Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Mediodía
con luz gris. La Mansión Cass cambia de rojo a azul; el humo de blanco a
púrpura. Misas de Haydn cuando entro a la sala luminosa, donde entre tiradas
bolsas de supermercado, discos, libros (Ajmátova entre ellos), hay una botella
casi vacía de jerez, guantes, llaves sobre El
exilio voluntario, recuerdos colgados de cuadros, a veces como arte, “en
veces” como ropa sucia, según el habla popular.
Puede ser
viernes y no importa. De pronto el tiempo también se ha transformado. Amigos
retornan porque agonizan los padres; otros no retornan porque agonizan luego de
haber soñado. ¿Yo? Con Haydn y Ajmátova no puedo estar muerto. Sorbo el último
jerez; lo guardaba para la cocina pero lo sacrifico a la garganta, quebrada
donde crecen helechos y ninfas antiguas sorben los restos de una mente que se
agudiza mientras declina el cuerpo. Prometeo se ha liberado del hígado, lo dejó
al arbitrio de los buitres; vacío (en cierto sentido) crece en agilidad y
audacia. Que la carroña devore carroña; ya estaré lejos.
El libro
que leo, Un amor al alba, de
Élisabeth Barillé, reflexiona sobre el amor. Allí dónde lo hubo no hay olvido.
Sigo enamorado de todas mis mujeres y las que vendrán. Claroscuros se posan
sobre el sillón. Dentro de la apagada chimenea descansan tres troncos
empolvados. No la puedo encender porque vivo en un barrio histórico que tiene
que ser preservado. Soy privilegiado, tuve lo que quise y nada me quitaron
porque todo lo conservo. Me siento a leer en la terraza mientras los cielos
lloran nieve. Con los recursos de la tecnología añado luz donde sombra queda. ¿La
realidad? Como la veas, como la quieras. Fácil decirlo descansando en una silla
de espaldar alto, lamiendo en la punta de los bigotes el último jerez. De
burgués no tengo nada, aunque ame a Proust y siempre que puedo retorno a La feria de las vanidades, de Thackeray,
a la Inglaterra victoriana y al bucolismo de Turgueniev. He comido por treinta
años pan y cuchillo, como buen trabajador a decir de Miguel Hernández, pero
aquí no se compite en mérito de pobre como desean los tiranos sino en cómo
piensas tú y la manera en que lo miras.
Hierve el
café y sin embargo sirvo té negro. Abro la cortina aunque da a ventanas
vecinas. No ando desnudo, no gozo con mostrar mis impudencias, pero necesito de
piernas libres para escribir porque con ellas discurro por la literatura, corro
por ella, salto. Las manos me sirven para agarrarme, para no caer, pero escribo
con los miembros inferiores, soy un hijo de la América de hombres con el rostro
en el pecho, los que viera Raleigh desde el barco de madera y delirio. De esa
tierra de perros con el ombligo en la espalda, del asombro que causó al
temerario despiadado de Vasco Nuñez de Balboa. No esperen que escriba como
Tabucchi, menos Chejov, ni Henry Miller con quien comparto el gusto por la
carne fresca, por nalgas que tiemblan y pubis (pubises) frondosos.
Una
muchacha de Poltava me escribe e intuyo las caderas debajo del pantalón oscuro,
pechos breves detrás de la polera clara. Lo negro y el blanco. Plantas
decorativas alrededor, un gran óleo en la pared derecha. Ella cerca de la
ventana y los vidrios sobre ella. Le cuento del barítono de la misa, del avance
del crepúsculo opacando al sol, de la nieve que acecha pero es tímida, del sol
que llora oculto por la tormenta, del hielo que avanza en zigzag como orines
transparentes. Pinto un cuadro de la intemperie y narro una fotografía
interior. La soprano llega al extremo del grito, no dudo que Dios la escuchase.
El té enfrió porque me distraje dirigiendo con los brazos una orquesta
fantasma.
Vuelvo al
teclado. Pienso pero más me emociono. Unas páginas de Montague Summers y la
erudición acerca del vampiro. Valaquia y Hungría. Vago por Serbia y Montenegro,
escucho las voces del dolor mimetizadas por el turismo. El mar de Croacia es lo
hermoso del planeta; Cancún posee aguas verdes. A una y a otra asolaron. La
guerra interminable balcánica, las naves españolas que se acercan a Tulum. Baja
el tono misal, los difuntos descienden a su fanfarria opaca. Me toca, me
tocará, solo espero que la muerte me encuentre de fiesta y que juguemos a los
dados por un trago y lo que quede. Deséame una buena muerte, decía el vietcong
presto a ser ejecutado a la Fallaci. Ella, italiana, hija del Dante, conoció
otros infiernos, el dolor que acoge a la muerte como protectora. Con ella no se
animan ellos, los poderosos; con ella nadie, solo la belleza y… el amor, cuando
del universo de lo que fue nos queda un beso.
14/01/2022
Textazo Maestro. Un textazo. Y la foto por cierto, vangosiana en la estructura, con pinceladas de intensidad propias de Vlaminck.
ReplyDeleteUn gran abrazo
Gracias, querido Jorge. Viniendo de ti es un elogio muy honroso. Van Gogh y Vlaminck, entre mis amores sin duda con su color e intensidad. Abrazos.
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