Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
20 de enero
de 1989. Por la mañana llegaba a Miami. Mi padre me había susurrado en el
aeropuerto: “vuelve pronto”. “Un año”, le dije, y pasaron treinta. Ya no está,
me esperaba, me esperó, y todavía me espera. Mi madre, con mayor valor, lloró y
no fue a despedirme. Lo hizo en la puerta de su pequeña acogedora casa su obra.
La planta gomera era entonces pequeña. Ahora es un árbol. Las casas grande y
chica se esconden entre edificios. El aire huele a pollo frito. La niñez se
fue; le siguió la juventud.
Miami.
Había pasado un huracán, el Andrew, creo. Las palmeras se inclinaban en
reverencia. El mar estaba turbio. Georgia, las Carolinas: piratas, Defoe,
Stevenson, Schwob. Virginia.
Deambulé
buscando trabajo, bebiendo cerveza y lamentando haber venido. Estaban mis
primos; me salvaron. El tiempo nos separó, los matrimonios, traslados. Un amigo
me consiguió trabajo nocturno en los mercados, cargando y descargando camiones
en el peor invierno. 500 variedades de frutas y vegetales que vendían a los
mejores hoteles de la capital. Ni sabía el nombre ni conocía muchísimos de
ellos. El capataz, el negro Joe Day, amenazaba con cuchillos y genitales con
voz de bajo profundo. Fue el mejor maestro que tuve en jerga de pobres, en la
palabra soez, en burla y diversión. Todo parecía tan serio y terrorífico siendo
el único latino entre afroamericanos, con un carrito de mano, los guantes
destrozados y poniendo las manos directamente en el fuego de un lanzallamas
cilíndrico e inmenso. El frío en el rostro representaba mil agujas que se
clavaban una y otra vez. Canicas de hielo colgaban de los bigotes. Y fuck you
aquí, fuck you allá, así pasaba la noche. Al amanecer me subían a un camión e
iba de ayudante de un chofer negro a descargar los productos en el Willard, el
Sheraton…
Tenía
hambre. Descubrí un tubérculo grande, jícama, de carne dulce, y jícama comía en
los refrigeradores. La cultivaron los antiguos mexicanos. Me faltó un axolotl
para ponerle proteína, pero había aguacates, sandías, chiles varios, naranjas y
manzanas. Y hasta flores, pensamientos, comí, crudos que no había ensalada. Un
par de meses después comencé a ganar más que los $129 iniciales por semana.
Dejé de dormir en el sofá de un amigo, de comer fideos chinos de a cincuenta
centavos.
En tres
meses era otra cosa. Ese primer año ahorré once mil dólares, y la seguridad del
dinero me atrapó y hasta hoy no puedo escapar. Hubo vino y mujeres. Amigos,
unos vivos y otros muertos. Theodorakis y Leonard Cohen. Sexo en la calle
catorce, de a dos, con una encima mientras la otra revisaba tus bolsillos.
Clinton, Bush padre. Creo que viví cuatro guerras al menos, una victoriosa que
ensoberbeció a la plebe.
La piel
blanca me atraía, era el souvenir para mi raza marrón. Blanca y blonda como
cerveza lager.
Varias
ciudades alrededor de la capital, luego el fracaso del retorno boliviano y de
nuevo a la cárcel con ganancia. Dos esposas, dos hijas. Los hijos quedan, las
ilusiones no. La tristeza produjo la cumbia o porro de La piragua. Los remeros,
allí, enfrentaban el vendaval. Luego la piragua queda en la arena y los viejos
ya no pueden remar, ni el terrible negro aquel que comandaba. Nadie se libra al
paso del tiempo. No hay soberbia que aguante su soplo de lobo feroz.
Treinta
años han pasado y pareciera que no, que seguimos cometiendo los mismos errores,
comportándonos como caprichosos niños que desean eternos juguetes. El país
cambió, para mal, y no solo Trump es el ejemplo. Se va reemplazando a los
trabajadores con máquinas, se destruyó los sindicatos. Si fue país de futuro,
ya no lo es. De país manufacturero a país de servicios, siendo los sirvientes
nosotros y los ricos los otros. La piel blanca ha perdido su encanto, y el óleo
se transformó en acuarela.
20/01/19
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Publicado
en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 22/01/2019
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