Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Eduardo mide no
más de metro cincuenta y cinco. Y en esta tierra de gringos parece un enano.
Pero el pequeño hombre pasa entre los jefes de origen irlandés, con un
“esquiusmi” bien entonado, con dos bolsas de cebolla en la cabeza. Sube con
ellas por la escalera, hasta el segundo piso, bajo la mirada azorada de los
hombrones, de la secretaria griego-americana, y las descarga en el cuarto donde
pican los vegetales varias mujeres también pequeñas, paisanas suyas, alguna
nica, y un capataz de corte guatemalteco con una sonrisa de oro. Puej, dice
este último, ¿para qué uno trabaja?, y sonríe con los dientes delanteros
forrados en oro, con agujeros en figura de corazones que dejan ver lo
amarillento de los huesos. –Es que soy romántico, dice.
La hora de
entrada de los estibadores es la una de la mañana, truene o nieve. Esta es vida
de hombres. Aquí no hay chingadera tal como la depresión. Y la tristeza se
combate de “asegún”. Eduardo llega caminando. No tiene automóvil todavía. Está
casi nuevo. Toma un bus desde Adams Morgan que lo deja a dos cuadras del
mercado. Los negros, porque aquí es el corazón del ghetto, se han acostumbrado
a verlo, así como al resto de los latinos que en la década de los noventa
invadieron el negocio de reparto de frutas y verduras.
Toca uno de los
dos inmensos portones metálicos que tiene el warehouse. Le abro. Igual que yo,
y varios otros, se refugia en el calor del cuarto de tomates para cambiarse.
Igual a los obreros metalúrgicos argentinos de la década del 80, con los cuales
compartí una temporada, el muchacho de El Salvador se cambia, dobla la ropa con
parsimonia, trabaja, suda, se ensucia con los jugos hediondos de la sandía
descompuesta, limpia papas cubiertas de baba blanca, y luego de asearse en el
baño de trabajadores, se acicala para enfrentar el mundo por la mañana, un
mundo que repite sin cesar es “un paraíso”.
Enfrentemos las
circunstancias. 1990. En Centroamérica entonces no morirse ya era una
profesión. Hasta los menos recalcitrantes cuestionadores de la derecha en el
poder huían. Lo malo es que al matarte, casi siempre a golpe de machete:
decapitación, te separaban del cuerpo y el alma no hallaba sosiego, se
confundía, no sabía a dónde ir, cuál eras tú. Mientras cortaban zuchinis y
brócolis, las mujeres se contaban cuitas sangrientas una a otra. De cuando en
cuando alusiones de amor, pero la época no era para romance. A lo sumo una
cópula rápida y escondida, para proteger la especie: no sea que nos maten a todos,
los soldados.
En medio de la
tragedia mis ojos tropezaban con la permanente sonrisa del dientes de oro y sus
tres corazones: uno es mi mamá, el otro mi mamá grande (abuela), y el del medio
mi vieja.
-Descansa. Tómate
un break. No te mates trabajando.
-Esto me gusta.
Diosito me dio la oportunidad de vivir, y tengo que pagarle con esfuerzo,
repite Eduardo.
A diferencia de
muchos salvadoreños empleados en el abasto, él se dedica a ahorrar, mantener a
su madre, y tratar siempre de dar la apariencia de hombre limpio. Cuida la
presencia como las palabras. Educado, opone su bonhomía al exabrupto de sus
paisanos, varios de ellos ex soldados quién sabe con cuánta muerte. Entre ellos
todo era hijoputeada y que les pelaran la verga. “Pelar la verga” literalmente
explicaba eso, la acción de arremangarse el prepucio para iniciar el acto
sexual. Si de frutas se tratase…
Los gringos no
sabían nada, y menos lo comprendían. Para ellos el temido nombre del monstruo D’Aubuisson
les sonaba inútil. Y menos el de Roque Dalton, poeta que de manera extraña en
gente que jamás había leído nada, y posiblemente no sabía leer, sonaba a veces.
Como en toda guerra se tejieron mitos, no siempre entendidos, y el de Dalton
entre ellos. Lo habían matado por ser “oreja”, aunque ninguno de los presentes
sabía a ciencia cierta las circunstancias, en un conflicto que de guerrilla
underground habíase convertido por la estulticia norteamericana en guerra
popular.
Very good, strong
man, susurraban los patrones entre ellos. Los negros de DC, los del sur, las
Carolinas y Georgia, eran menos comprensivos. Shit, escupían, y es que sabían
que no había que dar por el salario que les pagaban más que lo mínimo, y el
salvadoreño excedía el trabajo de uno, si no de tres afroamericanos, sin
esperanzas ya. Difícil era explicar la situación desde la que Eduardo venía.
Muchos de ellos, ya en su cuarentena, sabían de la mierda de ser perseguido y
humillado, o a veces muerto. Pero se olvidaron. Lo recordaban en enero, en el
aniversario del nacimiento del doctor King, mientras comíamos alitas picantes
en el boliche del coreano. Cómo aclararles que el doctor King también había
luchado por gente como Eduardo, por los aplastados, los ofendidos del mundo
eterno. Una estatura que el tiempo afianzó. De seguro que en los mercados del
Distrito de Columbia, al menos la percepción habrá cambiado, que la economía lo
dudo, aunque una suerte de “bro” rija los destinos de la nación hoy.
La rutina del
mercado embrutece. Si no se mantiene uno alerta, tratando de aprender de un
mundo ajeno, de analizar siempre la situación, de crearse perspectivas y
perseguir sueños, te hunde. Miras el reloj, la hora en que te digan marca tu
tarjeta ya, vete a casa. Para la mayoría el hogar es comprarse un poco de crack,
algo de pcp, y tirarse entre las matas por las vías del tren. Con una cerveza
malt liquor hipócritamente escondida en bolsa de papel madera, porque así lo
marca la ley: bebe, pero que no te vean beber. Observas que los negros caminan
con su bolsita en mano, y que de a ratos se encajan un sorbo. Está permitido,
porque la lata o la botella no se ven. Otra cosa si desafías el establishment y
bebes abiertamente lo que te venga en puta gana. Allí te caen los duros
bastones de la ley sobre las costillas. Lo sabré yo, que en un bar de cowboys
de Leadville, una década después, un “chota” me golpeó con el laque justo en la
columna vertebral, dejándome casi inválido por una semana. Les enseñan, y lo
ejercitan, dónde pegar.
Eduardo llegó en
un tren, que hoy se ha hecho famoso con el nombre de La Bestia. Es el vehículo
que carga las aspiraciones de la gente al sur de México, a quienes les espera
un calvario que no se puede narrar. Vía crucis en México, de acuerdo a lo que
contaba Eduardo, donde apenas atravesados la frontera, bandas de delincuentes
se dedican a cazarlos. Olvídese, relataba, si una mujer caía en sus manos. En
esa tierra baldía que hay entre nuestros países y la primera población mexicana,
los matorrales se hallan cubiertos de pingajos humanos, de calzones y medias de
mujer, sostenes que cuelgan amarilleados por el sol entre los espinos. A veces
las ilusiones terminan así, calcinadas por el sol y el anonimato. Ahora seguro
que aquello empeoró. La historia ha inventado a las maras, los zetas, los
cárteles. El saqueo, secuestro, estupro y asesinato son podría decirse
oficiales, por lo impunes. Cuando él atravesó la frontera, más de veinte años
transcurrieron, el narco ya existente no tenía las grandilocuentes
características actuales. No allí. Lo que no impedía el jolgorio criminal que
se desataba sobre los inmigrantes.
Ni la muerte, ni
el escarnio, detenían los pies huyendo de la guerra, de la pobreza. La Bestia
materializaba una realidad concreta, imposible de eludir, y a la que debía
enfrentarse con huevos –también las mujeres-, y con suerte.
Circunstancias
que no viene al caso mencionar me alejaron de aquel mundo de mercados, prolífico
en alimentos y desgracias. Nunca olvidé las historias que escuchaba, entre el
descargado de paltas y la separación de frutillas. Lecciones de vida que nunca
hubiese conocido en los libros. Desde la barandilla superior, los jefes gringos
observaban cómo se perseguían entre ellas las salvadoreñas cuchillo en mano.
Puro salvajismo, creían, sin saber que detrás de tanta violencia había tanto
por develarse. Pura tristeza y explotación.
Eduardo habrá
logrado lo que deseaba. Estados Unidos era el premio después del infierno. Me
alegro por él.
Y, doña María, le
pregunto a una peladora de patatas, este hijo del que me habla ¿dónde está?
-No lo sé. De aseguro
me lo han muerto en la guerra.
No comments:
Post a Comment