Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
La soledad es
mala consejera, dicen, pero buena amante. Se presenta con el abandono, o no. De
improviso, con adiós de mano de mujer que crees tener entre tus dedos, atrapada
en encantos subjetivos sin peso específico.
Mala consejera,
pero ardiente.
Encendí el auto.
Se sospechaba invierno. Uno sueña con atardeceres fríos, que luego de un café y
torta de chocolate, incitan a continuar el placer. Desnúdate, le dices,
mientras dejas un rastro oscuro que la servilleta atrapa de tus labios. Camina
desde la cocina, lentamente, y déjame ver tus vellos. Acaríciate las tetas;
muestra tu culo. Luego te inclinas, me abres el cierre, la camisa, bajas la
cabeza y hundes tu rostro mientras aprovecho una última mirada al partido de
Barcelona-La Coruña. No era gol, claro que no, la pelota rebotó fuera de la
línea. Árbitro cabrón…
Para entonces ya
te frotas, nos frotamos. Llevas los pezones endurecidos como canicas pardas.
Estiro la mano hacia tus piernas, entre tus piernas. Los cabellos allí,
mojados, se enroscan en el índice, el anular, el corazón y el meñique. Mi
pulgar va de atrás hacia adelante y gentilmente te rasca el clítoris con la
uña. Alguna vez, una, muy poca, los bañaste de líquido caliente. No te habías
orinado, según creí; se trataba de un fenómeno femenino orgásmico. Casi un vaso
de agua diría, o una pinta irlandesa, un montón, vamos, un montón de agua tibia
con textura de jabón.
Nada dura. A
pesar de las cataratas, de los senos puntiagudos, del pubis mojado y tembleque,
de la cueva mágica de paredes semejantes a cartones mal prensados, hay un fin.
Se acabó. Aquella vez te pedía que me relatases tus experiencias de motel.
¿Cómo te mirabas en el espejo, cómo te penetraba? Cuéntame otra vez lo del
sofá, él de rodillas y tú con las piernas (ni te imaginas) abiertas. Tenía
mucho pelo, entonces, comentas, y a él le gustaba hacerlo fuerte y sacarlo, y
volverlo a poner, y sacarlo y mecerlo como pincel. Luego ya no sentía nada: su
miembro flotaba en un mar interior, yellow submarine.
En el suelo, solo
con falda, negra por si fuera poco, me acariciaba el sexo, metía dos dedos por
vez y los sacaba llenos de jugo. El hombre de pie, frente a mí, agarrando su
sexo a manera de revólver, ya desesperado. Se tiró al piso con la lengua
afuera, trató de ponerla entre mis muslos mientras lo rechazaba con los pies.
Se encabritó y me estiró. Me puso de rodillas e hicimos el amor como animales,
cuadrúpedos, montado sobre mí obligándome a caminar por el piso de madera seca.
Eso contabas
antes de irte. A las siete y media el auto se calentaba. Detrás de la puerta
con malla milimétrica enviaste un beso y agitaste la mano. No te volví a ver.
Años después, nunca te perdí el rastro, te vi paseando por el parque Colón, de
corte garzón y vaqueros. Decían que tenías dos hombres, hasta tres y yo sabía
bien por qué. Nadie más lo sabía. Tonto consuelo.
Actualizado por
sobrinos veinteañeros me inicié en la pornografía digital. Incluí un léxico
preciso, divertido, insano y en inglés, en mi verbo de avezado lingüista.
“Cream pie” era cuando se quitaba el miembro de la vagina y se terminaba en la
entrada. Para cualquiera vendría a ser una asquerosidad, pero hay una
fascinación única, extrema, en asesinar la vida así. No significa que cada
coito acabe en alumbramiento: sería la destrucción del gozo. Pero observar el
orgasmo a puertas del cielo, quitándole el refugio de su cubículo ancestral,
tiene sabor a dulce desgracia y también a total posesión… depende del punto de
vista.
Naughtie Allie
tirada en el piso, completamente desnuda y con las rodillas abiertas. Semen
casi transparente sobre el sexo afeitado, alrededor del orificio anal.
Sunny Leone
observando el pene de su amante ocasional justo afuera de la vulva, temblando,
deshidratado, mientras el líquido se escurre y cae igual a lluvia ácida encima
de las sábanas color crema.
La soledad trajo
mujeres bellas y no tan bellas, altas, petites, culonas, tetonas, artificiales,
naturales, peludas, velludas, calvas. Un autor boliviano en el preámbulo de una
historia innoble mencionaba a Austin Kincaid. Hacia ella fui, y le fui fiel por
al menos un año. No hubo paja donde no me sonriera, donde susurrara con una voz
desprovista de talento: fuck me, baby; fuck me, oh yeah, yeah…
Ya para entonces
dejé de ser un hombre abandonado y me convertí en uno soltero. Visité las
tiendas Fascinations, donde un gran cartel de entrada anunciaba que esto, la
pornografía, era más barata que una cita real. Verdad. Rentar un video original
y usufructuarlo por tres, cuatro días, hasta cinco si aceptaba la multa de un
dólar no tenía parangón. No necesitaba peinarme, bañarme, decorarme, afinar la
voz, ejercitar interés literario, cultural, cinematográfico en mi charla. Ni su
nombre preguntaba y nunca di el mío. Placer en su esencia íntima, de uno, en
uno y para uno (casi se asemeja al discurso de Lincoln a la nación
norteamericana). Austin… te fui fiel, lo sabes, te conocí en cada uno de tus
rincones y adoré amarte mientras llevabas anteojos, o bajabas el sostén un poco
y dejabas que te sostuviera las tetas que chupaba hecho un empedernido bebé.
Pasó el tiempo,
los años pasaron, los inviernos, los barros. Hubo un cometa y tres eclipses.
Clinton dejó de ser presidente y vino Bush, la guerra, las marismas iraquíes de
Basora donde creció la humanidad; donde moría. Llegó Obama, que de negro
guardaba el color… Crecí. Me hastié. Las divas porno envejecieron, se
retiraron. A ratos visitaba la tienda vintage y alquilaba porno de mi juventud:
Seka, la rubia húngara que elogió la verga gigantesca de John Holmes cuando
todos lo vilipendiaron por drogo, por marica. Christy Canyon y las tetas
monumentales, con mucho vello púbico, como se acostumbraba entonces. Un par de
ellas murió de cáncer, una con la que hacía el amor a diario por una temporada
y que ni se despidió de mí. Sus videos son ahora de colección, imposibles de
encontrar. La muerte le trajo redención, de puta se hizo monjita; de monjita
santa, aunque recuerdo su sexo con un clítoris mayúsculo. Parecía que se había
adosado a la piel un camarón pistola: rojo, largo, barbado.
Decía que ya no
eran ellas las mismas y yo seguía siéndolo. Sabía a traición pero estaba
acostumbrado. Recorrí los estantes. Una tras otra desfilaron delante de mí,
sentado en frente del ordenador, desnudo, acariciando el revólver y los
cargadores, dispuesto a matar y al rato morir. Ninguna hacía mella: no se
quedaban. Hasta que conocí a India Summer, una morocha alta, medio delgada, de
senos naturales y de vellos decentemente recortados. Me recordó a alguien, a
dos de mis amores para ser sincero; hasta a tres si exigía el recuerdo. India
estaba perfecta, treintona, no con impudicia juvenil. Esta era una dama. E
iniciamos una relación, un amor. Cuando salía para el trabajo me despedía de
ella y la despertaba al llegar. Incluso pensé en matrimoniarla. Lo conversamos
pero nunca se decidía. Lo único que conocía de su voz era lo mismo que con
Austin, oh, yeah, fuck me, oh God, baby, fuck me. Estaba bien, no necesitaba
mucho más.
Eran tantas mis
visitas a su sitio web que encontré unos sorteos inesperados. Rezaba el anuncio
que uno de los habituales de India en las redes tendría la suerte de recibirla
en su casa para una sesión de sexo, sin cargo alguno, como premio a la
constancia que se marcaba en el número de visitas a su muro. Anoté el nombre,
mayor de 18 para no burlar la ley y lo olvidé. Un miércoles recibo un correo
donde aseguran que gané, que India estaría en casa el 19 de septiembre, a las
diez de la mañana, que si tenía patio mejor para filmar con luz natural. Casi
me desmayo. Le puse una vela en la iglesia católica al primer santo que apareció.
El 19 tocaron el
timbre. Llegaron técnicos que pusieron quitasoles en el jardín, papel celofán y
otros adminículos. Apenas saludaron. Me había puesto mi mejor camisa francesa,
de color azul con interior rojo cuadriculado.
Llegó India. Ni
saludó. Luego, cuando las máquinas estuvieron en ON, sí, fue cariñosa, se
juntó, me besó. Tornó el rostro para preguntar si estaba okey. Antes me habían
escrito que necesitaban un comprobante médico demostrando que no tenía Sida ni etcéteras.
Yo no demandé comprobantes.
Me desvistió.
Puso mi sexo en su boca y no se fijó en los calzoncillos Gucci que me había
prestado para la ocasión. Yo estaba encandilado, ni pensaba que varias personas
me observaban como a un conejo. India se recostó; obligó a mi cabeza a meterse
en ella, casi me ahogo. Luego me montó encima y repitió como en una grabación:
fuck me, baby, yeah, yeah. No recuerdo el orgasmo, cuánto duré, si eyaculé gran
cantidad o poca. Un asistente me hizo a un lado. Mi sexo iba desinflándose. Con
un pincel especial le puso sobre el vientre algo que parecía leche condensada.
Se me acercó y dejó caer unas gotas también en el glande. “Lo demás será edición”,
entendí. India me dio un beso en la mejilla: thanks, baby.
Un mes después
apareció la filmación del premiado, el afortunado cliente que había tenido a
India en su poder por una mañana. Ajusté la flecha que iniciaba el video y lo
que vi fue insulso, sarcástico, triste. No me reconocí, no era yo.
07/16
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Publicado en ERÓTICA, Antología de cuentos (Selección y prólogo de Ernesto Calizaya), PLURAL, 2017
una buena selección de relatos eróticos, el tuyo el más "vivencial"...congratulaciones por tanto fuck me baby !.
ReplyDeleteJajaja, y del mejor.
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