Friday, June 29, 2018

Infierno 11


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pues héme aquí, debajo, mirando a través del hielo la gente arriba.

Resulta que caminaba ayer por el lago Ontario, congelado, y creí que podía saltar porque sentía que quería hacerlo. Mi compañera sugirió lo contrario. No seas loco, dijo, ya es febrero y el hielo no soportará.

Ahora, miro los pies de muchas personas, zapatos y botas a cual mejor y más caro. Me buscaron, pero a esa profundidad y con tal frío nunca me hubieran hallado. Desistieron.

Lo que no saben es que acá, debajo, a pesar de tanto cristal congelado por encima, hay vida. Perdí la voz, cierto, y el movimiento. No los ojos. La pérdida del tiempo, del factor horario, pensé que equivaldría a tragedia en mi vida y ya no. Si fue ayer o hace años que caí, que observé a Fernanda desesperada asomada al hoyo, no puedo afirmarlo. Miro, de cuando en cuando (por la luz supongo llegó la primavera) una viejita que deposita flores por donde caí. Me recuerda las brujas de Blanca Nieves. Tanto de eso, diría, si supiera el paso de los días. Desde que ya no duermo, que mis pupilas quedaron fijas contemplando el mundo de arriba, dejé de contar. Con qué dedos lo haría, me pregunto, si en realidad todo lo que parece es que soy es una mirada eterna hacia un mundo que se fue. Muy simple, pero extraño, no hay pesadumbre.

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Parte del libro de Cuentos y cuadros, de la pintora Ejti Stih, Santa Cruz de la Sierra, 2018

Imagen: Cuadro de Ejti Stih sobre el que se basa el texto

Thursday, June 28, 2018

La noche de la Morsa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Colfax Avenue.

Las seis. Jack Kerouac en las paredes. Acabo de comprar un disco de música portuguesa de fines del XIX. La cervecería del Perro Alpino, con un san Bernardo con barril de cerveza, enciende sus luces interiores. Tardará para el crepúsculo pero se nubló.

Cruzan personajes de Diane Arbus, o peores. Muchachas con minifaldas naranjas, de bellas piernas color de pollo. La bartender es de Sonora, del gran desierto yaqui. Sus padres, no ella, pero tiene un aire que para los no conocedores parecería apache, o comanche.

Obsesión de Jim Morrison: el indio norteamericano. Shamanes que vuelan sobre el desierto Mojave como novias de Kusturica. Huele a gas. Cocinamos. Asados con ajo. Queso menonita frito que corto en trozos cuadrados de un cuarto de pulgada de espesor. Pienso si tal vez Marco, el perro de mis hijas, agoniza. Está viejo, muy viejo, descaderado pero aún inquieto. La vecina negra pregunta por su edad. Dice que al suyo, perro lobo que dormitaba a la intemperie, lo ejecutaron a inyección. Sufría, alega, y lo envó por el camino de un solo lado.

Hablamos con Omar de mujeres, de otra mesera en la cervecería Mockery, al lado del río. Barrio industrial donde ella brilla con poleras guinda. Esconden majestuosas tetas, magistrales, Kilimanjaros con leopardo congelado incluso. Pezones duros.

Luego partimos. Sobre Denver cae en llovizna la noche. Los amantes se marchan al folle; los gordos a comer. Tuesto un morrón y lo arreglo encima del queso. Casi pintar el asunto, diría.

Me recuesto en la cama doble con seis almohadas y una sábana. Marco gime en el piso. El mundial de fútbol transcurre con mi ausencia.

Tomo café negro. Miro algún porno privado. Memorias de tristes mujeres que sabían reír. Gritaban te amo en lenguas muertas. Duermo por cuarenta minutos. Despierto. Venus brilla en el cielo camino de Centennial para completar mis veinte horas de trabajo.
2018 

Tuesday, June 26, 2018

Libro de Norteamérica/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Comento con Rodney que son 29 años para mí en los Estados Unidos. 29 en Bolivia. Mitad y mitad. Lo describí en breves textos que llamé mis Cuadernos. Ha crecido que ya es un libro, tal vez con una cubierta de bandera al estilo de Jaspers Johns.

Con el tiempo supongo que la pérdida comparativa hará de Bolivia difusa. Allá quedan los huesos. He de ir, pronto, para despedirme del sol del patio de casa. Del parral enfermo, de los troncos de molle hechos asientos para momento de parrilla. Encontraré, así deseara evitar, las ruinas de mis pasiones, la silla donde ella se sentó y la mesa en que la acosté con su abierto vestido floreado. Riesgos de que el pasado te devore; y riesgos de futuro.

Veinte y nueve años. En el ghetto negro, donde viví, emborraché y trabajé, todavía tocaban entonces a The Crystals y The Ronettes. Prepucio del rap. Pilas de zanahorias se pudren a la intemperie. Miro atrás, hacia el dormitorio de cuatro de la mañana y las almohadas están vacías. Recuerdo… El tren de Gallaudet marcaba el tiempo como reloj. Un bus en la esquina de dos avenidas servía de hotel de los pobres.

Vuelve pronto, me dijo mi padre. Un año, respondí. No lo hice ni en veinte años y me acuerdo de él con su rostro de dragón la última vez que lo visité. En la habitación pequeña, a la que se había trasladado luego de la muerte de mi madre, quedaban mis huellas con las de L. en tormentosas sábanas. Hay videos. Somos jóvenes y nos burlamos de nosotros.

Dos años estuve indocumentado, hasta que mi primera esposa me arrastró hacia las oficinas de inmigración a responder tontas preguntas, otra vez sábanas, su color y el color de las paredes. Con el tiempo me fue dado otorgar papeles. Lo hice con las hijas de mi segunda mujer y ella. El ilegal que permite que los nuevos agiten banderitas norteamericanas de papel y se regocijen con un status por el que los chinos pagan treinta mil dólares. Entregué la firma y sentí que este era un mundo extraño. Peor lo siento ahora.

La gente, cuando se nacionaliza norteamericana, suele festejar. El día que me tocó, por motivos que no vale mentar, puse la bandera que me entregaron en el bolsillo de atrás, ese donde los antiguos llevaban el peine. Este desdén por la grandilocuencia me ha costado. La convicción se confunde con desidia, y suele ser la mujer, tristemente, la que sale con el fatídico “no te importa” para castigar la falta de entusiasmo por eventos que debiesen ser intrascendentes. Llevo 29 años acá sin pronunciar ni un “ok”. Convicción, sí, y a aguardar el castigo, el chicote fatal de la ignorancia.

Se acerca el onanismo de las cuatro y media. Una mujer me dice que abrirá su lecho por tres días si permanezco siete, a manera de aliviar mi soledad y cumplir sueños inconclusos. Lo haré, pienso, con piel casi sesentona y empalidecida, divorciada y todavía febril.

¿Qué será de mis amigos negros? ¿Seguirá el coreano preparando alitas y narrando su infortunio de mujer arrebatada y llevada a Bolivia en manos de un relojero? Mi esposa, decía, era linda, diminuta y cachonda. La sedujo aquel paisano con relojes, que yo hedía a pollo. El tic tac contra el aceite; el tiempo en contra de falsos embrujos.

Mujer de relojero. Washington DC olía a húmedo. Los transeúntes enfrascados en sus ideas, cubiertos hasta las rodillas por abrigos. No lo hubiera pensado, tantos años. Desde aquella mañana en la Galería Corcoran en que admiré a Lee Miller, hasta dos semanas atrás cuando los rusos de arriba retornaban a Ufa, república de Bashkortostán, se ahorcaba Anthony Bourdain y el cielo venía con horrendos presagios.

Vuelve pronto, repite papá. Le aseguro que al fin he de recostarme a su lado.
25/06/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 26/06/2018

Imagen: Jasper Johns

Monday, June 25, 2018

NO PRÓLOGO (para CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE)


DARWIN PINTO CASCÁN

Los prólogos no los lee nadie.

Al menos eso creo, y también Roberto Navia, uno de los dos narradores que le han puesto carne, hueso y magia a esta suma de historias que tienen la suerte de eternizarse en este maravilloso invento llamado: libro. El otro narrador (grande y humilde) es Claudio Ferrufino, uno de esos cochabambinos que le hacen honor a la tradición literaria de su tierra. Y que además, es generoso, como pocos. Muy pocos. No lo digo por los cochabambinos, lo digo por la humanidad...

Sí, los prólogos no los lee nadie. Y si escribo esto, es porque he leído estas Crónicas de Perro Andante y me he descubierto asombrado, como si la realidad descrita allí fuera algo de otro planeta, como si todo aquello no hubiera pasado aquí nomás, a la vuelta, hace años y también ayer.

Causar sorpresa contando algo que ya muchos conocen, no sé, en mi pueblo le dicen: talento. Y no sólo que me he sorprendido y paladeado los estilos distintos y las visiones diversas (elevadas en unos casos y profundas en otros), de situaciones que marcaron la historia reciente de Bolivia, si no que el libro me ha permitido darle una lectura distinta a algo que parecía comprendido, cerrado, olvidado. Aquí releemos la realidad y nos sorprendemos… de nuevo. Reinterpretamos, reaprendemos, reentendemos, revemos. Activamos la memoria y echamos a andar la maquinaria del sentido crítico, del putazo indignado ante la barbarie, la corrupción o la maravilla que nos atropella con cascos de caballos salvajes o de bandidos ilustres o de héroes anónimos.

Sí, los prólogos no se escriben así…

Por eso esto no es un prólogo. Si lo fuera, no lo estaría escribiendo.

Ésta es una breve crónica sobre un libro de crónicas. Parece pretencioso decir que este escrito pudiera ser uno de los pocos de su naturaleza en Bolivia, pero sin pretensiones no habría progreso, de modo que lo digo: sí, es de los pocos emprendimientos de plumas fuertes (no por ego, sino por logros), que se publica en el país. Y lo aplaudo, y lo envidio de la única manera que se envidia: a la mala, pero sin ser mal bicho.

En Crónicas de Perro Andante el lector descubre dos miradas poderosas sobre un mismo tema: Bolivia, sus dramas y sus historias surrealistas de todos los días. Una mirada, desde la médula del país, desde la trinchera del periodismo, tan densa y militante que la realidad hierve y cambia mientras es narrada. La otra mirada, igual de intensa,  es la reflexiva, inteligente y amplia que sólo se da a la distancia, desde allá en el norte, en el Colorado del Gran Cañón y de Kubrick en “El Resplandor”, con la nieve hasta los bigotes. Desde la ventana que da al estacionamiento, el autor piensa, vive Bolivia a través de los mapas  de Internet, las redes sociales y los medios digitales.

Roberto Navia tiene heridas de guerra y de vida que no se le notan en el cuerpo, pero ha tenido la facultad de transformarlas en sabiduría a la hora de caminar y narrar Bolivia. El reportero a prueba de balas y de miedo (que lo tiene, pero lo controla)  bucea en las entrañas de Bolivia, se impregna de ellas, las come, las bebe y luego las graba a cuchillo en la memoria de un país.

Claudio Ferrufino la contempla desde las alturas de la experiencia en las que el panorama puede ser visto en su total amplitud, pero no libre de los apasionamientos propios de un creador que no vive en Bolivia, pero que la sigue y la estudia, casi con una pulsión obsesiva que nos hace bien a quienes lo admiramos, lo queremos y lo seguimos no sólo en sus libros, sino también en sus columnas de opinión en distintos medios impresos. Claudio es un señor grande, con la pasión de un chico. Un necesario enfant terrible que rompe algunas ventanas a pedradas para despertar a los que prefieren dormir, en vez de pensar…

El trabajo de ambos, plasmado en este libro, no ha sido fácil: Escribir crónicas no se trata nomás de contar de una manera ordenada una secuencia de hechos. Cronicar es jugar a que sos el amo de trapo que con un dedo hecho de palabras vas recreando el espacio, desde el espacio individual... Cronicar es ir soltando de a poco el hilo narrativo, como quien está pescando... Es ir soltando de poco el hilo de quien está hilvanando su propio tiempo, con el tiempo de los demás, con los demás, para los demás.... desde uno mismo... Según veo, la técnica sólo pule lo que ya estaba ahí... Por eso, el cronista no se hace... El cronista ya es... Desde el primer día en que vio y sintió por dentro lo que vio (lo sintió atorado en el pecho o tensionándole los pulmones o haciéndole el aire más espeso) y tuvo ganas de narrarlo... Ya es... Se aprende un par de trucos (mover esto aquí y trastocar esto allá para causar ciertos efectos) Y listo…

Con esas herramientas elige al personaje único desde donde se contará la historia o si serán varios quienes la contarán, o el personaje al que se seguirá con el relato. Luego definir los tiempos, el tono, la perspectiva para darle continuidad a la historia… No es fácil, es un trabajo en el que se mezcla arquitectura, psicología, historia, redacción y mucho, mucho corazón. Que esto último es algo que no se enseña, se tiene o no.

En resumen, Claudio Ferrufino y Roberto Navia son grandes narradores, y sí, también son mis amigos; pero fundamentalmente, son enormes seres humanos. Y por eso, sus lectores, se lo agradecemos.

Santa Cruz de la Sierra, 12 de enero 2013

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Introducción a CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (ROBERTO NAVIA GABRIEL Y CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT), LA HOGUERA, 2013. 

Tuesday, June 19, 2018

La mujer que yo quiero/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Bañarse cada noche en agua bendita? Ni bañarse siquiera, esencial, acalorada, simple.

Qué dicen o no dicen los padres (los míos ya callaron y los suyos también). Además que en las catacumbas de la pirámide escondida de Cholula solo nos veían los muertos y su blanca piel resaltaba en las excavaciones negras del templo de los sacrificios. Apoyados en una reja con candado en medio del cerro, en su corazón, con luces tenues que indican el escape del miedo.

Pimienta Verde, se llamaba, creo, el lugar de los días del baile. Tiraste los zapatos; Miriam los suyos, y la Cochabamba de adustos mestizos contempló alargados pies brasileros que las horas recostaron y los ojos tallaron en memoria. Hombros, miro tus hombros multiplicados de pecas; los bucles en arabesco que caen sobre ellas. Supuestamente hay delito. No existe tal en amor. La transgresión mientras más profunda más divina; tus pasos bajando de Villa Moscú, manos envueltas en jeans sueltos, y un aroma que flota y se hace diario: el aroma de vivir.

Lees en el hotel de Juan Ramón y la Camprubí. Enfrente un monstruoso edificio soviético alberga miles de ojos. La planta baja anima un bar de ron barato, ron de locales, que los extranjeros se llevan lo mejor, lo bueno y hasta lo regular. Caminas entre tejidos de Violeta Parra, ante murallones de Che en traje de fajina; has salido del foso de los años perdidos, esos en que te busqué y desaparecías. Anda por Mizque, me dijeron, detrás de los faldones del Cristo de la Concordia, embozada para desconocerse. Igual así, el acecho paga y de pronto la estiro del brazo hacia donde morimos ambos, leemos juntos y los pies comparten fríos de sensual monotonía.

Te envié dos docenas de rosas y sé que leías a Pamuk en aquel balcón que daba a la cordillera. No albergaba más que tu cuerpo, el entarimado, pero acariciabas los versos de Pasternak. Que Pasternak, te sugerí, es mejor poeta que novelista: “No caerán esas gotas del cáliz/No podrán separarse por nada”. Te lo prometo el 2006; lo juro el 2007; lo susurro en tus muslos del dos mil ocho en un hotel chino de San Francisco y el nueve cuando abordamos el avión de Cancún hacia La Habana y nos fumigan en pleno vuelo.

La mujer que yo quiero no necesita… Nada necesita sino estar presente, con manos de nervadura aguda ramificada; con anteojos, que el sexo disfrazado así tiene prestancia.

Ondeamos por la música y viajes van y vienen en páginas que lees y sugieres. Una mujer de Viena que amó a todos los hombres célebres -algunos desesperados- de entonces. El arquitecto levantaba sus caderas como si fueran muelles de barcos. Desolados. Kokoschka que la pinta de colores extremos. Pienso y te veo así, comenzando en azul, bajando en marrón pálido, o blanco, terminando en profundo carmesí.

Afirman que tiempo destruye pasión. Falso, que hasta tu silla de ruedas la dejaría tirada con las llantas girando hacia arriba para llevarte de las sábanas negras a las rojas. El molle cubre nuestros cuerpos y de la hojita que guardas como confesión de pecado preparo una tisana.

Te muerdes las uñas, es enero del 97. Que no nos volveremos a ver y sin embargo, Ligia, pasaron 22 años y bastante dolor. Que te quiero así, no hay duda, y te querré luego de llegar a medianoche, también. Tal vez debiéramos conversar en el sosiego del café. Quizá, pero los golpes  del roquero del lado discapacitan la paz.

Me entero, me cuentan cosas. Vives en un largo vuelo de avión que da la vuelta al mundo en 80 o en 160, que tus números se dan con soltura y sin perdón. Eres la mujer que yo quiero, con huesos demasiados no me importa, ricos huesos. Y meces tu melena de león que muere y gime sobre mí, eterna. La mujer que yo quise.
18/06/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 19/06/2018



Tuesday, June 12, 2018

Magda: notas para la tristeza/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Vestías de negro, lo recuerdo, con un fuerte contraste hacia el guindo cremoso de la garapiña. Casa de Abel, Villa Moderna, la más alta, o casi, del grupo. Mechón blanco, el resto negro. Y el novio empedernido, que fue padre luego y luego olvido. Hablamos en el rictus baboso de la borrachera, de Sanipaya y el río Sacambaya, de tu tierra que alguna vez fue mía aunque apenas la pisé en sus bordes cordilleranos. Hará un mes escribías en mi página de Facebook que teníamos que ir allá, al mundo secreto detrás de los Andes. Ya no iremos.

Imagino a Ligia desolada, porque fuiste su amiga cercana, cómplice, hermana. Sus lágrimas se evaporan entre toda la tierra que hay entre nosotros hoy. Quería verte, como todos cuando sabemos que la muerte ronda, que se sienta entre los seis bancos vacíos a las dos de la mañana enfrente de un asilo de ancianos.

Me gusta que hablamos, dos veces el último mes y prometiste mejorarte porque las maletas se preparaban para emprender la subida. Julio me escribió temprano: “se nos murió Magda, Claudinho”. Pues no te mueres mientras te recordemos. Después, ya, quién sabe, cuando estemos de greda negra y zapatos de charol. Mientras tanto sonríes traviesa saboreando la garapiña, venida de la chichera que hace milagros, opaca como pastel de pintor.

Tu casa era la casa, y de allí tiramos cohetes triples al cielo, apuntando a dios y a los ángeles que caían maduros al asador. La casa donde bailamos tangos patéticos, no importando la risa de los jóvenes ajenos al peso de la historia. Meu marido, me llamabas, parafraseando a Ligia. En la entrada los amigos la emprendían a golpes en esa peculiar manera fraterna de los cochabambinos. El mechón blanco de tu cabello negro no se despintó, con los años iba mimetizándose para engañar al público, que envejecer no lo hiciste para nada: seguías valiente, decidida, criando a tres hijos sola y lidiando con las penas de los amigos que lloraban en tu regazo.

No te merecieron los hombres. Hay mujeres por encima de ellos, de sus minucias sollozantes y culposas. De eso ni te arrepientas, que mejor viajar sola que pobremente acompañada. Tuviste amigos, varios. Allí estuvimos Julio y yo, siempre, un poco mareados de vida pero firmes.

Sin ti se arrebata a Cochabamba de algo íntimo. Va convirtiéndose en la ciudad de los ajenos, donde nosotros, hijos de la confusión de lo rural y lo urbano, permanecimos como un hito que el viento borró. Conservo un manto de vicuña de tu padre, don Eliseo Thames, escondido entre otros tejidos andinos y secretos del universo insondable de Ayopaya. Y un pullu colorido, naranja sobre todo, y pesado, bien pesado, que cubre nuestra cama cuando enfría los pies, el invierno. Casi decir que estás; de todos modos no te vemos ya que la vista prefiere nublarse para no contemplar la debacle.

Magda, Magda, hiciste bien en no esperar las promesas de los que iban a verte, a despedirse. Les dejaste la memoria y los buenos deseos; con eso basta. Ahora tu teléfono calla y ese es triste sonido.

Caminas entre molles, sauces y ceibos de tu lar. Sé que te hubiera gustado ver Palca de nuevo, acalorarte en Cocapata y hablar la lengua secreta, el quechua, que soltabas apenas en entornos muy privados. Mi padre te quería, y tú a él. Creo que le representabas un mundo que se desvanecía y que perdió un retazo con su ida. Otro con la tuya. Lo dicho, nos anuncias un nuevo panorama, con demasiado de trivial y apenas con sustancia.

He de llamar a tus hijos. Y el nexo pronto ha de diluirse como alcohol en agua. Ligia, yo, mis hijas, sus hijas, Julio, Chino desaparecido, Jimmy, te repetimos quedo: duerme. Y un hombre, al menos uno que sé, añadirá: duerme, amor…
11/06/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 12/06/2018

Thursday, June 7, 2018

María Cristina Botelho, la complicidad y el absurdo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Juego de palabras? ¿Ejercitar retórica con ánimo de lujo y brillantez? Podría jugarse con las páginas de este libro breve y delicioso. De horas, diría mi madre, recordando a Rilke. Un trashumar por la infancia, la ilusión, el desasosiego, la soledad, todos sustantivos que se resumen en el fatídico aquel del absurdo, del indagar hacia atrás y ver (quizá no sentir) que huellas no quedaron. De nada. Por  eso las inventamos, articulamos y reproducimos, porque sin ser rebeldes no somos; fantasmas si no hay pasión; el yermo permanece yermo hasta que lo excavamos.

Dos pintores me vienen a la cabeza en los textos de María Cristina: De Chirico y Magritte. Hay un mundo de sueño entre ellos dos. Un péndulo entre la ausencia y lo presente aunque suene a lugar común. A veces, situaciones y personajes se nos presentan con esa colorida y estática muerte del italiano. Otras, viene el vaho de lluvia de Magritte y el cielo poblado. ¿Qué quiere de nosotros la autora, aparte de expandir sus propias dudas, el amor, la frustración de lo que no trasciende? Quiere un rictus que en instantes pueda convertirse en carcajada. Está el peso gris del medio oeste norteamericano lavado de cuando en cuando por un lluvioso Macondo. Vive en Indiana; sueña en La Paz. Conduce sin destino por la inmensidad de la pradera mientras bate con cucharilla dorada la manzanilla de ayer.

“Jóvenes del siglo pasado”, dice por ahí en las microletras, refiriéndose a los parroquianos obligados de un asilo de ancianos. Pues, bien, ahí hay un resquicio por el que penetramos al libro: el optimista por encima del triste, los textos que a pesar de tiznarse de sepias, refulgen por instantes en carmesí.
06/2018

Wednesday, June 6, 2018

El exilio voluntario: desarraigo, migración y globalización

MAURIZIO BAGATIN

“El hacer un libro es menos que nada si el libro no rehace las personas” - Giuseppe Giusti -

La vida es la única inversión que podemos hacer en la vida… Momo, expulsado del Monte Olimpo, exiliado, porque personificación del sarcasmo, de la burla, de la ironía, exiliado como Dante, como Napoleón, como Fedón en busca del alma, como Teeteto en busca del conocimiento, desde una amada y odiada patria, desde un país con el desarraigo y la orfandad en la sangre, en su ADN… una sensación heideggeriana de Heimatlosigkeit.  

Hacia un país que a partir de una cierta hora, se convierte en un gran enteroclismo bucal de alcohol… y a la mañana siguiente, en el momento de reanudar el trabajo, todos afeitados, en su lugar, las dentaduras brillantes - verdaderos Lazzaro resucitados - gracias a un misterioso y visceral silbido, comentó Fellini de vuelta de los Estados Unidos…

Un exiliado deja Ítaca, y su Penélope, un exiliado deja Zacinto, su juventud, su tierra, los sueños, la mucha historia en la poca historia contada… Claudio deja las chicherías de Coña Coña, el Río Condorillo, Tupuraya… las dos caras del mundo, materia y abstracción. Mierda y razón con la que estamos hechos… y el mítico boliche En-bajada, premonitor: debes entrar en el infierno y conocer las llamas del averno humano para luego refugiarte en el sexo (improvisando, aprovechando y disfrutando…), las comidas (improvisando, aprovechando y aún más disfrutando…) y el alcohol (refugio del cuerpo, del alma, de todas las necesidades del exilio, del éxodo, de la fuga…). Ahogando soledad y tristeza, qué importa si es en el río Rocha, en el Potomac, en un imaginario Spoon River o, siempre, en la otra orilla del Río Bravo, del Río Grande para los pinches gringos. La yuxtaposición que separa estos dos mundos: uno que se sirve siempre del otro. Si un joven no se encuentra solo en la vida nunca crece: si no emigras, no te autoexilias, no escapas de tu realidad antes, el después será trágico, grotesco hasta tocar la banalidad, la farsa que tú nunca quisiste, antes de que todo siga orko wasamanta.

¿Qué hace una generación cagada en un país cagado mientras todos les cagan encima? Se caga, si no es cagada… el ’68 es lejano, el ’77 se evaporó, la joven democracia es ya vieja, superficial y definitivamente podrida, no, ningún sueño americano, dream on the road entre los últimos entonces… that the best of men are but men at the best… leyó Carlos Flores en aquel libro alucinado y alucinante: “El arte es lo contrario de las ideas generales, describe solo lo individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica”. Así describes la decadencia post boomerang… con la prosa apasionada que deseaba siempre De Quincey, con el cuchillo de Céline y la maestría de Miller.
Junio 2018


Tuesday, June 5, 2018

Matar a los tiranos en un buen uchu/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Cómo eludir a los majaderos gobernantes? Rajoy se va cabizbajo y patizambo al preámbulo del basurero histórico. Felices aquellos, allá, en la península del fin del mundo. Nosotros, en sur y norte, en norte y sur según la perspectiva momentánea y local, no tenemos visos halagüeños.

Me he refugiado en la comida, en matizar salsas y acariciar mejorana fresca cuyo olor me trae infancia, Cochabamba florida, los queridos fantasmas del ayer que eran del hoy entonces. En las sazones mueren los tiranos. Ellos jamás hollaron un espacio que les ha sido siempre imposible: el de la comida popular, sujeto de estudio este, porque abarca sociología e historia, geopolítica y etnias.

Hasta mi esposa afirma que posiblemente la pimienta negra, e incluso la blanca, ha de salvar el matrimonio. Será que mientras mixturo polvos hecho un nigromante, olvido detalles nimios que siempre son causa de desastre; de amor hablando y de hastío, claro.

Mi cocina es refugio donde ni el prosaico Trump ni el metafórico Morales, Donald y Evo (malhaya la suerte perra), ingresan. El ajo los mantiene alejados. Huelen a azufre igual a “W” Bush, de acuerdo a la épica chavista. No es que el infierno sea mal lugar, es que algunos parroquianos simplemente debieran ser desechados hasta de ahí…

La vida suele ser simple, igual a sabores, olores y colores. En apariencia. Complicados, contradictorios, ajenos el uno al otro pero convivientes, en realidad. Lo único sencillo es la muerte. Triste andar lo nuestro para hallar la piedra filosofal del buen vivir solo cuando se muere. Un bien vivir que no tiene nada que ver con el malviviente presidente boliviano, que se apropió hasta del léxico como lo hace su rubicundo gemelo en Washington.

Pero donde no ingresan los sátrapas, o creo no haberlo leído en texto ningún, es en el detalle de sazonar un plato. No recuerdo prohibiciones al respecto aunque debe haberlas. Supongo, únicamente supongo, que la comida negra del sur de los Estados Unidos se prohibía en los pálidos salones. En vano, hoy el arroz sucio (con molleja de pollo desmenuzada), los frijoles, la cayena, el pollo frito son inmensamente conocidos y disfrutados. Preparo, voy preparando, un texto sobre una comida nigeriana en específico, y sus connotaciones políticas. Comparto mesa con Matthew, de Benín, y me conversa al respecto.

A lo que voy es a que en los mesones en que trabajo, uno verde y otro azul oscuro, no ingresan mis enemigos. Espacio prohibido para vampiros nada románticos, succionadores de sangre carentes de sentido mítico. Delincuentes comunes, revendedores de entradas. No podrían en una eternidad llegar a la sofisticación del orégano, a las profundidades marrón oscuro del comino. Cuando agarro pinzas y cuchillos y hago a un lado con el mango los periódicos que traen sus grotescas sonrisas, delimito la frontera. Mueren allí Chinahuata y la Casa Blanca, las veleidades de la coca y de la raza. “Vámonos”, canta Bonny Alberto Terán…

Tanto dar vueltas para decir que cuando cocino no leo. Y si no leo, no los veo sin que ese sea argumento en contra de lectura y conocimiento. Claro que en casos clínicamente obsesivos como el mío, en que imagino muertes y accidentes al mejor estilo de Angiolillo, se sugiere alejar por temporadas diarios y revistas, cerrar ordenadores y dejar anuncios de supermercados con el precio bajo de la naranja y el tamaño de ciertas paltas casi melocotones. Encima de un tejido de Caripuyo para distraer más con el notable entramado.

Recordé, pensando en mi amiga Magda Thames, un fideosuchu cochabambino que combinaba entre sus dedos con maestría. En su casa al lado del canal que guarda una de las torrenteras del norte nuestro, el sol todavía brilla en la ventana, y el aceite en las costillas. Tiene que ser fideo chino, dice, para que sea cien por ciento cochabambino.

En aquel uchu se ahogan los tiranos y yo recuerdo con ganas lo jóvenes que fuimos.
04/06/18

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 05/06/2018 

Saturday, June 2, 2018

JUDITH/Fragmento de El exilio voluntario

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La conocí en las páginas de City Paper, el mismo semanario donde encontré mi casa.  Aparte de leer los artículos diversos y eclécticos que presentaban, miraba la sección de personales.  "Mujeres en busca de hombre".  Bajo ese genérico título al menos cien mujeres de toda edad, buena condición porque era una publicación de élite, daban sus características y lo que buscaban en un hombre que fuese compañero, amigo, amante, esposo...  Una vez llamé a una y casi tuvimos cita, pero una borrachera con Ronald, tirados en el piso del apartamento en North Monroe, la canceló.

Decía Judith que ella era artista "tipo B" (jamás supe cuáles eran A y cuales B).  Quería salir con alguien. Le escribí.

Nos citamos en una conocida librería de Dupont Circle, casi al lado de Common Concerns, tienda de todo, donde robaba postales de The Clash y fotografías de Jan Saudek.  Cierta vez sustraje varias, era fin de semana.  Una de ellas mostraba un tendal de condones puestos a secar.  De pronto, por mi hombro derecho, un hombre viejo, algo pequeño, me pregunta si soy peruano o boliviano. 

Soy Jack White, te invito a mirar una exhibición de arte.  No, gracias, me doy cuenta que Jack es homosexual, pero si quieres nos tomamos una cerveza al frente -pizzería griega-.  Vamos a casa, tengo cerveza de sobra, y está cerca.  Me digo qué puede hacerme este viejo.  

Llegamos a uno de los vetustos edificios de aquella parte de Washington.  Bella casa, plena de arte, de dinero sin duda.  Esculturas originales.  Señala un cuadro, Jack lo señala.  No sé a quién regalarlo.  Es muy caro.  Tiene que ser alguien especial.  Estamos en el vestíbulo.  Ya en la sala, veo un preservativo usado en medio de la alfombra.  Jack White se apresura a patearlo debajo de un sofá.  Me siento.

Tiemblan sus manos cuando llena mi vaso de cerveza. Lleva gafas, una camisa blanca a rayas.

Conecta el televisor y pone un video con Marilyn Chambers, Behind the Green Doors.  Si no recuerdo mal actuaba un negro de sexo espeluznante, con un nombre como el Longhorn de Texas.  Y Marilyn era flaquita, de tetas bien formadas. Jack suda.

A la segunda cerveza le pido el teléfono. Hago una llamada a Virginia: ¿Fernando?  Sí, ven hermano, estas son las coordenadas. Del metro de Gallery Place una cuadra... etc. Fernando llega pronto, en su amplio Cadillac, con su habitual música de Born to be Wild. 

Este es Fernando Vargas, Jack, artista del puño y del hambre ¿leíste a Franz Kafka?

Jack White nos sirve cerveza sin parar, y bocadillos. Y cuando Marilyn Chambers fenece con el coito, nos levantamos y nos despedimos cortesmente. Pobre hombre, esperaba que el término de la fiesta fuese orgía en manos de los aborígenes sudamericanos. Y no fue así. Comimos y bebimos. Alguna vez Jack llamó por teléfono. Para no herirlo le conté que me había casado -era cierto- y fue el final de esta historia de los bolivianos y el maricón.

Escribí a la artista tipo B.  Le sugerí que era escritor... y maldito. Que era un proletario de veras y un proletario de la pluma a la vez, que me gustaban las mujeres, la cópula, las tortas de chocolate y los Doors. Que Lautrec me entusiasmaba más que Modigliani y que Janis me producía ternura ligada con deseo.

Te pregunto qué pintas o escribes. Si usas calzón o no lo usas.  

Te encuentro en Dupont Circle.  Aquella fue mi primera experiencia en librería-cafetería.  Me pareció maravillosa.  Si bien venía del arte, de la lectura, mis días de Washington DC eran de manos congeladas y de dolor físico, de hombros tornasolados y músculos desgarrados, de crack y negros, y vicio y el paraíso original fruto-vegetal con la selva rodeándome, la agricultura toda.

Te busco. Te encuentro. Sentada en el desnivel inferior, de abrigo negro y sombrero negro. Para reconocerme, me aclaras cuando hablamos, llevaré un sombrero negro de ala ancha. Es el atardecer.  Acabas tu café. No no quiero, mejor te invito a cenar. Dónde. Adams Morgan.  Es allí donde vivo.  Me encanta Adams, su multicultura, compro libros en Hispania Books, bebo cerveza jamaiquina en Montego Bay, descargo camiones a lo largo de la avenida principal.

De las letras a los camiones, de Rimbaud a la verdura. No son incompatibles, le digo, los colores de Gauguin con el trópico frutal de Kerry Co. Y no me seduce la idea de la academia. Prefiero descargar camiones con el pecho desnudo, y aprender el slang de los negros. Y tú. Antropóloga de profesión, con tesis doctoral en Teresinha, Brasil, de padre, madre, hermano doctores, peachedés, judíos ricos, sin convencionalismos pero tampoco con necesidades. Somos distintos, creo, Judith, no sé si te interesa compartir un espacio tan ajeno. Hoy no trabajo y me ves decente, mañana seré otro paria con la ropa destrozada, los guantes mugrientos, sudada la entrepierna. Ya veremos, Carlos, you are funny, you know? And I like you. 

Entramos al restaurante español. Primero el vino. Miro la lista. Herederos del Marqués de Riscal (a $20 la botella). ¿Es bueno? preguntas. Huele como mantequilla, Judith, has de adorarlo.

Robó Gloria de la bodega de su padre un Marqués de Riscal, hablo de 1983. Nos encerramos en su cuarto. Nadie había, no había nadie. Desempañó la camisa, abrió sus senos a la intemperie de la habitación, tiró el pantalón, las liguillas blancas que cubrían el vello. Quedó desnuda Gloria en su cuarto que tenía una piel de oso como cubrecama, suave, sugerente. Quedó desnuda, ella con el perecido marqués. El vino era fantástico. Desde entonces lo ligo a su recuerdo, a sus besos, a sus pezones puntiagudos que trataban de empalar mi lengua y convertirme en mudo, al movimiento de sus largas piernas que hoy serán viejas y artríticas. Nos amamos mientras terminamos la botella de Riscal. Me pasaba vino en la boca. Su piel era un manojo de rocío. De sus muslos y rodillas caían gotas de jugo resplandeciente, me había bañado el vientre de sí. Esa era Gloria y en la botella que el garzón nos ponía en aquel bar de Adams Morgan, seis o siete años después, revivía la calidez de las que entonces eran las caderas más bellas, y más anchas, de mi ciudad.

Vuelve Judith. La acompaño. Entro a su casa. Esculturas brasileñas de caimanes y serpientes, en barro y coloridas. Etnias del mundo en sus representaciones artísticas. Me regala su libro. Le regalo un poema tonto que habla de sombreros negros y de cuánto me gustaría acariciar sus tetas, grandes tetas a decir verdad, para su estatura, de un metro sesenta aproximadamente, eran tetas grandes, de judía regular en cuerpo, tetas que tendrían los pezones negros siendo hebrea del este, de los que Franz Kafka miraba como extranjeros en las calles de Praga, que sutilmente admiraba y envidiaba. Un poema, Judith, para que lo leas en la noche (¡!).

Vienes de Nueva York. 

Pienso al día siguiente.  Hago un plan de ataque. Simulo frente al espejo la afectación del poeta obrero.  Ilumino los detalles de la seducción.  Hoy será mía, si ayer no fue. 

Daniel Kerry me llevó un paquete que ordené bajo su nombre de L.L. Bean, compañía de ropa. Era una chamarra de cuero tipo piloto, que aún conservo pero que regalé a mi hija ahora que el tiempo se adueñó de mi cuerpo. Terminada la jornada de trabajo, casi mediodía, me peiné en el baño y con la campera puesta tomé un taxi en la esquina del mercado hasta Adams Morgan. Me recibiste alegre, con un beso en labios cerrados. Vamos que tengo que ir de compras ¿quieres?  En el supermercado mientras hace los mandados de la semana, escojo dos filetes de asado, corte rib eye, buenísimos, y le digo que los prepararé a la vuelta, en su cocina.

Acaricia mi chamarra de cuero marrón oscuro. Subimos las gradas del hall, luego el ascensor hasta el tercer piso. Abre la puerta, se descalza, a esta hora qué estarán haciendo en casa, en Cochabamba, se pone cómoda, con un blusón beige, mientras humean los asados en la sartén. Los acompaño con una ensalada simple de lechuga romana, con pedacitos de radicchio para darle un gusto privado.  

Comemos sin alharaca, en la cocina, con un par de botellas verdes de Grolsch, cerveza danesa.

El living es amplio. El sillón es amplio. Cuando la beso noto que debajo de la blusa no lleva corpiño.  Introduzco mi mano y toco, con escalofrío, los pezones en que he soñado el día anterior. Levanto tu blusa. Los beso. Nos abrazamos hacia la cama y mientras te beso te abro el cierre y bajo tu pantalón.  Cuando la unión se logra me preguntas si no tengo sida. No ¿y tú? Poco me interesa su respuesta. Ya está hecho responde, sin embargo tengo que cuidarme y se levanta para sacar un objeto de goma flexible de una cajita húmeda especial. Lo introduce en su cuerpo.  Tengo vergüenza de preguntar qué es, pero jamás vi cosa semejante. Recuerdo, sí, las veces que iba a farmacias a comprar preservativos, en los preámbulos de las locas expediciones al campo, que eran sexo y árboles, eucaliptos y sexo, con Francine o Gloria, que el dueño preguntaba si preservativo de hombre o de mujer. Y ahora, en este momento de Adams Morgan me desayuno con su significación. Se apoya en mí, Judith, ya desnuda y su pubis que era un laberinto de greña negra maravillosa, dobla una de las rodillas y acomoda su impedimento de niños. Nos acostamos. Anochecía ya, y no quiso cerrar las ventanas. En la luz del cuarto nos expusimos a las miradas de los vecinos porque el edificio tenía forma de espuela.  No me importó. Extranjero en una ciudad ilimitada, en una cita que de entrada no quise que prosperara...  Judith pidió ir abajo, porque era la única manera en que podía alcanzar orgasmo. Sus piernas eran una máquina de viento, sus rodillas chocaban mis costados a una velocidad inaudita. Su gemido oí como de fiera herida. Mi sensualidad se había perdido. No me asustaba, pero sentí hallarme ante un teatro desconocido, quizá la gran ciudad me tragaba, quizá era el desdén de la vida por mi ser boliviano.  Tal vez crecía. Hasta hoy el amor de carne un ritual magnético de placer, pero aquel era imperio animal. Y en animal me convertí, me hice remolino y grité con ella mientras al fondo los Beatles cantaban, en cassette, Hey Jude. Tránsida y mojada tiró los brazos atrás. Había estado con una mujer rusa, no importaba hebrea, y la había deshidratado de gozo. El ventanal inmenso semejaba una pantalla de televisión y la noche se adueñó y brillaban de luciérnagas los apartamentos contiguos.

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De EL EXILIO VOLUNTARIO (BOLIVIA, 2009; CUBA, 2010; ESPAÑA, 2011)

Imagen: Hans Bellmer