Al igual que los
fieles de los distintos credos monoteístas, yo creo en un único dios, y su
nombre esHenry Miller. Por supuesto, acorde con los tiempos y esas
derivas cool que agasajan las religiones orientales, soy capaz
de comprender que dicho dios se puede transmutar en otros muchos que adopten
nombres como Neil Young, Francisco Umbral, David
Bowie, Scott Walker, Marc Chagall, Gian Lorenzo
Bernini o Francis Bacon, por poner sólo un puñado de
ejemplos. Pero Miller dicta los designios de todos ellos y de sus escasos
fieles, entre los que orgullosamente me cuento.
La estupidización
a que sometemos la historia y las letras y el pasado y la memoria nos harán
recordar al escritor neoyorkino (si es que le seguimos recordando) más como
pornógrafo que como filósofo, más como vividor que como literato… signo de los
tiempos, ya digo, estigma de Caín… en fin… el caso es que si algo me hizo caer
atrapado en las redes feligresas de Miller fue su capacidad para aunar en la
misma prosa el más feroz realismo con el más sublime romanticismo. Eso, ya
digo, no lo comprenderán quienes sigan acudiendo a su prosa en busca de
procacidades y excesos. Para mí, me van a disculpar, el poeta norteamericano,
el más grande después de Walt Whitman, siempre fue y será ejemplo
inequívoco de la equívoca dualidad del ser humano… al menos del ser humano que
siente: 50% romántico, 50% realista.
Lo de 50% y 50%,
obvio, es por igualar, que ya sabemos que los porcentajes son demasiado de
ciencias, y estas no son tan exactas como los puñaladas que da la vida y que,
en demasiadas ocasiones, vienen cifradas también en porcentajes: los de los
ínfimos ingresos por la venta de tus obras, por ejemplo…
Pero hoy no
quiero enredarme, que sé que tiendo a ello. Lo que quería decir es que los
porcentajes de romanticismo y realidad que los literatos portan en su flujo
sanguíneo son más mentirosos que su propia literatura. Es así que varían y
fluctúan con mayor facilidad que los numeritos del IBEX 35, y un
día te despiertas con el romanticismo invadiéndote el 70%, para acabar la noche
sorprendido ante el hecho de que el realismo ha ganado terreno y se acerca
peligrosamente al 90%. Somos (los que lo somos) letraheridos, y de tanto
contradecirnos a nosotros mismos acabamos contradiciendo nuestros componentes
vitales: realismo y romanticismo. Si algo puede asegurar quien se dedica al
vacuo oficio de la escritura debería ser su carácter contradictorio.
Y así se proclama
Robert, el protagonista a que Emilio Losada ha decidido
asignar la dulce tarea de conducirnos sin descanso (y casi sin aliento) por
esta virguería literaria que es su novela Aviones de fuego. Un
protagonista que le toma prestados, al autor, sus contradicciones, para mejor
lanzárnoslas a la cara o disparárnoslas contra el pecho a los extáticos
lectores.
Robert inicia su
epopeya metropolitana con un % de romanticismo y otro % de realismo. Pero, a
las pocas páginas, casi antes incluso de que el autor nos lo advierta por boca
de su antihéroe, los porcentajes se han deteriorado y han moldeado sus cifras,
entre la realidad y el deseo, que dijese aquel otro poeta… como cualquier
escritor, cualquier letraherido, ya digo…
Pero no,
permitidme hacer acto de fe y recordar a Miller… no como cualquiera, quiero
decir: sólo como aquellos que portan en su latido los atributos de la gran
Literatura, esa que se escribe con esperma o flujo, con bilis y estómago. Y es
que así considero que debe escribirse, al menos si la pretensión es que el
lector amplíe su bagaje vital, que ya no cultural -eso de la cultura es una
entelequia, y bien lo sabe Emilio Losada, que se ríe de lo nos hemos
acostumbrado a denominar cultura para mostrarnos que las verdaderas acciones
que deberíamos englobar en dicho concepto nacen, crecen, fornican, se
multiplican y mueren, como las cucarachas, en los bares, en las calles, en
aposentos vacíos que hay que llenar con un fantasma para no sentirnos solos,
para sentir que tiene sentido sentirse como ente aún vivo-.
¡Y tan vivo!
Porque si algo
habita y se retuerce entre las páginas de Aviones de fuego -estos
genocidios de papel que juegan a los dados con la muerte- es la pura vida y el
deseo inalienable para aquellos que no se pliegan a los dictados de la moda
(sea esta textil, informativa, política, o de consignas correctas, qué más da)
de seguir adelante apurando en cada copa o cada quinto la vida que amenaza
desbaratarnos el entendimiento: ganas de beber, de pasear, de hablar, de
follar, de enamorarse, de sufrir o de ser el lazarillo de un fantasma perdido
en su pasado de gestas sexuales y guerrilleras, en sus guerrillas de sexo, en
sus gestas de guerrear hipodérmicas y labios. Evadir los fantasmas del
romanticismo invitando al fantasma de la realidad a entrar en tu vida (o
viceversa). Favorecerle todas las comodidades posibles en tu propia casa…
aunque sea la de una antigua amiga. Y pasear las calles de una ciudad en ruinas
que, pasado el tiempo (poco), simboliza la ambición cateta que conduce a sus
ciudadanos hacia el vórtice en que naufraga hoy, ahora, ya, la sociedad hispana
en pleno: la mediocridad.
Emilio Losada
aborrece de naciones y consignas. Emilio Losada puede ser cualquier cosa, pero
jamás será mediocre. Y, como él, su prosa: un portento de tensión y pulso que,
pertrechado de las armas más infalibles del narrador que merece tal nombre, nos
introduce en su mundo con una capacidad de seducción imposible de evitar, y nos
lleva de la mano -o de la entrepierna- por los vericuetos de la noche y su
envés a lomos de un lenguaje que fluye como lo deberían hacer los relojes si
nos olvidásemos de su tictac: revitalizando el latido de la Literatura (sí, con
mayúsculas, no hablamos aquí de superventas ni superhits ni superladrillos
destinados a enladrillar los veranos de todo aquel lector de verano que invade
las costas mediterráneas llegado el estío con el libro como armadura que impida
a los circundantes reparar en las lorzas blanquecinas que porta su cuerpo),
practicando una deliciosa respiración artificial rica en salvias y salivas a
esa prosa que hoy languidece perdida en las redes sociales, las ansias de
epatar de quienes acuden a cursos de escritura creativa como lo hacen las
parejas en desuso a los de bailes de salón, y las directrices mercantiles que
obligan a desarrollar una trama rica en asesinatos, intrigas, maldiciones
góticas o giros imprevistos como si de un guion de teleserie se tratase (sí,
ahora que tanto nos gustan a todos las teleseries, ahora que las películas ya
no existen). Emilio Losada sabe desarrollar una historia, no queda duda ninguna
a quien haya tenido el honor de leer sus obras. Pero Emilio Losada, me consta,
ha leído y sufrido y gozado a Henry Miller y, por tanto, como él, presta
idéntica atención a cómo cuenta esa historia que a la propia historia en sí. Ya
lo dejo dicho Miller, más o menos así: la vida de cualquier persona, por gris
que pueda parecer, resultará épica si se lleva al papel con la dignidad
suficiente. Cualquier evento puede ser una obra literaria, siempre que un
literato de verdad sea el encargado de narrarlo. Y Losada toma entre las manos
y las piernas una coyunda de historias que tiemblo sólo de pensar en qué
habrían quedado si cualquier juntaletras las hubiese encarado, para darles
forma de orgasmo.
Aviones de
fuego habla de
amores, heridas, muertos vivientes, vivos muy muertos, letras que duelen,
adicciones que adolecen de adiós y beso, rock’n’roll mudo, bares que aúllan,
migrantes sin patria, patrias sin ciudadanos y calles que los mapas ni siquiera
intuyen. Aviones de fuego habla de una ciudad que puede ser
todas: una Barcelona que estamos perdiendo (y no me refiero al esperpento
político de los últimos tiempos) como estamos perdiendo todas las metrópolis
que algún día significaron algo para sus habitantes. Aviones de
fuego seduce con páginas que se han dejado seducir por los ecos
de Fonollosa y Calders, de Juan
Goytisolo y Gil de Biedma… también los de Lou Reed,
claro! Aviones de fuego habla del amor que nunca muere porque
jamás existió más allá de esa constelación de conexiones neuronales que, a los
que escribimos –también a los que leemos-, nos resultan incomprensibles por ser
demasiado científicas.
Y es que la
Literatura está más cerca de la ancestral pasión por la divinidad y lo
sobrenatural que por los guarismos y las raíces cuadradas que quieren cuadrar
nuestro existir. Por eso, decía al inicio, creo en dios, y se llama Henry
Miller. Por eso y por su maleable relación de porcentajes entre el romanticismo
y el realismo y por la gloriosa exacerbación de la lengua… ese órgano del amor
que también lo es de la comunicación. También, por eso, quede claro, amo y
admiro a Emilio Losada que, junto a muy pocos -Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Pepe
Pereza, son otros-, a día de hoy, me confirma que Nietzsche estaba
equivocado... no, Federico, amigo, dios no ha muerto… simplemente escribe como
dios, oiga.
(para saber
más de esta genialidad de novela que es Aviones de fuego: lean... para saber más de este magnífico
personaje que, a pesar de parecer de ficción, es real, ese tal Emilio Losada,
les remito a esta magnífica
entrevista que
ya de por sí es Literatura... salud!)
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De VISLUMBRES DE
EL DORADO (blog del autor), 26/10/2017Fotografía: Pablo Cerezal
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