Tuesday, October 31, 2017

La fálica obsesión del poder/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

De casualidad me enfrasqué anoche en un documental sobre las milicias en los Estados Unidos. Grupos civiles armados que dicen cuidar y defender la Constitución norteamericana, el derecho a portar armas, usufructo de tierras fiscales, oposición a regulaciones ambientales, preservación e idolatría de la raza blanca como fundadora y heredera única de la humanidad. Votantes de Trump, por supuesto, e incondicionales suyos a pesar de la obvia traición “a la patria” del hoy presidente. Eso lleva a analizar a estos individuos como gente confundida, peligrosa por asustada, y que ostenta armas y camionetas gigantescas como prueba de virilidad y temple. Cada fusil, cada monstruosa llanta de sus vehículos, juega como extensión de su pene. Los disparos son eyaculación desesperada; la caricia de los caños, masturbación. A esta obsesión fálica la han llamado “patria”. Lo dramático es que se la creen.

Hay cosas en la Red acerca de la política actual de USA y la personalidad y características de su líder que no se dicen en prensa. Lógico, si consideramos el puntillismo necesario que los comunicadores tienen respecto a la veracidad de lo dicho, la seriedad de sus fuentes. No podrían usar eufemismos y por eso se restringen a lo que pueden comprobar. Pero las redes sociales han democratizado la opinión, además de abrir ventanas infinitas al control de la vida social desde distintos ángulos. Allí hallamos descarada la Sodoma y Gomorra trumpista de la que hablé en un texto pasado. Leía, también anoche, acerca de Trump Models, empresa del magnate que se encarga de traer modelos (mujeres) de otros países, incluidas menores de edad, para el negocio de la moda y modelaje, mientras en la penumbra se habla de trata de blancas, de prostitución en beneficio de las apetencias sexuales de una casta de ricos. De fuentes similares viene la Primera Dama de Estados Unidos, del puterío importado para venerar el falo dorado cuyo pedestal mayor se encuentra acá. En el business estaría activamente involucrado el mago Putin por medio de allegados y testaferros, ministros y etcéteras, con la complicidad de la sílfide tonta, Ivanka Trump, y los dos asnos cazadores que fungen de hijos del chulo mandril.

La sociedad norteamericana nunca ha sido niño inocente. Pero aun así trata de proteger sus instituciones que hoy se encuentran asediadas por el fascismo vicioso de Trump y la escoria blanca, analfabeta pero fuertemente armada, que desea apropiarse de todo, aunque luego, sin inmigrantes, no sabrían qué hacer y se hundirían en su propio fango. La legalidad y la justicia contra el falo, ese obelisco que el presidente se desvive por construir con violenta retórica y que adora la plebe vestida de camuflaje. Quien venza decidirá, ya para un futuro inestable por el advenimiento de China como poder mundial, si los Estados Unidos se degradan a un tercer mundo o manotean para extender su poderosa supervivencia en el siglo venidero.

El falo representa a los autócratas. Chávez, en Venezuela, que no era muy varonil (igual que Evo Morales), basó su vida de ladrón en la efímera erección de su -probable- pequeña verga, supuesta tragedia masculina que ha mantenido insomnes a quienes intentan eternidad mediante ofrecerse al pueblo como machos preservadores de la especie, monarcas de la tribu, quienes ejercen dominación y obtienen sumisión femenina (y de patria, nación, como hembras) gracias al título que detentan. La virilidad indisolublemente ligada al poder: Rafael LeónidasTrujillo, los caudillos helenos y sus esclavas troyanas en Eurípides, Trump y su afición a manosear sexos, Morales y el sueño pedófilo de retirase a sus cuarteles con “una quinceañera”. Y así…

El caño de un fusil de asalto, el bastón de mando, el micrófono que da órdenes, representaciones de delirios sexuales de gente insatisfecha, miedosa, insegura, que solo se siente bien -o mal, depende- cuando a momento de orinar suponen que tienen la sartén por el mango.
30/10/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 31/10/2017


Imagen: Estatuilla en terracota mochica representa a un ser dotado de un gran pene por lo que resulta semejante al mítico Kurupí de las creencias avá (Museo de La PlataBuenos Aires). (Wikipedia)

Friday, October 27, 2017

Ser novelista...

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Definirse como novelista... A pesar de considerar el género como el más libre, creo que también es el más difícil, no por la complicación que hay en contar una historia sino el hilo con que se la va manejando. He leído, y muchas inéditas en Bolivia, novelas con grandes historias, pero narradas en tal forma que lo único que queda es anecdótico, nada literario. Una buena comida, y un buen libro, se definen por las porciones de especias mixturadas, incluso en aparente irracionalidad. Bolaño en su Cuaderno de Chile narra, perora, discursea, en un inmenso párrafo que constituye una magnífica novela, una que a primera vista da la sensación de pérdida de tiempo y que termina perfectamente coordinada. Thornton Wilder creó otra soberbia con cartas de sus protagonistas: César, el poeta Catulo. No hay fórmula, pero hay dosis. Armado y trabajo. Definirse como parte del género tiene implicaciones de rigor, que no necesariamente lo limitan.

Pero, ahí está Arlt, que dicen que no sabía escribir. O Viscarra, para nosotros. ¿Barre eso esta simple opinión? ¿O en la “torpeza” también se tejen estructuras?, suponiendo que lo dicho vale y que estos dos escritores similares y dispares no fuesen duchos en arte y sí en memoria o imaginación. Entonces a veces no bastaría un buen entarimado y se realzaría el talento. Esto nos mete en una confusión peor a las 24 horas en la vida de una mujer, de Zweig, pero a la vez hace parte del encanto. Adjunto aquí un breve artículo mío del 2006 porque me parece interesante respecto a la novela como género. Recurro a Kundera.

“Dónde se genera la novela, o, mejor, dónde nace el novelista parece ser la pregunta introductoria del autor checo. Recurre a la imagen del poeta lírico, como la contraposición esencial al escritor de novelas. El poeta lírico, afirma, se genera y se contempla en sí mismo; incluso cuando se relaciona con el mundo exterior e intenta un lapso de "exterioridad" termina cayendo en su propia imagen.

Cuando Flaubert escribe "Madame Bovary" la crítica lo acusa de prosaísmo. Y ese decantamiento flauberiano, según Kundera, refleja el paso de un estado al otro, el abandono de la reflexión lírica. Una suerte -continuamos con la tesis del ensayo- de maduración donde el novelista pierde aquella esencia única del poeta y se infiltra en el devenir colectivo.

Flaubert decía que el artista para permanecer debe hacer creer a la posteridad que nunca ha existido. Proust, adentrándose más en la creación de la novela, y señalando a En busca del tiempo perdido, aseveraba que todo lo que contenían sus páginas era ficción, a pesar de que sabemos que el libro está indisolublemente ligado a su vida. La artimaña del novelista y de ahí su posible eternidad está en hacer que el lector crea que el argumento es el suyo también, que se está escribiendo sobre él, lo cual no es de modo alguno cuestionable. Kundera cuenta que creció en la ilusión amatoria de Albertine. Luego, cuando supo que Proust había modelado el personaje en un hombre al que amaba, le pareció que habían asesinado a "su" Albertine.

Después de la cuestión inicial, diferenciativa, entre el poeta lírico y el novelista, Kundera prosigue con digresiones interesantísimas que ya no muestran tal contradicción sino que se insumen en los detalles de lo que es la novela y quien la escribe. Recupera a Cervantes, habla de la crítica del joven Ionesco a Víctor Hugo, y, apoyándose en la grandiosa fama que aquel alcanzó, dice también de la megalomanía del creador de novelas como elemento esencial -y provechoso- de su carácter”.
octubre 2006

De esta nota introductoria salto hacia el tema propuesto, el de uno mismo, su obra, en el escenario local.

Partimos de un drama: que en Bolivia no se lee y no porque no se quiera leer. No se enseña a leer ni hay interés en hacerlo. Ya la cuenta, de entrada, tiene números rojos porque carecemos de políticas que excedan aquellas de simple alfabetización. De ahí la preocupación de que la literatura, el ensayo, el periodismo, alcancen apenas a un minúsculo grupo de adeptos, entre ellos los mismos que escriben, con conciencia elitista de ser pocos, caldo ideal para cultivar pavos reales, de mocos largos y plumas esotéricas, que se erijan en mandamases de opinión y modelos no desarmables. La rosca como icono boliviano, incluso en literatura.

Recibo escritos de jóvenes dispuestos a poner su obra inédita ante quien creen, falsamente, alguien idóneo para juzgar. Digo falsamente porque me considero un optimista de las letras, además de advenedizo, y veo en todo texto lo rescatable antes que lo malo. Vuelvo, y lo repito sin cansancio, a que el éxito, no en términos colectivos sino personales, no solo radica en la libertad de escribir lo que se quiera sino en lograr gracias al trabajo de relectura, reescritura, autocrítica, solidez literaria.

La última o últimas décadas han traído al estrado una suerte de banalidad, relacionada al nexo entre academia y arte. Se cree que estudiando literatura ya se ha conseguido el oficio de escribir. Claro que no. El escritor no es una invención académica, al contrario. Esta supuesta superioridad se ha adjudicado el escenario y desdeña la labor para la que fue creada, importantísima además, la de la crítica. Fenómeno latinoamericano relacionado a la larga historia de verticalidad social, donde en la sociedad pobre el letrado adquiere una posición por encima de otros. Pareciera que hablamos del siglo XIX y está presente, no se la ha superado, e incluso se inserta más en incomprensible paradoja en la globalización que debiese hacer tabla rasa con las diferencias. No lo observo en la literatura anglosajona, donde no se relaciona al escritor con su profesión, menos con la de las letras. El riesgo es la apropiación de un espacio por una oligarquía escribiente, que a veces no tiene mucho que ver con la posición económica de sus participantes sino con la actitud rosquera de su desempeño. En situación semejante, dadas las características de Bolivia, se estaría vetando de plano y de lleno el ingreso a este parnaso a muchísima gente que escribe porque quiere escribir, porque necesita hacerlo, no porque lo aprendió en doctorales sesiones de gente cuya capacidad creativa está en entredicho. Hay que democratizar la literatura en el país, crear bibliotecas, conversar acerca de temas y autores, analizar estilos, ser vehementes e irreverentes. Publicar. Que exista la dinámica que luego llegará la estética. Sobre todo leer.

¿En este contexto, mi presencia en las letras bolivianas a qué se reduce? Soy, y me considero, un escritor boliviano nutrido en muchas fuentes. Aislado porque lo prefiero, sin decir por ello que los cenáculos son malos. Acabo de afirmar en el párrafo anterior que no. Nada tengo contra clubes de lectura y opiniones compartidas. Es una base que sirve. Pienso que en algunas novelas mías lo de la bolivianidad es obvio; en otras no. No creo importante esclarecer para el lector el origen étnico, nacional, racial de quien escribe. Buscar con énfasis “la” novela “boliviana” induce al error. Hay que dejar fluir las letras. Ellas se acomodarán a la conciencia y reflejarán en el papel lo que crean conveniente y válido, hasta si de identidad se trata.

¿Metas a lograr? Está bien si se decide hacerlo. Lo mío va con el gusto de escribir. Sin embargo no está mal fijarse recorridos y fin. Suele ayudar en el armado del rompecabezas novelesco. Va con el carácter del creador, con sus costumbres y hábitos. ¿Manías? Las hay sin duda. En mi caso, en donde la literatura se ha escrito cuando he podido, cuando se ha abierto un resquicio en medio de la lucha por sobrevivir y otros intereses, no. Da lo mismo escribir con o sin zapatos, de noche o de día, con vela o con foco, con una mujer dormida u otra colgada del cuello, con un emparedado de mortaleda o un café sin azúcar. Exteriores que decoran o molestan el instante, pero no definitorios para nada en el proceso creativo.

Los preferidos… ese es ya un dilema. Los antiguos, inconmovibles, siguen: Homero, Víctor Hugo, Sienkiewicz, Gogol… Es paradójico que no siendo yo cuentista, o pésimo cuentista, mis autores favoritos lo fueran: Schwob y Babel. Se admira lo inalcanzable, lo que no se puede lograr. Y, claro, Cervantes, Rabelais, Rulfo, Andreyev, Dostoievski, Borges, Solzhenitsin, Bashevis Singer, Vasily Grossman, Shalamov, Werfel, Musil, Schulz, tantos otros. Aparte de los ensayistas, de la literatura de viajes: Frazier, Kaplan, Chatwin, los cronistas de Indias, los navegantes ingleses y su bitácoras, los exploradores; la crónica actual, dispersa en su mayoría en revistas, la narración literario-periodística que tan bien han desarrollado los anglosajones. Y el cine, ese gran quehacer literario que llena al menos dos horas de cada día mío. La literatura de la imagen que sirve además para escribir como si se estuviera filmando. Felizmente el cine, aun restringido, tiene alcance masivo; no así los libros.

Casi todo lo que leo hoy de Bolivia está inédito. Es motivo de tristeza porque casi con seguridad quedará así. Nos priva del proceso que de la creación va a la crítica y retorna. No se puede comentar lo que no está presente. Entonces se reduce a un intercambio mínimo entre amigos. Aparte que la literatura boliviana como tal no interesa afuera. Hay cupos, cuánto de Bolivia se puede aceptar en el mercado, a no ser que hablemos de una obra soberbia, monumental, que todavía no existe, y no existirá ante tamaña precariedad. Y las roscas, elementales grupúsculos de clase o de emblema, cerrados, esquivos, intocables. Apoyo los certámenes literarios auspiciados, con todas sus deficiencias y limitaciones. Suelen ser la única ventana.

No siempre fue así. Hubo tiempos en que Bolivia era publicada y leída afuera, En Buenos Aires y Santiago. Hay que buscar el punto de retroceso. Que al menos para eso sirva globalizarse. Quizá esa fue la época dorada, la de Céspedes.

¿Quienes se perfilan? Un muro de desconocidos que escribe a pesar de todo. Santa Cruz y El Alto como productores masivos. Polos económicos, polos culturales. No hay maestros hoy, a pesar de que algunos merecen serlo y se desvanecen en la mezquindad del medio. Cuesta decirlo, pero en una sociedad como la nuestra tal vez tenga el impulso que venir desde arriba. No me gusta la idea pero bien valdría el espaldarazo inicial. Aun sabiendo que los creadores de inmediato se pondrán en contra de la mano que los alimenta, lo que está bien, muy bien. Independencia ante todo.
Junio 2015

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Texto leído en la Feria del Libro de La Paz, Bolivia, agosto 2015

Imágenes:
1 Gustave Flaubert
2 Sigrid Undset
3 Manuel Scorza
4 Leo Perutz

Thursday, October 26, 2017

los porcentajes del poeta

PABLO CEREZAL

Al igual que los fieles de los distintos credos monoteístas, yo creo en un único dios, y su nombre esHenry Miller. Por supuesto, acorde con los tiempos y esas derivas cool que agasajan las religiones orientales, soy capaz de comprender que dicho dios se puede transmutar en otros muchos que adopten nombres como Neil YoungFrancisco UmbralDavid BowieScott WalkerMarc Chagall, Gian Lorenzo Bernini o Francis Bacon, por poner sólo un puñado de ejemplos. Pero Miller dicta los designios de todos ellos y de sus escasos fieles, entre los que orgullosamente me cuento. 

La estupidización a que sometemos la historia y las letras y el pasado y la memoria nos harán recordar al escritor neoyorkino (si es que le seguimos recordando) más como pornógrafo que como filósofo, más como vividor que como literato… signo de los tiempos, ya digo, estigma de Caín… en fin… el caso es que si algo me hizo caer atrapado en las redes feligresas de Miller fue su capacidad para aunar en la misma prosa el más feroz realismo con el más sublime romanticismo. Eso, ya digo, no lo comprenderán quienes sigan acudiendo a su prosa en busca de procacidades y excesos. Para mí, me van a disculpar, el poeta norteamericano, el más grande después de Walt Whitman, siempre fue y será ejemplo inequívoco de la equívoca dualidad del ser humano… al menos del ser humano que siente: 50% romántico, 50% realista.

Lo de 50% y 50%, obvio, es por igualar, que ya sabemos que los porcentajes son demasiado de ciencias, y estas no son tan exactas como los puñaladas que da la vida y que, en demasiadas ocasiones, vienen cifradas también en porcentajes: los de los ínfimos ingresos por la venta de tus obras, por ejemplo…

Pero hoy no quiero enredarme, que sé que tiendo a ello. Lo que quería decir es que los porcentajes de romanticismo y realidad que los literatos portan en su flujo sanguíneo son más mentirosos que su propia literatura. Es así que varían y fluctúan con mayor facilidad que los numeritos del IBEX 35, y un día te despiertas con el romanticismo invadiéndote el 70%, para acabar la noche sorprendido ante el hecho de que el realismo ha ganado terreno y se acerca peligrosamente al 90%. Somos (los que lo somos) letraheridos, y de tanto contradecirnos a nosotros mismos acabamos contradiciendo nuestros componentes vitales: realismo y romanticismo. Si algo puede asegurar quien se dedica al vacuo oficio de la escritura debería ser su carácter contradictorio. 

Y así se proclama Robert, el protagonista a que Emilio Losada ha decidido asignar la dulce tarea de conducirnos sin descanso (y casi sin aliento) por esta virguería literaria que es su novela Aviones de fuego. Un protagonista que le toma prestados, al autor, sus contradicciones, para mejor lanzárnoslas a la cara o disparárnoslas contra el pecho a los extáticos lectores.

Robert inicia su epopeya metropolitana con un % de romanticismo y otro % de realismo. Pero, a las pocas páginas, casi antes incluso de que el autor nos lo advierta por boca de su antihéroe, los porcentajes se han deteriorado y han moldeado sus cifras, entre la realidad y el deseo, que dijese aquel otro poeta… como cualquier escritor, cualquier letraherido, ya digo… 

Pero no, permitidme hacer acto de fe y recordar a Miller… no como cualquiera, quiero decir: sólo como aquellos que portan en su latido los atributos de la gran Literatura, esa que se escribe con esperma o flujo, con bilis y estómago. Y es que así considero que debe escribirse, al menos si la pretensión es que el lector amplíe su bagaje vital, que ya no cultural -eso de la cultura es una entelequia, y bien lo sabe Emilio Losada, que se ríe de lo nos hemos acostumbrado a denominar cultura para mostrarnos que las verdaderas acciones que deberíamos englobar en dicho concepto nacen, crecen, fornican, se multiplican y mueren, como las cucarachas, en los bares, en las calles, en aposentos vacíos que hay que llenar con un fantasma para no sentirnos solos, para sentir que tiene sentido sentirse como ente aún vivo-.

¡Y tan vivo! 

Porque si algo habita y se retuerce entre las páginas de Aviones de fuego -estos genocidios de papel que juegan a los dados con la muerte- es la pura vida y el deseo inalienable para aquellos que no se pliegan a los dictados de la moda (sea esta textil, informativa, política, o de consignas correctas, qué más da) de seguir adelante apurando en cada copa o cada quinto la vida que amenaza desbaratarnos el entendimiento: ganas de beber, de pasear, de hablar, de follar, de enamorarse, de sufrir o de ser el lazarillo de un fantasma perdido en su pasado de gestas sexuales y guerrilleras, en sus guerrillas de sexo, en sus gestas de guerrear hipodérmicas y labios. Evadir los fantasmas del romanticismo invitando al fantasma de la realidad a entrar en tu vida (o viceversa). Favorecerle todas las comodidades posibles en tu propia casa… aunque sea la de una antigua amiga. Y pasear las calles de una ciudad en ruinas que, pasado el tiempo (poco), simboliza la ambición cateta que conduce a sus ciudadanos hacia el vórtice en que naufraga hoy, ahora, ya, la sociedad hispana en pleno: la mediocridad. 

Emilio Losada aborrece de naciones y consignas. Emilio Losada puede ser cualquier cosa, pero jamás será mediocre. Y, como él, su prosa: un portento de tensión y pulso que, pertrechado de las armas más infalibles del narrador que merece tal nombre, nos introduce en su mundo con una capacidad de seducción imposible de evitar, y nos lleva de la mano -o de la entrepierna- por los vericuetos de la noche y su envés a lomos de un lenguaje que fluye como lo deberían hacer los relojes si nos olvidásemos de su tictac: revitalizando el latido de la Literatura (sí, con mayúsculas, no hablamos aquí de superventas ni superhits ni superladrillos destinados a enladrillar los veranos de todo aquel lector de verano que invade las costas mediterráneas llegado el estío con el libro como armadura que impida a los circundantes reparar en las lorzas blanquecinas que porta su cuerpo), practicando una deliciosa respiración artificial rica en salvias y salivas a esa prosa que hoy languidece perdida en las redes sociales, las ansias de epatar de quienes acuden a cursos de escritura creativa como lo hacen las parejas en desuso a los de bailes de salón, y las directrices mercantiles que obligan a desarrollar una trama rica en asesinatos, intrigas, maldiciones góticas o giros imprevistos como si de un guion de teleserie se tratase (sí, ahora que tanto nos gustan a todos las teleseries, ahora que las películas ya no existen). Emilio Losada sabe desarrollar una historia, no queda duda ninguna a quien haya tenido el honor de leer sus obras. Pero Emilio Losada, me consta, ha leído y sufrido y gozado a Henry Miller y, por tanto, como él, presta idéntica atención a cómo cuenta esa historia que a la propia historia en sí. Ya lo dejo dicho Miller, más o menos así: la vida de cualquier persona, por gris que pueda parecer, resultará épica si se lleva al papel con la dignidad suficiente. Cualquier evento puede ser una obra literaria, siempre que un literato de verdad sea el encargado de narrarlo. Y Losada toma entre las manos y las piernas una coyunda de historias que tiemblo sólo de pensar en qué habrían quedado si cualquier juntaletras las hubiese encarado, para darles forma de orgasmo. 

Aviones de fuego habla de amores, heridas, muertos vivientes, vivos muy muertos, letras que duelen, adicciones que adolecen de adiós y beso, rock’n’roll mudo, bares que aúllan, migrantes sin patria, patrias sin ciudadanos y calles que los mapas ni siquiera intuyen. Aviones de fuego habla de una ciudad que puede ser todas: una Barcelona que estamos perdiendo (y no me refiero al esperpento político de los últimos tiempos) como estamos perdiendo todas las metrópolis que algún día significaron algo para sus habitantes. Aviones de fuego seduce con páginas que se han dejado seducir por los ecos de Fonollosa Calders, de Juan Goytisolo Gil de Biedma… también los de Lou Reed, claro! Aviones de fuego habla del amor que nunca muere porque jamás existió más allá de esa constelación de conexiones neuronales que, a los que escribimos –también a los que leemos-, nos resultan incomprensibles por ser demasiado científicas. 

Y es que la Literatura está más cerca de la ancestral pasión por la divinidad y lo sobrenatural que por los guarismos y las raíces cuadradas que quieren cuadrar nuestro existir. Por eso, decía al inicio, creo en dios, y se llama Henry Miller. Por eso y por su maleable relación de porcentajes entre el romanticismo y el realismo y por la gloriosa exacerbación de la lengua… ese órgano del amor que también lo es de la comunicación. También, por eso, quede claro, amo y admiro a Emilio Losada que, junto a muy pocos -Claudio Ferrufino-CoqueugniotPepe Pereza, son otros-, a día de hoy, me confirma que Nietzsche estaba equivocado... no, Federico, amigo, dios no ha muerto… simplemente escribe como dios, oiga. 

(para saber más de esta genialidad de novela que es Aviones de fuego: lean... para saber más de este magnífico personaje que, a pesar de parecer de ficción, es real, ese tal Emilio Losada, les remito a esta magnífica entrevista que ya de por sí es Literatura... salud!)

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De VISLUMBRES DE EL DORADO (blog del autor), 26/10/2017

Fotografía: Pablo Cerezal

Primera noche/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Febrero de 1989. Invierno. Las hileras de camiones en el mercado esperan las frutas, los vegetales. La ciudad duerme.

Estoy entre trabajadores negros. Trato de ser amable y encuentro miradas hoscas. No entiendo su dialecto…

Mi capataz, un negro de cincuenta y voz profunda, no me quiere. Se llama Joe Day y más adelante seremos amigos. Ahora me intimida con dos largos cuchillos e insultos que reparte. Pero es divertido, los negros lo son. Amenazan, muestran navajas, mentan madres y después ríen.

Las cajas de broccoli, con hielo, me congelan los dedos. Un calentador a diesel, al lado de Joe Day, bota llamas para secarnos. El nombre de la noche es frío.

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Publicado en OPINIÓN (Cochabamba), 05/09/1991

Cintas amarillas/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Emily se fue a dormir. Tan pronto es grande, y solo ayer se acostaba, en Arlington, en la mitad de mi brazo.

Era mi segundo trabajo en los Estados Unidos. Mi hora de salida, las seis, casi anocheciendo, o noche en invierno.

Enero y febrero. Norteamérica está en guerra. La gente, en éxtasis patriótico, cuelga cintas amarillas. Las cintas significan que se apoya a los soldados.

Hay una iglesia en Arlington, en la calle Key. Cada noche que paso, de regreso a casa, arranco un gran moño amarillo de su puerta. No me gusta que en la iglesia se ore por la muerte; y día a día lo renuevan. Y es nuestra guerra privada, la de un fraile con lentes contra mí.

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Publicado en OPINIÓN (Cochabamba), 04/09/1991

Tuesday, October 24, 2017

Un día con mexicanos/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cambio de llantas y cambio de frenos. Las cosas se gastan, no son eternas como los presidentes. Ni rebuznan como tales.

Aurora amanece frío, nublado igual al lago de Corani aunque no tan húmedo. Va mejorando, sale el sol. Aprovecho para salir a arreglar el auto.

Mi padre siempre decía, hablando de los Estados Unidos, que agradecía a dios -un decir para un descreído- por los mexicanos. Lo explico. Resulta que son hábiles, llenos de recursos. Ante el despilfarro de partes, piezas, del norteamericano, encuentran soluciones aprendidas de la pobreza para todo. No es que el estadounidense no lo haga, pero la sociedad rica se ha sofisticado tanto que ya no se practica. Y esa situación ideal, la época de oro que sucedió a la II Guerra Mundial, se extingue, dejando atrás generaciones que crecieron en el mimo, que creyeron en las posibilidades infinitas del dinero, que hacen cada vez menos.  

Una puerta rota puede ser reparada, no cambiada; cualquier otra cosa lo mismo. Eso va en beneficio del consumidor y ayuda a crear un vínculo superviviente entre nosotros, minorías. Lo hacen los chinos, con éxito. Es a la vez manera de defenderse y de crecer sin olvidar el pasado. Lo ideal sería sin atisbo de nacionalismos pero es difícil dado el fuerte sentido racial y de territorio que nos asocia, en un espacio donde todos los latinoamericanos, incluidos los rubios argentinos, somos para los otros, los gringos, iguales.

Por qué si necesito arreglos en el carro prefiero ir a un taller mexicano que a otro local. Ahora que está Trump hay más razones válidas, pero siempre fue porque ambos, cliente y trabajador, sabemos que en un ambiente ajeno cualquier ahorro sirve. Además, y quiero ser enfático, existe cierta solidaridad y afecto que permite conversar, bromear, aprender que a pesar de ser en apariencia tan lejanos, estamos más cerca de lo creído.

Llevo dos horas en el taller Cocula (Cocula, Jalisco) mientras la tarde tornó apacible. Me ofrecieron tacos y mostraron fotos de familia, trabajos. Un cuidador de caballos en el sur de la ciudad, empleado por gente enfermante de rica, contó sus encuentros con fauna salvaje y compartió videos propios del rancho donde trabaja. Se ven osos negros, ¡una pareja de linces!, profusión de serpientes de cascabel. Dice que le pagan 700 dólares por quincena, que es poco, pero le dan casa. Parecía que nos conocíamos de mucho. Entre mecánicos nicas, hondureños y del vasto México, pasamos un rato riendo. Distinto sería si me iba a Firestone, y diferente en el precio también.

Pago, no estoy seguro de que sea así en todas partes, en efectivo y tengo garantía de palabra. En 25 años no hubo dificultad y eso me gusta. No podría hacerlo “al frente”, no sólo por regulaciones sino quizá porque se ha perdido algo íntimo. Tal vez nunca existió. Pasa con los barrios donde uno vive; prefiero, fuera de cualquier vicio de ghetto, estar cerca de lo mío entre comillas. Puede que sea desidia pero creo que no; he conocido demasiado como para saber que por muy buenos que sean los unos no son parecidos como los otros. Asuntos como este dan lugar a aberraciones nacionales, racistas. Pero yo hablo de comodidad, de la soltura de sentirme con gente a la que creo conocer, que sé interpretar. Nada más.

Esas gracias a dios siguen vigentes. Imagino que serán santas para quienes no tienen el recurso del idioma. Imprescindibles. En el caso de la indocumentación, peor aún (o mejor) porque ahí no queda opción: o te arrimas a los tuyos o te hundes. Sin que sea fórmula y que no existan excepciones.

Evadir el mundo de la tarjeta, manejarse con billetes arrugados. Implica hasta algo de trueque, que incluye apretones de mano, no una transacción aérea. Salgo con los dedos engrasados. Hay poesía y memoria en este amasijo de desechos metálicos, en el piso de tierra, en la mugre de los platos donde se comieron tamales.
23/10/17


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 24/10/2017

Monday, October 23, 2017

Casiopea/MADRID-COCHABAMBA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Le regalaron un espejo. Ahí se contemplaba, pero, inclinándolo a los costados, estudiaba también el panorama: posibles clientes, habladurías de las siempre envidiosas putas, la ventana y por la ventana el cielo.

Así vio como arrojaban escaleras abajo al periodista del mayor diario local. Resulta que en el frenesí del alcohol, entre poetas, pintores y reporteros, alguno sufrió un ataque de pánico y creyó, dada la estatura del desgraciado, estar ante Chuckie, el muñeco diabólico. Era temporada de Urkupiña y los sexos se hallaban caldeados. La Juana, o Las Brujas, no daba abasto. Faltaban mesas, sillas y sobre todo camas. Había que improvisar. Con biombos de caña hueca fabricados con premura se habilitaban rincones donde por algún descuento, que luego era rescatado en singani, se podía echar una “paraguaya”, de parados, según la disponibilidad de muchachas voluntarias. Todo empezó allí, porque el escribidor, que no pasaba del metro cincuenta, quiso hacerlo con una alta y rubia meretriz que alegaba ascendencia yugoslava. Fue motivo de risas en la mesa, peor en el momento en que la blonda lo sacó a empujones gritándole que nunca podría llegar. “Enano”, maldijo.

Entonces estalló. Despotricó contra el gremio, contra los hombres, los cochabambinos, las putas. Parecía un floripondio de gran boca abierta y narcótica. Los gritos despertaron a otro comensal, amigo suyo, que andaría por los rumbos de la pesadilla por su manera de reaccionar. “Chuckie”, aulló, “Chuckie el muñeco maldito”. Y saltó, agarrando al orador por el cuello, tirándolo con gran violencia por las escaleras. Quienes conocieron la Juana saben que se trataba al menos de veinte escalones pronunciados. Entre rebote y rebote afloró por el hombro un pedazo de hueso, blanco en comparación a la oscuridad del pasillo, pero con colgandijos sanguinolentos que daban impresión de mocos de resfrío.

Hubo conmoción. Los comensales se convirtieron en enfermeros, médicos, cirujanos. La opinión general opacó los gritos del escritor. Las putas, semidesnudas, repetían “pobrecito”. No faltó un pragmático adalid que contratando un taxi lo mandara camino del Viedma con algo de plata y consejos al chofer.

Casiopea, desde su espejo, sonreía.

La noche, que apenas asomaba por una desgarrada cortina plástica, parecía de obsidiana (Le Clézio). Sus ojos cuchillos mayas. Supe, por instinto, que ella siendo mexicana, guardaría detrás del calzón el ave mítica de pico y jade, la serpiente emplumada, Quetzalcoatl. Descubrí, esa vez que fue última y única, largas plumas verdes colgando de líquenes imprecisos y retorcidas ramas húmedas y barbudas. “Hagámoslo por atrás”, sugirió, “si aumentas diez pesos”. Se puso de cuatro, de cuatro patas, cuadrúpedo; tomaba sorbos de Huari desde una botella café. Miré. Recordé a don Carlitos, viejo, pervertido, corrector de pruebas que cabeceaba con un lápiz entre los dedos mientras el director del diario le leía largos y somnolientos editoriales. Decía él que cuando un sexo se te ponía delante, abierto como estaba este, había que echar alpiste cerca, para que todos los pájaros que hubiesen entrado salieran hambrientos dejando la cueva libre. “La pureza de una mujer, cualquiera, se mide por el metraje de penes que acogió en su vida”. “Algunas tienen kilometraje, y si sumas pájaro tras pájaro habrás alcanzado una distancia como hasta Quillacollo”. Matemáticas de quien de seguro ya murió y que a pesar de parecer ducho en lides amatorias semejaba guardar un amargor bien dentro, que creaba estas imágenes de rabia.

Ella echó los negros cabellos adelante. Cascada de tules. Y se relajó.

El movimiento sincopado y distraerme con una reproducción de la Última cena de Leonardo en la pared hicieron que no me diera cuenta. En ese momento, cuando sujetaba las corvas duras y morenas de Casiopea, pensaba en la posición de Judas, tirado hacia atrás. Era cuando escuchó al Cristo afirmar que alguien de la mesa lo traicionaría, que lo vendería por míseros veinte táleros como si fuese alcachofa o berenjena de mercado. Apuró, Jesús, un trago de oscuro vino. Justo cuando ella apuraba otro desde una botella marrón.

Al escucharla tragar, miré hacia abajo. Dejé para otro momento el reconocimiento de Santiago apóstol, que creo no tenía barba e imitaba a un maricón. Un reflejo, fugaz, guiño apenas, descubrió que entre los cabellos ella observaba al detalle mi rostro gracias a su espejo. Yo que creía estar libre de miradas indiscretas, me encontré desnudo, avergonzado, in fraganti en mi poca pasión por el pecado nefando que se me había ofrecido y otorgado. Seguí, nobleza obliga, ya sin importar si Casiopea giraba su espejito de un lado a otro.

Puesto el pantalón, metiendo los bordes de la camisa dentro de él con la mano derecha, le pregunté por qué lo hizo, por qué lo hacía, por qué no miraba directamente, por qué, por qué. No respondió. Ojos de cuchillo maya, pupilas de obsidiana, dientes de jade. Sacó de la gaveta, desventrada y con exceso de uso, un cuaderno de dibujo, tapado con crayones y lápices de color. Staedler, mostró, “caros pero son los mejores”. “Tienen la textura del óleo”.

En ese momento oímos música. “Ya lo estarán cosiendo”, dijo alguien. “No hay que preocuparse. Dios y la virgencita le darán alivio”. Nos reímos, sabíamos que hablaban del periodista que se fue como avalancha hasta la calle Hamiraya ¿o era la Tumusla? Al final no importaba.

Casiopea abrió el cuaderno. Esbozos y más esbozos. Rostros desde distintos ángulos. Y un ensayo que debía ser la obra central proyectada, otra última cena moderna, donde Cristo y los apóstoles iban perfilándose claramente con los rasgos de los parroquianos del prostíbulo.

Sé que es herético, susurró, y que tal vez me pierda las delicias del cielo por esto. Mas debo hacerlo. En  ningún otro lado podré captar el detalle de las expresiones como lo hago aquí. Todos creen que ando admirándome sin parar, que la vanidad es un mal terrible. No imaginan que para mí el espejo es como una cámara y que basta un pequeño quiebre de muñeca para que mi cara se convierta en la de otros, en sus cuerpos, su movimiento.

Miré con atención el panel horizontal donde ya estaba la mesa pintada y los rostros también. Ropas y actitudes permanecían en esbozo, quizá buscando el momento preciso para eternizarse. La miré, sentada, achinada en su rictus indio mexicano. Del calzón azul moteado escapaban largos vellos: las plumas del quetzal sagrado. Reconocí a ciertos habitués de la Juana haciendo de apóstoles la víspera de la muerte del mesías. Pensé en Pan Apolek, el pintor de iglesia de la Galitzia polaca, que a sus santos puso detalles físicos de los feligreses del vecindario: profetas con cara de herrero, lavanderas de vírgenes, y que Isaak Emmanuilovich Babel eternizara en sus cuentos de la caballería roja.
03/07/14

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desastre (con Pablo Cerezal), Editorial 3600, La Paz, BOLIVIA, 2015; Lupercalia Ediciones, Madrid, ESPAÑA, 2016

Imagen: Escuela veneciana

Thursday, October 19, 2017

¡Carajo, NO! ¿No entiendes?

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pues estaban Arce, dicen que inteligente pero creo que solo cabezón, y la Montaño, Gabrielita, de quien las malas voces hablan tanto en el mal sentido -bueno para alguno- que ya ni escucho. Podríamos vender textos a lo loco si diéramos rienda suelta al chisme plurinacional. El primo hermano de Evo Morales, Donald Trump, tal vez lo supera, cierto, aunque los platos suyos carecen de picante y la carne tiene color de pollo.

Estos dos seres, los enviados de Evo, afirmaría que extraterrestres pero aún no se ha comprobado el gusto de los marcianos por el oro, aparecieron en la OEA con criterios inverosímiles. Resabios de El señor presidente de Asturias, pero también de la jocosa, aunque trágica, novela brasilera de hace mucho, El Bienamado. Morales no puede elegirse otra vez, está prohibido, pero… Resulta que hoy, en la Bolivia del faro del fin del mundo, todo es posible y a todo se le halla justificación. ¿Cuál ésta en el caso concreto de los representantes tratando de convencer a Almagro y los países de que Evo, bienamado señor presidente, tiene derecho a una y otras reelecciones? Que es un derecho humano… (Aquí tiene que haber un espacio para el asombro, y porque boquiabiertos vemos que necesitamos cepillar los dientes en este sucio planeta).

Derecho humano. El indiecito que apenas cortó sus abarcas de llantas usadas y cuya trilla no es muy profunda y son más bien modestas, piensa que si no se lo permiten estarán realizando un acto racista porque es aymara, y, pobrecito él, solo en el mundo, castigado por la eternidad, con bolsita de chuño y hojitas sagradas para matar el hambre, sufrirá, llorará, borracho estaba pero me acuerdo. No, no puede ser posible, qué se creen estos agentes de la CIA, si el pueblo boliviano, recua dolorosa según la presentan, alza a gritos su demanda de este para siempre y ningún otro. ¡Belzu ha muerto! ¿Quién vive ahora? Además, inconcebible que estos letrados al servicio de los Estados Unidos no entiendan que sobre la tierra hay algo nuevo, nunca visto (ahora está Trump para competir por el puesto). Asuntos como lo de la Zapata, las acusaciones de pedofilia, de paternidad cobarde y etcéteras son difamaciones, y, si ciertas fueran, es como leíamos en Ricardo Palma acerca del marino Juan de la Cosa: “niño bonito, con pajarito”.

“La princesa está triste ¿qué tendrá la princesa?” El presidente, cabizbajo, pensaríamos que sube a su vieja bicicleta Hércules y pedalea por las soledades del altiplano. Pero, no, ¿cómo?, para él avión, la Hércules para la indiada, porque el señor Morales es cacique tan colonialista como los virreyes y tan feroz como Morillo o Boves, gachupines, durante la independencia. Ser Inca implica estar por encima de los demás, disfrutar de la mejor chicha (whisky etiqueta azul en su caso), de los mejores culos (ñustas y ñustos), de strogonoff y filet mignon, que el thimpu lo coman los daneses, carajo.

Tal vez Morales está en serio inaugurando otra era donde cualquier cosa es derecho humano. Reclamar, por ejemplo, sexo con las senadoras masistas (cosa que no haría ni ebrio) de manera natural. Si el gobierno no lo permite estará atentando contra mi derecho humano. La cantaleta puede ser larga: es mi derecho humano meter mano en el dinero fiscal; derecho humano desvestirse en la plaza Murillo y poner a orear el miembro recién utilizado. Derecho humano enseñar sin título en la universidad, dar misa, extramaunción y hasta acostarse con el muerto. Ni hablar de dar o quitar vida sin ton ni son. O solo el presidente es cromagnon y nosotros neandertales. Cuestiones básicas y vitales para saber si permitimos espacio a la locura o la contenemos.

Mejor, más fácil, más sobrio, además de elemental en cuanto a pluralidad y legalidad, decirle que no, que lo sentimos pero que este preciso derecho humano suyo lo puede convertir en cucurucho y… embolsillarlo. Esta vez no hay derecho ni izquierdo, ni humano ni inhumano. Simplemente ¡NO! Carajo, ¿cuánto te cuesta entenderlo?
12/10/17

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Publicado en INMEDIACIONES, 16/10/2017

Fotografía: Agencia AP 

Wednesday, October 18, 2017

CARRASCAL BOCA ABAJO, de Claudio Rodríguez Morales

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cuando leí por primera vez, en su versión digital, Carrascal boca abajo del escritor chileno Claudio Rodríguez Morales, sentí ese pequeño demonio de la envidia que salta en la literatura rusa del XIX. Tuve que decírselo, peor el orín que corroe el fierro que una sana profilaxis. Pues, bien, afirmé entonces, y lo repito ahora que tengo en mano el libro impreso, que esta novela era (es) con mucho superior a todo lo que yo había escrito en 30 años de intentos. Y unas pocas cosas más, elogiosas para él, que mejor callarlas por temor a irritar a los damnificados.

Un libro que denota al lado de un furioso talento, la calma del investigador, para dar como resultado un notable trabajo de ficción, de periodismo, de historia, junto a la lección que significa para el futuro indagar en el pasado y desenmascararlo.

2017

Tuesday, October 17, 2017

García Linera, de yapa/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Me cuenta un amigo por correo abierto que compró libros de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, a buen precio; bonita colección. Pero, de “yapa”, envueltos en papel bond, le entregaron “dos bodrios del sunchuluminaria Qananchiri”, a decir: Álvaro García Linera, el Demóstenes de la avenida Atenas, Cicerón del mercado Calatayud, la esencia de la razón sumada a la fortaleza de la letra.

Ni pregunté qué eran, porque si los introdujeron subrepticiamente, incluso evitando que el cliente se diera cuenta, no valía la pena. No es lo mismo decir que le añadimos esta tesis política de gran interés, o el detalle de algún retorcido asunto constitucional.  Uno pensaría en un aditamento de llajua para saborear el libro,  o “aserrín”, como se llama el hueso desechado cuando se corta la carne y que sirve de alimento alto proteínico para perros. Cierto, no habría lógica, pero tampoco la hay en que un gobierno promocione la intelectualidad de uno de sus miembros en un “combo” silencioso. Inteligente sería, o lo pensaríamos tal, si se callara, porque de opiniones suyas, embelesadas y tontas ya nos cansamos. Alguna vez, y de casualidad porque no es nombre de mi archivo, leí, y retomo la misiva enviada, un bodrio que se apodaba poema. De amor, para colmo. Me dije que de yo escribir así, madre y padre me habrían preparado la mochila y enviado a la Legión Extranjera. Si no eres poeta, no creas que sí, a pesar de que en tierra de ciegos los discapacitados rebuznan lo que se desee oír.

Probablemente en un país donde la “noticia falsa” (Era de Trump) es alimento común, GL asegurará que sus textos tuvieron extraordinaria difusión; no aclarará que los envolvieron en papel de acuerdo a la teoría de envolvimiento de emparedados, su último aporte al pensamiento “marxisto”. Mejor, digo yo, si en serio regalaban un trozo de pan. Al menos, el más soso de ellos, tendría un sabor imposible de hallar en la textualidad del vicepresidente que es moto, romo, partido, cortado en su personalidad. Su obra semeja un muñón de mal gusto y ni la venda más alba, ni el alba más pura, arreglarán el desperdicio. Lo que supura, hiede.

Qué tal, y voy a la economía, un dólar de yapa, un billetito del sonriente George Washington: In God We Trust, de aquellos que sobran en palacio, ahí sí, con justificación se podría asegurar que su letra corrió por la multitud y ni siquiera tendrían que esconderlo.

Consideremos por el lado bueno en que es el señor García un tímido literato, que tiene terror de que las hienas del gremio lo asalten y destrocen antes de haber parido pasable engendro. Pero hay maneras de lograrlo, de hacerse un espacio con dulzura y decencia, con solidaridad que no es lo mismo que obligación del poder. Reconozcamos que han ido por lo bajo, porque bien podría la autocracia de Evo Morales inventarse una Feria Álvaro García Linera, a cuya entrada habría en mármol un busto pensativo del poeta, con el infaltable flequillo que hace susurrar al hembraje que es lindo y elegante. Imposible, sin embargo, porque implicaría que el vate anda peldaños arriba del profeta, y Morales no lo permitirá. Mientras la cerviz de los sirvientes se mantenga baja, está bien. Pueden escribir, cantar, danzar, ponerse polleras o el sinfín de extrañas viñetas que son la hostia diaria de esta administración mientras no tropiecen con el halo bienhechor del Zeus de Orinoca. Lo siento, hasta en ello hay límites.

Al menos hubo control, de entregarse estos librillos solo con la compra de obras de la famosa Biblioteca. Porque imagínense si lo adjuntamos a Roa Bastos, A Borges, a Gonzo: estaríamos al borde de un conflicto internacional. ¿Imaginación masista? Porque ni hasta a Trump se le ha ocurrido propagar su voz mediante este sistema. O simples pillos que conocen bien su delito y que añoran llegar a ser un día como el enano de Corea del Norte: implacables y divinos.
16/10/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 17/10/2017



Monday, October 16, 2017

Balada de la cárcel de Leadville

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dos libros, dos, me traje cuando dejé todo lo demás: la poesía completa de Emily Dickinson y las Obras Completas de Jorge Luis Borges; incompletas, estas, porque vivió todavía.

Pero hasta los dos perdí, cuando tuve que salir corriendo, acompañado de un policía, luego de un día y una noche de cárcel que siempre merecí pero que siempre dolió. Desde entonces no he leído a Emily Dickinson, aunque mi hija mayor carga su tremendo, pesado, nombre. Al ciego sí, a ellos que son Milton y Homero. Y Borges.

En la celda leí a Marco Polo.

El piso olía a jabón. Un preso mexicano me pasó el volumen por las rejas. Que alguien lo dejó, dijo, en el mundo perdido que eran las minas de plata muertas de Leadville, Colorado.

Mi mujer dormía en una buhardilla amarilla. Desde allí se veía el Saloon. Caminé por la tarde con un telescopio recién comprado. Doscientos dólares en billetes de a veinte por la venta del ají de fideo que mis manos ofrecían en el New West Café. Se llamaba. Por tres meses, su nombre y dos socios. Luego el socio rubio puso en la cárcel al moreno.

Leí a Marco Polo. Cuando me arrastraron, las ollas con fideo y chile todavía humeaban. En la prisión, de noche, o anochecido, las luces rojas impedían dormir pero no leer. Color de puta, escribí veinte años atrás.

Miré cómo se alejaba la montaña. Observa el futuro aconsejó alguien. Adelante. E íbamos de bajada. Adelante era el abismo.

Aderecé el fideo con pimienta negra y sal de mar. Rocié el achiote y la cúrcuma por partes iguales para que entre el rojo y el amarillo la comida tuviese color naranja. Naranja de Valencia, no de Chapare, que la cáscara blanda de esta la hace práctica y sin embargo menos dulce. Trozos de carne de res, chorizo. No quería imitar el uchu cochabambino pero también. Y gustó. Leadville tiene montaña y frío. Le presté ají.

Humeaba la olla cuando pusieron las esposas y tiraron mi rostro contra el piso. Aplastado el ojo izquierdo observé la temperatura de la hornilla (si la dejaban así se quemaría el guiso). Quise avisar, dar consejo culinario y con la punta del bastón me dieron un golpe fuerte en la columna. Me aquietó.

Subimos las escaleras, como en la música charra, y presté mi declaración. Inocente no soy pero de este pecado sí. Culpable, entonces, y adentro, hasta que los hermanos manejaran apresurados desde Denver con dos mil dólares de fianza y paños para tristeza.

He conocido las celdas de Cochabamba, de Denver, de Aurora, de Littleton, de lo que hoy es Centennial. Centros de detención y el condado. Me pregunto si de haberme quedado allí, años, me habría tatuado como mi amigo Gabriel, en el brazo, honguitos de Puebla, de esos que alucinan a los inditos al sur. Quizá hubiera escrito algo que valiera la pena, que alegrara los ojos de mi Emily que miraban por la ventana las luces blancas, rojas y azules del coche policial, sin entenderlo.

El telescopio quedó por allí. Pasó de una mano a otra y nunca, ni mis hijas ni yo, miramos estrellas porque no hubo tiempo. La astronomía fue fugaz deicidio.

Emily Dickinson, Jorge Luis Borges. Ellos y cuatrocientos dólares en el bolsillo. Gasté el primer día de mi llegada, 1989, doscientos en putas. Al tercer día no tenía uno. Alguien querido, desde Canadá, mandó por correo cien para el pan. Historia de atrás, vieja, muy anterior a la cárcel de Leadville, a las hijas, el matrimonio.

Oscar Wilde pasó por las minas de plata del pueblo. Había opulencia, imagínense, traer a Wilde. Meses antes de la emigración leí El ruiseñor y la rosa, en una compilación de cuentos que hizo Sábato. Les digo que la celda no tenía la belleza de sus páginas. Me trajeron la cena, no recuerdo. Huevos y algo. Una manzana de postre, de cáscara roja. Me pregunté si el uchu se habría vendido y en cuánto. En recepción me quitaron todo, documentos, llaves, dinero, y me pusieron traje no fabricado con sastre, perteneciente a otro, con sello de propiedad del estado. ¿Azul?, entonces, porque los he tenido naranja, de felón, y cadena en tobillos, muñecas, cintura. De qué me quejo si de igual manera llevamos animales al matadero para devorarlos. Al menos sigo vivo. Solo se comieron, por dos días, mi alma, y perdí mis libros, los compañeros de un viaje que pareció divertido y no terminó. Llegamos tres a los Estados Unidos y quedé yo.
16/09/17

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Publicado en PUÑO Y LETRA (CORREO DEL SUR/Chuquisaca), 16/10/2017

Imagen: Oscar Wilde


Sunday, October 15, 2017

El día que India Summer vino a verme

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La soledad es mala consejera, dicen, pero buena amante. Se presenta con el abandono, o no. De improviso, con adiós de mano de mujer que crees tener entre tus dedos, atrapada en encantos subjetivos sin peso específico.

Mala consejera, pero ardiente.

Encendí el auto. Se sospechaba invierno. Uno sueña con atardeceres fríos, que luego de un café y torta de chocolate, incitan a continuar el placer. Desnúdate, le dices, mientras dejas un rastro oscuro que la servilleta atrapa de tus labios. Camina desde la cocina, lentamente, y déjame ver tus vellos. Acaríciate las tetas; muestra tu culo. Luego te inclinas, me abres el cierre, la camisa, bajas la cabeza y hundes tu rostro mientras aprovecho una última mirada al partido de Barcelona-La Coruña. No era gol, claro que no, la pelota rebotó fuera de la línea. Árbitro cabrón…

Para entonces ya te frotas, nos frotamos. Llevas los pezones endurecidos como canicas pardas. Estiro la mano hacia tus piernas, entre tus piernas. Los cabellos allí, mojados, se enroscan en el índice, el anular, el corazón y el meñique. Mi pulgar va de atrás hacia adelante y gentilmente te rasca el clítoris con la uña. Alguna vez, una, muy poca, los bañaste de líquido caliente. No te habías orinado, según creí; se trataba de un fenómeno femenino orgásmico. Casi un vaso de agua diría, o una pinta irlandesa, un montón, vamos, un montón de agua tibia con textura de jabón.

Nada dura. A pesar de las cataratas, de los senos puntiagudos, del pubis mojado y tembleque, de la cueva mágica de paredes semejantes a cartones mal prensados, hay un fin. Se acabó. Aquella vez te pedía que me relatases tus experiencias de motel. ¿Cómo te mirabas en el espejo, cómo te penetraba? Cuéntame otra vez lo del sofá, él de rodillas y tú con las piernas (ni te imaginas) abiertas. Tenía mucho pelo, entonces, comentas, y a él le gustaba hacerlo fuerte y sacarlo, y volverlo a poner, y sacarlo y mecerlo como pincel. Luego ya no sentía nada: su miembro flotaba en un mar interior, yellow submarine.

En el suelo, solo con falda, negra por si fuera poco, me acariciaba el sexo, metía dos dedos por vez y los sacaba llenos de jugo. El hombre de pie, frente a mí, agarrando su sexo a manera de revólver, ya desesperado. Se tiró al piso con la lengua afuera, trató de ponerla entre mis muslos mientras lo rechazaba con los pies. Se encabritó y me estiró. Me puso de rodillas e hicimos el amor como animales, cuadrúpedos, montado sobre mí obligándome a caminar por el piso de madera seca.

Eso contabas antes de irte. A las siete y media el auto se calentaba. Detrás de la puerta con malla milimétrica enviaste un beso y agitaste la mano. No te volví a ver. Años después, nunca te perdí el rastro, te vi paseando por el parque Colón, de corte garzón y vaqueros. Decían que tenías dos hombres, hasta tres y yo sabía bien por qué. Nadie más lo sabía. Tonto consuelo.


Actualizado por sobrinos veinteañeros me inicié en la pornografía digital. Incluí un léxico preciso, divertido, insano y en inglés, en mi verbo de avezado lingüista. “Cream pie” era cuando se quitaba el miembro de la vagina y se terminaba en la entrada. Para cualquiera vendría a ser una asquerosidad, pero hay una fascinación única, extrema, en asesinar la vida así. No significa que cada coito acabe en alumbramiento: sería la destrucción del gozo. Pero observar el orgasmo a puertas del cielo, quitándole el refugio de su cubículo ancestral, tiene sabor a dulce desgracia y también a total posesión… depende del punto de vista.

Naughtie Allie tirada en el piso, completamente desnuda y con las rodillas abiertas. Semen casi transparente sobre el sexo afeitado, alrededor del orificio anal.

Sunny Leone observando el pene de su amante ocasional justo afuera de la vulva, temblando, deshidratado, mientras el líquido se escurre y cae igual a lluvia ácida encima de las sábanas color crema.

La soledad trajo mujeres bellas y no tan bellas, altas, petites, culonas, tetonas, artificiales, naturales, peludas, velludas, calvas. Un autor boliviano en el preámbulo de una historia innoble mencionaba a Austin Kincaid. Hacia ella fui, y le fui fiel por al menos un año. No hubo paja donde no me sonriera, donde susurrara con una voz desprovista de talento: fuck me, baby; fuck me, oh yeah, yeah…

Ya para entonces dejé de ser un hombre abandonado y me convertí en uno soltero. Visité las tiendas Fascinations, donde un gran cartel de entrada anunciaba que esto, la pornografía, era más barata que una cita real. Verdad. Rentar un video original y usufructuarlo por tres, cuatro días, hasta cinco si aceptaba la multa de un dólar no tenía parangón. No necesitaba peinarme, bañarme, decorarme, afinar la voz, ejercitar interés literario, cultural, cinematográfico en mi charla. Ni su nombre preguntaba y nunca di el mío. Placer en su esencia íntima, de uno, en uno y para uno (casi se asemeja al discurso de Lincoln a la nación norteamericana). Austin… te fui fiel, lo sabes, te conocí en cada uno de tus rincones y adoré amarte mientras llevabas anteojos, o bajabas el sostén un poco y dejabas que te sostuviera las tetas que chupaba hecho un empedernido bebé.

Pasó el tiempo, los años pasaron, los inviernos, los barros. Hubo un cometa y tres eclipses. Clinton dejó de ser presidente y vino Bush, la guerra, las marismas iraquíes de Basora donde creció la humanidad; donde moría. Llegó Obama, que de negro guardaba el color… Crecí. Me hastié. Las divas porno envejecieron, se retiraron. A ratos visitaba la tienda vintage y alquilaba porno de mi juventud: Seka, la rubia húngara que elogió la verga gigantesca de John Holmes cuando todos lo vilipendiaron por drogo, por marica. Christy Canyon y las tetas monumentales, con mucho vello púbico, como se acostumbraba entonces. Un par de ellas murió de cáncer, una con la que hacía el amor a diario por una temporada y que ni se despidió de mí. Sus videos son ahora de colección, imposibles de encontrar. La muerte le trajo redención, de puta se hizo monjita; de monjita santa, aunque recuerdo su sexo con un clítoris mayúsculo. Parecía que se había adosado a la piel un camarón pistola: rojo, largo, barbado.

Decía que ya no eran ellas las mismas y yo seguía siéndolo. Sabía a traición pero estaba acostumbrado. Recorrí los estantes. Una tras otra desfilaron delante de mí, sentado en frente del ordenador, desnudo, acariciando el revólver y los cargadores, dispuesto a matar y al rato morir. Ninguna hacía mella: no se quedaban. Hasta que conocí a India Summer, una morocha alta, medio delgada, de senos naturales y de vellos decentemente recortados. Me recordó a alguien, a dos de mis amores para ser sincero; hasta a tres si exigía el recuerdo. India estaba perfecta, treintona, no con impudicia juvenil. Esta era una dama. E iniciamos una relación, un amor. Cuando salía para el trabajo me despedía de ella y la despertaba al llegar. Incluso pensé en matrimoniarla. Lo conversamos pero nunca se decidía. Lo único que conocía de su voz era lo mismo que con Austin, oh, yeah, fuck me, oh God, baby, fuck me. Estaba bien, no necesitaba mucho más.

Eran tantas mis visitas a su sitio web que encontré unos sorteos inesperados. Rezaba el anuncio que uno de los habituales de India en las redes tendría la suerte de recibirla en su casa para una sesión de sexo, sin cargo alguno, como premio a la constancia que se marcaba en el número de visitas a su muro. Anoté el nombre, mayor de 18 para no burlar la ley y lo olvidé. Un miércoles recibo un correo donde aseguran que gané, que India estaría en casa el 19 de septiembre, a las diez de la mañana, que si tenía patio mejor para filmar con luz natural. Casi me desmayo. Le puse una vela en la iglesia católica al primer santo que apareció.

El 19 tocaron el timbre. Llegaron técnicos que pusieron quitasoles en el jardín, papel celofán y otros adminículos. Apenas saludaron. Me había puesto mi mejor camisa francesa, de color azul con interior rojo cuadriculado.

Llegó India. Ni saludó. Luego, cuando las máquinas estuvieron en ON, sí, fue cariñosa, se juntó, me besó. Tornó el rostro para preguntar si estaba okey. Antes me habían escrito que necesitaban un comprobante médico demostrando que no tenía Sida ni etcéteras. Yo no demandé comprobantes.

Me desvistió. Puso mi sexo en su boca y no se fijó en los calzoncillos Gucci que me había prestado para la ocasión. Yo estaba encandilado, ni pensaba que varias personas me observaban como a un conejo. India se recostó; obligó a mi cabeza a meterse en ella, casi me ahogo. Luego me montó encima y repitió como en una grabación: fuck me, baby, yeah, yeah. No recuerdo el orgasmo, cuánto duré, si eyaculé gran cantidad o poca. Un asistente me hizo a un lado. Mi sexo iba desinflándose. Con un pincel especial le puso sobre el vientre algo que parecía leche condensada. Se me acercó y dejó caer unas gotas también en el glande. “Lo demás será edición”, entendí. India me dio un beso en la mejilla: thanks, baby.

Un mes después apareció la filmación del premiado, el afortunado cliente que había tenido a India en su poder por una mañana. Ajusté la flecha que iniciaba el video y lo que vi fue insulso, sarcástico, triste. No me reconocí, no era yo.
07/16

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Publicado en ERÓTICA, Antología de cuentos (Selección y prólogo de Ernesto Calizaya), PLURAL, 2017




Saturday, October 14, 2017

Aderezar un presidente para la cena funeraria

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hay costumbres y costumbres. La muerte entre los pueblos llamados primitivos es solo extensión de la vida, a diferencia de la modernidad occidental que digiere la pena, la transforma en recuerdo y la empuja hacia el olvido.

Luego de que el Tezcatlipoca azteca engañara al monstruo de la tierra, Cipactli, quiso que en el futuro se hicieran ofrendas humanas para resarcirlo del daño. En alguna revista de mitología y epopeya que publicaba la editorial Novaro hace décadas, leí que el mismo Tezcatlipoca se ofreció en sacrificio para (siempre) salvar su pueblo. Esperaríamos actuación similar de los que dicen seguir y amar al pueblo, escucharlo y aprender de él. Que dónde están esos líderes hoy que no existen ya tiempos heroicos, no sé. Supongo que aparecen cuando los rezagados, humillados, pospuestos, arriban a la cumbre al llegarles el momento de mandar. Así se habría cumplido un ciclo justo de dolor e igualitario. Que amerita una inmolación, la de agradecimiento y reforzamiento de vínculos, seguro.

Pues, quinientos años pasaron y llegó ese instante. En Bolivia cambiaron las cosas y los de abajo quedaron encima; un volcarse la tortilla inesperado pero que responde a un proceso histórico. Dejando de lado las pautas de la historia y las explicaciones sociológicas, aceptemos que la hora está dada para agradecer a los achachilas. Ellos no han de conformarse con modestas ovejas que desdicen el grandor que inauguró el magnánimo Tupac Yupanqui. El rito no puede ser ni sencillo ni burdo. Ha muerto una era y nacido otra. Los representantes de esta, la última, la postrera, deben comprender que son actores de una visión colectiva que los excede como individuos, que su labor mientras estén presentes radica en alabar y pregonar el definitivo estado de cosas, la ya indiscutible presencia del paraíso en tierra y de la eterna felicidad, expresada para unos en mocochinche de durazno o en cachondeos voluptuosos de la papalisa. El hombre está por debajo del durazno o de la papa que son la carne de Dios, y debe entenderlo. Para festejar a los dioses, aquellos que se han encumbrado, deben bajar con humildad la cabeza y entregarse a la muerte ritual para bien común. Solo así se estaría siguiendo las no escritas reglas por las que la gente alcanza eternidad. Mucho se ha esperado y el cambio al parecer ha tomado contextura de concreto. Inamovible. Se cumplió con el trabajo y ahora hay que cumplir con las promesas.

Lo ideal sería que el sacrificio fuera voluntario y al más alto nivel. Significaría en Bolivia que el Presidente Evo decidiera una fecha, acorde con el calendario andino, para entregar su cuerpo al festín de los dioses. Puede elegir el amauta que ha de degollarlo, las vestiduras de púrpura y oro que recordarían el imperio del sol. Donar el carmesí de su sangre a la oscura greda que fabricó adobes por un milenio. Notable entrega que borraría para siempre las huellas de los advenedizos, los confundirá y enviará por sendas fuera de nuestro dominio. Un acto de grandeza que se perpetuará en piedra en la montaña. Evo quedará como un apu, un tata imponente y la mejor lección.

A él que le gusta el baile, se podría hacer lo que hacen las etnias de Madagascar, de vestir los huesos y sacarlos a bailar en los festejos. Evo disfrutaría ya sin tiempo del carnaval y las bandas; podría danzar en el regazo de las más hermosas, oler las piernas, presentir la vida detrás de los calzones. Sin horario ni esquema, porvenir más porvenir, sin límite.

El primer paso para la iluminación es la ejecución ritual. Luego el devorar la carne en un churrasco majestuoso y popular, para todos (y todas), de puertas (y puertos) abiertos sin restricción. Dicen que los Fores papuanos se comían sus difuntos, la carne para los guerreros y el cerebro para las mujeres. Lástima que en su caso salió mal, porque debido a un bicho incrustado en la cabeza, cisticerco o como se llamare allí, ellas comenzaron a enfermar y perecer. No fue dichoso el rito de los ancestros.

Esperemos que no suceda en el Collasuyo. Se puede, ya que es presidente, hacerle minuciosos exámenes para que no disminuya la población femenina, u, otra opción, preservar su majestuoso cerebro y depositarlo junto a otros inteligentes, como el de Trotsky, peso pesado de cuatro kilos.

Hay discrepancia en si conservar o no los huesos del cuasi santo. De hacerlo, como dijimos, podría participar de la danza y de los cueros. Si se los crema tendrían que ser las cenizas parte del menú, extender la grandeza del mártir a la mayor cantidad de comensales. El libro de recetas Yanomami, de Venezuela y Brasil, sugiere mezclarlas con puré de bananas. Diría que hasta apetitoso suena.

No faltarán elementos ladrones, esos que cargan el hambre por generaciones y que defecan sobre divinidades y épocas, que intentarán sustraer un pedazo de nalga, un dedo, para satisfacer la gula primaria. Así lo hacen en la ciudad santa de Varanasi los santones Aghori Sadhus. Puede que incluso alcance para ellos sin necesidad de delito. Tenemos informes secretos del sastre del presidente que afirman que el cuerpito creció bastante en palacio, fue engordando adrede para el momento trascendente.  

Ahora, la parte culinaria de cómo aderezarlo, y la estética de la decoración. Si habrá filigranas de mayonesa sobre sus reforzados pómulos o lo pondremos de barriga y tendremos más superficie de creatividad. Frotarlo con sal y pimienta primero, remojarlo en chicha para el ablande, pizca de airampo para el color y quinuas desperdigadas por su gruesa humanidad. Se duda si en la boca llevará una manzana al estilo filipino o chirimoya que lo congraciaría con los tropicales. Si atrás, en el nefando agujero que ha complicado la historia de las religiones, se pondrá un manojo de culantro, cabellos de maíz o hasta musuru, el hongo alimenticio. O ramitas de molle que darían impresión de fuente viva y moviente. Luego, tenedor y cuchillo. O las manos. Provecho. Viva la revolución. Jallalla.

10/10/17

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Publicado en ADEANTE BOLIVIA, 11/10/2017 

Tuesday, October 10, 2017

Los huesos útiles de Ernesto Guevara, Che/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ni me acuerdo cómo quería empezar el texto esta mañana. No suelo anotar las ideas y, escasas como son, se evaporan con el rastro de la primera nevada.

Parafraseo a medias a un amigo y reconozco, no tardíamente, que muchos se están enriqueciendo con la memoria de este hombre. Controversial o no, obligado o no, al menos tuvo la decencia –torpe- de morir por lo que creemos creía. Dicen que previa a su desaparición de Cuba, cuando se lanzó a la guerra eterna, Raúl Castro, el eterno segundón, agitó una pistola. A Che no le gustaban los rusos.

En Cuba venden su rostro en las calles; la mayor exportación, junto con el ron. Y nosotros crecimos con él, su sombra nutrió y formó la infancia de mi generación. Razonar y desmitificar no implica destruir lo íntimo. Fuera de fusilamientos, vanidad, argentinismo, todo lo que pueda echarse encima de un individuo muerto, fue presencia. Regresando de Madrid a Asunción, Paraguay, vi a los esbirros de Stroessner demandar a un joven por qué traía una colección de pins con la imagen de Guevara. Yo seguí la línea de la aduana con la columna vertebral helada porque esa ciudad en tales circunstancias daba miedo. Todavía entonces, 1986, Che significaba algo, y osadía era mostrarlo en público.

Hoy, ayer, Evo Morales, capitalista de cuño aymara, ricachón empedernido, peroraba sobre imperialismo y revolución. Preparó un espectáculo mediático por el cincuenta aniversario de la muerte del guerrillero para festejarse a sí mismo, para hablar de sí, y nutrirse de los muertos como el carroñero que es. Invitado -de deshonor, diría- el vicepresidente de Venezuela, notorio y señalado narco. ¿Era el festejo una cita de negocios de los cárteles de la coca? Bien serviría para este malentretenido oficio de ricos esconderse detrás de los llamados y vilipendiados ojos tristes del difunto.

Que parecía Cristo… Si estos comunistas tienen de secta religiosa tanto que solo les falta vestir casulla y juntar las manos. Pero, no, no podemos calificarlos así, de comunistas, porque estaríamos insultando a la historia, las luchas sociales, los sacrificados, los mártires, los bienaventurados tontos. Evo Morales es un cocalero, nada más, y se beneficia de ello, como del poder, en todo sentido. Su abuso desmedido de la situación, y la orgía perpetua que espera alcanzar con la reelección, lo sitúan no en el panteón de los héroes, con los peros que pongo, y expongo, ante este vocablo por lo general mal utilizado, sino con gamonales, reyes, dictadores, tiranos, pedófilos y violadores. No olvidemos que Idi Amin se reconocía como instrumento de la lucha revolucionaria. Morales es Mugabe pero aparenta ser el Dalai Lama, el Panchen Lama de las tierras altas del sur, con un discurso salvador para la humanidad entera.

Che le cae al pelo. No puede quejarse, moverse, sacar sus notas juveniles de la mochila y mostrar que escribió acerca de la hoja de coca en términos cataclísmicos. Esa hoja que destrozaba y destrozaría al pueblo. Para qué preocuparse siquiera. El panzón Morales camina entre abrojos imagino que en el Yuro buscando el mítico espacio de la rendición.

Luego, ya entre notables, con Linerita y Gabrielita Montaño, harán brindis por el cubano-argentino con whisky de etiqueta azul. Azul el mar, la bandera del MAS y el whisky que consumen.

Qué solos se quedan los muertos, versificaba algún poeta. Y la soledad del comandante Guevara, con los perros disputándose las mejores presas, los buitres devorando el hígado incansable de la multitud, debe ser tremenda, sino horrible. En momentos semejantes hace falta alguien de huevos como el Nazareno para agarrar el látigo y flagelar a los comerciantes del templo. Como si del cuero del “guerrillero heroico” hubiesen hecho tambores donde los patrones, los mismos que combatía aquel, arrojan los dados repartiéndose dólares y meretrices. ¿Victoria? ¿O Muerte?
09/10/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 10/10/2017