Saturday, February 29, 2020

Taras Bulba


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Vladimir Bortko recrea en filme Taras Bulba (2009), de Nikolai Gogol. Aunque mantiene casi con exacta fidelidad el argumento de la novela, peca de liviano. Al contrario de la épica en la fílmica polaca, y de la otrora soviética, ambas de gran calidad, esta cinta semeja dar un burdo esbozo de la odisea ucraniana en lucha por la independencia -punto de vista eternamente discutido por la contraparte en Polonia-. Bortko elude la poesía de la historia, incluso la de la muerte y el dolor, que siendo explícitos a ratos, despiertan espanto, pero no interés. Taras, el atamán cosaco que en Gogol deja marca imborrable, pierde estatura en Bortko. Lo mismo sus hijos, Ostap y Andrei, reflejos del conflicto en que la sociedad ucraniana se sumió por décadas bajo la férula de un poder invasor.

Hay notable ausencia de espíritu en los personajes. Y hablamos de los zaporogos, de los cosacos los más aguerridos, reunidos en la mítica Sitch, isla del Dnieper, refugio de desterrados y rebeldes, grupo que hubiese merecido entorno de epopeya, y no una simple narración mal actuada y por desgracia llena de música de Yanni o Zamfir que desacredita, no sólo destruye, el tema tratado.

Sita supuestamente en el siglo XVI, Taras Bulba encarna la perenne historia de los hetmans que enfrentaron a Polonia, hasta ponerse más adelante bajo la protección rusa en otra suerte de subyugación, y refiere sin duda a un hecho histórico posterior, en 1648, cuando la insurrección cosaca bajo Bogdán Mielnitski minó los fundamentos de la República polaca, especie de monarquía constitucional de Juan Casimiro Vasa entonces, que llevaría aceleradamente a la descomposición del país, y a la primera partición el siglo siguiente.

Taras Bulba no se considera la obra cumbre del escritor, si la comparamos con libros como El Inspector General o Las almas muertas. Sin embargo en términos de orgullo nacional sí lo es; incluso bajo el zarismo y el comunismo representaría el antiguo y anhelado sueño de contar con patria propia. Ejemplificadores fueron los sucesos a tiempo de la invasión hitleriana, cuando Ucrania recibió a los germanos como salvadores. Bortko obvia tal sentimiento y pone en boca de sus caracteres un falso concepto de “rusismo”, todavía inexistente para la época descrita, desplazando el nacionalismo ucranio.

No recuerdo, son casi cuarenta años de su lectura, si Gogol hablaba de Rusia o de Ucrania. Probablemente de la primera, ya que para su tiempo la concepción y realidad de una Gran Rusia era un hecho. Se dice que el gobierno obligó al autor a rusificar el texto por considerarlo en exceso nacional. Las sucesivas revueltas cosacas en la historia, demostraban con violencia que el impulso que resalta en el viejo Bulba contra Polonia, bien podía ampliarse a Moscovia. Stenka Razin, Pugachev, Mazeppa, no eran sólo nombres de bandidos empeñados en desestabilizar al zar; fueron héroes de una larguísima resistencia popular y étnica. Por ello, y no dudo fue la idea de su creador, Taras Bulba representa la vitalidad y el valor de Ucrania, tierra mártir entre tres potencias que se disputaban sus lares: Turquía, Rusia y Polonia, sin contar con la dificultad interna de los tártaros, remanentes de las invasiones mongolas que pululaban por la estepa como hambrientos halcones.

Durante los siglos XV a XVII la tierra extendida entre Varsovia y Kiev, o buena parte de ella, que engolfaba a Rusia Blanca y a Ucrania, sobrevivía como tierra de nadie. Los prados entre los ríos Dniester y Dnieper eran llamados “campos salvajes”. El cosaco no reconocía patronazgos y a su manera dominaba la estepa, compartiéndola con hombrecillos asiáticos de corceles rápidos, con portentosos caballeros lituanos y polacos, con mercaderes judíos, moscovitas, beys de Crimea y sultanes de la Sagrada Puerta. Los asuntos se dirimían en el campo y un ostracismo obligatorio abandonaba estas ricas tierras a su propio amparo, casi como una maldición tan antigua como Alejandro el Magno, y las historias que Heródoto contaba de los escitas y otras tribus misteriosas y desconocidas para todos. Temidas.

Cosacos había por todos lados, en los Urales y en el Don; en Crimea y cerca de la lejana Tashkent, en el país de los calmucos, como bandas errantes. Hasta su inserción en la Rusia zarista, de la que eventualmente resultarían despiadados defensores, se consideraron hombres libres, reconociendo como suya la tierra entre los dos grandes ríos y sus confines, viviendo del pillaje y la defensa; así lo hacían los pueblos de guerra. El crecimiento de la confederación polaco-lituana, que llevó sus fronteras a orillas del Mar Negro al sur, resultó imposible para los jinetes esteparios y la combatieron por cien años sin éxito, alcanzando apenas un trozo de territorio altamente peligroso. Incluso, luego del altisonante triunfo de 1648, los atamanes debieron de transar: con los tártaros, ofreciendo tributo, con los turcos, y al fin con el nuevo imperio que creara Iván, dicho el Terrible, donde se acogieron para ser engullidos, y de a tiempo masacrados, hasta acomodarse en un espacio que los hizo suyos y diluyó sus ansias de liberación.

Bortko, a quien comisionaron desde el gobierno Taras Bulba, parece sólo seguir instructivas de presentar la historia como otra más de las épicas rusas a que nos acostumbraron los cineastas. Eisenstein lo intentó con Alexander Nevski y creó una joya cinematográfica. En tiempos de la Guerra Patria, Stalin le comisionó Iván, como la mejor representación del alma y tozudez rusas en momentos de desastre. Bortko carece de ese talento y sus pinceladas dejan mediocres pátinas que en nada acentúan un carácter nacional y menos se valorizan como obra de arte.

Taras Bulba es finalmente atrapado por los castellanos poloneses y condenado al fuego. Desde arriba de una barranca del Dniester ve huyendo por las orillas a jinetes cosacos. Con su último aliento grita que el futuro traerá un zar para Rusia, y les pide que vuelvan a asolar Polonia en la “próxima primavera”, que él no podrá -maldita sea- ya ver.
08/11/11

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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 13/11/2011

Imagen: Imagen de Taras Bulba, de Vladimir Bortko


Friday, February 21, 2020

Una película de Fernando Solanas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

"Los hijos de Fierro" (1972), del director argentino Fernando Solanas no es un filme más sino un documento que antecede -y predice- los atroces años de la dictadura. Mucho se ha dicho de la época y lo hallado excede los límites de la imaginación respecto a la crueldad del hombre. Bastan unas páginas del informe "Nunca más" para acabar con el mito del buen ser humano.

Dos creaciones artísticas referidas al momento me han erizado la piel. Quizá porque joven me ligué por sentimientos, alguna ideología, el sufrimiento directo de parientes y amigos, los viajes regulares a la Argentina, con lo que ocurrió. Observo el horizonte de la hermosa Córdoba, desde un balcón sobre bulevar Chacabuco, cuando miembros de la juventud peronista, Montoneros, arrojan un par de bombas proselitistas en la esquina con San Martín. Bomba proselitista digo del aparato que explota y produce leve fuego a tiempo de lanzar al aire panfletos políticos. Un libro, una película: "La novela de Perón", de Tomás Eloy Martínez y "Los hijos de Fierro", de Solanas.

Ambos se sitúan entre la caída de Onganía, el gobierno de Lanusse, aquel interregno que significó Cámpora y el retorno del líder, general Juan Domingo Perón, desde el exilio español. Para precisar sin embargo, aunque se puede jugar con los límites cronológicos, Tomás Eloy Martínez comienza su libro, los augures del retorno y el hecho consumado, donde lo deja Solanas, en la mítica espera del gaucho Martín Fierro, alter ego de Perón en la cinta, y sus hijos y correligionarios que lo anhelan como a Mesías.

El novelista quebranta el aura seudo revolucionaria del general. La masacre de Ezeiza, momentos antes del aterrizaje que lo traía de vuelta, los pormenores del nacimiento del peor escuadrón de la muerte en la historia argentina, la Triple A, y la candidez con que los jóvenes ideólogos e idealistas van al matadero, representan acontecimientos que develando ya de entrada la falsía que habría de montarse, hablan de un dramático cálculo que costó la vida a decenas de miles.

Hay en la hora y media de imágenes de Solanas, angurria cuasi religiosa; extraña mezcla de doctrina social, orfandad de los hombres y de la nación, iconografía popular que convierte, en fugaces segundos cinematográficos, a Evita en santa y a Perón (Fierro) en la solitaria posibilidad de redención. Ello en un marco que presupone teoría marxista y revolución. Dos mundos extrapolares ligados en una trágica amalgama que delineó la debacle de la cual Argentina apenas se levanta.

El director toma el poema de José Hernández como lineamiento de su nueva "épica". Claro que Perón nunca podría ser Martín Fierro, le faltaban la rebeldía y los huevos. Tal vez Eva Duarte representaría mejor al itinerante gaucho. Pero Eva era el resultado catártico de la nación argentina, mezcla de ambiciones encontradas, deseo de aferrarse al pasado y, paradójicamente, de inventarse un futuro para redecorar su faz. Así Eva Perón encarna el papel de la "chinita" aldeana que ha alcanzado sus sueños, tanto como el de la princesa, la Sissy emperatriz que habría deseado ser, imagen que transmite a sus descamisadas que la veneran bajo el halo de hermana y de patrona, de inquisidora y confidente. Fierro era simple, humilde, nativo, lo opuesto a los Perón.

Excelente técnica la de Solanas. "Los hijos de Fierro" transcurre en blanco y negro para concentrarse en el tono histórico así como el profético. Martín Fierro, el eterno perseguido, vaga por las desiertas latitudes de América, ora sube colinas en su caballo, atraviesa un río, o casi se escurre de la escena perdiéndose en la distancia de magníficos paisajes cuya muestra no puede ser más que esperanzadora. Se divide el filme en capítulos titulados, a la usanza de Eisenstein. Sobrecoge porque es casi un epitafio de la revolución argentina. Solanas apuesta por el peronismo y su arte es agitprop convincente. Para un público que recordase los tiempos demagógicos de Perón, el populismo de los trenes de regalos, la idea de identidad nacional, la cinta cumple su objetivo. Pero no hay más que la esquematización local de un proceso revolucionario. Quizá Solanas no supiera que el peronismo nacido de una síntesis de ideas fascistas y resabios cristianos jamás lograría establecerse como un digno emblema de la rebelión mundial. Por ello recurre erróneamente a Martín Fierro, lo materializa en un único espacio desde el que, y ya en el campo de las elucubraciones, pueda expandirse hacia afuera.

Volviendo a Tomás Eloy Martínez, el relato del principio de la desintegración de una juventud ávida de justicia y libertad supera el epitafio, alcanza ribetes de infierno. Duele, enerva, enoja, produciendo la desazón que tuve al leer las "Actas tupamaras", valientes y peligrosas actividades infantiles cuyo destino eran la tortura y la muerte. Falta de organización, de seriedad en la práctica revolucionaria, de profesionalismo militar... no sé a qué atribuir el fracaso. Pienso en Michael Collins, del Ejército Republicano Irlandés, en la sistemática aplicación del terror, en la férrea voluntad, en la base popular necesaria para la actividad subversiva. Y la gran falta de creer, por encima de cualquier otro desliz, en la actitud progresista de un general viejo, cobarde y cornudo, en olvidar que al traerlo, su esposa, "Isabelita", arrastraba consigo al brujo José López Rega.

Filme importante, histórica y artísticamente; el arte-expresión política, Solanas como "intelectual orgánico" en términos gramscianos según leí por allí. Hermosa fotografía a cargo de Juan Carlos Desanzo (dirigiría en 1996 una brillante "Eva Perón"); música de Zitarrosa. Remembranzas personales de una noche del 76 cuando encapuchados de la Alianza Anticomunista Argentina buscaban a "Ferrufino" (mi hermano). Recuerdo a mi padre, ya con Armando a salvo en casa, diciéndonos con su profunda voz que si algo le hubiera pasado habría perecido de inmediato, en Cochabamba, la Misión Militar Argentina, incluidas las mascotas.
18/04/06

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), mayo, 2006

Imagen: Poster del filme



Friday, February 14, 2020

Días del hueso roto


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ni cuando murieron mis padres me llevaron apoyado en brazos. Ahora, con el roto peroné, me cuidan en el hielo, mi barba blanca se hace más. Ottis Redding suena en el tocadiscos. El piso de madera muestra migas de pan. Había, no hace mucho, un ratón y lo maté. Eliminé la única compañía del invierno y el hueso quebrado.

Laura preparó un caldo de pollo para mí. Hijas, hermanas, amigos, todos se desviven por comprar cosas, distraerme, acompañarme. Tatiana dice que cuando me cure podemos bailar. Si me atacan ahora, me matan. Por eso ni llave he puesto; la puerta dejo abierta pero tarda el tiempo de los asesinos.

Salí con mi hija menor, a ver su nueva casa en una colina de Denver desde la que se ve el centro. La vida pasó. Me llevaron una silla y me senté como abuelo a observar. Casi una canción de Cafrune: el tata está viejo. Presagios, todavía no realidades. Accidentes, no sentencias. Todavía.

La vida me obliga a distraer el tiempo con escritura. A continuar la novela que sucede en un río al sur, donde los hombres deambulan entre el hielo y el meco.

Bob Dylan canta a Ramona. And someday, maybe, Who knows, baby, I'll come and be cryin' to you. Esta nostalgia se arrastra igual al ron, con pendencia y con pena. Alma en pena. Fantasma, espectro. Las calaveras cargan niños a la pila del bautismo. Remueven la sábana que cubre el rostro: el niño de la calavera está muerto. Lloran las lloronas, plañen las plañideras. Canta Leonardo Favio, se burla Hans Holbein, se suicida Bosch. Who knows, baby. Anna, quién sabe, tal vez, quizá, si Sumy despierta luego de la explosión atómica, si por el camino rural corre el perro de tus padres y orina sobre un sucio cartel de Stalin.

El hielo cruje si lo ajustan los pasos. Parece diamante. Leo poemas de Agostinho Neto. Hay diamantes en Angola; hielo frente a mi casa. Los hombres trafican hielo en la frontera, cargan a los niños con bultos pesados de whisky Cutty Sark. Alma de los marineros. El pintor Turner frente al mar, pintando borrascas mientras fornica. El genio tiene verga y la verga lleva alma. Falta corazón. Corazón, corazón, dice Pedro Vargas en el bolero. Invade la música. Viene la tormenta del invierno con cánticos, suplicios medievales, el hueso al romperse suena como una nuez, similar a un huevo presto a ser mezclado con cecina. Hay seis sillas. Cinco vacías. Treinta vasos y veintinueve sin beber. Se rompe el vaso y sale la sangre color de carmenere, o más liviana, de pinot noir. Se escurren seis litros y traen palidez, la blanca sombra del mediodía, donde no se puede ver de frente al sol. Ceguera. Los políticos eructan. Caen aviones, vuelan misiles. Quiero estar desprotegido pero me da pereza remover el techo. Saldré al mundo destruido ya, con una pierna; entonces no necesitaré dos.

Podemos bailar. Claro que sí. Nunca dejé de bailar. Y nunca aprendí a bailar lento, uno dos, uno, dos. Apenas aprendo a caminar, balbucean los pies, extrañan las garras del antepasado, la cola del mono. Cuán pobres nos hemos vuelto, en qué nos convertimos. Recurro a mis gramos neandertales y llego arrastrado a la cama buscando unos pies, uñas pintadas de rojo, medias inglesas de lunares negros.

Suponen que Francine falleció. La vi saltar, treinta y tres años atrás por el balcón. No quedó rastro de su cuerpo. Algo de concreto roto y perfume. Voló. Los fascistas acicalaban los fusiles y caminé entre ellos casi ebrio. La baba producía humo, ácido de perro rabioso. Me frotaron con ramas de molle, como a perol de chicharrón, y disimulé que me había puesto feliz. Desaparecí en aviones, para siempre, nunca más vieron si sonreía o hacía muecas, si me había vestido de dandy o de arlequín.
14/02/20


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Imagen: Gino Severini/Arlequín músico

Saturday, February 1, 2020

La Moldavanka


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dicen que Isaak Babel perdió la vida porque estaba de amante con una hermana de Yagoda. Sabemos que no es así, pero también.

Anastasia me buscó temprano en el hotel Alarus, en la esquina de Velika Arnautska y la calle Preobrazhenski, lugar donde en la noche se reúnen las putas que, en Ucrania, parecen princesas. No dan bola a los hombres de a pie. Se paran en las aceras y las recogen en autos.

Pelirroja, delgada, alta, Anastasia preguntó qué era lo que más quería ver en Odessa. Le dije que la estatua de Isaak Babel, primero, y luego la Moldavanka, el barrio de los bandoleros judíos en tiempo de la revolución, aquellas águilas que fueron Benia Krik y Froim Grach, terror de blancos y rojos; el primero, aparte de su leyenda, podía dormir con una mujer rusa y hacerla disfrutar. Tomamos un taxi, café. Anastasia pudo ser un proyecto de esposa que no resultó. El boliviano es fácil de satisfacer pero complicado a tiempo de decidir. Si hice bien, no sé, me quedan sus abrazos en la escalinata de Eisenstein. A veces escribe, le escribo, pregunta si volveré a Odessa. Siempre quiero volver. No solo a ella, a los atamanes, a la bailarina desnuda llamada Luna en un club “de caballeros” en el centro de la ciudad. La encargada, las mozas, danzantes, hermosas todas, pechos firmes y vientres dibujados con pincel. Me senté, pedí en inglés cerveza ucrania y un vasito de ron. En la lista de rones estaba mi preferido acá, en casa, Zacapa, ron guatemalteco. El más caro del listado. De Guatemala al Mar Negro. Entre ron y cerveza, alternando, y tres bailarinas sentadas conmigo que decían: “papi, cómpranos champán”. Recordé a O. Henry, El Regalo de los Reyes Magos, Pasajeros en Arcadia. Dos botellas de champán, caderas que mi padre habría declarado imposibles, Senos dichosos, piernas ni hablar de ellas. Taciturnos rusos y turcos observaban. Un trago de cerveza, uno de ron. Casi como en el blues de John Lee Hooker. Al irme quisieron llamar un taxi. Lo rechacé. Dijeron que era peligroso. He andado el ghetto negro del North East en Washington DC, lugares inverosímiles de Cochabamba, y tanto más que dudo que hubiera una bala de plata, entonces, para mí. No lo digo de bravucón; vivir de noche me hizo lo que soy. Entre dolor y pobres, en el vicio, en mujeres negras que amé en los callejones con los riesgos de la época, los de siempre, morir padeciendo. Voy a cumplir sesenta.


Cierto que me gusta más la Caballería roja, de Babel, pero sus Cuentos de Odessa me son inolvidables. Y fue, volando desde Roma, la primera Ucrania que quise ver. Luego Kharkiv y Kiev y el entremedio. Treintena de horas en bus para visitar Peregonovka, Poltava, la tierra negra, los sucesivos oblasts, que son como provincias. Odessa la vieja, de impresionante arquitectura, la reina del decaimiento, tal vez sin contar a La Habana. Vegetación, mucha vegetación, calles de barriada que son junglas del douanier Rousseau. Cuando los hierbajos dan sensación de hogar, de simpleza, de casa y comida materna.

Aquellos bandidos judíos abrazaron la revolución. Terminaron exterminados por las tropas de Trotsky o los chequistas de Dzerzhinski. La Moldavanka quedó huérfana de la alegría del botín. Se le terminó la fiesta. Si algo trae el comunismo es aburrimiento. La calma que sucede a la muerte. De ahí la burocracia.

Anastasia me dice que su padre vive en el barrio. Dos tipos de gente lo habitan: judíos y criminales. No es momento que lo conozcas, afirma, deberás entrenarte en el vodka. Él no es judío… Agita el largo pelo rojo, cascada de amanecer.

No ha leído a Babel, como sucede cuando la leyenda es local. Se lo conoce por habladurías, comentarios, memorias, visitantes como yo que en Cochabamba soñaba con ver estas casas. No oigo a Benia Krik mientras atravieso el mercado que vende desde granadas partidas y pimentones dulces hasta stereos. No sé si le interesan los cuentos de Odessa a mi acompañante. Los poetas por lo general somos un anacronismo y esta gente lucha por sobrevivir. Los rusos les arrebataron Crimea, puedo ver la costa. Hay miedo y necesidad, por allí no pasa la literatura; se hace. El bandolerismo resulta de lo impreciso de las sociedades, lo injusto. De Benia Kriks se llena el cementerio. Es el reformatorio de los rebeldes.

Marzo llega. Deseo retornar. Prefiero Odessa a Roma y París, como Kazán a Moscú. No creo que vea a Anastasia. La mirada se ha volcado sobre Anna, bañándose en la costa negra, bajo el ulular de sirenas de barco y la historia que remoja los pies en las antiguas aguas. Desde entonces, cuando fui, no he leído nada de la región. Una crónica de ucranios en Inglaterra, algo de lado. Una moneda de Juan Casimiro Vasa y la época siguiente a la revuelta cosaca.


Camino con Tatiana por Capitol Hill. Ella espera que le abra las puertas y guarda el femenino don de sus mujeres. Otra amiga, Tetyana, echó sobre su cuerpo ya cuarenta años. Diez que no la veo. Verla era un fulgor de belleza, renacer del deseo. Maldito estoy, o bendito, atrapado en las sombras de aquella tierra, deseando amamantarme de ella a través de ellas. Pezones del mundo, rosados y claros, marrones y tiesos. Morir, sí, pero a la manera de la Moldavanka, con los fusiles en ristre mientras se baila la última canción como un responso. Luego de girar y acariciar, a morir. Y a matar.
01/02/20