Sunday, January 30, 2022

Sol con hielo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Día de sol. Ni eso mata el hielo, costras profundas de veinte centímetros hasta la próxima nevada, con miércoles, jueves y viernes de quince a veinticinco bajo cero.

 

En la terraza, con un vecino que escribe para la radio pública. Conversamos de Rusia. Le regalo una botella de  tinto; me regala un libro de William Gibson. Pregunta si un día retornaré a “mi” tierra. Pronto, auguro, pronto noches de café y parrales con acuarela kulli. Misterioso juego del sapo, acorde con el misterio femenino. El tiempo ha barrido con mucho, con las tardes de sapo y rayuela pasado el segundo puente de la América, rural entonces, con la casa del compadre Hilarión escondida por un inmenso cañaveral. “Las cañas crían serpientes”, decían, y apenas cortábamos los brotes externos de la caña hueca para hacer silbatos.

 

Canal de la Angostura. Odisea de polvo entonces con la bicicleta, siguiendo la huella del agua turbia hasta más allá de Cuatro Esquinas. La memoria un boceto, borrones en sepia y carbón. Cuenta el hombre de sus ancestros: albaneses y arameos por madre; daneses paternos. Soy aceite y vinagre, comenta, con el padre muerto a cuatro semanas de concebirlo. Nacido el año de la peste, el 18, tenía treinta y tres al perecer, rechazado por el ejército en la guerra mundial a la que se alistó de voluntario y salió con un descargo que le anunciaba fiebre reumática.

 

Hablamos de dracmas y el mar Adriático, de Kosovo y el enemigo serbio, de cuando el rey Petar I se refugió de los austrohúngaros en las montañas de Albania donde los cazaban como a conejos. Maurizio llama por teléfono, nombra a Kadaré, a Homero. También a Troya partirían de aquí, como de la mayoría de las costas antiguas; hasta aseguran que Aquiles zarpó de los rápidos del Dnieper, glorioso y violento rey de los mirmidones.

 

Extraño conversar del pacay y del maguey mientras las referencias van de los chetniks a los ustachas. De las nieves que congelan a las vainas verde oscuro que guardan en el útero frutos de algodón blanco y pepa negrísima, resbalosa, para mantenerla entre el pulgar y el índice y hacerla volar a quien más lejos.

 

Ciudadanos del mundo, somos; “semos” dicen los chicanos de las orillas del Bravo. Semos hombres, carnal. Semos, semos…

 

Hojeo a William Gibson, no lo conocía. Maestro de la ciencia-ficción cuenta el vecino mientras se balancea con el pie en el sillón rosa quemado por los años. Aparece otro inquilino, hosco y fiero, parece jabalí. Dice que va a lavar la ropa y desaparece. Me despido, debo contestar cartas. Pongo un disco de virtuosos del musette, 1944-1954, y comienzo: querida Irina, hace sol pero permanece el hielo. Espero que estés bien, acá me amodorro e intento terminar la misiva sin caer dormido. Divago, mi mente es un acordeón que se expande, luego respira.  A ratos semejo un pez arrebatado del agua, boqueo, mis branquias se abren y cierran con desesperación, y pienso, durante la asfixia, que mis ojos no tienen párpados y me condenan a morir mirando. Perdón, querida, divago, será el acordeón, el peine antiguo de carey, caparazón de tortuga, que hace de mis cabellos líneas, surcos, cultivos de matas grises, largas, regulares, zigzagueantes como campos de lavanda cubiertos de escarcha.

30/01/2022

 

Thursday, January 27, 2022

Caminando por Ucrania


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cien mil soldados rusos en la frontera. Jugadas del pequeño demonio, el semidesnudo, con botox en las nalgas y los cachetes, el nuevo zar. Politólogos y analistas diseñan nuevos mapas, que la idea es tomar el sur, hasta el Danubio y Rumania; apoderarse de las tierras al este del Dnieper; invasión total; ataque central que tomaría Kharkiv, Poltava, avanzando hasta Kremenchuk, lo que aseguraría los avances separatistas del 2014. Kiev, rodeando Chernobyl. Ekaterina está en Kharkiv. Ya fue refugiada de la misma guerra, teme hacerlo de nuevo ¿Adónde? Irina vive en Poltava ¿qué tiene mi pequeña ciudad que ofrecer a Rusia? Tengo miedo, repite. Ya les quitaron a Gogol, nacido allí, lo compraron como Chichikov compraba almas muertas. De lo que no hablan, o no mucho, los sabihondos, es de historia. O la mencionan solo en el contexto de la recreación de la Unión Soviética. No hablan del nacionalismo ucraniano, activo desde 1920 hasta bien entrados los años 50, en forma de guerrillas en los Cárpatos. Grupos nacionalistas, muchos de horrenda historia en relación a judíos y polacos, que llegaron a centenas de miles de adeptos. Cien mil rusos para cuarenta millones de ucranios… balance no demasiado convincente. Cuenta un periodista español, desde Kiev, que las armerías vendieron todo, que ya no hay municiones. Los civiles están comprándolas, actitud no sumisa. Resistirán. Y el afeminado macho Putin, consorte de míster Trump, quizá tenga que enfrentar, al fin, la hambrienta boca del fusil de su propia gente. Hay un gusto especial, casi como de buen vino, cuando eliminan tiranos.

 

Pero dejemos a los ejecutores encargarse de la parte carmesí. Yo preparo viaje, para mayo, a Ucrania. La guerra no debe impedirme desembarcar de nuevo en Odessa, comprar cerdo asado, envuelto en papel madera, en una esquina de la Preobrazhenskaya, sentarme en el parque de la ciudad, tan solo a contemplar la vida, sin siquiera abrir el breve libro de poemas de Nazim Hikmet.

 

Cometí el error, fallas de alquilar sin ver, de reservar un hotel que era para hombres de negocios, en Kharkiv. Pocas piezas en un quinto piso, en medio de un edificio que se vaciaba por la tarde, muy distinto al hotel de Odessa, o al apartamento de Kiev. Pero estaba hecho. Sin embargo, aproveché. Me despedía de Anna, la hermosa recepcionista, y subía la colina a explorar la ciudad. Tenía preferencia de andar en medio de complejos de apartamentos de la era comunista, de disfrutar los árboles añejos, la hojarasca, la sensación de total decaimiento. Algo hermoso habita en la ruina, al menos para mí.

 

Había un inmenso supermercado, calles llenas de estudiantes. Supongo que una de las varias universidades estaba cercana. Entré a un pequeño y concurrido café, siendo yo el único añejo como los mentados árboles, de corteza cicatrizada. Pedí un perfecto moka con un cheesecake de maracuyá como no he probado otro. Maracuyá a escasas horas del borde con Rusia por el camino de Belgorod. Ni Brasil ni ningún trópico. Maracuyá en la sacrificada y monumental urbe del oriente ucraniano. Tenía color de púrpura de Jaipur, ese postre del fruto de la pasión. Imaginé los vericuetos del tiempo para yo comerlo en un alejado enclave eslavo. Otoño, un poco de frío. Mudez de extranjero, disfrute de solitario. Arreglo la chamarra y continúo hacia arriba, contando las calles: diez rectas, dos derechas, una izquierda, seis rectas, hasta detenerme ante un vendedor callejero. Chucherías, con daño, no perfectas, automóviles de metal en miniatura, cajitas, soldados de plomo. Por monedas, diez centavos de dólar, un par de bailarines en madera, antiguos, del oeste, dice la vendedora esposa. Pienso en Walter Benjamín en Moscú, edición de las viejas de Anagrama, sobrias en gris y azul oscuro. Juguetes. José María Arguedas.

 

Handel suena en concierto real. Recuerdo el filme Vatel, o La fiesta de Babette. Cultura en la comida; la gastronomía como la mayor expresión cultural. Oratorios de Bach. Gula y santidad; Glinka con maracuyá.

 

Mis incursiones diarias, si no salía con Ekaterina. Largos paseos. Lo hice en París, el 86, cuando en un mapa de la guía Peuser analizaba cómo llegar a pie al Jardín del Luxemburgo desde la Puerta de Vanves. En Buenos Aires, de noche por el Abasto lavado con mangueras, el piso brillando, brilloso el piso mientras los Ford Falcon de la represión patrullan las calles para matar porque sí.

 

Silencio crepuscular en los pasadizos pretéritos de Jarkov. No hay corrillos de niños. Ancianos sentados, iguales a mí, mirando la nada. El borsch colectivo humea por las ventanas entrecerradas. Olor a comida casera. ¡Cómo olía la comida casera en Jouy-en-Josas, en la Isla de Francia! Me esperaba, en casa ajena, con cama prestada, sin dinero ni teléfono, la usual lata de cuscús marroquí, que comía con cuchara, frío y masticando un pan. Aquí no, tenía dinero de haberme roto la espalda tantas décadas. Lujo del maracuyá que hubiese sido imposible en París. Alterno la tarde con un par de cervezas de nombre ilegible, en vaso de plástico, hasta acercarme al hotel y subir por un ascensor vacío a un dormitorio de negra cubrecama y persianas que no supe abrir.

 

Peregrinación al río madre, el gran Dnieper en Kiev. Me aliñé como nunca hice en boda mía. Cita con la historia, con la literatura que es mujer ardiente y promiscua. A eso iba, al agua y los barqueros, a musicantes guerreros. Otra vez, un plano y, en casi geometría, diseñar cuadros y rectángulos para no perderme en los paseos. Pero ello y Odessa caminada serán tinta de otro pincel. Rusia acecha, el tirano de pequeños testículos suelta baba arrecha. Camino por allí, por lo que él desea avasallar. Entre potencias deciden lo que les venga en gana. No importa la belleza, ni ensoñarse con que por aquí pasó Gogol, que hacia allá están las cavernas del Dniester, ni que Heródoto anotara las extrañas costumbres de esta tierra donde descansan macedonios e iranios. Todavía hay comida tártara; los turcos enrollan platos de calle cuyo yogurt tropieza con los labios carnosos de las bellas. Lo veo, miro y observo, desde mi mesa afuera del restaurante Kazán, donde adoro un cordero asado. La tarde discurre, el sol apaga la luz, camino con lentitud de jubilado hacia la esquina de mi hotel. Una riada de trabajadoras de la calle discute en lenguas. Comienza su día, que es la noche, y no puedo menos que asociarme a ellas, yo que vampiro fui y apenas desarrollé hasta hombre lobo. Enciendo el televisor, subo a la azotea. Enfrente hay un café chino. Sé que hacia la izquierda se va hacia el aeropuerto, que a la vuelta están las estatuas del hetman y del poeta. Pues, mira, ya estoy recordando el mar Negro cuando lo que quería era quedarme cerca de las iglesias de Kharkiv, palpar el frío de sus ladrillos. Chirrían ruedas de tanques. Aquí no hay temor a la guerra y el dolor por mil años fue pan de cada día. El hambre soviética asesinó más que las balas. Los sables de Karetnik y Majnó apenas están enterrados. La bandura nunca dejó de sonar.

27/01/2022

Tuesday, January 25, 2022

Mirada en martes de lechuza


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Lechuzas de blanca redonda cara. Geishas. Vírgenes de medioevo. ¡Uh! ¡Uh! ¿Dónde? Uh, uh, entre árboles hasta que vuelan casi a ras del suelo. Lechuzas blancas, gotas pequeñas negras sobre un mantel de mesa familiar. Ven memoria.

 

Otra vez, a ras de la nieve, con ratón que chilla entre garras. Que de arriba mira un mundo que era y se despedaza. Hasta los gritos devora, lechuza de nieve, búho invernal.

 

Azar. Albur.

 

Aroma de azahares en la esquina de casa, sobre el muro de la vieja matagatos. Los caza en los techos para el perol. Supongo que comida había en el tiempo aquel, pero la dama Hortensia hervía mascotas en el guiso del cual sobresalían papas y maíz.

 

Del pellejo lustroso fabricaba cubrecamas. Suaves, de tonalidades más bien oscuras, con alguna claridad, piel de gato albo.

 

Ulula la lechuza y se lanza contra mí pero al fin me elude. Advierte: para mí los hombres son ratones, y todos los ratones lo mismo. ¿Hará ella con sus víctimas, como doña Hortensia, tejidos de pelo? Piel de rata, indefinido color de asco. Marrones las ratas, de ese marrón que llaman negro, esclavos los negros del señor. Sonríen las vírgenes medievales. Miento, hieráticas. No sea que las seduzca el infiel.

 

Luna mitad de llena. Vaciarían el resto entre gitanos, Lorca y Leonard Cohen, en el vals que nunca bailé con mi madre.

 

Casi medianoche, no llega el camión. A las cuatro nevará. Oscuridad, “escuridad” campesina. Hielo de lluvia que se pega en el parabrisas. Se pega a mí esa redonda cara pálida. Grita un mochuelo. La pesadilla dejó de ser la yegua de la noche; es la lechuza de la noche.

 

Un búho gris se ha dormido de pie. Inmóvil como el mendigo congelado a puertas de la biblioteca a veinte bajo cero. La mesa huele a vino. Al mísero cubría inútil azul frazada. Azul mortaja del amanecer. Pero no me detuve; me congelaría también. Mientras el café humea pensé si bañado el hombre aquel con agua hirviente despertaría. A veces mejor queda dormirse.

25/01/2022

Friday, January 21, 2022

Fever, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot


FERNANDO ITURRALDE 


La editorial 3600 ha emprendido un proyecto fundamental: se trata de una edición de las obras “completas” de algunos autores bolivianos contemporáneos. El proyecto es sin duda encomiable desde varios puntos de vista, pero nos conformaremos con alabar la decisión de publicar de forma ordenada y catalogada la obra del ganador del premio Casa de las Américas en novela, don Claudio Ferrufino-Coqueugniot (de aquí en adelante Ferrufino). Con esos antecedentes, podemos comenzar nuestra lectura del libro. El que nos convoca en esta reseña es el volumen 14 de la obra del escritor cochabambino nacido en 1960 y radicado en Colorado, Estados Unidos. El resto de la colección ya incluye Muerta ciudad viva y El exilio voluntario, dos novelas fundamentales para la literatura boliviana y que merecían una reedición que las hiciera más accesibles, la colección también incluye una serie de escritos tempranos, sobre todo cuentos, en Virginianos, además del volumen del que nos ocupamos aquí, titulado Fever. 

Los editores y el autor, junto a un prologuista (Jorge Muzam) y una contratapa de Maurizio Bagatin, nos invitan a disfrutar de esta colección de “(notas, artículos, borradores, cuentos) 2001-2019”. Lo años igual son una invitación importante: Ferrufino destila una de las mejores prosas latinoamericanas en todos y cada uno de ellos. Su premio Casa de las Américas es sin duda una indicación de ello, recibido el año 2009. A dos años de esta condecoración, los textos que leemos en Fever son una continuación de ese mundo cronístico al que el estilo del autor nos tiene habituados a sus lectores asiduos. El libro que tenemos en manos está dividido en tres secciones: la primera contiene aproximadamente 61 textos cortos, mientras que la segunda está compuesta de tan solo cinco cuentos y la última de cuatro notas.

El premio nacional de novela, habrá que recordarlo, le es entregado a nuestro autor en 2011 por Diario secreto (Alfaguara, 2012). Por lo tanto, tenemos aquí una colección de escritos que fueron surgiendo en la etapa posterior a estos momentos de reconocimiento y premiación. Para esta época, el autor había experimentado mucho con la narrativa y la consagración regional significa un momento importante de reflexión para adquirir una nueva perspectiva. Esto es algo de lo que somos testigos en este volumen. Además, esta firma le permite apadrinar a otros escritores a los que reseña y comenta con rigor, amabilidad y admiración. En ese sentido, Ferrufino también forja una línea de lecturas o un canon de la literatura boliviana que él lee y aprecia. Aunque la primera sección no lleva un título, podemos asumir que se trata de artículos (muchos de ellos publicados en el blog “Le coq en fer”), que se distinguen de los textos que están al final del libro y a los que designa como “Notas”: mientras que en la primera sección hay textos de ocasión (en una suerte de diario o de columna periodística que se publica de manera iterativa), en la última hay notas pedidas por medios o por algún evento (la cronología de estas resulta algo curiosa: se va de dos notas publicadas en 2012 y 2013 a otras dos publicadas en 2018 y 2019).

El libro ofrece un material valiosísimo para quienes deseamos investigar más sobre el proceso de la obra de Ferrufino. El estilo es siempre el mismo: fuerte, marcado, con todos esos rasgos de una masculinidad que se quiere poner en evidencia. Pero también podemos notar las vetas de investigación por las que transita Ferrufino: desde la cuestión de la migración que es un tema privilegiado en la época posterior a El exilio, a una recuperación de una raigambre eslava, de Europa del este, tanto en la “ancestralidad” cultural, como en el gusto estético y en cierto llamado espiritual. A pesar de que estos dos parecen los rasgos más sobresalientes cuando leemos la primera parte del libro de corrido, lo que más satisfacción genera del volumen es la inclusión de unos cuentos cortos (cinco en total) en medio de las dos otras secciones.

La sección de cuentos es corta, pero su lectura no tiene mayor desperdicio: el mejor Ferrufino es el que no teme usar su tono cronístico y periodístico para confabular unas ficciones que nos dejan siempre al vilo de la incógnita, ¿se tratan o no de ficciones? ¿Se tratan o no de escritos autobiográficos? Quizás con Ferrufino no sea necesario delimitar tan rigurosamente esas dos funciones de la escritura pues, si ese fuera el caso, estaríamos cuestionando la misma división del libro. No queremos llegar a ese nivel de relativismo, solo digamos que la riqueza de la escritura del autor no da tregua ni en la parte de las notas, ni en la de los cuentos, ni en toda la primera parte, que es sumamente grata de leer. La escritura de Ferrufino tiene rasgos de la literatura contemporánea norteamericana en prosa y uno desearía calificarla con una palabra de la jerga popular norteamericana, sobre todo afroamericana (población que el autor admira, sin duda): es una escritura “real”, en ese particular sentido que los norteamericanos le dan a los que perciben como auténtico, sin gestos vacíos, ni de presunción, ni de manierismo excesivo.

El principal aspecto negativo del libro sea quizás su fragilidad. Estos textos deberían ser pensados para un uso académico, es decir, para un tipo de manipulación bastante torpe que requiere mantener el libro abierto para copiar citas o doblarlo para leerlo para poder escanear un texto suelto que se usará en clases. Lamentablemente esto no es posible de hacer con mucha facilidad, pues el libro tiende a “derrumbarse”.

A modo de conclusión, no nos queda sino que resaltar la relevancia e importancia de este tipo de emprendimientos para el desarrollo de los estudios de la literatura boliviana. Ferrufino tiene una de las obras de ficción más interesante y mejor lograda de nuestra literatura contemporánea y merece ser estudiada con cuidado y en detalle. Recomendamos la lectura de este volumen a los interesados en la obra de Ferrufino, en su trayectoria, en el proceso de creación de su ficción y en la combinación creativa que realiza de aquella con elementos autobiográficos. El libro es también recomendable a los lectores que quieren comenzar a conocer a este autor sin pasar primero por sus novelas.  

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De EL ZORRO ANTONIO, Revista de la Carrera de Literatura UMSA, Número 15, septiembre 2021  

Wednesday, January 19, 2022

Revive El señor don Rómulo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

El 2003, la editorial Nuevo Milenio, de Marcelo Paz Soldán, sacó una fina edición de esta novela que había ganado mención del Casa de las Américas el año anterior. Veinte años después, como los amigos espadachines del libro de Dumas, nos reunimos para una segunda etapa, que tiene a Editorial 3600, bajo la dirección de Willy Camacho, como la encargada de su publicación, parte (Volumen 7) del proyecto de Obra Completa, en marzo 2022.

 

Mucha agua ha corrido desde entonces, y alguna sangre. Cambios, radicales o no según se los mire, hicieron de Bolivia sin duda otro país.  

 

Estilísticamente es un libro interesante, pleno de yuxtaposiciones, cosa común en mi obra, varios narradores o ninguno, apariciones y desapariciones. Pero, el valor que han hallado en él sus lectores radica en los flashes, instantáneas de la vida nacional reflejados en una suerte de saga familiar. Se puede hacer mucho análisis en él acerca de lo que fuimos y somos, cómo nos vemos (eso permanece apenas tocado), y la necesidad de aceptarnos como tales si queremos respuestas parciales a infinitas preguntas. Obra literaria que en su fluir desenterró tanto otro: social, racial, cultural, étnico, que fue difícil obviarlo. Novela de ficción basada en la realidad y latente manifiesto de bolivianidad.

 

Escribe el prólogo Maurizio Bagatin, que parece renegó de su materna Italia para mimetizarse entre la greda. Y Daniel Averanga Montiel, azote de los cogoteros de El Alto, con fuerte y decidida visión acerca de estas letras en la contratapa. A ellos, agradecido.

 

Libro hijo pródigo, si queremos hacerlo parábola, que tendrá sus yerros, pero cuya presencia se hace cada vez más vital. Los libros son hijos desagradecidos y egoístas. Este, por ahora, retorna, y lo acojo con brazos abiertos y un directo al mentón, contento y crítico.

 

Se escribió en su totalidad en un apartamento de Aurora, Colorado, soñando la tierra allá lejos, los ya inexistentes álamos reales entre Punata y Arani que plantó mi abuelo y más. Mucha música en él, cueca y litoraleña, Padillita y Noches del Paraguay. La siempre presencia lectora de Ligia Ferragutti a quien doy gracias porque siguió sus páginas, una a una, a medida que se producían. Fiesta, fanfarria, sexo, esclavos y abuso. Paisaje. Adobe. Valle. A los tambores y platillos de la diablada se contrapone el triste canto del assum preto, la letanía del guajojó.

18/01/2022

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Imagen: Rómulo Ferrufino Camacho

 

Friday, January 14, 2022

Del mediodía, el frío y el amor


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Mediodía con luz gris. La Mansión Cass cambia de rojo a azul; el humo de blanco a púrpura. Misas de Haydn cuando entro a la sala luminosa, donde entre tiradas bolsas de supermercado, discos, libros (Ajmátova entre ellos), hay una botella casi vacía de jerez, guantes, llaves sobre El exilio voluntario, recuerdos colgados de cuadros, a veces como arte, “en veces” como ropa sucia, según el habla popular.

 

Puede ser viernes y no importa. De pronto el tiempo también se ha transformado. Amigos retornan porque agonizan los padres; otros no retornan porque agonizan luego de haber soñado. ¿Yo? Con Haydn y Ajmátova no puedo estar muerto. Sorbo el último jerez; lo guardaba para la cocina pero lo sacrifico a la garganta, quebrada donde crecen helechos y ninfas antiguas sorben los restos de una mente que se agudiza mientras declina el cuerpo. Prometeo se ha liberado del hígado, lo dejó al arbitrio de los buitres; vacío (en cierto sentido) crece en agilidad y audacia. Que la carroña devore carroña; ya estaré lejos.

 

El libro que leo, Un amor al alba, de Élisabeth Barillé, reflexiona sobre el amor. Allí dónde lo hubo no hay olvido. Sigo enamorado de todas mis mujeres y las que vendrán. Claroscuros se posan sobre el sillón. Dentro de la apagada chimenea descansan tres troncos empolvados. No la puedo encender porque vivo en un barrio histórico que tiene que ser preservado. Soy privilegiado, tuve lo que quise y nada me quitaron porque todo lo conservo. Me siento a leer en la terraza mientras los cielos lloran nieve. Con los recursos de la tecnología añado luz donde sombra queda. ¿La realidad? Como la veas, como la quieras. Fácil decirlo descansando en una silla de espaldar alto, lamiendo en la punta de los bigotes el último jerez. De burgués no tengo nada, aunque ame a Proust y siempre que puedo retorno a La feria de las vanidades, de Thackeray, a la Inglaterra victoriana y al bucolismo de Turgueniev. He comido por treinta años pan y cuchillo, como buen trabajador a decir de Miguel Hernández, pero aquí no se compite en mérito de pobre como desean los tiranos sino en cómo piensas tú y la manera en que lo miras.

 

Hierve el café y sin embargo sirvo té negro. Abro la cortina aunque da a ventanas vecinas. No ando desnudo, no gozo con mostrar mis impudencias, pero necesito de piernas libres para escribir porque con ellas discurro por la literatura, corro por ella, salto. Las manos me sirven para agarrarme, para no caer, pero escribo con los miembros inferiores, soy un hijo de la América de hombres con el rostro en el pecho, los que viera Raleigh desde el barco de madera y delirio. De esa tierra de perros con el ombligo en la espalda, del asombro que causó al temerario despiadado de Vasco Nuñez de Balboa. No esperen que escriba como Tabucchi, menos Chejov, ni Henry Miller con quien comparto el gusto por la carne fresca, por nalgas que tiemblan y pubis (pubises) frondosos.

 

Una muchacha de Poltava me escribe e intuyo las caderas debajo del pantalón oscuro, pechos breves detrás de la polera clara. Lo negro y el blanco. Plantas decorativas alrededor, un gran óleo en la pared derecha. Ella cerca de la ventana y los vidrios sobre ella. Le cuento del barítono de la misa, del avance del crepúsculo opacando al sol, de la nieve que acecha pero es tímida, del sol que llora oculto por la tormenta, del hielo que avanza en zigzag como orines transparentes. Pinto un cuadro de la intemperie y narro una fotografía interior. La soprano llega al extremo del grito, no dudo que Dios la escuchase. El té enfrió porque me distraje dirigiendo con los brazos una orquesta fantasma.

 

Vuelvo al teclado. Pienso pero más me emociono. Unas páginas de Montague Summers y la erudición acerca del vampiro. Valaquia y Hungría. Vago por Serbia y Montenegro, escucho las voces del dolor mimetizadas por el turismo. El mar de Croacia es lo hermoso del planeta; Cancún posee aguas verdes. A una y a otra asolaron. La guerra interminable balcánica, las naves españolas que se acercan a Tulum. Baja el tono misal, los difuntos descienden a su fanfarria opaca. Me toca, me tocará, solo espero que la muerte me encuentre de fiesta y que juguemos a los dados por un trago y lo que quede. Deséame una buena muerte, decía el vietcong presto a ser ejecutado a la Fallaci. Ella, italiana, hija del Dante, conoció otros infiernos, el dolor que acoge a la muerte como protectora. Con ella no se animan ellos, los poderosos; con ella nadie, solo la belleza y… el amor, cuando del universo de lo que fue nos queda un beso.

14/01/2022 

Wednesday, January 12, 2022

Modorra del viernes. Roma


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Sigo con Diario del divorcio, cuaderno de viaje. Catarsis después de 30 años de odisea alegre y de gris zozobra. El texto de hoy está entre Madrid y Roma; me alejo un tanto de las estepas del este, de sus mujeres ojos de tártaro azules y retorno a occidente, supuestamente menos salvaje o mejor mimetizado. Divorcio de mí mismo, que esas santas que fueron mis esposas no merecen martirologio. No son ni Jan Hus ni Gonzalo Pizarro, aunque de profetas y guerrilleras tenían al menos un poco.

 

Madrid se aleja por el camino que la acerca, cuando llegaba de Porto. Miguel (Sánchez-Ostiz) me había dicho que no se hallaba alojamiento ni en barrio de putas, que fuera a su casa, la suya y de Dominique, y de tótems negros que elucubran aquelarres en la noche. Están acostumbrados; y yo también. Me he adecuado a los gritos espectrales de los monigotes indios del Orinoco, a la sonrisa inhóspita de las muertas del Gabón, a quienes al quitarles las máscaras enviaron a universos de espanto. Pero decido que ya hablaré en extenso de estos santos, el escritor y su esposa, y que me subo al avión hoy para ir de Madrid a Roma.

 

No estaba la ciudad imperial entre mis planes. Pensaba en salir de España hacia Francia. Visitar en Lyon a mi sobrina Zara, eludir París, dejar una flor a Borges en Ginebra, quizá Basilea, y luego Berlín. En un cuaderno de notas tengo viajes con nombres y números, circunloquios geográficos de borrones y letras superpuestas. El salto desde Alemania hasta Polonia, primero a la Polonia que fue Alemania: Wroclaw, Poznan; Breslau, Posen. Luego Cracovia, Varsovia y la fértil frontera de Bielorrusia y Ucrania. Largo viaje plagado de historia, de obsesiones, de Elke y Agnieszka. En la tumba de Chopin, en Père Lachaise, hallé senos varsovianos, y la otra, germana, escribía, y yo a ella, en mentira desmedida y desbocada. Fue relación furiosa como color expresionista, tuvo estertores de orgasmo, arañó la supervivencia y murió en acumulación de años cuando ella matrimonió a un anciano y el hombre tuvo soponcios de celos y me alejé. Dolor expresionista. Pero décadas habían pasado y las carnes se cayeron; solo quedó la vergüenza. De Agnieszka Wokroj no supe nunca más. Quedaría de sirvienta de ricos a orillas del río. Era una mujer del tiempo de George Sand, vestía de negro y besaba como si tomara expreso amargo. Cuando se juntan el Oise y el Sena, en Pontoise, aprovecho para sentarme en las orillas y saber que ese sol pintan los impresionistas por la eternidad. Remojo los pies, los dedos, y por un instante la Galia deja de ser la lata de cuscús de diez francos, la tajada de gruyere; entra en la piel con sensación de bello desgano. El sueño se irá, igual a Versalles difuminado en las luces. Así ellas; les he colocado un velo de santas sobre la cabeza loca, un halo que las libere del falo.

 

Fiumicino. Me recordó la juventud, las fotos que vi del atentado en el aeropuerto. Era uno de mis iconos de la desgracia. Hacia allí me dirigía. Ir a Roma fue respuesta a una invitación de Marcela Filippi, traductora chileno-italiana.  

 

Desciendo en Fiumicino. Dominique y Miguel me despidieron en el metro. El último día gozamos del dadaísmo ruso en el Reina Sofía; cociné un fricasé cochabambino, aunque lo llamarán paceño, y entre Osip Brik y la patasqa, remojados en ají panca colorado, Madrid llegó a su fin.

 

Tengo una maleta bastante grande y una de mano. Hubiese preferido viajar con mochila pero hubiera tenido que seleccionar demasiado, decidir entre dejar relatos del café El Perro Vagabundo, de San Petersburgo, y la colorida ropa interior que encargaron mis amigas ucranias. Al fin lo traje todo: Ajmátova y calzones.

 

Tengo conocidos que dividen al género humano entre iluminatis y reptilianos, soles y lagartijas para mayor precisión. Me considerarán caimán, o dragón komodo, por la baba que me cae ante unas piernas largas sin medias o ante Van Gogh. Lo usaré hoy, valga, porque Marcela sí es un ser de luz. Sin conocerme me abrió su departamento, muy arriba, cerca del cielo, y paseó Roma por sobre mí poniéndome una corona de espinas hechas de jazmín. Compartimos el Café Greco, la Roma y la fama. Hablamos de Donatello, o era de otro, vida real imaginaria. Había un rostro desencajado, anuncio de una exhibición. La ciudad despertaba y habíamos caminado toda la noche, desde Trajano hasta Tito, pasando por los Dioscuros guardianes de la subida hacia Marco Aurelio.

 

Fuente de Trevi. Piazza Navona, apuntalada por los muertos de Domiciano. Roma valdrá varios textos de esta fuga, el viaje al fin del divorcio. Vino tinto de sangre, con burbujas. Tiré monedas según costumbre. No pedí nada específico porque deseo el absoluto. Me retraté con Giordano Bruno. Foto oscura, esa, que arreglaría la técnica pero que dejé así, no porque sea premonición, lo dudo, sino de homenaje a la tristeza.

 

Aparcamos el auto cerca de supongo el Tíber. Añosos árboles en las bandas. Un agua que brilla al compás de los faroles. Ni ancho, pero era el río de la historia, el que mandó a la humanidad camino de la laguna Estigia, y que dio tanto en arte y pensamiento. Pedí ver la loba. Desde niño me corroía la obsesión de Rómulo y Remo, en mala producción Hollywood. Encima de una columna de piedra amamantaba a los niños, Caín y Abel del nuevo mundo. Más bien pequeña, opacada entre los monumentos. Pero la veía, toqué el frío de la piel de roca en la base. Cerré los ojos teniéndolos muy abiertos, vino una ventana de sol, un norte cochabambino, un niño que distrae la mente entre Francisco Villa y los hermanos romanos. Cincuenta años idos, la loba sigue en madriguera. Roma devoró a los niños del mundo, los Borgia cortaban con sierra larga manejada por dos a desventurados que habían hurtado un pan. Cocodrilos nadan en escasas aguas coloreadas de sangre debajo del coliseo. En el horror queda belleza, la imaginación, por cruel que fuera, de quienes trasladaban mundos para entretener. Lagartos gigantes no creo del Zambeze, pero del Níger al menos, o del Congo. Leones que mastican cabezas, trompetas de un fin del mundo que se alarga por cinco mil años ya y parece nunca venir. Búfalos cafres bajo el cielo del mediodía, y largos etíopes que no sonríen. Loba de Roma. Hace poco vi un filme contemporáneo, El primer rey. Sin la invención angelina de mundos idílicos muestra a Remo, y a Rómulo, en estado casi primitivo, cubiertos de pieles como seguro fue. Sobre ese cuero crudo nos levantamos todos, los oradores del foro y las fauces de antropofagia de Germania boscosa.

 

Lo dicho, Roma vendrá con otros detalles. Hay mucho que decir de días intensos. Aparcamos en el Tíber el automóvil y lo dejamos flotando a la deriva. ¿Medianoche? Por ahí. Por Roma caminamos seis horas sin parar. Marcela parecía oficial japonés de infantería. Aguanté entre el dolor de espalda y la magnificencia. Me sorprendí al ver una ciudad peatonal. Pocos vehículos. Me fotografié a entradas del Vaticano. El Papa estaría en onanistas oraciones a vírgenes que abundan. El Dios de los Papas tiene tetas o largos atuendos de guardia suizo. Lo que no se ve no se dice, pero sabemos. Fuera de ello, la plaza de San Pedro marcaba la noche. Tenía lo suyo y podría contarlo después. ¿Viste al santo padre?, preguntaron. Mi santo padre, respondí, duerme su vozarrón de tigre en el suelo. Era un justo.

 

Luego, desde aquel piso elevado, vi otra Roma. Vendría el desayuno, pan y salame, pan y queso. O huevos con jamón, no lo anoté. Leí un par de páginas de la amplia decoración libresca del departamento de mi anfitriona. Londres, Oporto, Madrid… Ahora Roma. Vendrían Kiev y Estambul. Recién comenzaba el incendio de los compromisos, el juramento de fidelidad a mí mismo. Las lágrimas que inundaron sábanas comenzaron a drenarse, cayeron como lluvia en el lavabo, se iban con pasta de dientes rosada y se archivaban en hemeroteca que sirve para escribir pero no, ¡no señor!, para penar. Roma o Morte, Garibaldi, la lectura se mezcla con alucinaciones que acoge el cansancio. Abandono las páginas, abro los ojos cerrándolos, y pienso en mis hijas.

20/12/2021

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Publicado en REVISTA NÓMADAS, 12/01/2022

 

 

Sunday, January 9, 2022

Parque Mir


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Johann Pachelbel a las once de la mañana. Ha pasado la tempestad helada. El viento movía el polvo de nieve que se deslizaba desde los árboles; danza de espectros.

 

Sombras de la noche: mapaches, grandes búhos grises caminando en el pavimento como señores borrachos y de levita; conejos, humanos, zorros, mofetas, coyotes, inmigrantes de anchas palas naranjas limpiando veredas. La figura de un oso, el imperceptible salto de un peludo gato montés, ciervos en el pastizal. Imagino un puma bajado desde las rocas carmesíes.

 

Pequeña Rusia. A esa hora nadie camina por el parque Mir. Hasta los siberianos duermen, que también llegaron algunos entre el 92 y el 95, junto a mongoles y otras etnias de achinados ojos. Dos asilos para ancianos, ya desde entonces, “rusos” exclusivamente. Uno escondido detrás del mercado King Soopers; el otro sobre la avenida Quincy, desolado, blanco con máculas oscuras de humedad. Diez, doce pisos para gente que creyó que le iría mejor aquí. Gélida torre vacía. Cuando al amanecer se juntan algunos para gritar su idioma, las ropas siguen siendo las mismas que treinta años atrás. Muy fácil distinguirlos, con bastos y raídos abrigos, cabellos teñidos ellas, carteras de brillosa cuerina. Un poco más allá, cuadras hacia la colina arriba, los judíos caminan desde el sábado con negros atuendos. Grandes sombreros y las mujeres con los hijos por detrás; vestidos largos y antiguos. Verían Viena y Budapest, irían siguiendo los pasos de los maridos por Lublín y Bereziná.

 

Callejones de la calle Fairfax. De la calle Forest, justo las que dan al Parque Mir. En los años noventa albergaron a los inmigrantes soviéticos; luego México invadió con tortillas y enchiladas. Sin embargo quedaron algunos. Ahora hay estudiantes gringos, en una zona de mucha gentrificación. En el segundo piso vivía mi amigo Yefim. El tiempo se llevó sus juguetes recogidos de la basura, el gris Mazda 626 que le aconsejé comprar. Hasta las escaleras interiores del edificio han sido renovadas. Uno que otro rostro traslada a Rusia. Dos generaciones ya, o tres. Eran niños los que hoy atienden finanzas. Niños de tristes zapatos. Pasaporte soviético. Ucranios y rusos blancos. Historias desde Penza y Voronezh hasta Prypiat. Los que derrotaron a Napoleón y a Hitler en los pantanos llegaron a Denver luego de haber vendido lo poco que tenían. Ponían multitud de platillos sobre la mesa para agasajar a los invitados. Mucho aceite, mares de aceite, cantidades de escabeche: remolacha y pepino, salchichas, catliets, borsch de distintas tonalidades. Maldiciones cada dos palabras, conversan en alta voz.

 

Estepa de Karagandá, Trotsky, Dostoievski y Solzhenitsin. Semipalatinsk.

 

Me siento en la pequeña biblioteca del segundo piso. Hasta los sillones huelen a guardado. Libros en cirílico, un diccionario inglés. Alguien dejó una pequeña taza de café manchada. Ramas A, B y C del asilo. En ninguna, vida. Se duerme. Silencios plagados de sueños y espantos. Los hombres dejaron de ser camaradas, nadie habla de revolución. Por la avenida caminaban mujeres con pañoleta en la cabeza; tendrían sesenta años entonces. Ofreciendo chamarras y gorras. Compran a uno y venden a dos.

 

La cuchara que mueve el borsch tiene costra negra de años. El pollo hervido nada en grasa. Manejo por la Forest, doblo a la derecha en la Fairfax, y pienso que todavía conservo un par de ternos henchidos de naftalina que me regaló Yefim del ropero de su hermano muerto. En la memoria hay barbudos georgianos. Y un artista que pintaba frescos renacentistas con su esposa arquitecta. Ellos compraron un Isuzu Trooper negro; el mío era blanco…

09/01/2022

 

 

Wednesday, January 5, 2022

Los retornos de Calfucurá y Vaicama Pirú


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mi madre alimentó una tradición. Como a Borges, a mayor distancia geográfica, me subyuga aquello relacionado con los gauchos, la indiada, facones y cautivas. Ella me introdujo al rebelde Martín Fierro. Me dio a leer "El último perro", de Guillermo House y muchas otras historias. Además estaba en casa la zamba en cuyo ritmo se agitan las muertas vidas de Felipe Varela, el Chacho Peñaloza, Taboada... Cuando me sugirió Güiraldes, edición Losada de tapa naranja, intuí una aproximación diferente a la pampa, y sin embargo tan criolla.


El indio en buena parte de esta literatura hacía o el papel de malo o el de salvaje. Clara -y supuesta- oposición entre civilización y barbarie. Leopoldo Torre Nilsson lo precisó con violencia en su filme sobre el poema de Hernández cuando los pampas, nombre genérico para una multitud de etnias, cortan a cuchillo los talones de aquellos que se quieren fugar del cautiverio en los toldos.


Esa frontera interna, apenas al sur de Buenos Aires, pervivió hasta casi fines del siglo diecinueve, cuando Julio Argentino Roca decidió lanzar su "Campaña del desierto" contra los naturales y abrir paso tanto al etnocidio como a la modernidad.


Calfucurá (Piedra Azul) fue un cacique araucano nacido en Chile que reunió a las huestes indígenas creando una inmensa confederación, un estado dentro de otro, desde Mendoza hasta la Patagonia. Jugó un papel en la convulsa historia argentina de entonces y Rosas compró por un tiempo su paz. Finalmente el cacique arremetió contra el Restaurador y se asoció con Urquiza.


Desde su cuartel general en Carhué lanzaba incursiones a los establecimientos blancos de avanzada. Mantuvo en vilo a las poblaciones provinciales bonaerenses y se temía que el malón alcanzase la capital. Hasta que en 1872, en la batalla de Pichi Carhué, las considerables bajas indias lo hicieron replegar. Murió al año siguiente, rodeado de "chusma" -como se denominaba a las mujeres-. Su tumba fue saqueada, robada la platería que lo acompañaba, sus ponchos y una veintena de botellas de ginebra y anís. Sus huesos dieron en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.


El cacique charrúa Vaicama Pirú combatió al lado de Artigas y Rivera. Un extracto de Paul Rivet cuenta lo extraño que era ver a Vaicama y su horda de "salvajes desnudos y montados en pelo, no teniendo más armas que sus temibles lanzas, poner en derrota a los batallones brasileños". A pesar de sus antecedentes en la guerra patria, el ya presidente Fructuoso Rivera decidió deshacerse de los charrúas y con tal fin los citó en la localidad de Salsipuedes donde fueron masacrados. El gobierno uruguayo "cedió" a un tal De Curel, especulador francés, al cacique y a cuatro otros prisioneros. De Curel los exhibió en Francia en su circo ambulante hasta que murieron o se fugaron. Los restos de Vaicama Pirú terminaron en el Museo del Hombre de París. Hoy se los pide de regreso; a Vaicama Pirú para enterrarlo en el Panteón Nacional, junto a los traidores; a Calfucurá para devolverlo a su nación, a la tierra fría y desolada, pero suya, de Neuquén. Con ellos vendrán otros muertos: el capitanejo Chipitruz, el cacique Cherenal y un machi o brujo.

25/11/2003

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Imagen: Calfucurá

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), noviembre 2003

Publicado en ECLÉCTICA, Volumen 6 Obra Completa, Editorial 3600, 2019

 

Saturday, January 1, 2022

The Wild Side


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

A Julia y Pablo

 

Take a walk on the wild side. Hace mucho que lo hago, camino en el lado oscuro de la luna. Lou Reed cantaba la canción preferida de Francine. Bailaba para mí, desnuda odalisca de Leeds. El tiempo inglés. The Kinks y la dedicatoria de ella, en un cassette doble que trajo de allí: To the kinkiest man… Tiempos viejos, te acordás hermano.

 

Deep Purple, Wilson Pickett, road music, blues del albergue de carretera, tradición gringa, Kerouac, Jim Morrison. Largos caminos de David Lynch, pueblos perdidos. Mujeres de tetas como sandias disparando rifles de asalto. Even cowgirls get the blues, Gus Van Sant. Treinta y tres años de “América”, más ya que mi propio polvo. Tiempo de crucificar a Cristo. Clavos herrumbrados; morirá de tétanos antes que de insolación.

 

Francine… pienso en ella. Semejé un hombre lobo entre los molles. La llamaba. Huyó. Las mujeres no me dejan, escapan… digo a mi sobrino. Ahora río pero lloré. Lloró mi padre enfrente de mí, nos habíamos sentado con un whisky en medio. Me habló, y cayeron lágrimas de ese hombre de granito, de piedra, carajo. Vi a mi padre llorar y pedirme que lo perdonara. La mujer vino a mí: don Joaquín, tengo que irme a Inglaterra, no puedo más. Su hijo es todo, lo amo, pero me va a matar, por favor… Hizo todo Joaquín para que aquella no muriera. No murió.

 

Ojos celeste abismo. La penetraba toda, me hundía en las pupilas. Blancas nalgas de algodón. Carmesí tu sexo flor floripondio o espuela de mariscal. Regreso a casa, lleno de chicha hedionda y tarde de adobe cochabambino. Subo las gradas. Ni miro al vecino que como es habitual golpea a su hermana. No estás. Grito, desciende la furia asesina, corre veinte cuadras en cinco minutos. Desvarío. Joaquín aguanta el sollozo, te vi sufrir, pero tú eres hombre y Francine quiso volar. Aguanta. Puta, padre, si supieras lo que he aguantado. Estarías orgulloso, también soy de roca como tú, como mi abuelo y mi hermano. Los Armandos, ustedes tres, casi decir el Frente Oriental.

 

La cónsul de Francia vino a casa a quejarse porque le rompí la cara con un ladrillo a un bello francés. El hermoso destapa sus vendas y muestra a mi padre las heridas. Mire cómo me dejó. Joaquín ni se inmuta. Responde que un hombre no tiene que ser bonito, que las cicatrices embellecen. Francia manda tropas de apolíneos combatientes. Se hunden en el charco. Aguanta, carajo, y absorbe los mocos que quieren caer pero que mueren en su garganta. Extraño a mi padre. A Francine la recuerdo, no la extraño. Pezones rosas como jazmines del Cabo, olorosos y mortales. Sé que trabajó en Cuba, en el Foreign Office, en España. En Facebook hay una Francine Curotto que supongo hija. Habrá perdido el algodón de su piel, en su mirada se hundiría la flota inglesa. Bebía como irlandés y con Jorge Zabala bailaban moviendo aspas de molinos de viento, golpeando al resto.  

 

C'est un jour comme un autre/Et pourtant tu t'en vas/Tu t'en vas vers une autre/Sans me dire un seul mot/Et je ne comprends pas, comprends pas, susurra Brigitte Bardot. Francine estudió en Francia, repetía dulcemente las líneas de Brassens. La última vez que la llamé, ebrio, me dormí. Nunca desperté y humo tus manos y tu amour.

 

Serge Gainsbourg. De fondo. Piernas aéreas, cabellos almohada, charcos de tinta casi pelirroja.

 

Jazz. Tu amiga atraviesa el patio con oficiosa bicicleta y papeles de escuela. No vayas a trabajar, le pido. La chichería de la calle Venezuela cae a pedazos. Dos inglesas, Julio y yo. Llauchas de tono guindo, con enormes pedazos de huevo duro adentro. Sobre la mesa de madera verde difuso, mal pintada y chorreada por licores de maíz y baba de décadas. Un famoso poeta vive al otro lado de la calle. Palestino como Julio Dueri. Otro poeta, rubio y que tenía una bellísima chica aburrida, se pone a recitar. O te callas o te rompo el culo, advierte Julio. Villon, no Bécquer, hora de los ahorcados, de coquillards que no de señoritos.

 

Lado salvaje de las cosas, dark side of the moon. Hacíamos girar los vasos como revólveres. Aporreábamos y nos aporreaban. Vida que cuando sobreviví en el ghetto afroamericano de la capital sirvió de mucho. Ya había estado ahí, en otras circunstancias pero ahí, en la violencia y el dolor. Caminaba por las avenidas cuando la noche está en el medio, y aunque acariciara los cuchillos nada pasó. El hampa saludaba con inclinación de cabeza y yo hacía lo mismo. Desde lejos se olían los mercados de DC, el aire de vegetal podrido. Polera afuera, a los refrigeradores sin abrigo. Dos bolsas de papa sobre la espalda, cebollas de confortable colchón. Duermo entre negros y con negras. Tenaz el contraste con el recuerdo de la muchacha de Leeds. Brillaban las piernas de Francine, brilla el blanco de los ojos de ya no me acuerdo cómo te llamabas tú, amor de crack, de hachís. Cuando pienso, nunca dije a mis hijas ni a mis esposas cómo y dónde trabajé. Misterio que morirá conmigo. Ligia fue excepción, jaladora, chingona mujer de la Italia paulista. Fugada también. Sobreviviente.

 

He pasado mi almuerzo con memorias dispersas y condesas sangrientas. Hora del punto final. Inicial ya que año nuevo es, virgen año pleno de oscuridades pero igual de lunas encima de la estepa y de grappas compartidas. De sol y agua. Cae el corcho de la botella invitando. Queda algo de cuarto litro. Pues, solo estoy, hojeando a Henry Miller, música y Pablo en dos mensajes de voz cariñosa. Vino ¿por qué no? Afuera el clima muta entre diez y quince bajo cero. Si salgo, el humo de mi nariz espantará a la pequeña vecina que me desea un buen año. Toro furioso. Mejor juego el papel de buen vecino. Sonrío. Escondo la máscara de la muerte roja.

01/01/2022

 

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Imagen: Christian Schad