Tuesday, January 29, 2019

Barrer con la revolución/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

Hubo un tiempo, en la juventud, que el peso de esa palabra crecía con sangre. El 79 festejamos Nicaragua a pesar de la debacle humanitaria y económica. Incluso hicimos fila en la embajada cubana de Lima para ir a pelear a la Contra. ¿Y qué tenemos ahora?  Somoza de nuevo. El viejo Castro Ruz fue el áspid astuto del proceso. El cáncer que eliminó hasta lo que él aparentemente había creado.

¿Bolivia? Hay cinismo en quienes afirman estar ante un proceso revolucionario. Esta es una feria de pajpakus, de vendedores ambulantes, de pepenadores de chatarra. Hábiles comerciantes, para quienes el Manifiesto Comunista, por mencionar algo, sirve para envolver empanadas. Por cualquier lugar que se mire, vértice, arista o perspectiva, la revolución, por aquí, no pasó. Hay un par de vivillos, torpe uno, y tonto el otro, que intentan dar careta programática, ideológica, a una feria de productos de contrabando.

¿Venezuela? Habrá que probar soga doble para colgar al payaso. Con Diosdado Cabello bastará el estilo que se aplicó a Mussolini, levantarlo patas arriba. De nada sirve, ni servirá. La violencia es un ejemplo que se olvida, pero, al menos, queda la satisfacción, en apariencia, de saldarse las deudas. Triste. Y, otra vez, por dónde pasó la revolución en este conciliábulo de ladrones. Por ningún lado, ni ahora ni en tiempos del bufón mayor, el llamado Chávez, que se quedó de momia que ni sobrevivió la década. Faraón de barro.

Viene México, con la revolución que ganaron los pelados para que gobiernen los pelones. Ahora López Obrador rebuzna en favor de la mafia narcotraficante venezolana, olvidando la tragedia propia debida a este mal. ¿O implica que la nueva “revolución” mexicana le hace guiños al narco de entrada? Sería terrible, devastador.

Ya éramos, nosotros los que vivimos toda la juventud bajo dictaduras, una generación perdida según conversábamos con un amigo por teléfono. Tuvimos, sin embargo, algo parecido a la ilusión. Los años se encargaron de desdorar la píldora, pero el golpe de gracia lo dieron los “del siglo veintiuno”, apañados por intelectuales vendidos de lengua delgada y larga, ideal para meterse entre las nalgas del amo. Se burlaron de los muertos… fue lo peor. El indígena Evo Morales va a recibir la venia del derechista brasilero Bolsonaro, enemigo de indios, para mostrar sin equívoco quién es y qué es. Poco importan las diferencias que en realidad no existen. Se gira alrededor del oro; estos son crías de los adoradores del becerro, esos que se burlaron de Moisés. La Biblia es explicativa de su laya, y las Gomorras que crearon anuncian ya su destrucción. No porque atentasen contra lo divino, sino contra el respeto a lo que costó ganar la posición de la que se aferran como los monos del Libro de la Selva, el de Walt Disney.

El vocablo este que tratamos ha sido disminuido de tal modo que debiera jubilarse, usarse solo en un contexto histórico para hechos conocidos. Alguien dentro del masismo tuvo la perspicacia de declarar lo suyo como “proceso de cambio”, aunque a ratos se desbordan con “revolución”. Claro que Nicolás Maduro con el notorio escaso cerebro que lo caracteriza, sigue martillándolo. Pronto estará encerrado en una prisión de alta seguridad donde voceará sus alaridos a las paredes blancas sin nadie que lo escuche. Eso si no se bambolea como pacay de un árbol tropical.

Pues, la última década desmembró una fantasía que duró cien años, o más, en fundarse. Sobre su cadáver danza gentuza miserable, que ni combatió ni hizo más que parodias revolucionarias. Hablarle a un hijo o nieto sobre “la revolución” sería mentirle; mejor enseñarle desde ahora las variaciones del precio del tomate.
27/01/19


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 29/01/2019

Friday, January 25, 2019

Pablo Cerezal: un fulgor en las ascuas del desastre


DANIEL J. RODRÍGUEZ

Pablo Cerezal ama cada vértebra del mundo, aunque soporta sobre la cicatriz de su espalda el peso de algo oscuro que se obstina en definir a vagos trazos en todo lo que escribe. Lo aguanta sobre él, pese a saber que su costado heredó la maldición de Sísifo y, por tanto, el esfuerzo de cada uno de sus pasos le conduce a un no lugar situado entre su origen y la inalcanzable meta. No hay solución, no rozará este poeta el espacio del reposo: su vida es una afrenta, un inicio constante de Revolución.

Fruncido el ceño, las horquillas de su pelo —el azabache exhibe la bandera blanca ante las pulcras canas que han comenzado la conquista— se entremezclan con las volutas sinuosas del humo del enésimo cigarro. La perilla, perfecta en su descuido, esconde el indicio de una sonrisa. Mira, cabeza gacha, con los ojos de avanzadilla por encima del límite de sus gafas de mínima montura. Es tan verdad como la sangre. Tal vez por eso escribe, porque cada palabra esconde la anatomía de un latido. Y es poeta, si bien sus libros esconden el misterio de los versos en el armazón equilibrado de la prosa.

Los títulos que ha firmado hasta el momento —Los cuadernos del Hafa (Carena, 2012), Madrid-Cochabamba (Lupercalia, 2015) y Breve historia del circo (Chamán Ediciones, 2017)—, así como una buena nómina de colaboraciones de distintas naturalezas, confirman en este narrador telúrico el perfil de un constructor de versos. Cerezal es un ebanista del lenguaje, modela cada texto para contar un “más allá” de lo que cuenta. Y ahí está la poesía, en ese modo de ver apasionado, brumoso, electivo, franco, que despeja cada obstáculo para centrarse en la raíz exacta, en la partitura mística de la existencia propia.

El madrileño, alquímico autor, destila la vida en cada línea de palabras que mecanografía, su propia vida, porque la literatura se conforma como extensión misma de su carne: “Escribo como poniendo grapas urgentes al silencio de la noche. (…) Por eso imagino que escribo: por continuar oxigenando la atmósfera de pensión barata de mi escritura”.

Hay, en su último libro, una confesión íntima sobre su relación con el teclado del ordenador; un idilio infiel en el que cuatro se reparten el tálamo: el hombre poeta; el vino o alguno de sus allegados; tabaco, siempre tabaco, y la palabra. Y en esa orgía de placeres y condenas se define, porque Pablo reside en la literatura: “Escribo despedazando la página en blanco, como una tormenta de verano que redibujase la geografía arisca del asfalto y el tierno diseño de los campos, perdiéndome en circunloquios como lo hacen las aguas en los rediles del barro, tras su suicidio vertical que a nadie importa”.


Cerezal es una firma híbrida. En él se dan la confesión de entrañas, el mirar contemplativo de la catástrofe, la ironía discreta del que ha comprendido la gravedad de la existencia, la solemne intensidad de lo clásico y la febril secuencia interminable del ahora. De Miguel Sánchez Ostiz a Kerouac; de un emborronado Bukowski al Thoreau que reflexiona sobre la bondad; del menos cuerdo de los Panero al maestro boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y Goytisolo, y Umbral, y David González, y Vicente Muñoz Álvarez… ¡Ah!, y los músicos: Reed, Cohen, Bunbury, Nick Cave… Pablo parece haberse puesto en manos de un atinado anatomista que le hubiera susurrado qué parte de cada cuál coger, las partes mejores, para conformar un estilo propio e inconfundible, magistral en sus extremos de vertiginosa carrera ácida, un fulgor en las ascuas del desastre.

Esqueleto de geografías
Pablo Cerezal: Madrid castizo de acento de chulapo; también Madrid de espacios suburbiales, sustancias prohibidas y alcoholes. Lleva la ciudad marcada en el eco de su acento, porque su madre lo alumbró en esa capital de identidades en 1972. Pero en su sangre también corre —porque conforma la carne de su hijo, porque es patria de la mujer que ama— el místico olor a hierbabuena hervida en Marruecos y el tropel de colores, de ruido plural de la metrópoli boliviana de Cochabamba.

A estas tres geografías ha dedicado el escritor sus mejores —por ahora— páginas. Su primer libro, Los cuadernos del Hafaretrata la cara oculta de la concepción de turista que en Occidente se guarda sobre el país musulmán. En Cochabamba, exiliado para “olvidar esa foto huérfana de color en que otros aún creen contemplar (su) mi rostro”, como escribirá en un posterior libro, firmó a cuatro manos, junto con Claudio Ferrufino, Madrid-Cochabambaun retrato ecuménico sobre la urbe en la que le perdió el miedo a la edad, donde venció los apuros de la pubertad. Son 306 páginas de ambrosía, breves textos sobre ambas capitales, pero también a propósito del tiempo, las filias y las fobias, la maltratada estampa de lo familiar, la prostitución, la música, las mujeres y lo etílico; una melodía lejana de Chet Baker con retrogusto a suicidio y a esperanza.

Colección de libros de Pablo Cerezal, por Daniel J. Rodríguez.

Llegó después, entre otros retazos de su prosa allá o acá, su Breve historia del circo. Ultima este libro de vuelta en Madrid, pero sus dedos repiquetean sobre un teclado que existió en Bolivia. Son su vida en esa ciudad y el nacimiento de su hijo, Munay, el de los ojos de almendra licuada, el “principio andino que comprende la voluntad del amor”, el origen y el destino de esta obra, pues entre el circo de la solidaridad y el cambalache de niños de futuro suicida, Pablo le escribe al vientre abultado que será ese pequeño que hoy juega entre los libros de su padre.

En ese título se certifica una vez más que las cicatrices de Pablo, que son yesca para sus palabras, conforman una orografía literaria, un mapa con un único punto cardinal: la honestidad. Cerezal es un cronista estético con pinta de ermitaño descreído, un asceta del negro, rock destilado en el alambique del sincericidio; un poeta con rostro de prosista, un narrador cuyo pulso son los versos:

“Puedo escuchar la letanía sufriente de sus lamentos, la voz muda en que se queja el niño que, en el claustro vivaz de su vientre, va desanudando los días para mejor anudarnos las noches.
Temo despertarla.
Temo siquiera respirar cerca de su respiración
El latido del niño que ha de nacer reverbera en la habitación. Aunque yo, aún, no lo puedo escuchar”.

Vivo en cada muerte
La prosa —en sus manos, otra forma de poesía— del escritor madrileño es pesimismo enfurecido. Sus palabras mecen al lector con ritmo de congoja y se cierran sus libros, tras acariciar la última página, con el sabor de una pesadilla plácida. No quieres despertar, deseas dormir más en un sueño que duele. Su obra supone un trago adolescente a un vaso de whisky maduro —y sin hielo, por favor—: tortura en la boca, pero arrebata la garganta y abre la puerta de un mundo adulto, que abraza la muerte y el dolor, que conoce la soledad de la estepa, el salvaje instinto del animal fiero condenado a vivir en una jaula.

Así es Pablo Cerezal, el amigo, el escritor, el maestro: una pantera menuda, de acecho elegante, el hombre que mira por encima de sus gafas, que lía cigarros en la esquina del sofá, una pierna sobre la otra, y se ríe, y habla, y aguarda, y bebe mientras se recuerda en decenas de geografías del planeta, allí donde ha sido feliz desentrañando la vida que se esconde bajo lo sombrío. Pablo Cerezal es un misterio cercano, una brasa del fuego sagrado de la Literatura.

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De ZENDA LIBROS, 25/01/2019

Fotografías: Pablo Mon



Tuesday, January 22, 2019

30 años/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

20 de enero de 1989. Por la mañana llegaba a Miami. Mi padre me había susurrado en el aeropuerto: “vuelve pronto”. “Un año”, le dije, y pasaron treinta. Ya no está, me esperaba, me esperó, y todavía me espera. Mi madre, con mayor valor, lloró y no fue a despedirme. Lo hizo en la puerta de su pequeña acogedora casa su obra. La planta gomera era entonces pequeña. Ahora es un árbol. Las casas grande y chica se esconden entre edificios. El aire huele a pollo frito. La niñez se fue; le siguió la juventud.

Miami. Había pasado un huracán, el Andrew, creo. Las palmeras se inclinaban en reverencia. El mar estaba turbio. Georgia, las Carolinas: piratas, Defoe, Stevenson, Schwob. Virginia.

Deambulé buscando trabajo, bebiendo cerveza y lamentando haber venido. Estaban mis primos; me salvaron. El tiempo nos separó, los matrimonios, traslados. Un amigo me consiguió trabajo nocturno en los mercados, cargando y descargando camiones en el peor invierno. 500 variedades de frutas y vegetales que vendían a los mejores hoteles de la capital. Ni sabía el nombre ni conocía muchísimos de ellos. El capataz, el negro Joe Day, amenazaba con cuchillos y genitales con voz de bajo profundo. Fue el mejor maestro que tuve en jerga de pobres, en la palabra soez, en burla y diversión. Todo parecía tan serio y terrorífico siendo el único latino entre afroamericanos, con un carrito de mano, los guantes destrozados y poniendo las manos directamente en el fuego de un lanzallamas cilíndrico e inmenso. El frío en el rostro representaba mil agujas que se clavaban una y otra vez. Canicas de hielo colgaban de los bigotes. Y fuck you aquí, fuck you allá, así pasaba la noche. Al amanecer me subían a un camión e iba de ayudante de un chofer negro a descargar los productos en el Willard, el Sheraton…

Tenía hambre. Descubrí un tubérculo grande, jícama, de carne dulce, y jícama comía en los refrigeradores. La cultivaron los antiguos mexicanos. Me faltó un axolotl para ponerle proteína, pero había aguacates, sandías, chiles varios, naranjas y manzanas. Y hasta flores, pensamientos, comí, crudos que no había ensalada. Un par de meses después comencé a ganar más que los $129 iniciales por semana. Dejé de dormir en el sofá de un amigo, de comer fideos chinos de a cincuenta centavos.

En tres meses era otra cosa. Ese primer año ahorré once mil dólares, y la seguridad del dinero me atrapó y hasta hoy no puedo escapar. Hubo vino y mujeres. Amigos, unos vivos y otros muertos. Theodorakis y Leonard Cohen. Sexo en la calle catorce, de a dos, con una encima mientras la otra revisaba tus bolsillos. Clinton, Bush padre. Creo que viví cuatro guerras al menos, una victoriosa que ensoberbeció a la plebe.

La piel blanca me atraía, era el souvenir para mi raza marrón. Blanca y blonda como cerveza lager.

Varias ciudades alrededor de la capital, luego el fracaso del retorno boliviano y de nuevo a la cárcel con ganancia. Dos esposas, dos hijas. Los hijos quedan, las ilusiones no. La tristeza produjo la cumbia o porro de La piragua. Los remeros, allí, enfrentaban el vendaval. Luego la piragua queda en la arena y los viejos ya no pueden remar, ni el terrible negro aquel que comandaba. Nadie se libra al paso del tiempo. No hay soberbia que aguante su soplo de lobo feroz.

Treinta años han pasado y pareciera que no, que seguimos cometiendo los mismos errores, comportándonos como caprichosos niños que desean eternos juguetes. El país cambió, para mal, y no solo Trump es el ejemplo. Se va reemplazando a los trabajadores con máquinas, se destruyó los sindicatos. Si fue país de futuro, ya no lo es. De país manufacturero a país de servicios, siendo los sirvientes nosotros y los ricos los otros. La piel blanca ha perdido su encanto, y el óleo se transformó en acuarela.
20/01/19

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 22/01/2019

Sunday, January 20, 2019

Muchacha ojos de papel


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La Triple A buscaba a “Ferrufino” aquella noche. Mi hermano Armando se había trasladado hacía poco. Los encapuchados aterrorizaron a las jóvenes que ocupaban el departamento. El tío Carlos Coqueugniot vivía al frente y se lo contaron en la mañana. Mi madre estaba de visita en Córdoba entonces y se desesperó. Fueron a la Policía Federal en la plaza San Martín y el jefe de policía, en deferencia al tío que era importante industrial, le dijo a mi madre que si él fuera ella sacaría al “muchacho” de inmediato.

Salieron por la tarde en avión. La vida de Armando cambió. Estuvo taciturno, se encerraba.

Los automóviles por la noche tenían que ir con las luces interiores encendidas porque si no disparaban. Poco valía el humano en esos días, poco el civil. Autos corrían a tontas y a locas, papeles con consignas se disparaban al cielo desde bombas incendiarias. ERP, JP, Montoneros, siglas en las paredes. Terror.

Una pareja camina por la plaza principal de Córdoba. Empujan un carrito de bebé. De pronto levantan la sábana y sacan dos ametralladoras y rocían de muerte a los federales. Por la noche dejan niños llorando a sus padres. Hay vuelos de muerte. Violación. Escuadrones de la muerte, comandos, un perro que respondía al nombre de Savonarola. La noche dejó de ser de aparecidos. Desaparecidos.

Muchacha ojos de papel. Almendra. Spinetta. El dúo Vivencia canta en una secundaria Natalia y Juan Simón. Esto venía acunándose desde 1930, cuando Gardel embelesaba al tirano Uriburu. No, es más antiguo, desde el tiempo fusilado al sur.

Ha muerto Osvaldo Bayer. Ha muerto la historia. Nadie lee. La Triple A patrulla las calles. Desde los Ford Falcon observan a los transeúntes. Un hombre baja a comprar cigarrillos. Lo detienen por no tener identificación. Lo liberan; el hombre quema esa ropa en el balcón y calla. Se queda mudo.

Camino a los 15 años por cerca del Abasto. Las dos tías, Lucha y Chocha, buscan al sobrino desesperadas. 15 es ya edad subversiva. Camino por el Once y las tías desesperadas. Olvidé el pasaporte. Me habría olvidado de vivir, mejor, si me agarraban. En Boogie el Aceitoso, de Fontanarrosa, dos soldados norteamericanos en Vietnam caminan por encima de una masacre. Uno dice al otro: pero, son niños. No hay niños en Vietnam, boy, responde el otro. Son francotiradores enanos. 15 es buena edad para morir sufriendo, supongo. Pero día mío no era aquel. Felizmente.

Armando se fue. Extrañó alguna chica cordobesa. Se fue sin despedir. Un beso costaría una muerte, seguro, y besos sobran, afirman quienes no sienten. Joven taciturno, encerrado, escuchando Ticket to Ride, de los Beatles, mientras yo, tirado sobre la cama, leo a Verne: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral.

Grabadora vieja, de cinta. Muchacha ojos de papel.

Ellas, las muchachas ojos de papeles eran también buenas para morir. Para el sexo abusivo, la tortura y la muerte. No importaban sus ojos. Los cerraban, y gritaban, mientras los tangos atronaban los centros de dolor para que no se escucharan los lamentos. Porque el tango, esa música bastarda y ecléctica, tendría que insuflar el espíritu nacional a los terroristas camino del cadalso.

Muchacha ojos de papel. Mañana campestre.

Villa Allende, Amboy. En el lago Carlos Paz existía un embudo gigantesco para aliviar inundaciones. En el fondo del lago, hundidos, estaban cuerpos desventrados. El estómago se infla y los muertos flotan, por eso hay que eviscerar.

La ruleta gira en casa de los tíos en la sierra cordobesa. Por allí vivió el Che Guevara. La tía Lucha que trabajó en el Comando en Jefe los conocía a todos: a Lanusse, a Galtieri… Ella sacó a los primos de la más negra prisión en Buenos Aires. De allí emigraron a Israel, a Francia donde se hicieron millonarios. Médicos. De una foto de prensa, de la huelga médica, no quedó nadie más que el primo Horacio. La suerte no se la compra. Aparece. Caso contrario, lo opuesto.

Muchacha ojos de papel. De papel.
14/01/19

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Publicado en EL DEBER (Santa Cruz de la Sierra), 20/01/2019

Imagen: Afiche del documental de Dionisio Cardozo y Ernesto Gut sobre la formación de la Triple A (2015)

Friday, January 18, 2019

Bierce, el gringo viejo/ECLÉCTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Releyendo, en las largas horas de viaje, "Gringo viejo", de Carlos Fuentes, me puse a pensar en la casualidad que me llevó a descubrir a Ambrose Bierce, la fuente inspiradora del autor mexicano, y uno de los más adecuados -diría- no favoritos, escritores de mi juventud.

"El club de los parricidas" me introdujo a su obra con la lúcida demencia del dolor y del talento. Carlos Fuentes roza la personalidad de Bierce y alude repetidas veces a ese trasfondo doliente, controvertido, culposo e insolente con que el gringo viejo enfrenta la vida y busca la muerte en un México que como él mismo afirma significa, para un norteamericano, eutanasia. Sin embargo fracasa en darnos una imagen total del artista. Se pierde en una azarosa historia de amor entre un general revolucionario y una institutriz yanqui y se enfoca en esa permanente contradicción entre los dos países vecinos y la relación padre e hijo de cada uno de sus caracteres, haciendo referencia a los parricidas de Bierce. Este, que debiera según el título ocupar un lugar central en el texto, llega casi como un forzado aditivo para conjugar dos placeres íntimos de Fuentes: la historia mexicana y su amplitud literaria. Mas cuando hablamos de imágenes, la novela excede expectativas y muestra como reza la contratapa un admirable aliento fabulador.

La película -producción de Hollywood- desmerece al libro. Comenté que habían hecho una mezcolanza de acontecimientos reales de la revolución con intención de juntarlos en uno. El escritor mexicano, sobre cuyo escrito se inspira el filme, hace lo mismo pero al menos lo cubre con un argumento de mayor complejidad que no lo desenmascara de inmediato. Es al final de la obra que se descubre una trama que intenta impactar a un público extranjero, introducirlo a la sui generis idiosincrasia nacional. Fuentes, en mi opinión, juega al mercado y el texto se convierte en objeto de venta.

El tema es en sí magnífico, un renombrado escritor norteamericano que decide en su senilidad viajar al México insurgente en busca -ambos- del mítico guerrillero Villa y de la muerte. Cuando habla de que ser un gringo en México implica eutanasia, Bierce concede que su objetivo final tiene que ver con su fin. La ausencia de detalles sobre sus pasos ya al otro lado da suficiente espacio ficcional para Carlos Fuentes o cualquiera que necesite especular al respecto. Un autor que juega con la fugacidad de la vida, más aún con la ridícula comedia de vivir y morir, hace una correcta decisión de su refugio final, porque México es surreal como su obra, igual de inesperado que sus personajes, dramático y absurdo a la vez. La atracción que México ejercita en artistas de occidente tiene en todos tintes similares. Ambrose Bierce espera hallar en esa tierra lo que Eisenstein "descubre" en las piedras milenarias; o la seducción fantástica, narcótica en esencia, que Artaud tiene con los tarahumaras; e incluso la intelectualidad de Breton que sugeriría en Bierce un análisis preciso de por qué México sería buen espacio para morir.

Me obsesionaba, en 1984, con aquello. Lo muestra así una publicación de prensa, mínima, que se desarrollaba a partir del asunto de la extranjeridad y la eutanasia. Luego, lector abisal de las referencias al conflicto mexicano, y villista por adicción, además de aprendiz de escritor, no hallaba instante mayor en la historia de la literatura que el momento en que Ambrose Bierce cruza la frontera con su caballo y se encuentra con la feroz solitud del norte. Su meta: dos figuras que quizá, asociadas, son una sola. Para entonces ya Francisco, Pancho Villa, es legendario entre el público norteamericano. Y la muerte, medieval en la textura bierceana, espera mientras viaja con aquel que va a sacrificarse, no en la inercia de un suicidio, leve e insensato, sino en la audaz y recelosa cabalgata del futuro muerto y su ama: como lo es en Durero y se duplica en Bergman.

No sabemos si Bierce encuentra a Villa; no interesa. Ambos tienen ya marcado un destino trágico. Suponemos que lo logran en la muerte. A pesar de que los devora el polvo de México, país que no cambia aunque la sangre lave las piedras de manera constante, hay cierta alegría en su final. 

Desaparecido uno, asesinado el otro, Villa y Bierce pueden al fin establecer su diálogo de muertos. De fondo se pondría una toma de Eisenstein, multitudes de maguey, una serpiente azteca, la tonada de la Sandunga que dice que "tú no sirves para amores", que de nada sirve continuar.
20/07/05

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 24 de julio, 2005

Imagen: Ambrose Bierce

Prisionera de Stalin y Hitler

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Que Bánzer entregase guerrilleros argentinos al gobierno de Videla, con encargo especial para el matadero de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), tenía su lógica. Ambos dictadores, sumados a Stroessner, Pinochet, conformaban un frente amplio que se cubría las espaldas y trabajaba en conjunto. Pero que Stalin entregase a comunistas alemanes a las hordas nazis carecía de ella.

Margarete Buber-Neumann fue una militante comunista, casada en principio con el hijo de Martín Buber, el gran pensador judío. Separada de su marido convivió con Heinz Neumann, importante miembro del partido alemán y del Komintern. Neumann tenía labor e historia de excepción como combatiente revolucionario, tanto en Alemania como en el extranjero. Goebbels pidió a Suiza su extradición para -posiblemente- ejecutarlo. Junto a V. Lominadze participó de la llamada Comuna de Cantón, China, 1927, efímero estallido social de desastrosas consecuencias. Colaboró con Ernst Thälmann mas lo venció su espíritu crítico de lo que se venía haciendo en Rusia. Osip Pyatniski, responsable del aparato clandestino bolchevique desde 1903, sugirió enviar a Heinz Neumann al Brasil, a asesosar el movimiento que preparaba Luiz Carlos Prestes, el cual contaba, según Jorge Amado, con muchísimos colaboradores de origen alemán. El viaje jamás se realizó. Pyatniski, cosa común entonces en Rusia, fue fusilado por sus camaradas de ideario en 1937, acusado de conspiración; lo mismo sucedió con Piatakov, Bujarin, Zinoviev, Rakovski y tantos otros silenciados luego de las más espantosas parodias de justicia que un estado puede montar. Todo para que Stalin se sintiera tranquilo, seguro de ser el único, el irremplazable.

Tanto habría sido el deseo de que algo nuevo se estuviere formando, que toda la muerte precedente no fuera en vano, que los comunistas del mundo veían a la Unión Soviética como el Edén al que todos deseaban asistir, a pesar de que entonces ya se sabía que el ser "llamado a Moscú" implicaba una condena a muerte. Cualquier error mínimo, o la sospecha de un error más las innúmeras delaciones entre "revolucionarios", barrieron con el recuerdo de la Revolución de Octubre, con el internacionalismo proletario. La capacidad militar de la URSS fue destruida por los celos de Stalin en las purgas de la mejor oficialidad que podría haber confrontado la invasión germana con mayor éxito. Stalin asesinó a todos los que pudo, incluyendo a Béla Kun y a Heinz Neumann; además, y parafraseando a medias a Solzhenitsin, barrió con la literatura rusa, dejando un yermo irrecuperable (Bábel, Meyerhold, Mandelstam, Pilniak, hasta el mismo Maxim Gorki que se sospecha fue eliminado por orden del líder).

Luego de su detención en el Hotel Lux, en Moscú, donde se alojaban los miembros del Komintern, Margarete no supo más de Heinz Neumann. A ella le tocó un calvario de celdas y privaciones sin nombre, por la sospecha de "traición" o "terrorismo". Desde la Lubianka y la Butirka, prisiones de infeliz memoria, hasta el campo de concentración de Karaganda en la estepa kazaja. Allí la política se olvida; es el imperio del hambre, la lucha por las migajas, por un espacio de sueño, por algo de agua, unos granitos de azúcar. A cambio de nada, el gobierno soviético hacía trabajar a sus prisioneros, políticos y comunes, de sol a sol, como lo hiciera con los rendidos alemanes durante la guerra, los de Stalingrado y los demás. Levantar una economía a la fuerza, sobre las espaldas de centenares de miles de esclavos, sin alimentación ni esperanza en el paraíso de los trabajadores.

Junto a Margarete, infinitas mujeres de diverso origen, con especial mención de las alemanas, entre ellas la actriz Carola Neher, actriz de fama que trabajara con Bertolt Brecht. Artistas, músicas, novias, hijas o esposas de comunistas alemanes sobre los que había caído la sospecha del régimen.

En Burma, Siberia, en condiciones infrahumanas, bajo el frío, el trabajo y la inanición, Margarete, sin saber nada de Heinz, sin voz ni voto, con la desconfianza de las presas políticas rusas que la miran como a traidora, sin darse cuenta que corren con su misma suerte. Premio por haber creído en Moscú, por haberse opuesto a Hitler.

La cima de esta historia ilógica llega en el momento de la gran traición: el pacto germano-soviético de no agresión, la repartija de Polonia y el acápite dedicado a los comunistas alemanes presos en Rusia, de quienes se espera la entrega por parte del estalinismo. Entrega que se hace con los mejores auspicios de amistad entre los dictadores. Stalin regala a la muerte, a la tortura, el gas, a aquellos que creyeron en la república de los soviets, que trabajaron, muchos entre grandes desdichas, por su instauración.

Margarete Buber-Neumann termina en Ravensbrück, campo de muerte femenino. En una primera instancia, el campo se diferencia de sus pares orientales. Hay orden, mejor comida, camas y espacios propios. La brutalidad es la misma, pero Ravensbrück hasta ya avanzada la guerra, da, en las palabras de Buber-Neumann, aunque parezca paradójico, una mejor impresión. Es que en aquel campo de mujeres, como en otros de exterminio, se quería malévolamente dar una apariencia de paz. Sin embargo los patrones de conducta ya habían sido marcados y se procede a la política exterminadora del nazismo, más que todo hacia las minorías étnicas.

En Ravensbrück conoce a Milena Jesenská, la periodista checa de la que se enamorara Kafka y a la que escribiera las famosas Cartas. Cuatro años de una intimidad rica que sueña con escribir juntas la historia del cautiverio. Milena morirá allí y será Margarete la que escriba el testimonio que es "Prisionera de Stalin y de Hitler". No hay mención en el texto mismo, pero hay autores que sugieren que esta relación estrecha fue la que permitió, a través de Buber-Neumann, salvar los textos inéditos de Franz Kafka.

Ravensbrück se convierte más y más como Burma o Karaganda; el nazismo vacilante recurre también al trabajo esclavo para su industria de guerra. Cuando los cañones rusos suenan a pocos kilómetros, Margarete y otras prisioneras alemanas son liberadas. Desde ese instante, y siendo inviable ver a su madre en Postdam, tiene la idea fija de huir de los rusos. Sabe que caer en sus manos significa Siberia de nuevo, y la muerte. Yosif Stalin llegará al extremo de mandar a campos de trabajo forzado a los prisioneros rusos de guerra. Para entonces se ha olvidado el discurso marxista, ya no se habla de revolución social ni de dictadura proletaria; la guerra ha sido guerra "patria" y se descubren los nombres de los grandes héroes nacionales: Kutuzov, Bagration...

Margarete Buber-Neumann llega a las líneas norteamericanas sobre el Elba. A Stalin se le escapa una víctima más, una convicta con voz...
25/07/07

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), julio, 2007

Imagen 1: Margarete Buber-Neumann
Imagen 2: El campo de concentración de Ravensbrück

Wednesday, January 16, 2019

Los escritores de mi familia/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Se cumplen hoy 101 años del nacimiento de Hugo Ferrufino Murillo, tío, hermano mayor de mi padre. Hombre de mundo, viajado, Moscú, Pekín, estudios de arquitectura en Chile, actor, cantor bajo profundo, poeta, escritor que hace mucho escribiera una novela premiada en el Guttentag, nunca publicada por su extensión y visionaria, hurgando en el pasado, de lo que ocurriría hoy bajo el reinado de Evo I, amo de mariscales y mariscalas.

El Deregente es esa gran novela escondida, que desde el título desnuda las contradicciones bolivianas, y la peculiar manera de percibir el mundo de esa clase que es la “deregencia” en el país, con el supremo “deregente” dándoselas de Luis, príncipe de Baviera, el rey loco.

Hugo fue de aquella generación que vio caer el sistema semifeudal imperante desde tiempos de Melgarejo –cuando se agudizó-. Lo vio desde una perspectiva diferente a la de su hermano, mi padre, desde un estrado elitista que lo codeaba con las aristocracias criollas en oposición al populismo del menor. Que lo sufrió, seguro; al igual que Borges no condescendía con las chusmas. Vio el látigo de los capataces sobre las espaldas indias, o casi ni lo vio porque vivía en universo exterior. Mientras que Joaquín se enfurecía con la impericia con que se manejó la historia en el país y con la injusticia reinante. Mas mi padre ni así agachó la cabeza ante la nueva elite demagoga. Literalmente los mandó al carajo: al Mono, al Conejo, a Lechín y la dinastía de turno.

Mi padre fue un columnista agudo y perspicaz, duro y ácido, con columnas que jamás se publicaron y desnudaban la sociología nacional con visión precisa. Escribía para sí ya que no soportaba los cenáculos “inteligentes” ni a afeminados poetas que contrastaban con su brutalidad aparente. Era, por decirlo en esta época, un hombre del pueblo, que vivía y entendía el proceso ilegal de enriquecimiento de su clase por encima de la mayoría indígena. Explosionaba contra ello en sus textos y en su vida privada se apasionaba por las expresiones de fortaleza física de boxeadores y pesistas. Fue peso mediano en su paso por el ejército en la Muyurina y desafió a un matador de soldados a combate singular que eludió el milico asesino con sonrisa picaresca. De él vengo, de esa intransigencia poética y cruel que lo aisló en la vejez y lo permaneció sentado en la mesa del comedor leyendo la Enciclopedia Británica y mirando el vacío con sus ojos claros.

Mi madre era graduada en Leyes y genial maestra que formó generaciones de bolivianos que de una forma u otra rigieron los destinos del país. Amaba Bolivia, su Bolivia, la que extrañaba luego de unas semanas de permanecer de visita en su Argentina natal. Comía llajwa más que cualquier cochabambino y solía encontrar el punto exacto en que mis libros demostraban ser, cualquiera fuese el tema que trataran, muy bolivianos. A pesar de que afirmaba, un poco con modestia, no haber nunca entendido la idiosincrasia que la rodeaba y comparaba a mi padre con personajes de Dostoievski.

Alicia era dulce poeta; idolatraba a Juan Ramón Jiménez y leía siempre que tenía un momento libre. La recuerdo y sé que la noche antes de su muerte, con la almohada en la espalda para mantenerla erecta, leía a Roger Martin Du Gard. No tengo esa fortaleza vasca que llevaba en la sangre y es lástima. Otra sería la vida si mi madre la agitara dentro mío.

Escribió un libro de crónicas de la familia, incluyendo vívidos relatos de la servidumbre como ahora es moda después del filme de Cuarón. Ahí estamos en retratos antiguos. Ya no somos lo que vio pero nos sabía, notaba hacia dónde íbamos, y en no pocas ocasiones recriminó mi debilidad. Era dulce escritora, pero firme, y recitaba las razones del lobo de Ruben Darío y extensas partes del romancero español para nosotros. Trajo a García Márquez apenas lo publicaron y nos lo hizo leer. Yo tenía siete años.
13/01/19

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 16/01/2019

Imagen: Alicia Coqueugniot Espeche y Joaquín Ferrufino Murillo

Thursday, January 10, 2019

Aquí hay una flor


MAURIZIO BAGATIN

“Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres” - Louis-Ferdinand Céline -

Mientras el amigo escritor viaja hacia un invierno napoleónico, para meterse en camisa de once varas - sostiene él mismo - en su Llajta todo lo imaginario, todo lo fantástico y todo lo real que plasmó en letras en su Muerta ciudad viva, se ha ido metamorfoseando brutalmente. Masacrado por la tempestad del progreso. Hoy su novela reaparece. Se fue de parranda no más… un voy y vuelvo a la Nicanor Parra. Y está aquí más viva que nunca.

La novela de Claudio se parece a La Piedad de Miguel Ángel, más por su ejecución que por su esencia, el escritor ha eliminado solamente lo que no servía, lo que no era útil, lo demás todo ya estaba, todo ya existía en este infierno de los vivos, en este paraíso de muertos… y él lo extrae… de una ciudad invisible e invivible, adonde amor y odio se cortejan a plena luz del día, para que luego baje la noche, la noche de Céline en el lenguaje, la noche de Miller en su filosofía, la noche de Bukowski en su moral 

Claudio está persuadido que el amor y el odio se cortejan y van deslizándose sobre el hilo de una navaja, a veces se juntan, se revuelcan y se sacuden, y aunque no se reconozcan, van armando la trama… pluma ácida como la del Chueco Céspedes… en este valle fértil, de campiñas que bordeaban la desordenada ciudad, lo conservador se mezcla con lo pícaro, lo tradicional se enfrenta a todo cambio, manteniendo sólidas muchas estructuras coloniales, muchos vicios burgueses y muchas leyendas urbanas, Claudio se adueña de un lenguaje puro y sincero, quechuismos y contaminaciones importadas o de paso - de la época que vive - sin conformismo y con pocas gracias da a luz a una visceral joya literaria, que el tiempo - sabio conservador y madurador - nos devolverá mañana con aún más luz y más poesía. Dejémosla madurar, a cada cosa su tiempo, a cada uno su trabajo… y al lobo el rebaño.

La flor nació gracias al estiércol, a una tierra fértil y al cuidado del jardinero, ahora muchas mariposas vuelan a su alrededor, embriagadas por el perfume, alucinadas por el color, hipnotizadas por su belleza.

Esta es la magia del texto, esta es la grandeza de una penetración - ya lo dije varias veces - que a su tiempo logró el Juan de La Rosa de Nataniel Aguirre.                                                                                  
Hasta la vanidad de la escritura literaria, de aquella mirada larga y profunda que va recogiendo, inventando y mintiendo, parecía ya una calidad desaparecida, que ya no frecuentaba este valle ya no tan fértil, ya no tan cuidado…pero esta novela devuelve la imagen a una tierra, devuelve la palabra a su gente, en este esquizofrénico andar diario, cuando la aún joven democracia ya demuestra sus debilidades, sus mentiras y sus vulgaridades, ahí toda ilusión se va evaporando entre sexo y alcoholes, en un rider on the storm criollo, que no es nada más que un conflicto de identidad juvenil como forma de pensar lo nacional. Es una manera de mirar los conflictos relacionados con lo generacional, lo económico, el género, lo étnico, la sexualidad, las relaciones interétnicas…

Ahí estuvo Claudio, mientras hoy va viajando, imaginándose ser un Mateo Alemán el cual bien sabía que todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón y la araña para la culebra
Octubre 2018 

Tuesday, January 8, 2019

Café a las tres de la mañana/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El invierno de Denver es una asombrosa primavera. Hasta que caiga la espada del hielo y nos congelemos con 25 bajo cero. Siempre es así, aunque no se ve más la nieve que se veía hace 20 años, diga lo que diga Trump acerca del cambio climático.

Hay silencio. Hora de dormir o reflexionar. Una amiga escribe que se acuesta; otra, más lejos, que se levanta; una más, al otro lado, que disfruta el almuerzo. Estará amaneciendo en Cochabamba. Recuerdo la escarcha, el rocío sobre los rosales que tozudamente mi padre plantó en línea, en el pasillo al lado de los dormitorios. La casa paterna está quedando aislada, bajo la sombra de edificios de varios pisos. Pronto los corredores de bienes raíces estarán tocando a la puerta, porque lunares así, en esta época, no pueden existir. Con la tierra se irá la tumba de mi perro Choki, el pasado, la memoria, la casa grande llena de espectros que hacían correr a los inquilinos, puertas que intentan abrirse, sombras, golpes en la ventana. Saldremos del pasado cerrando el portón verde que no veremos de nuevo. Quién pudiera quedarse en los tiempos niños, cuando los padres proveían, amaban, y la vida era fácil y despreocupada. Poco duró y no nos dimos cuenta.

El progreso, dicen.

El lavado de dólares del narco, una falsa economía, engañoso auge. Se habla de guerra civil pero soy descreído. La gente se acostumbró a la mentira, a las migajas que provee el dinero ilícito para hacer funcionar un país charro, surreal, fatídico, con el mejor representante que la historia podía dar según la idiosincrasia: el bienamado Evo, cacique con ínfulas estalinianas y tremendo espíritu de lucro. No puede terminar bien. Tiene que terminar mal. Ojalá termine mal en beneficio de la historia.

Los acólitos berrean, berrinchan si se opina algo irreverente sobre el jefazo. Intelectuales carroñeros medran al lado del tonto de Álvaro García Linera, bruto como él solo pero comerciante. Claro que si el comercio tiene ilimitado oro es fácil parecer ducho en tales artes. Porque sin eso, dudo que Alvarito lograra algo. Para el personaje los libros son como ladrillos y él sin ser albañil. País rosquero. País lameculo. País mendigo.

Así vivimos, todo el tiempo, que si no era el Mono Paz era Burrientos, o el febril enano coronel, Bánzer, que murió en santidad. Y la Gueiler, y el pelón ayopayeño, y miliquitos violentos y analfabetos. Crecimos con la manía guevarista de las montañas que fue un fracaso porque no hay reglas generales. No lo entendió Che a pesar del desastre africano que fue preámbulo a su desidia acá para comprender el territorio incomprensible.

Crecimos viendo pistolas y abusos, contemplando militares borrachos que juraron en la eternidad de sus prerrogativas. Continúan teniéndolas, no al nivel de entonces, y hoy en calidad de sirvientes del orangután lampiño. Pero, igual, uno por encima de otro; el poder sobre nosotros.

Guerra civil mientras tomo un café a las 3:32 de la mañana. No es que el curaca Morales impida el sueño sino que a veces la nostalgia de un país que no fue pero que parecía nos invade en la emigración. Nina Berberova, de la emigración “blanca” rusa refleja en su obra esa melancolía. Por eso me gusta leerla.

En un sitio francés de cultura postean un texto con el título de “La mélancolie est une maladie qui permet de voir les choses comme elles sont”. Viene, aclaran, de una cita de Nerval. La melancolía, esa enfermedad, nos hace ver las cosas como son. “De afuera se ve mejor”, cuántas veces lo he escuchado. No sé si mejor, pero liberado de las ataduras económicas que podrían transformar la visión. Apuro el café, hay que dormir. Que la guerra civil puede esperar, y esperará. La pregunta es si estamos preparados para ella. Si vale el sacrificio, y a quiénes y a cuántos habrá que sacrificar. Terrible.
07/01/19

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 08/01/2019

Imagen: Juan Gris

Monday, January 7, 2019

Tres de la mañana


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Berberova, Nina Berberova. Acabo de escribir mi columna semanal y hablo de nostalgia. Leo, en un sitio de la Universidad de Nantes, un texto sobre la melancolía, “esa enfermedad”, citando a Gérard de Nerval.

Leíamos a Nerval. Era otra vida. Yo iba de casa de P a casa de G. Una mujer olía a otra; de G a P. La vida parecía la mano en un miembro masculino. Largas caminatas para cinco minutos de sexo. Pero había más. Estaba Cendrars. Henry Miller. Dodes'ka-den, de Kurosawa. Dersu Uzala. La vida arrasó con las mujeres. El viento se las llevó o las dejó lisiadas ante la historia. A mí no. El dolor me manchó, y cómo no, pero seguimos firmes y llenos de futuro. Recordamos a Cendrars con Miguel, a Miller con Pablo. Ayer “festejaron” algún centenario de Khalil Gibrán, que fuera de la popularidad que lo destiñó tiene cosas hermosas. Era poeta, pues, y su tumba está vacía, como diciendo, y es sintomático, que la poesía no muere. ¿O se ahogaron los versos de Celan que me recordaba Maurizio ayer con él? No. Y tampoco el dolor. Tomo un verso de Georg Trakl para mi próximo libro. Quizá así lo condeno antes de publicarse. Lo suicido.

Las cuatro y siete. El reloj no perdona, camina por encima de altruismos y penas, fuera de la desgracia amorosa y del brillo de tus ojos grises. Stevenson y Borges. En el silencio se pasean los fantasmas. Homero y Sologub; José Eustasio Rivera, la goma, la muerte, las niñas descaderadas. Espero algo, o a alguien, sabiendo que por esas gradas, a esta hora, no sube ni baja nadie. Estoy solo, con ellos, esa multitud que atesoré en casi sesenta años. Están David Copperfield y los Karamazov. Martín Fierro. Recuerdo mi apartamento lejos del mundo, la cerveza, las llamadas de telefóno. Una de las mujeres que amé, y me dejó, se echó en brazos de un anciano. La soledad trabaja de maneras implacables con quienes no la respetan, y es dulce y suave con quienes la guardan, la contemplan, la miman y le sirven café a las tres de la mañana. Resulta entonces, me pregunto, que mi angustia en realidad pertenece al otro, que lo que queda en mí son pulsaciones, y que la soledad es mi amiga, la espada de Damocles fuera de casa, y que tengo que estar listo para acomodarla lo mejor posible, alimentarla, quererla, que otra amiga más fiel no tengo. Ni otra tan vengativa.
07/01/19


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Fotografía: Luis Amaral

Sunday, January 6, 2019

Kiev...


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Lóbregos escalones del edificio soviético. 22 de la calle Lva Tolstoho (Lev Tolstoi). Quinto piso, apartamento 156. El vecino al lado pasa el día escuchando rock y country; la del frente es una anciana con pañoleta en la cabeza. La otra puerta nunca se abre. Se espera la primera nieve en Kiev. Bajo las gradas; en el piso tres, el tubo inmenso y grueso que va desde el sótano hasta la azotea tiene una abertura. Por allí tiro la basura que cae en algún lado. La escucho. Vaho de mugre sale por la boca aquella.

De Roma tomo el avión para Odessa. Pero primero se detiene en Kiev, luego Istambul y al fin Odessa. Sé que por esto mi maleta no llegará a tiempo a destino. Supongo que hubiese sido más lógico que de Kiev fuera al sur, a la ciudad del Mar Negro sin necesidad de pasar por Turquía, pero la vista del famoso puente sobre el Bósforo, iluminado de rojo, valió la pena. Istambul debe de ser de las ciudades más bellas vista de noche desde un avión. Grande, extensa, avenidas y rascacielos. Además de una deliciosa comida turca en pan pita y con yogurt. Luego veré que estas comidas populares turcas han invadido Ucrania. Están en las calles, baratas, y también en lujosos restaurantes con incómodos sillones.

Vi entonces Kiev desde el cielo, la primera vez, y el aeropuerto. La vería de nuevo en otro viaje ilógico, cuando iba de Odessa hacia Kharkiv y tuvimos que detenernos en Kiev a pesar de que, otra vez, la geografía aconsejaba diferente línea entre las otras dos ciudades.

Me hice habitué de un bar de piratas. Le hubiese gustado a John Silver. Iba por las noches y pedía si no cerveza ucrania un par de Guinness. Y arenques fríos con papa al horno y pepinillos en vinagre. En un sótano de una fría capital eslava imitaba a marinos nórdicos. Pero, siguiendo la historia, nórdicos fundaron esta tierra. El eterno retorno. La sombra de Rurik por encima de las calvas con trenza de los fieros cosacos.

Tanta historia. Arte. Y literatura. Edificios con placas conmemorativas que hablan de poetas y pintores. Hubo uno, por ahí, subiendo una de las colinas de la ciudad, que tendría al menos cincuenta de ellas. No pude descifrar quiénes eran; poetas, lo supe, porque en ucraniano esa palabra también tiene cuatro letras y casi la misma forma. Busqué a Anna Ajmátova, la busqué como mi amante sin verla. A Viktor Shklovski, sin verlo. Cuántos de ellos habría yo leído en la infancia que era “rusa”. Apenas vi un busto de Gogol en Kharkiv; ninguno en Kiev. La calle de Simón Petliura, el nacionalista que luego de los nazis se considera el mayor matador de judíos. Nada de Majnó, Néstor Majnó, ni de su ejército negro. Se admira a Petliura y se detesta a los hombres libres. Nada extraño.

Taras Shevchenko por todo lado, de joven, maduro, calvo, con tremendos bigotes. A una cuadra y media de casa está el Parque Shevchenko, el Jardín Botánico. Me siento allí, camino por sobre las hojas mustias, como en un fino café georgiano un puerco con papas soberbio, y de yapa traen un vasito con un licor que es simplemente fuego. El trago de la asfixia. Nunca probé nada igual.

Mujeres. No se puede hablar de Ucrania sin hablar de sus mujeres. Mustafá, un peluquero marroquí en Denver, con veinte años nuyorquinos a cuestas dice que no hay mejores que las ucranianas y las rusas. Y tiene razón. Si en Portugal eran bellas y antipáticas, acá son hermosas y cálidas. Devoro con lentitud el puerco asado mientras observo las piernas largas de una parroquiana que parece Nastassia Kinski. Salgo; hay viento helado. Cruzo la avenida y me siento en un banco del parque, hasta que anochece. Bajando la colina tomo un expresso, en la calle, de esos que venden un par de viejos con unas cajas vacías y una caldera. Café en vaso desechable de plástico. Sin embargo no veo el muladar que negocio así daría como resultado en Bolivia. Disciplina soviética, quizá.

Persigo a una muchacha como no he de ver otra. Ella se asomaba al Dnieper desde el barandal donde está un arco conmemorativo y varias esculturas. La sigo como a treinta metros hasta que se mete en una de las bocas del metro y desaparece. Me pone triste. Era mi mujer, digo, y vuelvo a mirar el río gigantesco, impresionante, a imaginar el siglo diecisiete, las guerras nacionales, los empaladores, Moscovia, Varsovia. Como a las tres de la tarde comienza a oscurecer. Penumbra que exige café, otra vez. Cuento las cuadras para no perderme, y marco edificios con mi teléfono. Cruzo la ciudad de lado a lado. Hermosa, variada. Este viaje me ha de costar más que una amante rusa pero me dará mayor satisfacción. Incluso lo lóbrego de mi edificio va perdiendo su aire de panteón. Comienzo a quererlo. Compro en el mercadillo besarabo embutidos y cerveza. Y preparo revueltos de huevo y chorizo mientras observo a los vecinos.

Dice el manual turístico que hay que seguir al pie de la letra las instrucciones para conocer una ciudad. Visito algunos notables edificios, claro, pero yo soy un viajero al que le gusta observar lo cotidiano, los juegos de los niños, las hermosas madres, y comer lo popular, comenzando con el borsch con hinojo y crema agria.

Amo las carnes frías. Son un veneno, afirman, pero aquí en el oriente europeo y misterioso, saben preparar embutidos. Y me da placer contemplarlos y comprarlos solo por su apariencia, señalando con el dedo y haciendo las delicias de las dependientes que ríen del cristiano tonto. Valga, que se diviertan, que la risa es remedio, a pesar que si pienso en mi madre recitando el poema de Garrick, recuerdo que el que hacía reír, lloraba. No todo lo que se ve lo refleja igual.

Fue prematuro venir, casi osado. Debí haber llegado liviano, espabilado, y traje penas hondas que no impidieron las cosas pero les echaron sombra. Sin embargo disfruté esa soledad de quinto piso, en un país donde nadie habla inglés y lleno de mitos, como la disponibilidad de las mujeres, inventados por los artífices del fracaso. Siempre lo mismo. Los que no actúan, inventan.

En el centro de Kiev la catedral de Santa Sofía. Impresionante. Y el centauro ucraniano, Bogdán Mielnitski, con su bastón de mando, subido en una roca y amenazando todavía hoy la Polonia feudal. Tan solo, él que arrasó Galitzia con trescientos mil cosacos, que tuvo que ceder ante el tártaro y luego venderse a Moscú. Camino, ando, miro iglesias y entro en ellas, a la oscuridad ortodoxa, a los cantos y señoras que como las musulmanas no pueden mostrar el cabello en el lugar sagrado. Tiene algo de excitante, a decir verdad. Huele a incienso, pero hay otro olor más profundo y amargo: el de la historia. Negro el dolor y gris la penumbra. Iconos y ojos, ojos de icono.

Parece interminable, la ciudad. Una gigantesca estatua con espada se levanta sobre el museo de la guerra. Estamos en el seno de un pueblo que sufrió. A veces creo que las incomprensibles acciones que veo a diario allí son resultado de ello. El dolor transforma. Hiere. Mata y hiede.

Paso una noche entera en la calle. En la esquina de mi casa permanezco estoico aguantando el viento de las cinco de la mañana. Aspiro el aire helado; necesito aprehender algo de lo leído. Estoy en Kiev y no me doy cuenta. Cuando me vaya, aparecerá.
02/01/19


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Publicado en SÉPTIMO DÍA (EL DEBER/Santa Cruz de la Sierra), 06/01/2019

Imagen: Monumento a Bogdán Mielnitski y torre de Santa Sofía, Kiev/Foto: CFC

Thursday, January 3, 2019

Cama, alcohol, conversación y olvido


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A Helene

A las tres de la mañana intercambio mensajes con el más allá. De depresiones, hijos, trabajo de negros y desazón. No hay tiempo, y el tiempo es lo único que poseemos, tan efímero. Corremos como pollinos en pos de ficciones; no sabemos aprovechar los minutos. Lloramos cuando debíamos estar follando en una cama enfrente de un gran ventanal, arrojando las cervezas vacías al piso, desnudos como en día primaveral. Hablarte del terror en Lars von Trier, de cómo el poeta belga Yves, me besó en la boca en Bolivia y me dijo de la lástima de no habernos conocido antes. Hablábamos de Gus van Sant y se soltó. Sus labios tenían sabor de vino rancio.

Tú y yo en una alta cama desde donde caer costaría el hospital. Tu sexo, inflorescencia de pequeñas espuelas de mariscal. Roja. La carne de tu sexo es roja. Carne cruda, esencia de mi canibalismo. Muestras, además, al moverte, cómo gotea el esperma de la noche desde tu ojo turbio. Ese es el amor, te digo. Y me lo muestras en la mano: “es”.

No necesitamos desgarrarnos. Habla solo lo que brilla, mueve tus caderas. Que aviones, oficinas y maletas han perecido en el ingreso al dormitorio. Acá estamos tú y yo, tu sexo y el mío, la vertiente y el bastón, y tu voz, tus cabellos y los labios que parecen sacados de Vogue. Katya me hablaba del rojo como el color de la pasión. Joan Baez me recordaba que negro era el color del cabello de la mujer que amo. Destapo una botella checa de licor de ciruelas. Froto tus pequeños oscuros pezones con él y emborracho los sentidos para ni saber por dónde penetrarte, por donde quieras, amor, por donde puedas, susurras, y la luna de Lorca cuelga como un collar gitano tallado a piedra.

Conversemos, agitas las palabras como un manojo de espigas, conversemos, amor, de ti y de mí, de nadie. Olvidemos los rostros de aquellos que nos torturan y a quienes esclavizamos. Hoy tenemos unas horas, las últimas porque nunca otra vez me acostaré contigo; destrocémoslas, pintemos los muros de néctar de vagina con el pincel de tu miembro. Déjame sostenerlo que se cae. Y cómo no, si llevamos cinco horas de olernos, besarnos. Olvídala, que esa hembra no merece tu tacto. Olvídalos, que son hombres pequeñitos del país de Liliput.

Fabricamos un video que tendrá dos copias. Nos prometemos el uno al otro que nos acompañarán en la tumba o en la pira. Cuando la tierra o el fuego los consuman, se hará el vacío, la humanidad toda callará por un minuto, se desangrarán los molles y los damascos caerán de las ramas sin cosecha.

Olvida a los hombres de Liliput. Olvida a nuestra señora del socorro.

La noche ha terminado o no era día ni era noche. Todo sucedió a las tres de la mañana de un enero nuevo como vino tempranillo, y rojo negro también. Lorca se fue a dormir o lo devoraron los gitanos, que carne de poeta es suave y beneficiosa.

Adiós, decía el poeta húngaro. Y si es para siempre, también para siempre, adiós.
03/01/19

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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Sucre), 07/01/2019

Wednesday, January 2, 2019

Evo ama a Bolsonaro


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El cacique es la veleta de la revolución. La pizpireta del tango andino. No le importan Marx ni papá Castro, ni el vanidoso y poco inspirado Che que protege sus riñones. No, lo que él desea, por sobre banderas rojas y retórica obsoleta, es menear sus nalgas dónde y cómo pueda. Malamente se transfiere solo a su vice, alias Linerita, el ser afeminado. Que los dos son, y a cual peor. Me pregunto de qué color se habrá puesto Evito las bragas para impresionar al fascistoide presidente de Brasil, si se habrá perfumado la entrenalga o qué designios imprecisos y fastuosos le habrán preparado los yatiris para una posible cita de amor.

Ya lo hizo con Macri y lo haría con Adolfo Hitler si pudiera. El afeminado presidente de Bolivia tiene el prurito de las putas de placer, no las de necesidad, de sentirse amado. Si es Jair Bolsonaro o Heinrich Himmler quien lo posea brutalmente en un sexo analítico y controversial, no importa. Será que llevó su arma secreta, el cristal “ala de mosca”, la cocaína más pura, para frotarle el glande a Jair y alcanzar el éxtasis repetitivo e interminable, aquel que convertiría las asentaderas del defensor de los pobres en flor de loto. Le curarán la impericia de entregarse al amor de tal manera con hojas de coca remojadas en singani, o, quizá, aunque sirve para la cabeza y no sé si sirve para el culo, grandes hojas de llantén.

Ah, el amor, el amor, ante el cual cualquier ideología se agacha, y cualquier presidente también ¿o no cualquiera? Bueno, total, Evo no tiene que agacharse ni para amarrar los zapatos. Porque después de esta odisea de gozo, apenas podrá pararse a agitar sus manitas tan parecidas a las de Laura Bush. ¿Y las rodillas? Como es eterno número 10 del fútbol internacional, se habrá puesto rodilleras para que la embestida brasileña no le desgarre también aquellas, basta con las nalgas sólidas y tostadas sobre las que descargarán palmadas y pellizcos.
2019

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Imagen: George Grosz

Tuesday, January 1, 2019

So long, Marianne

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Primero de año. De ida crucé las ciudades de Aurora, Denver, Englewood. De retorno, Denver, Glendale, Aurora. Tres o cuatro canciones de Leonard Cohen, a todo volumen en auto cerrado. Esplendoroso sol, sucia nieve y diamante hielo. La ciudad perfecta, de feriado, con gente abrigada y ladridos de perro.

Cuelga el sol de edificios naranjas, azules, vivos colores de las casas de los nuevos ricos, que en Denver son muchos. Cohen dice que lo ata a una roca una tela de araña. Adiós, adiós, ha llegado el tiempo de reír y el de llorar; el de llorar y reír. Mis manos buscan un cuerpo entre las notas. Mujeres se escurren entre la guitarra y los pífanos. Dime tú, pregunto al músico, si esto que perseguimos y tiene forma hembra es Eva o Lilith. Pues, ninguna, ella solo se mueve en silencio de fantasma. Lo que queda es el verso, la música, lo que recuerda pero no concretiza. Queda lo tuyo y lo mío, la telaraña extendida entre rascacielos para que caigan las moscas. Y entre ellas, el amor. Efusivo, elusivo. Dime, pregunto a un mendigo que carga un perro en su mochila y me recuerda a Rulfo. Dime, repito, si este es el camino de Comala.

El gringo barbado (ambos emulamos al montañés Robert Redford), toca las cuerdas de su guitarra azul. El perro cuelga del lugar que pertenece a la frazada o el sleeping bag. La compañía de noche, el perro. En Rulfo el hijo carga al padre, el padre al hijo, la comparación no es ilusoria, viene de los entreveros del amor. Le regalo veinte dólares, que aquí es mucho; los primeros gastados este año, recompensando las pruebas del amor, esa palabra que se está entrecruzando demasiado en mis textos postreros, o no lo suficiente.

Manejo por cuarenta cuadras en la avenida Colfax, la más larga del mundo. Moteles inmundos, prostitutas baratas que corren detrás de los autos como en domingo. Restaurantes, cafés, tiendas de marihuana, aviso en español: peluquería, panadería, nevería, tortillería, misceláneas. Botas de montar, de cuero, punta de acero, lazos, monturas, la cultura de la hombría armada y montada. Y Leonard le canta a Janis, le agradece el favor del sexo con un feo, cuando el sexo se siente y huele como amor, no como un negocio de licorería, un cordial de tono frambuesa.

Acá cerca roncan. Ese no es sueño de benditos. Por ese sueño parece que corrieran caballos, monstruos, locomotoras de vapor con sirenas. Los mineros van a Alaska y buscan el oro con picota. Roncan. Las olas revientan en Escila y Caribdis, saltan de la roca Tarpeya, suenan como grillos de las prisiones tenebrosas de la literatura francesa, de Alfred de Vigny.

Entro a Glendale, a la Pequeña Rusia. Tan fácil reconocer a los rusos por su vestimenta modesta y desarreglada. Juran que el sovietismo todavía los observa y se comportan. Pasan cabizbajos con canastas de supermercado. Allí sobresale un pan francés, allí papas fritas.

So long, Marianne. Tiempo de risa y de llanto. Del último olvidemos por ahora su contemporaneidad y enfrasquemos la mente en el primero. Una vacía botella de cerveza recuerda que hubo festejo, que asesinamos el año viejo y los pesares, que nos pusimos a bailar en rito futuro sobre los huesos de los muertos.

Pararon los pasos de la pesadilla, Pace la yegua de la noche en un pastizal sombrío. El silencio se quiebra solo con el sonido eléctrico del ordenador. Termino un texto que daba la impresión de enfangarse en nostalgia y no fue así. Tampoco tiene la presunción de la alegría. Es sobrio como sacerdote en burdel, sano como el escorbuto. El primero de este año. Nunca el último.
01/01/19

Auto de Fe/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pira sacramental.

Dice un pajpaku que Carlos Mesa será presidente. Puede ser, será. Si lo van a dejar o no, quién sabe.

El fuego purifica. En la barriada de Villa México quemaban, al año de muerta la pareja, la ropa vieja del –o la- difunto. Revitalizarse, revivir. Me pregunto si es posible para un país renacer de la debacle. Ahí está Alemania; ahí Francia. Inglaterra siempre vivió mejor entre ruinas. Si afeminados los ingleses, quizá, pero de cojones. ¿Y Bolivia? ¿Hay una Bolivia después del Huevo?

Pira funeraria. De algún modo no nos vendría mal. La retórica plurinacional de arrasar con el pasado debiera ser la misma a emplearse para borrar el rastro de esta jauría. ¿Cómo si no? Un auto de fe gigantesco en el que se amarraría a unos miles de masistas al edificio de su vanidad, el novísimo palacio, y prenderle fuego. El fin de las dos Juanas: la de Arco y la loca, la mártir y la arrecha; el fin del melgarejismo recalcitrante y del lecho marital en el que el dictador se regodea con su Juanacha de corte intelectual. Gomorra, la de Saviano y la bíblica. Esa es la Bolivia del Evo y la Eva, el jardín del Edén de la oclocracia, el reinado de las Furias con nombre de bartolinas, el cautiverio con cadenas de la tribu de violadores que conforman el núcleo “ideológico” de este infecto esputo.

Aunque nunca lo hice, sugieren bueno tener un plan de deseos para el año viniente. Metas a cumplir, insatisfacciones a llenar. En lo personal tengo ideas acerca de mi literatura; menos en cuanto a otros aspectos si tomo a pecho el consejo de dejarme de mujeres y concentrarme en mí. ¿Y por qué no? Eso sería en verdad notable. En el plano amplio, en el que se incluyen país, territorio, raza, política, desear por el desastre para Huevo y compañía: conjunción del mal, reunión de la historia en su peor faceta y de la delincuencia en su mejor. Pero la realidad no se concreta con deseos, con alusiones a las posibles consecuencias del cambio de clima. Para hacer realidad esto último hay que pelear. Lo hago desde una plataforma que para algunos será confortable (la de escribir); otros tienen que hacerlo con lo que puedan. Y no contar para nada con la milicada, que generales y demás fantoches no sirven en Bolivia ni para la guerra. Mucho menos para la honestidad. Apenas calzan los botines. Ya se burlaba Pancho Villa de aquellos sus pares mexicanos que en la toma de Torreón se vistieron de viejas para huir.

Amanece el 31 de diciembre. A simple vista siempre los años parecen dar un cifrado en rojo, el color del fracaso en estadística. Sin embargo, analizando y poniendo en la balanza las cosas, resulta no ser así. En la mixtura de bien y mal pesa lo positivo a la larga, por encima de las penas y los bolsillos rotos, o lo que fuere.

¿Es posible visualizar un país sin el verde de la coca? Ha sido tal la influencia de Morales en este sentido que la antigua oposición (hasta racista) en el oriente boliviano, acullica como el campesino de occidente. El “boleo” es práctica común en una población que detestaba a sus compatriotas de piel oscura. Sería bueno si no se tratara de la lacra coquera, si se hubiese logrado en otros aspectos de la vida. El embrutecimiento general no ayuda a nadie, menos a un país que se mantiene apenas.

Hay que quemar incluso las muletas con las que trastabillamos. Fuego a la Corte de los Milagros masista, que es, a su vez, una suerte de Camelot de ricachos y desclasados.
31/12/18 

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 01/01/2019

Imagen: Auto de Fe/Eugenio Lucas Velazquez