es un prejuicio de la edad que crea cánones a veces ya insalvables. Me creo moderno en cuanto a música y sin embargo mis alcances no avanzan más lejos de Nirvana y Pearl Jam. ¿Y hace cuánto que murió Kurt Cobain? Catorce años: todo un espacio.


Por las mañanas, mientras manejo, escucho un programa llamado Breakfast with the Beatles. Un desayuno muy antiguo diría yo. Cruzando la avenida Havana tocaban en la radio "My Sweet Lord", de George Harrison. Aumenté el volumen, y en el signo de "pare" un grupo de colegiales me miró como algo antediluviano. Pensarían qué mierda son Hare Krishna y el dulce señor. Con los pantalones en medio del ano se alejaron, caminando apenas porque debe de ser difícil caminar vestido así.



En 1975 traje de Córdoba, Argentina, un casete de los Doors. Tenía 15 años y aquello era nuevo. Lector de "Pelo", conocía la historia nebulosa del cantante Jim Morrison. Entonces escuchábamos sobre todo a los Beatles, a Crosby, Stills, Nash & Young (mi madre trajo un disco del cuarteto desde el centro del KKK en Alabama: Tuscaloosa), Pink Floyd y, en las fiestas, bailábamos "Chico Puntual" de Deep Purple o guardábamos copias de Uriah Heep y Ten Years After. En otros lados ya había explosionado el punk, pero a Bolivia llegó cuando perecía, exceptuando quizá una canción de los Clash.
 La música, como la literatura, en términos de novedad, llegó tarde a nuestra juventud. Quizá por ello nos formamos con los clásicos. Aún hoy cuesta ponerse al día con los libros. Esporádicamente recurro a algún novísimo pero mis lecturas trashuman todavía por los años cincuenta (Christopher Isherwood) o, detrás aún, por las bellas novelas de Joseph Roth en los campos de guerra de la Ucrania revolucionaria. Eso si, no pierdo el rastro en la gran novelística del siglo XIX. 



Las miles de canciones que guardo en la computadora van desde cantigas medievales hasta un máximo cronológico que señalaría a Violent Femmes. Anhelo todavía llenar el vacío de mi ignorancia de lo que se produce hoy. En parte lo debo a que en el exilio voluntario de los Estados Unidos, tal vez por la distancia pero más por la diversidad encontrada, me incliné con fervor hacia la música de América Latina y, en menor grado pero con igual expectativa, a cualquier tipo de música ‘étnica’ que me privó de seguir el tranco violento del rock and roll.
 No era raro que manejáramos ebrios por el Distrito de Columbia, con Fernando Vargas, en un viejo y grande veocho Cadillac. Atronábamos la mañana entonces con "Born to be Wild" o, cuando llegaba el tiempo de reflexión y el crepúsculo se ceñía a las adustas hojas de los plátanos de la ciudad, cambiamos el estruendo de Steppenwolf por las líneas de Leonard Cohen. 


Pero luego de aquellos años de "Hotel Chelsea #10", donde Cohen le canta con nostalgia al espectro de Janis Joplin, aparecieron Rubén Blades, Aymara, Los Fronterizos, que se embriagaron con los amigos en casa. El rock se estancó. Luego, ya ido yo de la comunidad boliviana -andaba en amores con Norteamérica en piel y en cultura-, me arrimé a los últimos resabios del punk, no sólo en sus nombres ilustres sino en el punk local que funcionó como una gigantesca base redentora de la música moderna en el país. Pete Townshend -de los Who- decía que el punk había salvado al rock. Murió Ian Curtis, vocalista de Joy Division, y quienes le sobrevivieron crearon New Order: había nacido el New Wave, antecesor del rock alternativo que hoy, primera década del siglo XXI, aún aletea en simulacros de vida. El epitafio de Ian Curtis reza: “Love Will Tear Us Apart”, tal vez premonitorio, una secuela al fin del Flower Power que terminó en Altamont.
 Había cerveza negra, en vasos de pinta, en El Gallo Negro, bar seudo-punk donde no sólo la cerveza era oscura: también los trajes de las muchachas. Buzzcocks, las sesiones Peel de The Cure, The Gang of Four, los recién aparecidos Mekons, The Pogues, The Pixies. Y siempre retornaba al Rey, Elvis, aunque ahora me gusta descubrir las canciones que cantaba y que eran composiciones de otros ni tan famosos del añejo R and B, sin quitarle mérito a Presley. También lo hicieron -esta suerte de copia- los Beatles y los Stones y de allí nació Bob Dylan, de la gran herencia negra, entre las muchas cosas que su talento cargaba.



Corté la lectura de Rolling Stone, que no sólo es una magnífica revista de música. El tiempo avasalla y resulta imposible perseguir ningún sueño de erudición en campo alguno. No sé siquiera si otra revista excelente del mismo estilo, Spin, sobrevivió al tiempo. La dirigía el hijo de Bob Guccione, de Penthouse y fracasos célebres como Calígula, pero hermosas e inolvidables mujeres: Janine Lindemulder, Leslie Glass que fue arrebatada de su desnudez y de su existencia por el cáncer. Spin denunció los crímenes de Roberto D'Aubuisson cuando aún la guerra civil destrozaba a El Salvador.



Escribo. Lo malo de un texto con tantas entradas es que se llena de digresiones. Cómo no hacerlo si en cinco mil caracteres tratamos de concentrar una vida, o parte importante de ella. El tema, que fue el del avance inexorable -e imposible de seguir- de la música moderna se diluye en los entreactos de un cambio de ritmo a otro: Blues, R&B, Rock and Roll, la música progresiva, el rock metálico, el Punk, el New Wave, Alternativo, y también las fechas de la historia personal con sus dosis de trabajo, de amor, de concentración, de sexo y de cansancio. Una mixtura que más parece maraña, pero que aún con su complejidad y sus austeros minutos vale la pena de vivir y recordar.

05/05/08
_____
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 10/05/2008

Imagen: Poster de Bonnie MacLean para el Fillmore West de San Francisco. Conciertos de los Yardbirds, los Doors, James Cotton & Richie Havens.

Cambalache/NADA QUE DECIR


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Se olvidó ya a Zelaya? ¿Quién era Zelaya? Un dudoso individuo, hijo de un hacendado en cuyas tierras se asesinó, con complicidad, a luchadores sociales. Pero, en la retórica del juglar venezolano, semejaba alguien innegablemente revolucionario y de largo aliento.


Ya quién les cree, aunque el presidente de Venezuela aparezca en Cancún, militar de cabaret, simple cantor -eso sí- para ya en el aeropuerto gorjear "México lindo y querido", sonriendo en derredor con extraña masculinidad.


Alvaro Uribe es otro sinvergüenza, pero tuvo razón cuando demandó a Chávez ser varón, porque una cosa es la verborrea y otra la hombría. Tal vez si el en cuestión se fajara a puñetes con alguno de sus tantos "enemigos" le iría mejor. Tan similar a Mussolini, tan parlanchín, tan igual a los fascistas, los camisas negras que entraron a Grecia con paso de parada y fueron corridos a palos, los mismos que huyeron en Guadalajara ante el empuje republicano español (leáse Hemingway). Mucha voz y poco puño no es fórmula que garantice eternidad.


Y qué decir de los connacionales, conplurinacionales debiera decir. Sorprendió que Evo Morales acusara al colombiano Uribe de agenterío, cuando en televisión, antes de la declaratoria, posaba a su lado con floreada sonrisa y evidente satisfacción. Será que estamos aprendiendo política del sexo opuesto, lo que no estaría mal si lográsemos evitar la testosterona y el hecho de cargar huevos que se supone nos llenan el alma de irritación y el cuerpo de dolor y esperanza (o viceversa). Tal vez hago reduccionismo absurdo e incalificlable de la alta ciencia del poder. No lo creo; transitamos un camino donde la política ha perdido una esencia que la hacía apetecible y peligrosa, para convertirse en pasto de bufones y amargados.


Qué lejos Atenas y Roma, Viena, Londres o París -por dar el ambiente occidental en que crecimos-, qué lejos las tradiciones exquisitas de dominar o perder con maestría. Hoy las doctrinas se crean con badilejo, y no significa nostalgia por Metternich o Víctor Paz, sino por la inteligencia que se necesita a tiempo de progresar y concertar. Ahora basta el sortilegio de un bastón de mando apócrifo, mintiéndose originario, para decidir la suerte colectiva. Aguarden diez años y verán el resultado.


Bolivia nunca tuvo rumbo. Menos ahora. Hay multitud de poderes y un curaca que en apariencia reina, pero cuyos acólitos hacen, cada uno, lo que les da la gana. Observen a los generales que niegan una orden judicial, que manejan como retrasados mentales el drama de las dictaduras y los desaparecidos. O hay comandita, o a los entorchados de Miraflores les importa un carajo la ley y el gobierno. Existen historias, que con el tiempo destaparé en toda su abyecta lujuria, de funcionarios universitarios que simplemente se pasan por las nalgas los amparos constitucionales que gente en su derecho opone a su mandamás demencia.


El amo soy yo... Todos y cada singular tienen poder ilimitado -sobre los febles- en este país que reclama para sí lauros inventados, dádivas que le hacen los neocolonialistas con miedo de hablar en contra del gobierno "indio" y ser calificados de racistas.


Hay Evo para rato, dicen las bocas de los aprovechadores y los mudos (imaginen quienes son). Quizá por un rato, pero, como a Quintana y Almaraz (que se creyeron eternos) la bola de la fortuna concede pero también aplasta.

27/02/10

______

Publicado en Puntos de Vista (Los Tiempos/Cochabamba), 28/02/2010
Publicado en Nuevo Sur (Tarija), febrero 2010

Imagen: James Ensor/El banquete de los hambrientos, 1915

Thursday, February 25, 2010

Escritos, escritores.../NADA QUE DECIR


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Febrero se llevó a Tomás Eloy Martínez, a J.D. Salinger, y también a Howard Zinn, el historiador norteamericano cuyo crítico enfoque le dio nueva dimensión a la historia de los Estados Unidos. En USA, aunque no al extremo de la Unión Soviética, los hechos los contaba el manipulador del poder. Zinn desnudó sus verdades, como a su modo lo hizo el novelista argentino en sus clásicos "La novela de Perón" y "Santa Evita" y, a un plano no ya de ficción, "La pasión según Trelew", en casi el preámbulo del despegue de la tragedia argentina.

Salinger no sube al estrado; se mantiene oculto, receloso incluso, explícito en cuanto a la molestia que le causan los académicos, desdeñando los repetidos saludos que Truman Capote le hacía llegar por los más variados mensajeros. Ahora, en la muerte, no necesita ya el escondrijo del incógnito. Ahora puede ser el gran autor que fue y que deseó, ajeno a los otros, a aquellos a quienes se refería al afirmar: "Ya no hay escritores. Sólo zafios vendedores de best sellers y bocones".

Escribir suele ser actividad controvertida, y carente de dogma por lo general hablando de escritores-creadores. Se da el caso de tomas de posición y opiniones que a la larga son rechazadas por quienes las proponen. Claro el caso de W.H. Auden que en su poema "Spain", de los tiempos de la Guerra Civil Española, y guiado por la retórica comunista, sugería que la muerte (entendida como la eliminación física de los rivales políticos) era necesaria. Líneas que le valieron durísimo ataque por parte de George Orwell, quien en su "Homenaje a Cataluña" reclama la memoria de una era particularmente valiosa, lo que no impidió que en su relato de primera mano en el frente aragonés desmitificara el romanticismo de entonces y lo reemplazara por inercia, aburrimiento, ridiculez (sin arrepentirse de haber estado presente). Lo hizo Koestler, en otro ámbito y estilo... y siguió como Orwell subyugado por la España que se elevaba por encima de dogmas y terrores.

La Argentina de los años setenta tiene en Tomás Eloy Martínez un ágil e inteligente pintor. El artista ve los caminos que llevan el pais a la ruina y aunque se sabe que no es indiferente al asunto, tiene esmero en retratar lo que ocurre.

Cuando Perón llega a Ezeiza después del exilio español, lo hace casi como un prisionero. Su vida no es sólo historia, es una novela. El decrépito militar que daba la imagen de valiente caudillo no pasa de ser un títere en manos de José López Rega, oscuro segundón ávido en el arte de la brujería -dicen- y en el de hacer cornudo a su jefe, el general Juan Domingo Perón. López Rega y su poder absoluto en el gobierno de "Isabelita" marca el inicio de la fatídica Triple A, y de la drôle de guerre que la izquierda combatiente añade en beneficio del desmantelamiento nacional. No de otro modo pudo haber sido, porque aparte de los actores individuales se habían ido solidificando las bases de tal enfrentamiento. Era la época, apenas unos años luego de la muerte de Che y un alucinamiento masivo que todavía rescatamos como "ideal".

Cada escritor un mundo, aseguran, pero también un detalle. Ehrenburg se recordará por su don mundano y la inteligencia con que lo digiere, más que por "Julio Jurenito". Me temo que Borges, el hombre (un libro en sí mismo), crece por encima de su obra y hasta los diletantes lo nombran sin haberlo leído, mucho menos seguido sus pasos como poeta durante la visita de Drieu La Rochelle a Buenos Aires, cuando comenzó a perfilarse el genio. Pocos pueden parafrasear a Jaime Sáenz pero muchos imitarlo en los rincones de lo oído. Ni qué hablar del pobre Neruda cuya a veces magnifica obra se ha reducido en el conocimiento popular a "me gustas cuando callas porque estás como ausente" (a quién no le gustan así), pero olvidado en las alturas de Macchu Picchu y en las suyas propias.

Salinger tenía razón. Mejor una vida apacible, en las posibilidades que ofrezca, en paseos por el Parque Central, por el Luxemburgo si es París que se sobrepone a Nueva York, en la cotidianeidad de los hijos, siempre por encima de la vanidad y de la fama. Y también mejor el infierno por el que se adentra Conrad hacia el Congo, sospechando que en la angurria en que ha devenido ser literato no hay nada. De ahí Rimbaud y Lautréamont, o la efímera grandeza de Hart Crane y Raymond Radiguet.

La muerte es la peor enemiga de la fama, considerada ésta como un bien contante. Y la mejor amiga de los que en serio escriben, de Schwob en la oscuridad de una habitación con un criado chino, de Petrus Borel con hambre...
20/02/2010

_____
Publicado en Puntos de Vista (Los Tiempos/Cochabamba), 25/2/2010

Imagen: Lajos Bakacsi/Ex-libris húngaro con el rostro de Attila József

Wednesday, February 24, 2010

Control/LA VUELTA AL MUNDO EN 80 FILMES


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Control, Anton Corbijn/Reino Unido, 2007


Tomó un director holandés para retratar a uno de los últimos grandes y trágicos iconos del rock and roll: Ian Curtis, vocalista de The Joy Divison. Eso da la pauta de la extensión inusual de la música de este grupo inglés, en el sentido de que su falta de ubicación precisa entre los movimientos musicales le presta universalidad. Joy Division surge en las postrimerías del punk, dándole quizá categoría post-punk; sin embargo, ya muerto Curtis, y en un plazo inmediato, Joy Division se convierte en New Order, grupo inaugural de lo que vino a llamarse el New Wave.


A decir del propio Corbijn, Joy Division no pertenece a los setentas ni a los ochentas, pero su música simple -y hermosa- se arraiga en ese espacio ubicuo de los momentos predispuestos a la inmortalidad. Aparte que las letras de Ian Curtis son poesía de un nivel que se ha perdido ya en el multitudinario espectro del rock.


El actor Sam Riley, que hacía poco doblaba camisas como dependiente, logra una magnífica interpretación del personaje, mientras que los músicos, que recrean en vivo al grupo, dan un inusual espaldarazo de solidez y poder a la cinta. Basada en el libro de la viuda de Curtis, Touching from a Distance, la película carece de la gran parafernalia de los trabajos dedicados a este tipo de arte. Es más bien sencilla y melancólica, como fuera Ian Curtis, quien desecha el rol de estrella para continuar siendo un muchacho normal, aunque triste, de cierta pequeña geografía británica: Macclesfield.


El rodaje comienza con un joven introvertido de 17 años y la aparición de una muchacha que se convertirá pronto en su esposa. Curtis se encierra en su dormitorio, agobiado por la monotonía de semejante lugar y la austeridad de la sociedad inglesa. En su encierro, que algunos han llegado a pensar muestra naciente de futura depresión, Ian escucha la música de David Bowie, elemento primordial y singular del rock; uno de sus grandes letristas también. En un concierto de los Sex Pistols encuentra a los miembros de una banda en busca de vocalista. De allí saldrá Warsaw, el nombre original de los Joy Division.


A medida que se adentra en la formación del grupo, y en la creatividad que exige el arte para descollar, el personaje olvida por decirlo así su trabajo y a su joven embarazada esposa. Con el éxito viene un encuentro con una amateur periodista belga que se convertirá en su amante, motivo que desencadenará la tragedia del film, con el suicidio, por ahorcamiento, del músico (escena presupuesta, no filmada). Corbijn intenta, a pesar de su presentación casi coloquial de este efímero drama, dejar pendientes las razones de la autodestrucción tan común en el arte. Aunque un affaire extramarital puede derivar en situaciones tales, la idea es que existe mucho más que la simpleza de un adulterio en la mente del artista para decidir su muerte. Obviemos la lacra sicologista que intenta reducir todo a una problemática de paranoia y enfermedad y quedemos con la casi glorificación del derecho del hombre a vivir o morir por decisión propia en un mundo impropio. No es, no se malentienda, apología del suicidio. No hay tal, son derivaciones personales mías de un asunto delicado y demasiado común en la historia del arte.


El título: Control, viene supuestamente de la historia de una cliente de Ian Curtis, siendo funcionario gubernamental, que tiene un ataque epiléptico mientras se entrevista con él. Epiléptico él mismo, el instante lo marcará profundamente y se convertirá en la letra de una notable canción: She's Lost Control.


El control es prerrogativa de los imbéciles; el caos, de los dementes y los genios.

22/10/08

_____

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), octubre del 2008
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/03/2014

Imagen: Ian Curtis

Monday, February 22, 2010

Premuras/MIRANDO DE ARRIBA


Creer que el texto que uno ha enviado cubre la responsabilidad
semanal de escribir puede ser seguridad mal comprendida. Cuando
se trabaja en prensa se sabe que a veces hay un espacio inesperado
-que hay que llenar- y que no puede ir vacío. Se echa mano a textos
antiguos, fotografías, lo que sea y venga.
Hoy ocurre algo así. Me disponía a dormir una siesta, alternarla tal vez con los juegos de invierno en Vancouver cuando al ver mi correo electrónico un aviso de ¡¡urgente!! destroza los sueños de inercia y me sienta incómodo ante mi computador con la mente en blanco. Repaso la temática última de mis escritos de prensa. Me cansa ya la mascarada boliviana y me niego -hoy- a recordarme las individualidades que detesto y que también merecen descanso luego de la feria de Alasitas donde, en miniatura, rogarían por su ambición.
Son las doce cuarenta, apenas pasado el almuerzo, y creo que la comida y comer son tema literario inagotable y rejuvenecedor. Comienzo entonces con un programa televisivo, donde un chef de gran maestría y dudosa virtud sugiere algunas delicadezas para recibir la gente en casa. Agarra el mandil, se lo ciñe, y palpa el filo del cuchillo en premonición.
El atún es un pez que jamás engaña. Pobre, pensar que para semejante lealtad necesita estar muerto, sacrificado, cazado, descuartizado, congelado, vendido tocado y retocado por manos orientales en el mercado de peces japonés, donde se negocia con sabor y donde la humanidad pierde, más rápido de lo que se piensa, lo poco que le queda. Pues bien, nuestro chef se dedicará a describir un platillo de atún que recordaré con esta mente que todavía no tocó el Alzheimer para calcarlo hoy en que no hay clases y la nieve cubre casi todo lo que vive afuera, porque lo de adentro, como en el tango, no descansa... por el contrario crece, inventa, trafica. Hace frío y manos a la obra.
Lo ideal es utilizar un filete de atún fresco. La delicia cuesta como diez dólares sin embargo y es menester cambiarla por un par de latas, dos por un dólar, con el mismo pez, y un gusto que no tiene nada de malo. Vaciar el atún en recipiente hondo, rociarlo con jugo de limón, bañarlo con un chorrito de aceite de ajonjolí mientras se le pone mayonesa hasta alcanzar un tipo de textura suave sin ser aguada. Se aumenta algo de mostaza, gotas de vinagre de manzana y salsa de soya medida para que su fuerte sabor no elimine el de la carne que comienza a aromatizar la cocina.
Muero por una copa de vino que tengo a mano. Un McManis californiano, cabernet- sauvignon. Pienso que con esta comida beber un poco disminuiría la posibilidad de diferenciar un almuerzo con una obra de arte. Nada mejor que el agua entonces para la sed y el deseo de éxito, que en caso de comidas se torna imperecedero como en conquista amorosa. Sal, pimienta, vinagre de nuevo.
Hay que añadir, cuando ya la pasta parece lista, jengibre fresco, o en polvo si no queda opción. Algo, muy poco, de wasabi, que, junto al jengibre, si se exagera, pondrían un dejo picante que no se quiere alcanzar. Cebollines en picado fino, rociados como confites de matrimonio, más el toque mágico de semillas de ajonjolí y está listo. El preparado se sirve sobre paltas cortadas por la mitad, paltas rellenas acostadas en cama de lechuga. Se salvó el hambre y se escribió algo. Casi lo mismo.
22/2/2010

Publicado en Opinión (Cochabamba), 2/3/2010

Imagen: Arte aborigen australiano

Martín Chambi, fotógrafo indio


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mario Vargas Llosa dijo: “Un día Chambi será reconocido como uno de los más coherentes y profundos creadores que la fotografía haya dado a este siglo”. Lo sitúa entre esa élite de media docena de creadores que ha dado el Perú (con el Inca Garcilaso y César Vallejo), cuya talla sobrepasa los límites locales, grupo en el que, por modestia no lo dice, se considerará él incluido, con justicia.

Martín Chambi (1891-1973) nació en Coaza, pueblito andino en la región de Puno, de una familia quechua. Sus inicios como fotógrafo los debe al despertar de esa afición mientras excavaba oro en las minas de Carabaya, donde conoció a algún mentor. Su destino fue aquel ligado a todo quien naciera en condiciones similares.

A pesar de cierto éxito como fotógrafo profesional, y exhibiciones en su país, no es hasta hace muy poco que se considera su obra como universal. Vargas Llosa lo pone con Edward Weston y con Nadar. ¿Por qué no?, Martín Chambi excede lo que podría llamarse un provincianismo monotemático. Su obra abarca cierta y exclusivamente Perú, pero al Perú comprendido como un sujeto plural y diverso, aun en los ámbitos de Cuzco, donde el artista centró su obra. Sus tomas abarcan el pasado, Machu Picchu (el Huayna Picchu, el Putucari Picchu) algo después de una década de haberse descubierto las ruinas, pero también un popular motociclista, automóviles de los años veinte. En su calidad de etnógrafo accidental retrata la vida nativa en fotografías de profunda y melancólica belleza; resaltan sus chicherías donde indistintamente convergen indios y mestizos, hombres y mujeres; donde se juega el ‘sapo’, precioso instrumento del azar y la técnica que se habrá olvidado en Perú como se olvidó en Bolivia.

Paisajista y antropólogo, resume la orfandad como la magnificencia del Ande en Osangate y en Tinta, tierra de origen del eterno José Gabriel Condorcanqui, donde sus indígenas visten los más fastuosos ponchos. Para un amante de los textiles andinos, los negativos de Chambi son fuente inagotable de conocimiento de la temática y la concepción del mundo que en ellos habitan.

A pesar de poderse situar en una perspectiva indigenista, supongo que Chambi se aleja con distancia de cualquier ortodoxia. Su obra refleja un profundo Perú mestizo, la tierra chola que sufre en los versos de Vallejo, donde los límites entre el mestizo y el indio son circunstanciales muchas veces, la pobreza los hermana y los reúne en el verso de Manuel Scorza que dice: “Aquí el pájaro no es pájaro sino pena con plumas”. Es la política la que juega con el destino de estos grupos cuando inclina a unos a ‘emblanquecer’ sus desdichas y relega a los demás al profundo agujero de la abyección perenne. Los rostros de Martín Chambi nos recuerdan para siempre que compartimos el origen, y que el terno o el chambergo son brochazos de esmalte.

Hizo aprendizaje en Arequipa con el célebre Max T. Vargas (padre del famoso dibujante de Playboy) hasta ser independiente, en 1917. Poseo un magnífico retrato (autógrafo), del 20 de diciembre de 1916, de José Gutiérrez Guerra (luego presidente de Bolivia), del estudio de Max Vargas -Arequipa y La Paz- que, por sus cualidades técnicas, bien podría haber sido hecho -o retocado- por su aprendiz Martín Chambi. Es un sueño que quizá algún experto confirme.

La fiesta. Eterniza el fotógrafo esos ambientes de alcohol y plegaria, allí donde España y los Andes copulan forzosamente y crean vástagos que jamás podrán ya ser uno u otro, que tendrán, tarde o temprano, que comprender, a pesar de la violencia, el rapto, el estupro de donde viene América, que juntos somos tantos y que sueltos somos del folklore souvenir.

“Hay en mi corazón muchas lluvias,/largas nieblas, patio amargo;/la pura verdad, en estas tierras,/uno a veces es tan triste/que con sólo mirar envenena las aguas". (Manuel Scorza)
05/02/2009

_____
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 01/03/09
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra)
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba)
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre)

Imagen: Martín Chambi/Jugando al sapo en la chichería, Cuzco, 1931


Jaime Saenz en Cochabamba


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Domingo por la tarde, Cochabamba ayer, los amigos, chamarra en brazo, se meten en los rincones de las miliunescas chicherías; una, atravesado el canal de la Angostura, con atrayente denominativo: Me da la gana, y cuyas humildes sillas de madera, construidas en los pasadizos de La Pampa, miran un horizonte de lechugares en fondo eucaliptal, sobre cuya lama amarillenta una jauría de perros de la calle devora a un muchacho ofrecido en plegaria a la madre del alcohol.

No es Felipe Delgado, a Cochabamba le falta la sombra de ciudad, aunque a veces, Lanza abajo, se entrevé cansino el vicio en las humedades de orina del lodazal. Y, otra vez, porque Cochabamba es la única ciudad de los perros, una veintena de ellos hurga entre escombros, vegetales y frutas, naranjas que a las cuatro de la mañana, en un recodo de la luna, brillan como solaces piezas de oro.

Qué tiene que ver -pregunto- un repaso indiscreto e inesperado por la memoria del hurto y de la sangre con el poeta Jaime Saenz. Hay en esta crepuscular calle Lanza, de harinas multicolores desperdigadas en las aceras, ajenas al gentío, fraternidad de olvido. En esas botellas que empuja el viento que baja de San Miguel y ruedan hasta estancarse en los eternos proyectos de jardín de la Punata, trashuma el ritual del poeta paceño, haciendo en el alba india de cualquier villa boliviana un acopio de tristeza. Porque tristes son estas soledades oscuridades, esta oscura soledad que en el sabor amargo de la mala chicha y en el peor, dulzón, de un quemapechos, ni siquiera recuerdan -obligan- a sentirse muertos mientras vivos caminamos.

No soy académico ni espero serlo, sólo que me pongan, los ponga yo en verdad, pesados cortinajes que impidan el sol en mi ventana, en días en que parece que el odio del dios ha ingresado en el alma. Dicen los académicos, y más las académicas, que ataqué a Saenz, que osé en mi febril anhelo de titanismo ¿titanía, titanura? desdorar al maestro. Andan unos y otras con libros bajo el brazo, mientras Saenz, que como todos gozaba de cierto flagelo vanidoso, carga con él la tinta de la pena y la belleza, las voces de sus augustas, idas ninfas, que más que mujeres parecen melancolías y cuyos besos fundan inexistentes susurros.

"Y me parece escuchar tu respiración en la frescura de la sombra como un adiós pensativo".

Perderíamos el tiempo, usted y yo, si divagásemos en asuntos literarios, pobre es mi análisis y profundo mi sentido. No voy a repetir lo dicho sobre Jaime Saenz, ni siquiera repetirme. Hoy encuentro -será la distancia, la hora, la brisa, lo que sea y lo que fuere- sensato recostarme y compartir con él (nuestras diferencias también tienen aristas que se tocan) poemas suyos donde la esencia, a pesar de lo bello del formato, está en lo invisible. Me imagino a Saenz, desde esta torre desconocida de tiempo y espacio, como un personaje de Schulz en Bajo el signo de la clepsidra. Porque en su animoso desandar los pasos que su clase le encargara, en su apuesta sui géneris por los desamparados, en su desdén, encuentro el enigma pesaroso de los anacoretas de la Europa central. Vive en él Raskolnikov y, sin embargo, estructuralmente, asoma en sus versos el nativo, es recurrente con la montaña, con el agua de cristal que el Ande escancia, pero también con el agua de fuego que enhebra el cerebro y lo apabulla, donde el hombre se minimiza para metamorfosearse en insecto, para convertirse en silencio sin hacerse silencioso.

Qué de las tendencias fascistas, de los Talleres Krupp que en La Paz, en su casa, implican cenáculo y oprobio en la guerra. Largo de discutir. Concuerdo con alguien en que lo esotérico y no lo político es la faceta confluyente. Drieu La Rochelle alegaba en esta corriente un último estertor romántico.

Me escribía una mujer desde Salvador de Bahía el 12.8.87: "Ce qui troublait ta foi systématique". Jaime Saenz contaba con una "fe sistemática"... en la muerte.
06/08/06

_____
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 06/08/2006
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 13/08/2006

Imagen: Zapato de india, norte de Bolivia (Grabado de inicios del s. XX)

Sunday, February 21, 2010

Muerte de dos poetas


The Age of Genius, de David Grossman, y Lorca's Bones de Jon Lee Anderson son dos artículos que tratan (en el New Yorker) de Bruno Schulz y Federico García Lorca respectivamente, muerto uno el 42 en medio de la orgía nazi en Ucrania y el 36 el otro en una Granada que apenas resistió el embate demencial del fascismo ibérico.
No son textos similares. Mientras Anderson remueve opiniones y hace referencia al problema de la exhumación de los restos de Lorca, Grossman, en hebreo el original, vaga por la herencia de Schulz, y por las diferentes versiones de su muerte: una explicación del absurdo que un hombre de su magnitud pereciera en tan tristes circunstancias, aunque, finalizando con la elección que cree "mejor" para su autor, se decide por un Bruno Schulz asesinado en el tumulto de un pogrom moderno, caído en el barro con un trozo de pan sobresaliendo de su gabardina; pan que alimentará a uno de sus estudiantes y a su madre cuando éste toma el alimento reconociendo en el cuerpo inerte a su maestro: última y enriquecedora lección...
Una testigo, niña entonces, relata la llegada de Bruno Schulz a Varsovia, con unos originales en mano para que los viera Madame Nalkowska (Zofia Nalkowska (1884-1954), escritora en prosa. Su tumba, en el cementerio Powazki de Varsovia, está al lado de la del poeta Julian Tuwim).  Madame trata de eludir la lectura ("si tengo que leer los manuscritos de cada tipo raro que llega a Varsovia con un libro, no tendré tiempo para mi propia escritura") mas accede a echar una ojeada, a pedido de una amiga común que le ruega ver la primera página. Concede diez minutos a Schulz. Este le lee la página en voz alta. Ella le ruega dejarla sola y el escritor regresa al hotel donde espera con impaciencia. Al fin Zofia Nalkowska telefonea y dice haber leído treinta páginas, no haber entendido algunas cosas, pero cree que este libro es un descubrimiento, quizá el más importante de la literatura polaca en años recientes.  Nalkowska quiere tener el honor de llevar en persona el libro al editor. Grossman escribe: "De las muchas historias, leyendas, y anécdotas sobre Bruno Schulz que escuché, ésta me conmueve de manera especial. Tal vez por el humilde entorno del rutilante debut, tal vez porque fuera narrado desde los inocentes recuerdos de una muchacha, sentada en un rincón de la sala, observando a un hombre que le parecía frágil como un niño".
Este niño grande, ya siendo una de las figuras míticas de la literatura en Polonia, continuó durante su vida descreído de sí. Su baja autoestima lo hacía disculparse por estar presente. Desde su Drohobycz natal, en Galitzia, lugar del que casi nunca salió, legó al mundo su fantasía, escenarios extraños que penetraban en lo más profundo de la psicología humana. Su voz universal terminó ahogada en el martirologio de su pueblo, cuando, según la versión oficial, un oficial SS le disparó en la cabeza, para vengar la muerte de su propio protegido judío a manos de otro oficial alemán: "Tú mataste a mi judío, ahora yo maté al tuyo". Así terminó Bruno Schulz...
Los huesos de Lorca descansan en el barranco de Viznar, junto a un maestro de escuela y a dos toreros. Hay allí, en Granada, 3000 ejecutados por las fuerzas de Franco.  Recuerdo que todavía pesa en la memoria colectiva de España; rencor que no borró el "pacto de olvido", de 1977, que quiso sellar en el pasado lo sucedido.
Mientras los descendientes de los otros fusilados, los del banderillero anarquista Francisco Galadí entre ellos, quieren excavar la fosa, los familiares de Lorca se niegan a hacerlo. Baltasar Garzón, el juez que pide desenterrarlo, tropieza hasta hoy con muchos impedimentos. Quizá, como dice el joven cineasta chileno José Rovano (quien estrenó un documental "totalmente subjetivo" en Granada hace poco sobre el tema), nunca lleguemos a ver los restos del gran poeta granadino. Sobre ellos ha caído la sombra de la política.  Lorca vive, pero queremos ver sus huesos, no con la ramplonería cristiana del santerío; para saber la verdad, un poco más de ella.
"La muerte me está mirando desde las torres de Córdoba".
La muerte lo sigue mirando.
20/7/09

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 26/7/09

Imagen: Pierre Alechinsky/La mémoire volatile 1990

Khalil Gibrán, el profeta de la simpleza


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Escribía yo en diciembre de 1991 acerca de la inauguración de un parque dedicado al poeta libanés Khalil Gibrán en Washington D.C. Lo inauguraba George Bush padre, entonces presidente. Era una muestra de buena voluntad hacia los árabes para aplacar los ánimos en Medio Oriente por "La Tormenta del Desierto", la primera guerra iraquí.
 Transcribo: “Al inicio del parque pusieron una fuente, y, allí, una escultura-busto del poeta libanés Khalil Gibrán, cuyo nombre llevarían los jardines. Asistió el presidente en persona y habló del amor, de las líneas bellas de Gibrán que eran tan, tan ajenas a él”.

Desde aquellos "Cuadernos de Norteamérica" donde se publicó el texto no he vuelto a hablar del enigmático profeta. En febrero del 2007 llevé uno de sus libros a Cochabamba, en procura de un amor que, según el tiempo afirmó, ya estaba perdido. Sus parábolas no sirvieron de mucho, aquel ejemplar jamás se abrió.


Dice Joan Acocella, del New Yorker, que los tres poetas más vendidos de la historia son Shakespeare, Lao Tsé y Khalil Gibrán (por El Profeta). 
El texto de Acocella sobre Gibrán es de mucho interés. Analiza la calidad literaria del autor, la pone en duda a veces. Añade su destreza para dar con donaire y preciosismo consejos que apelan básicamente al sentido común y al romantismo del vulgo. Quizá por ello Gibrán no es muy leído entre las élites y sí popular entre los populares. Lo compara a un émulo actual, Paulo Coelho, en semejanza que me parece injusta.
 "El Profeta", "El jardín del Profeta", y otros textos son libros que sin ser enigmáticos, como era o aparentaba ser su creador, despiertan sentimientos próximos a la espiritualidad. Su placidez carece de violencia, se remonta a una práctica religioso-filosófica propia de oriente, se acerca a las también parábolas del Nazareno, y, de acuerdo al crítico, imita de algún modo el Sermón de la Montaña, una de las piezas literarias más hermosas. Gibrán aducía que Cristo se presentaba ante él y al parecer se consideró heredero de la dulce y punzante voz del crucificado.

Su vida privada fue más que la de un iluminado -al menos en principio-, la de un afortunado. Gracias a una belleza física particular, de acuerdo a una foto de 1897 tomada por su amigo y mecenas Fred Holland Day, logró eludir el destino de un muchacho libanés nacido de hogar modesto. La suerte no le tendió trampas, lo siguió; fue pródiga en mujeres, fama y dinero. Gibrán no necesitó del esfuerzo físico, propio en un inmigrante de entonces en los Estados Unidos, para crecer. Se creó un halo místico que sedujo a dos mujeres en particular que se desvivieron por hacerlo estudiar, prodigarle cuidados, alabarlo, adorarlo, para quienes la retribución en vida no fue extensa. Una de ellas, Mary Haskell, hacía las correcciones a sus textos en inglés y se desconoce cuánto fue el aporte suyo, literariamente hablando, ya que el inglés no era la lengua de mayor dominio del poeta, sino el árabe. Haskell recibió, de acuerdo al testamento de Gibrán, sus manuscritos y sus pinturas. Mariana recibió su dinero, mientras que el villorrio de Bsharri, donde nació, las regalías que como autor le correspondieran por la venta de sus libros.

Gibrán es un autor que siempre será leído. Eco de los sentimientos personales de todos y que todos no pueden expresar. Su rebuscada simpleza (¡paradoja!) lo hace accesible a un gran público y no es extraño escuchar las admoniciones de su profeta en boca de gente en cada rincón del mundo. Si comparamos su voz a aquella de Zoroastro en letra de Nietzsche, no es difícil encontrar que la densa filosofía de uno lo priva de lectores, mientras que las palabras de Khalil Gibrán tocan lo íntimo de manera sencilla y poética. 
Gibrán recibió los honores de héroe cuando su cuerpo muerto se trasladó a su tierra natal. Dice Acocella que Robin Waterfield visitó su féretro de piedra, y que por una rajadura contempló la ausencia de su cuerpo: Khalil Gibrán no estaba allí; se sumaba al misterio de los grandes desaparecidos, comenzando por Cristo y pasando por Vlad Drácula. La materialización de la soledad es el vacío.
 Pidieron al Profeta que hablase de los hijos: “Tus hijos no son tus hijos -respondió- son hijos de la vida deseosa de sí misma”.

_____
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 08/03/2008

Imagen: Khalil Gibrán

El poeta Nevado Andeslis/ECLECTICA


Raúl López Soria -Nevado Andeslis- trashuma las calles de Cochabamba cargado de libros e ideas. Papeles que en él tienen la magia de sueños y de un mundo fraterno donde la posibilidad de mal no existe. A eso va la poesía, a la incansable búsqueda de belleza; incluso entre los avatares más negros camina con pasos luminosos en pos de un tiempo mejor; y no hablo de lírica...
Años atrás, en un evento literario, se me acerca un hombre alto de anteojos y entablamos conversación acerca de algunos textos. La charla prosigue en las mesas del Café Fragmentos, y se alarga en la noche que ha perdido sus estrellas por las estrambóticas construcciones de esta -arquitecturalmente- ciudad mártir.
Lo que me sorprende en Nevado Andeslis, entonces y hoy, es la lujuria de elogios hacia sus colegas de escritura. Extraño en una profesión que, duro decirlo, se ha cargado de envidia y saña como sus facetas más distinguidas. No en Nevado para quien toda expresión artística, en particular la literaria, tiene validez. No hay poeta o escritor malo. Se adhiere a la prédica de I.E. Babel acerca del derecho a escribir mal. Finalmente uno escribe para sí y si tiene la dicha de hallar lectores, éstos cargan consigo la autonomía de aceptar los escritos o no. Nevado Andeslis lee a todos aunque comprenda que no todos deseen leerlo. Parece no importarle. Su actitud reclama la virtud de aceptar los puntos de vista ajenos con la calma y la intimidad de aquel que no tiene nada que temer, del hombre que vive para escribir y que funda su humanidad, fuera de los consabidos deberes cotidianos, en su apreciación feliz del entorno.
Si leo a Ilia Ehrenburg en sus memorias siempre hojeo el capítulo que dedicara al dulce poeta yiddish Perets Markish. Encuentro en estas líneas, y también en las escritas sobre otro poeta, Julián Tuwim, similitudes preciosas con nuestro poeta local, ese Raúl López Soria, alias Nevado Andeslis, con nombre de montaña tal vez para especificar su plácida solidez.
Me gustaría extraer versos de los muchos de Nevado que archiva mi computadora. Pero soy inútil en esto de la tecnología y sólo puedo trabajar con una "ventana" a la vez. No se necesita, si lo pienso mejor, porque hablar del hombre implica hablar de su texto. Y ambos, letra y humanidad, brillan por límpidos.
No sé dónde nació Nevado. Lo conocí en Cochabamba. Lo vi caminar allí. En agosto pasado apareció por el mismo café a participar de una idílica borrachera acompañado por una estatuaria y bella mujer. Mi amiga, la presentó, y el sutil revuelo de la envidia se aposentó en los vasos de quienes creen portar el don de la palabra, sin espantar al poeta que sólo sonreía y se negaba a infiltrarse en el triste mundo de la competencia. Se fue como vino, suave y gentil, despidiéndose de todos, con la cerveza que se agarraba a sus piernas y parecía cansarlo. Distribuyó algunos volantes literarios. Opinó con su sencillo y críptico modo.
Estudió medicina. Creo que continúa en ella siguiendo una tradición entre ciencia y arte que incluye a Dostoievski, Sábato y Arlt, matemáticos en ciernes o logrados físicos. En la profesión, espero que Nevado encuentre la solvencia para poder sobrevivir con sus hijas los vericuetos de la economía global sin dejar de escribir. Nos sucede a muchos cuyas finanzas dependen de labores alejadas de la creación. Bueno en cierto sentido para ampliar el conocimiento del mundo en derredor. Volviendo a Babel, nada mejor que interconectarse con los demás y oír sus historias cuyo interés deviene en arte si se quiere.
Emulo de Ernesto Guevara como viajero, Nevado Andeslis tomó en un momento de su cronología una vieja motocicleta y se embarcó en un "raid solitario" hasta Panamá, cargando en vehículos, mitad carromatos-mitad balsas, su máquina por la impenetrable humedad del Darién.
Escribió cuentos para niños, poemas, novelas. Su novela "Sublime arco iris en el puente del Topáter", con portada de Caspar David Friedrich, es un libro complejo. Un análisis de su contexto y textura descubren una originalidad única, un espectro creativo tan vasto que varios desearían lograr.
4/12/06

Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 8/1/07

Imagen: Lyonel Feininger/El Hombre Blanco, 1907

Thursday, February 18, 2010

Extracto de El exilio voluntario (Judith)




Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960)

La conocí en las páginas de City Paper, el mismo semanario donde encontré mi casa. Aparte de leer los artículos diversos y eclécticos que presentaban, miraba la sección de persona­les. “Mujeres en busca de hombre”. Bajo ese genérico título al menos cien mujeres de toda edad, buena condición porque era una publicación de élite, daban sus característi­cas y lo que buscaban en un hombre que fuese compañero, amigo, amante, esposo... Una vez llamé a una y casi tuvimos cita, pero una borrachera con Ronald, tirados en el piso del apartamento en North Monroe, la canceló.
Decía Judith que ella era artista “tipo B” (jamás supe cuáles eran A y cuáles B). Quería salir con alguien. Le escribí.

Nos citamos en una conocida librería de Dupont Circle, casi al lado de Common Concerns, tienda de todo, donde robaba postales de The Clash y fotografías de Jan Saudek. Cierta vez sustraje varias, era fin de semana. Una de ellas mostraba un tendal de condones puestos a secar. De pronto, por mi hombro derecho, un hombre viejo, algo pequeño, me pregunta si soy peruano o boliviano.
Soy Jack White, te invito a mirar una exhibición de arte.

No, gracias, me doy cuenta de que Jack es homosexual, pero si quieres nos tomamos una cerveza al frente —pizzería griega—. Vamos a casa, tengo cerveza de sobra, y está cerca. Me digo qué puede hacerme este viejo.

Llegamos a uno de los vetustos edificios de aquella parte de Washington. Bella casa, plena de arte, de dinero sin duda. Esculturas originales. Señala un cuadro, Jack lo señala. No sé a quién regalarlo. Es muy caro. Tiene que ser alguien especial. Estamos en el vestíbulo. Ya en la sala, veo un preservativo usado en medio de la alfombra. Jack White se apresura a patearlo debajo de un sofá. Me siento.
Tiemblan sus manos cuando llena mi vaso de cerveza.

Lleva gafas, una camisa blanca a rayas.

Conecta el televisor y pone un video con Marilyn Chambers, Behind the Green Doors. Si no recuerdo mal actuaba un negro de sexo espeluznante, con un nombre como el Longhorn de Texas. Y Marilyn era flaquita, de tetas bien formadas. Jack suda.

A la segunda cerveza le pido el teléfono. Hago una llamada a Virginia: ¿Fernando? Sí, ven hermano, estas son las coordenadas. Del metro de Gallery Place una cuadra... etc. Fernando llega pronto, en su amplio Cadillac, con su habitual música de Born to Be Wild.

Este es Fernando Vargas, Jack, artista del puño y del hambre, ¿leíste a Franz Kafka?

Jack White nos sirve cerveza sin parar, y bocadillos. Y cuando Marilyn Chambers fenece con el coito, nos levanta­mos y nos despedimos cortésmente. Pobre hombre, esperaba que el término de la fiesta fuese orgía en manos de los aborígenes sudamericanos. Y no fue así. Comimos y bebimos. Alguna vez Jack llamó por teléfono. Para no herirlo le conté que me había casado —era cierto— y fue el final de esta historia de los bolivianos y el maricón.

Escribí a la artista tipo B. Le sugerí que era escritor... y maldito. Que era un proletario de veras y un proletario de la pluma a la vez, que me gustaban las mujeres, la cópula, las tortas de chocolate y los Doors. Que Lautrec me entusiasma­ba más que Modigliani y que Janis me producía ternura ligada con deseo.

Te pregunto qué pintas o escribes. Si usas calzón o no lo usas.

Te encuentro en Dupont Circle. Aquella fue mi primera experiencia en librería-cafetería. Me pareció maravillosa. Si bien venía del arte, de la lectura, mis días de Washington DC eran de manos congeladas y de dolor físico, de hombros tornasolados y músculos desgarrados, de crack y negros, y vicio y el paraíso original fruto-vegetal con la selva rodeándome, la agricultura toda.

Te busco. Te encuentro. Sentada en el desnivel inferior, de abrigo negro y sombrero negro. Para reconocerme, me aclaras cuando hablamos, llevaré un sombrero negro de ala ancha. Es el atardecer. Acabas tu café. No, no quiero, mejor te invito a cenar. Dónde. Adams Morgan. Es allí donde vivo. Me encanta Adams, su multicultura, compro libros en Hispania Books, bebo cerveza jamaiquina en Montego Bay, descargo camiones a lo largo de la avenida principal.

De las letras a los camiones, de Rimbaud a la verdura. No son incompatibles, le digo, los colores de Gauguin con el trópico frutal de Kerry Co. Y no me seduce la idea de la academia. Prefiero descargar camiones con el pecho desnu­do, y aprender el slang de los negros. Y tú. Antropóloga de profesión, con tesis doctoral en Teresinha, Brasil, de padre, madre, hermano doctores, peachedés, judíos ricos, sin convencionalismos pero tampoco con necesidades. Somos distintos, creo, Judith, no sé si te interesa compartir un espacio tan ajeno. Hoy no trabajo y me ves decente, mañana seré otro paria con la ropa destrozada, los guantes mugrien­tos, sudada la entrepierna. Ya veremos, Carlos, you are funny, you know? And I like you.

Entramos al restaurante español. Primero el vino. Miro la lista. Herederos del Marqués de Riscal (a $20 la botella). ¿Es bueno?, preguntas. Huele como mantequilla, Judith, has de adorarlo.
Robó Gloria de la bodega de su padre un Marqués de Riscal, hablo de 1983. Nos encerramos en su cuarto. Nadie había, no había nadie. Desempañó la camisa, abrió sus senos a la intemperie de la habitación, tiró el pantalón, las liguillas blancas que cubrían el vello. Quedó desnuda Gloria en su cuarto que tenía una piel de oso como cubrecama, suave, sugerente. Quedó desnuda, ella con el perecido marqués. El vino era fantástico. Desde entonces lo ligo a su recuerdo, a sus besos, a sus pezones puntiagudos que trataban de empalar mi lengua y convertirme en mudo, al movimiento de sus largas piernas que hoy serán viejas y artríticas. Nos amamos mientras terminamos la botella de Riscal. Me pa­saba vino en la boca. Su piel era un manojo de rocío. De sus muslos y rodillas caían gotas de jugo resplandeciente, me había bañado el vientre de sí. Esa era Gloria y en la botella que el garzón nos ponía en aquel bar de Adams Morgan, seis o siete años después, revivía la calidez de las que entonces eran las caderas más bellas, y más anchas, de mi ciudad.

Vuelve Judith. La acompaño. Entro a su casa. Esculturas brasileñas de caimanes y serpientes, en barro y coloridas. Etnias del mundo en sus representaciones artísticas. Me regala su libro. Le regalo un poema tonto que habla de sombreros negros y de cuánto me gustaría acariciar sus tetas, grandes tetas a decir verdad, para su estatura, de un metro sesenta aproximadamen­te, eran tetas grandes, de judía regular en cuerpo, tetas que tendrían los pezones negros siendo hebrea del este, de los que Franz Kafka miraba como extranjeros en las calles de Praga, que sutilmente admiraba y envidiaba. Un poema, Judith, para que lo leas en la noche (¡!).

Vienes de Nueva York.

Pienso al día siguiente. Hago un plan de ataque. Simulo frente al espejo la afectación del poeta obrero. Ilumino los detalles de la seducción. Hoy será mía, si ayer no fue.

Daniel Kerry me llevó un paquete que ordené bajo su nombre de L.L. Bean, compañía de ropa. Era una chamarra de cuero tipo piloto, que aún conservo pero que regalé a mi hija ahora que el tiempo se adueñó de mi cuerpo. Termina­da la jornada de trabajo, casi mediodía, me peiné en el baño y con la campera puesta tomé un taxi en la esquina del mercado hasta Adams Morgan. Me recibiste alegre, con un beso en labios cerrados. Vamos que tengo que ir de compras, ¿quieres? En el supermercado mientras hace los mandados de la semana, escojo dos filetes de asado, corte rib eye, buenísimos, y le digo que los prepararé a la vuelta, en su cocina.

Acaricia mi chamarra de cuero marrón oscuro. Subimos las gradas del hall, luego el ascensor hasta el tercer piso. Abre la puerta, se descalza, a esta hora qué estarán haciendo en casa, en Cochabamba, se pone cómoda, con un blusón beige, mientras humean los asados en la sartén. Los acompaño con una ensalada simple de lechuga romana, con pedacitos de radicchio para darle un gusto privado.

Comemos sin alhara­ca, en la cocina, con un par de botellas verdes de Grolsch, cerveza danesa.
El living es amplio. El sillón es amplio. Cuando la beso noto que debajo de la blusa no lleva corpiño. Introduzco mi mano y toco, con escalofrío, los pezones en que he soñado el día anterior. Levanto tu blusa. Los beso. Nos abrazamos hacia la cama y mientras te beso te abro el cierre y bajo tu pantalón. Cuando la unión se logra me preguntas si no tengo sida. No, ¿y tú? Poco me interesa su respuesta. Ya está hecho, responde, sin embargo tengo que cuidarme y se levanta para sacar un objeto de goma flexible de una cajita húmeda especial. Lo introduce en su cuerpo. Tengo vergüenza de preguntar qué es, pero jamás vi cosa semejante. Recuerdo, sí, las veces que iba a farmacias a comprar preservativos, en los preámbulos de las locas expediciones al campo, que eran sexo y árboles, eucaliptos y sexo, con Francine o Gloria, que el dueño preguntaba si preservativo de hombre o de mujer. Y ahora, en este momento de Adams Morgan me desayuno con su significación. Se apoya en mí, Judith, ya desnuda y su pubis que era un laberinto de greña negra maravillosa, dobla una de las rodillas y acomoda su impedimento de niños. Nos acostamos. Anochecía ya, y no quiso cerrar las ventanas. En la luz del cuarto nos expusimos a las miradas de los vecinos porque el edificio tenía forma de espuela. No me importó. Extranjero en una ciudad ilimitada, en una cita que de entrada no quise que prosperara... Judith pidió ir abajo, porque era la única manera en que podía alcanzar orgasmo. Sus piernas eran una máquina de viento, sus rodillas chocaban mis costados a una velocidad inaudita. Su gemido oí como de fiera herida. Mi sensualidad se había perdido.

No me asustaba, pero sentí hallarme ante un teatro desco­nocido, quizá la gran ciudad me tragaba, quizá era el desdén de la vida por mi ser boliviano. Tal vez crecía. Hasta hoy el amor de carne un ritual magnético de placer, pero aquel era imperio animal. Y en animal me convertí, me hice remolino y grité con ella mientras al fondo los Beatles cantaban, en cassette, Hey Jude. Transida y mojada tiró los brazos atrás. Había estado con una mujer rusa, no importaba hebrea, y la había deshidratado de gozo. El ventanal inmenso semejaba una pantalla de televisión y la noche se adueñó y brillaban de luciérnagas los apartamentos contiguos. 




*Fragmento de El exilio voluntario. Premio Casa de las Américas 2009. Novela. Fondo Editorial Casa de las Américas, 2009. Pp. 195-200.

_____
Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960) fue columnista de Opinión de Cochabamba y ha colaborado en revistas y diarios de Bolivia, EE.UU, Argentina, Canadá, España y Alemania. Sus primeras publicaciones datan de 1984 en el suplemento Presencia Literaria. Ha publicado Virginianos, colección de textos y cuentos breves (1991). Su novela El señor Don Rómulo fue finalista del Premio Casa de las Américas (2002). En 1989 emigró a los EE.UU. donde fue traductor freelance, escritor de cuentos infantiles, estibador, repartidor de periódicos, especialista en frutas y verduras frescas lo que le aportó vivencias de primera mano para adentrarse en la lucha y desesperanza de los inmigrantes ante un mundo no solo ajeno, sino cruel.

_____
Publicado en La Jiribilla (revista de cultura cubana), edición del 30/01/2010 al 05/02/2010, Cuba.

Imagen: Portada de la edición cubana de El exilio voluntario (Premio Casa de las Américas (Novela) 2009), La Habana, enero 2010

Monday, February 15, 2010

Entre dos mundos/MIRANDO DE ARRIBA



Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mientras en Bolivia sonaban las bandas y el baile era flor, en Aurora, Colorado, el invierno se hacía benigno y nos regalaba apenas diez grados bajo cero. El hielo se rompía como en cristal bajo las ruedas del automóvil y la nieve oblícua deformaba la realidad de las cosas.

Los días son un vaivén entre la nostalgia y el desespero del tiempo; difícil mantener un equilibrio que permita no formarse ideas erróneas sobre lo que fue y lo que es. Péndulo doloroso, quizá, de todo inmigrante, aunque la riqueza de saberse partícipe de dos o muchos mundos, en lo cotidiano, alienta el deseo de vivir y conocer, de sentirse tan uno ante una máscara punu -gabonesa- como ante un tejido de los yuras de Potosí, ante una cachaça nordestina y un tequila blanco de cien años; con un danzón -veracruzano o matancero- o un taquirari de los llanos orientales.

Los días de Carnaval agudizan el recuerdo, porque siempre conservamos algo de la niñez, o de la juventud en que los globos con agua se acompañaban de mujeres alegres que tal vez ya sean tristes, que ya no jueguen con globos porque hasta éstos caen víctimas de las horas, inocentes e irrestrictos como parecen.

Los danzantes en ese rectángulo populoso de la televisión, llegaban en hordas desde Oruro, Nueva Orleans, Rio de Janeiro, Vallegrande, Trinidad; en Aurora los motores echaban exhausto, agredidos los vehículos por el frío, que amenaza con extremo convertir a los hombres en animales salvajes, cubiertos de pieles, sangrantes las bocas de carne cruda, ateridos, aterrados y energúmenos frente a la superioridad natural, cuando, al mismo tiempo, las tetas del Mardi Gras se cubren de collares de cuentas, donde los que trafican reciben amor a cambio de pelotitas plásticas, de violetas imperiales que alucinan ser las conchas marinas de admirable color que alguna vez cubrieron los cuerpos creoles de la Luisiana.

Un día sí, un día no, deambulando como Evtuchenko entre los lados del péndulo, en el eterno retorno que tanto evoca a Nietzsche como a Azorín, intentando hacer de dos senderos uno, o al menos dos que se unan de cuando en cuando para asegurar un fin conjunto y compartido, aquel que permita conservar los dos polos del mestizaje cultural que no pueden ser menos que buenos, así frío y calor, baile y abstinencia, carnaval y ostracismo, aportan al desarrollo personal, al intelecto, a la sensibilidad y también a la sensiblería para no dejar de ser humanos.

Momento habrá en que los cabos que en apariencia flotan sueltos se unan, que esta novela negra de subsistir y progresar al mismo tiempo, de incertidumbre y de verdades encuentre su medio, una ínsula donde los continentes y las lenguas converjan, no para convertirse en unidad, sino para convivir en paz entre todas en instantes que pueden ser segundos o largos, cuando los bailarines desnudos de Bahía descongelen el invierno de Vancouver, o cuando los ciervos de las altas colinas de Colorado se paseen por lo bellamente histérico del Socavón en febrero.

I Tunes toca "La guacamaya", de Veracruz: "cuando me llevaban preso de Veracruz a Orizaba", "ser quisiera guacamaya, pero de las más azules, para sacarte a pasear sábado, domingo y lunes y hasta el martes que me vaya". Ave popular en tonada popular que me hace volar sobre diabladas y morenadas, sobre linces y estruendo de hielo.
15/02/2010

_____
Publicado en Opinión (Cochabamba), 23/02/2010
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), 18/02/2010
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 20/01/2010
Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 14/03/2011

Imagen: Guacamaya en vuelo

Monday, February 8, 2010

Qué cosas/MIRANDO DE ARRIBA


Hasta dónde llegará la farsa del neo indigenismo. El ebrio Félix Patzi, renunciante y reculón -dejo pero no dejo-, añade un detalle más a la bufonada en que ha devenido el estado plurinacional, otrora república, de Bolivia.
Aquí no gobierna el pueblo; los indios no son el poder. Este es privativo de los dirigentes, de los que suelen llevar y ejercitar chicote, los que viven al tope de la estructura vertical que dicen muestra la originaria manera de existir de la población autóctona, lo que equivale a la afirmación de ser ésta nación de esclavos.
Hay límites para el espectáculo. Los europeos dejarán un día de lado su imbecilidad que no diré congénita, pero cargada de culpa. Triste favor que hacen a nuestros países, alimentando el ego de cualquier individuo de dudosas dotes mesiánicas. Quisiera ver a España cargando con elementos tan pintorescos y peligrosos como los que mandan Bolivia. Eso ya sería demasiado para su cómodo socialismo que desmiente las enseñanzas del maestro Pablo Iglesias.
Apuesta el presidente a lograr la mayor cantidad de laterío sobre su pecho nativo. Sueña con un Nóbel, con la entronización de defensor de la tierra. Los cortesanos ya inventan profecías para hacer de Morales la unidad del universo. Quien los escucha entiende que Evo ya superó a Simón Bolívar, excedió a Karl Marx, y hoy apunta al nazareno, al crucificado, a quien quiere quitarle el trabajo de guía espiritual. Pobres Bolívar, Marx y Cristo, tan míseros en sus espadas, barbas y andrajos ante la versión andina del Hombre Araña.
Un fantasma transita el mundo, el fantasma del comunismo. Mentira: es Evo Morales. ¿Es un cohete, un avión? No, es Superman. Mentira: otra vez Evo Morales. A partir de ahora la historia de la humanidad debe tejerse en la medida del estadista de Orinoca y sus trajes inventados, de aspaventera y brillosa tela que reemplazarán la magnificencia de los awayos y aksus locales.
Hay ejemplos en la historia cercana, los más fraternos los de Papá Doc y de Idi Amin, para intentar comprender el fenómeno del sujeto. No inventó nada: el haitiano utilizó el vudú y la herencia negra, mientras el canibal de Uganda, cocinero de los rifleros escoceses, se escudaba en las tradiciones tribales, el baile, el disfraz. En Bolivia no se ha inventado una pizca, pero la mitificación y mitomanía que nos caracterizan quieren hacerlo mayor que Mandela, que el Che, hasta, para los que les guste esto de la santurronería, que el Dalai Lama, cuando su obcecada megalomanía lo alinea con Mobutu, Pol Pot, Mugabe, Tshombé...
Qué importaría a un país moderno, respetuoso a la vez de sus tradiciones, no de sus alucinaciones, el supuesto perdón del beodo Patzi a manos de yatiris y mamat'allas. Una cosa es el rescate de los valores culturales del Ande, como lo preconizaba José María Arguedas, y otra este delirante carnaval..
7/2/2010

Publicado en Opinión (Cochabamba), 9/2/2010

Imagen: Afiche de la presentación de Ubú Rey en 1896

Saturday, February 6, 2010

Libros e historias/NADA QUE DECIR


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cada viaje significa descubrimiento. Si de libros se trata, el hallazgo implica búsqueda, no tan sólo el fluir con la corriente: una actitud atenta, critica, con algo de sabueso y mucho de desconfiado, aparte -claro está- de al menos un esbozo de conocimiento delineado acerca de lo que se quiere encontrar.

Para conseguir libros se necesita dinero. Siempre queda la opción de robarlos, porque delito no es; debieran ser gratis y los autores no convertirse en divas de oro y vanidad. Al respecto tuve una agradable sorpresa en mi visita a Cuba -hoy seré optimista y no hablaré de depresiones-, donde el precio de un volumen es menor al de un café, menos que una cerveza. Me dio satisfacción -siempre soñé con regalar mis propias obras- ver que mi “Exilio voluntario” costaba apenas medio dólar; otros menos voluminosos costaban la mitad. Hacerse de obras de la colección española Crónicas de América, con la descripción del Yucatán por John Lloyd Stephens, o la Relación de Michoacán, historia oral transcrita sobre el imperio tarasco, que cayó al mismo tiempo que el mexica, o la descripción del Perú, Chile y el Tucumán, todo por menos de cuatro dolares parece mentira.

Bruno Schulz, el “Sanatorio de la clepsidra”: cinco bolivianos.

Poemas de la Ajmátova y la Szymborska, por siete.

VS Naipaul, una historia del cine soviético, escritos de Pablo de la Torriente Brau, muerto en la Guerra Civil Española, Grínor Rojo, poemas en edicion bilingüe de Lêdo Ivo, “La ceiba de la memoria” del colombiano Roberto Burgos, y así... casi por nada. Logro significativo para cualquier gobierno, porque permite el acceso del “pueblo” a la lectura que cuando es elitista a través del precio forma elementos que por su mayor ilustración consideran obligatoria su inclusión en cualquier mando. Aunque a veces se da a la inversa, en breves estallidos de historia: los sans culottes de la novel república francesa, los originarios de Bolivia que disputan los jirones del poder, creyendo que el estallido de gloria que son las revoluciones, unas sí y otras no, les concede eternidad manifiesta a sus válidos deseos y a sus no tan válidos desmanes.

En la Plaza de Armas de La Habana, rodeados de tanta historia que no envidia a Europa, los comerciantes de libros de viejo exponen magníficas antigüedades editoriales a un precio mayor, al de turista. Paradoja inexplicable porque dispone de tales joyas sólo para la exportación. Allí España fagocita los remanentes de su vasta influencia en la isla, adquiere con euros el historial de su raza, negando al nativo igual oportunidad. Ya allí nos adentramos en el campo económico y larga deviene la charla.

Desde breviarios (acompañados de delicados rosarios de beatas muertas) hasta la obra de los ibéricos del Siglo de Oro; grabados, xilografías, aguafuertes, la riqueza se extiende por la antigua plaza, dónde, y paradójicamente otra vez, hay tiendas de libros nuevos dentro de los monumentos arquitectónicos en moneda nacional, aquella de buena usanza a tiempo de comprar, de amplia difusión.

No resistí el embate del deseo al ver ediciones originales: Borges y Augusto Céspedes en ajadas publicaciones de Casa de las Américas, y una joya que ni sospeché, de dos hombres que habitan la cima de mis preferencias: Eisenstein y Shklovski (Eisenstein por Viktor Shklovski), judíos geniales y privilegiados por la época. Eso valía ya el viaje...
6/2/2010

_____
Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 7/2/2010

Imagen: Primera edición de El juguete rabioso de Roberto Arlt, Argentina, 1926

Monday, February 1, 2010

Una Casa muy especial/MIRANDO DE ARRIBA


Días únicos fueron los que pasamos en La Habana con mi esposa. Varias las anécdotas y experiencias, desde la tristeza de ver "poetas", especiales como se catalogan ellos, a la dulce tenacidad de la gente que nos recibía por agradar nuestra estadía, y fraternizar con escritores hechos, no catalogados, sobre las vicisitudes de la vida cubana y la nuestra propia.

¡Quién sabe si volveremos allí! La vida suele portarse efímera incluso con lo que parece sagrado o intocable. Aunque me equivoco, porque en la capital de Cuba hay rincones donde lo efímero semeja
inexistente, y lo eterno se toca: en el frío metal de los cañones, o en la mirada al foso que rodea el castillo de la Fuerza Real, de murallones e inexpugnables torretas. Ni que decir en la música, cuando el son renovado día a día es siempre igual a lo que fue, en Joseíto, o en Benny, Ibrahim y Compay, entre los muchos grandes.

La Casa de las Américas se enfrenta al mar, protegida por la estatua ecuestre de Calixto García, con su larga aguja sobre un art-deco que por lo general no prefiero, pero que obvío al penetrar a su interior y merecer la visión de colecciones fantásticas de arte latinoamericano, aquel no comprado sino donado por el amor de sus autores a un ideario que el tiempo ha herrumbrado pero que late todavía.

Qué elegir, si al fin de una escalera hay un cuadro con las figuras hiladas por la mano sufrida y misteriosa de Violeta (Parra), si en la exhibición del bicentenario de la gesta independentista de América conviven Guadalupe Posada con el argentino Carpani, con los infiernos del vudú haitiano y la furia en el trazo de David Alfaro Siqueiros. Mucho por ver y admirar, reunido en aparente desorden como irregular la independencia fue, mosaico a veces y rompecabezas las más, a pesar del adusto ceño de Simón Bolívar joven -en cuadro venezolano- protegiendo los devaneos de arte y letra de nosotros y de tantos que pasaron por allí: Cortázar, Carpentier, Cintio Vittier, algunas remembranzas de Roberto Echazú en boca de una cubana que vio los cincuenta años de esta casa, mientras el poeta Roberto Fernández Retamar, director, pasea cansinamente el peso de tanta memoria.

La Casa de las Américas se aleja de cualquier descripción. Da la imagen de un grupo optimista de amigos, llenos de recuerdos y noticias de días tan largos como jamás pensó su creadora, la guerrillera Haydée Santamaría, quien, además, y en proverbial mirada anticipadora, creyó en el arte popular como arte en serio, reuniendo canastas y muñecas, calabazas pintadas y cerámicas que recrean la alegría o la pena del pueblo, de los de Ecuador, Brasil, Bolivia, Cuba, Argentina, Perú, Guatemala, México y todos los otros en barro o lana, hojalata y pita. Para la edición de los libros premiados en el 2009, cincuentenario de la Casa, se usaron muestras de la coleccieon en las portadas. A Juan Flores de Puerto Rico le tocó un tejido cuna, y a mí junto a Lêdo Ivo, cestería.

En el salón principal, donde bailaron bugalú bailadores negros viejos de la isla, hay como un trono de elegía al barro coloreado, una multitud de figuras marinas entrelazadas de Metepec. En un costado un óleo gigantesco de Roberto Matta mientras en el piso de abajo Wilfredo Lam vive en dos litografías.
Esta casa creo que es nuestra...
1/2/2010

Publicado en Opinión (Cochabamba), 2/2/2010

Imagen: Afiche de la convocatoria 50 del Premio Casa de las Américas

Desde La Habana/NADA QUE DECIR

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Prosiguiendo cortado ya que la Red es de notable lentitud aquí, miro por la ventana del Hotel Victoria las torres del Hotel Nacional, emblemático sitio de La Habana. Allí, por las noches, aparte de prepararse mojitos incomparables, las bárbaras hordas de turistas europeos se agitan en revuelco de camarones, ambicionando los frutos de placer que siempre esperan encontrar cuando salen en jauría, a precio módico, por supuesto. Edificio imponente, donde aún parecen ahogarse los gritos de Batista y sus lebreles, asustados porque el tiempo de las mansiones y la impunidad se les termina.

Olvidándonos de ellos, la arquitectura del lugar subyuga; cielos rasos de madera decorada, vidrios pintados, vitrales y oscuros maderos enlazados, sugerentes. Jardines cuyo único defecto, hoy, está en la vocinglería de los imbéciles. Pero en tanto espacio se puede caminar al borde del risco sobre el que se levanta, de noche en preferencia, y sentarse al amparo de los gigantescos cañones coloniales que apuntan a la bahía. Un espacio de silencio mientras la brisa del mar sube fresca y los amantes se besan en los bordes del Malecón, que a veces estalla en ola explosiva mojando amor y adoquines por igual.

Nada particular en la pieza que tenemos, pero en la entrada del Victoria, dos placas conmemorativas anuncian: Una: que Gabriela Mistral estuvo acá en 1938. Otra: que el gran Juan Ramón Jiménez, con su esposa, habitaron en el lugar desde el 36 al 39. En algún lugar de la oscura escalera, de los altos techados, indagaré si rastro hay acerca de cierto poema que deba su lírica a esta subida desde donde seguro se veía el mar. La Mistral me gustaba, pero Juan Ramón Jiménez era el poeta de mi madre, y con sus versos crecimos, y en algún momento encuentro señas de él en líneas mías, no por herencia, por dulce inercia.

Ya pondré en orden mis cosas y podré discernir sobre los temas que encierran estos vívidos seis días, demasiado pocos para todo lo que había que ver, mas cortos como las doce salvas que arrojan los cañones de La Cabaña a medio día, siempre, para hacer único el café de la casa Escorial, oscuro y amargo. En pocas partes el almuerzo se anuncia a cañonazos. Pero en pocas, al menos en América, rodean al cliente torretas del siglo XVI, capuchas de monjes del XVII y panes de plata y oro que salían desde Guanajuato, Huancavelica y Potosí, y que se almacenaban en las bóvedas de la Fuerza Real de San Cristóbal de La Habana, al frente de un pilar que rememora una Ceiba, que rememora a su vez hombres blancos de espada, y,  también ahora, los isleños que ya se fueron tantos de muerto, y yorubas que verían en la ceiba su mitológico baobab.

Y cada ciudad tiene un espacio íntimo, aquel donde se cuece la comida popular. Ligia y yo tuvimos que seguir el borde del mar, hasta donde los barcos eran chatarra, inservibles aparatos de Belice y Panamá, herrumbrados, mustios, fantasmagóricos, nacido de nuevo y cada mañana en los humos del puerco asado con arroz frito (fragmentado) que renueva el espíritu cubano, lejos del mundanal ruido del turismo que pide color, sabor y precio. Para conocer un lugar hay que hundirse en la comida de todos. Allí sólo se podrá afirmar que se estuvo, que la constancia pesa en el estómago.

Se acerca la hora del avión, de los infectos guardias de seguridad de los Estados Unidos, que oliendo las acelgas revueltas con lechugas, imaginarán una campaña de innombrable terror. Pero quien nos quita lo visto y lo vivido. No ellos. No.
29/01/2010

_____
Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 31/01/2010
Publicado en Diario Nuevo Sur (Tarija), 02/02/2010

Imagen: La Habana vieja