Saturday, June 27, 2020

Janis


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Sobre los barandales internos del Hotel Chelsea cuelgan cuadros de José Luis Cuevas y los cuerpos desarreglados de Sid y Nancy. Los creadores crean. Cohen y Dylan, cada uno en lo suyo. Los asesinos asesinan en las calles del NY de los noventa, mientras los hombres aman a pelirrojas de largos cabellos que rememoran una Janis que no conocí pero que percibo en las corvas de movimiento pausado, en la sonrisa pelirroja, el sexo pelirrojo, vellos desarreglados como los muertos puestos a secar. No solo en las caderas, en la sonrisa, la voz que imita a la diva, la tristeza que emana de la eyaculación: la sima después de la cumbre.

Me dormí. Le debo treinta años al sueño. No me preocupa, porque se lo pagaré con creces cuando no despierte. Igual a mi padre, digo: no me traigan curas. Pero pónganme a Palestrina, o misas antiguas, que las notas sacras me tocan igual a las calladas iglesias. Me escondo detrás de un poste y miro hermosas ortodoxas con el cabello cubierto besar los pies de los iconos, besarles las manos en devoción.

Quería tocar Hotel Chelsea, de Leonard Cohen, y me quedo con el Wild Cat Blues de Clarence Williams, con Sidney Bechet. Janis no tengo acá. Hay orfandad también en la calle Clarkson. Espacios vacíos rebalsan de fantasmas: litografías de peces, una fotografía de mi amigo Milan Gonzales, la imagen de soldado de papá.

Pink Cadillac, Mercedes Benz. Nubes que se enroscan y tuercen como en Van Gogh o sicodelia. Delirios de viajes de los que me habla Daniel. En el sótano, el Arcángel está creciendo hongos alucinógenos. Estarán listos en dos semanas. Es un proceso arduo que incluye calor, humedad, cuidado de orfebre y de enfermero. Pregunto si son buenos para la cópula y Omar y Gabriel me descalifican diciendo que no son para coger, que se trata de un viaje espiritual. Les digo que no tengo las maletas listas pero que los probaré; me interesa el concepto de los indios papagos sobre el peyote, el de los tarahumaras. Viajes. Quizá, por ahí, me acerque a Janis, la visite en la tumba del aire donde quedamos todos, en noche de luna, desnudos. Con pelos, los hombres lobo no necesitan prendas. Tal vez allí contradiga a los espíritus y exista un resquicio de amor físico, porque para conocerme tuve sesenta años sin lograrlo y no me interesa más saber si soy o no soy, si fui o no, si seré o non seré. Tal vez, como en los sueños de Jim Morrison me encuentre con mis razas americanas y conjugue lo que los blancos se empeñan en separar.

Para colmo, Maurizio me envía una foto tuya, Janis, y ya me pierdo. Trastabillo en guardar el delicado piave veneciano que me va creando adicción. Los “honguitos” crecen en el sótano como musgo blanco. Escucho a los vecinos; huelo mota. El mundo de las 6:52 de la tarde, sábado, con King Oliver ahora.

Jazz viejo y amor joven. Irreverentes vellos pelirrojos pintan la tarde del Chelsea. Parece Día de los Muertos nuyorquino y famoso.
27/06/2020

Thursday, June 25, 2020

Me lo habrán muerto en la guerra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Eduardo mide no más de metro cincuenta y cinco. Y en esta tierra de gringos parece un enano. Pero el pequeño hombre pasa entre los jefes de origen irlandés, con un “esquiusmi” bien entonado, con dos bolsas de cebolla en la cabeza. Sube con ellas por la escalera, hasta el segundo piso, bajo la mirada azorada de los hombrones, de la secretaria griego-americana, y las descarga en el cuarto donde pican los vegetales varias mujeres también pequeñas, paisanas suyas, alguna nica, y un capataz de corte guatemalteco con una sonrisa de oro. Puej, dice este último, ¿para qué uno trabaja?, y sonríe con los dientes delanteros forrados en oro, con agujeros en figura de corazones que dejan ver lo amarillento de los huesos. –Es que soy romántico, dice.

La hora de entrada de los estibadores es la una de la mañana, truene o nieve. Esta es vida de hombres. Aquí no hay chingadera tal como la depresión. Y la tristeza se combate de “asegún”. Eduardo llega caminando. No tiene automóvil todavía. Está casi nuevo. Toma un bus desde Adams Morgan que lo deja a dos cuadras del mercado. Los negros, porque aquí es el corazón del ghetto, se han acostumbrado a verlo, así como al resto de los latinos que en la década de los noventa invadieron el negocio de reparto de frutas y verduras.

Toca uno de los dos inmensos portones metálicos que tiene el warehouse. Le abro. Igual que yo, y varios otros, se refugia en el calor del cuarto de tomates para cambiarse. Igual a los obreros metalúrgicos argentinos de la década del 80, con los cuales compartí una temporada, el muchacho de El Salvador se cambia, dobla la ropa con parsimonia, trabaja, suda, se ensucia con los jugos hediondos de la sandía descompuesta, limpia papas cubiertas de baba blanca, y luego de asearse en el baño de trabajadores, se acicala para enfrentar el mundo por la mañana, un mundo que repite sin cesar es “un paraíso”.

Enfrentemos las circunstancias. 1990. En Centroamérica entonces no morirse ya era una profesión. Hasta los menos recalcitrantes cuestionadores de la derecha en el poder huían. Lo malo es que al matarte, casi siempre a golpe de machete: decapitación, te separaban del cuerpo y el alma no hallaba sosiego, se confundía, no sabía a dónde ir, cuál eras tú. Mientras cortaban zuchinis y brócolis, las mujeres se contaban cuitas sangrientas una a otra. De cuando en cuando alusiones de amor, pero la época no era para romance. A lo sumo una cópula rápida y escondida, para proteger la especie: no sea que nos maten a todos, los soldados.

En medio de la tragedia mis ojos tropezaban con la permanente sonrisa del dientes de oro y sus tres corazones: uno es mi mamá, el otro mi mamá grande (abuela), y el del medio mi vieja.

-Descansa. Tómate un break. No te mates trabajando.
-Esto me gusta. Diosito me dio la oportunidad de vivir, y tengo que pagarle con esfuerzo, repite Eduardo.

A diferencia de muchos salvadoreños empleados en el abasto, él se dedica a ahorrar, mantener a su madre, y tratar siempre de dar la apariencia de hombre limpio. Cuida la presencia como las palabras. Educado, opone su bonhomía al exabrupto de sus paisanos, varios de ellos ex soldados quién sabe con cuánta muerte. Entre ellos todo era hijoputeada y que les pelaran la verga. “Pelar la verga” literalmente explicaba eso, la acción de arremangarse el prepucio para iniciar el acto sexual. Si de frutas se tratase…

Los gringos no sabían nada, y menos lo comprendían. Para ellos el temido nombre del monstruo D’Aubuisson les sonaba inútil. Y menos el de Roque Dalton, poeta que de manera extraña en gente que jamás había leído nada, y posiblemente no sabía leer, sonaba a veces. Como en toda guerra se tejieron mitos, no siempre entendidos, y el de Dalton entre ellos. Lo habían matado por ser “oreja”, aunque ninguno de los presentes sabía a ciencia cierta las circunstancias, en un conflicto que de guerrilla underground habíase convertido por la estulticia norteamericana en guerra popular.

Very good, strong man, susurraban los patrones entre ellos. Los negros de DC, los del sur, las Carolinas y Georgia, eran menos comprensivos. Shit, escupían, y es que sabían que no había que dar por el salario que les pagaban más que lo mínimo, y el salvadoreño excedía el trabajo de uno, si no de tres afroamericanos, sin esperanzas ya. Difícil era explicar la situación desde la que Eduardo venía. Muchos de ellos, ya en su cuarentena, sabían de la mierda de ser perseguido y humillado, o a veces muerto. Pero se olvidaron. Lo recordaban en enero, en el aniversario del nacimiento del doctor King, mientras comíamos alitas picantes en el boliche del coreano. Cómo aclararles que el doctor King también había luchado por gente como Eduardo, por los aplastados, los ofendidos del mundo eterno. Una estatura que el tiempo afianzó. De seguro que en los mercados del Distrito de Columbia, al menos la percepción habrá cambiado, que la economía lo dudo, aunque una suerte de “bro” rija los destinos de la nación hoy.

La rutina del mercado embrutece. Si no se mantiene uno alerta, tratando de aprender de un mundo ajeno, de analizar siempre la situación, de crearse perspectivas y perseguir sueños, te hunde. Miras el reloj, la hora en que te digan marca tu tarjeta ya, vete a casa. Para la mayoría el hogar es comprarse un poco de crack, algo de pcp, y tirarse entre las matas por las vías del tren. Con una cerveza malt liquor hipócritamente escondida en bolsa de papel madera, porque así lo marca la ley: bebe, pero que no te vean beber. Observas que los negros caminan con su bolsita en mano, y que de a ratos se encajan un sorbo. Está permitido, porque la lata o la botella no se ven. Otra cosa si desafías el establishment y bebes abiertamente lo que te venga en puta gana. Allí te caen los duros bastones de la ley sobre las costillas. Lo sabré yo, que en un bar de cowboys de Leadville, una década después, un “chota” me golpeó con el laque justo en la columna vertebral, dejándome casi inválido por una semana. Les enseñan, y lo ejercitan, dónde pegar.

Eduardo llegó en un tren, que hoy se ha hecho famoso con el nombre de La Bestia. Es el vehículo que carga las aspiraciones de la gente al sur de México, a quienes les espera un calvario que no se puede narrar. Vía crucis en México, de acuerdo a lo que contaba Eduardo, donde apenas atravesados la frontera, bandas de delincuentes se dedican a cazarlos. Olvídese, relataba, si una mujer caía en sus manos. En esa tierra baldía que hay entre nuestros países y la primera población mexicana, los matorrales se hallan cubiertos de pingajos humanos, de calzones y medias de mujer, sostenes que cuelgan amarilleados por el sol entre los espinos. A veces las ilusiones terminan así, calcinadas por el sol y el anonimato. Ahora seguro que aquello empeoró. La historia ha inventado a las maras, los zetas, los cárteles. El saqueo, secuestro, estupro y asesinato son podría decirse oficiales, por lo impunes. Cuando él atravesó la frontera, más de veinte años transcurrieron, el narco ya existente no tenía las grandilocuentes características actuales. No allí. Lo que no impedía el jolgorio criminal que se desataba sobre los inmigrantes.

Ni la muerte, ni el escarnio, detenían los pies huyendo de la guerra, de la pobreza. La Bestia materializaba una realidad concreta, imposible de eludir, y a la que debía enfrentarse con huevos –también las mujeres-, y con suerte.

Circunstancias que no viene al caso mencionar me alejaron de aquel mundo de mercados, prolífico en alimentos y desgracias. Nunca olvidé las historias que escuchaba, entre el descargado de paltas y la separación de frutillas. Lecciones de vida que nunca hubiese conocido en los libros. Desde la barandilla superior, los jefes gringos observaban cómo se perseguían entre ellas las salvadoreñas cuchillo en mano. Puro salvajismo, creían, sin saber que detrás de tanta violencia había tanto por develarse. Pura tristeza y explotación.

Eduardo habrá logrado lo que deseaba. Estados Unidos era el premio después del infierno. Me alegro por él.

Y, doña María, le pregunto a una peladora de patatas, este hijo del que me habla ¿dónde está?

-No lo sé. De aseguro me lo han muerto en la guerra.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), 2013
Publicado en RASCACIELOS, 24/06/2020

Imagen: Otto Dix

Friday, June 19, 2020

Viernes y Theodorakis


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

a Elena Ingaramo

Cocino, escucho Theodorakis, y llueve. ¿Qué otra receta para la felicidad? No me la han dicho ni la Biblia ni los profetas de la revolución. La tierra se agita ante cada gota, pareciera que sufre pero el aire viene de orgasmo. Las hojas del nuevo frutillar tiemblan de vida, la añeja corteza del álamo, el árbol del algodón, se alivia, parece un pájaro remojado que se deshace del rocío.

Theodorakis… Cuando vivía todavía Fernando, y Ronald era tan joven como yo y bailábamos en la noche de Virginia como los griegos de Salónica. Primeros años, para mí, de Estados Unidos. Olía esa tierra a mujer, tenía tintes blondos con resabios lituanos, rojo irlandés. Baila, múevete igual a olas del Ponto Euxino, sube y baja de las naves con espadas cortas que Troya está lejos pero cada vez más cerca. Los bandidos de Istanbul hablan en jerga helena, danzan con brazos en alto rembétika donde el amor y el crimen son los que acercan la muerte con mayor seguridad que el cáncer. Te amo es decir te muero, te mato, me mueres y me matas y el círculo se estrecha para sentir el aliento de la que se fue, no me hablen de ella pero recuérdenmela. No me la olviden que yo no puedo, que a pesar de la felicidad de la lluvia sus ojos cuelgan del cielo raso como ángeles luciferes.

Zorba, con ritmo rápido, no con la lentitud bella de Antonio Quintero, llamado Quinn. Kazantzakis, mi madre, el Cristo, el Greco, el Café Greco de Roma donde me arrastra Marcela Filippi y uno es historia aunque no intente serlo.

No es que el tiempo haya pasado sino que nos engañó. Como la luna que brilla entera o en cuartos y sugiere que giramos cuando estamos estáticos, piedras que piensan y se herrumbran. Orín del acero, a veces, o derrumbe de la greda; depende de cada uno.

Viajé, sí, caminé a pesar de que afirme que soy inamovible montaña. El rumbo siempre fue el mismo, las búsquedas, los pequeños y grandes placeres de la mujer y la comida. Del hombre, supongo, para ellas. Del choclo humeante en plato de barro, de las ostras con queso derretido en cerámicas milenarias. Leo Africanus que explora la eternidad. Heródoto sobre las ruinas persas que viera Jorge Luis Borges. Los huesos de los hombres y los huesos de los dinosaurios que calificaron dragones e inventaron historias sobre las cosas muertas. Los huesos chiquititos de los niños en la cruzada de Schwob. Me apoyé en la parte de atrás de la catedral de Amiens. Había una estatua del Ermitaño, creo. Y calaveras en mármol tan sonrientes como si estuvieran bajo el sol de Oaxaca y no la bruma picarda.

Mi hermosa prima cordobesa, Elena, me dice que caminó hacia la izquierda y encontró un niño. Si se hubiera ido camino contrario el niño no estaba. Las sombras  se materializan, pero quizá no. Escribo sobre una mesa de pesados maderos africanos que costó ochocientos dólares. En este momento Mikis Theodorakis suena como egipcio. Los caballos mamelucos mueven los cascos igual a los jonios. ¿Por dónde andamos? ¿Importa?

El puerco se cuece a fuego lento en cerveza. Huele a limón. Se casa mi hija Aly. La brisa fresca de la lluvia suena como banda de tenues panderos. Enmascaradas mujeres miran con ojos profundos, negro profundo. El filo del cuchillo curvo rasga la pierna. Dolor suele ser amor y amor muerte, que es el otro nombre de la vida.
19/06/2020

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Oaxaca, Día de los Muertos

Thursday, June 4, 2020

El Ejército Rojo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La Varshavyanka y el cuadro de Kazimir Malevich, Caballería roja, me trasladan 70 años, cuando por la estepa corrían apresurados jinetes en un crepúsculo de colores. El estandarte de sangre adelante, arriba, en la punta de una pica, en medio de alocados potros cuyos cascos retumban espantando la historia.

Hombres que pelearon en Polonia, Austria y Ucrania. Jóvenes con revólveres. Sueño de I.E. Babel en el Primer Ejército de Caballería. Ansia de vida, ansia más firme que el vodka. Filas de soldados que mueren juntos, sin temor. Que matan sabiendo que en la sangre se levantan las casas y los hijos. Deseo de ver muerto a Dios. Dolor de amar. ¡Ah, pasión de la danza, del vientre y del sable!

Malevich dormita, muerto, en 1935. Pero en la llanura está corriendo. Nadie lo ve en su gorro de piel de estrella roja. Así yo, en caballo, con fusil y sexo bien dispuestos, con estrella.

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Publicado en VIRGINIANOS (Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1991)

Imagen: Kazimir Malevich