Thursday, September 14, 2023

Viajando por el espacio de mi sueño


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Saudosa maloca, Adoniran Barbosa, samba “blanco”, cuánta belleza en un disco traído de São Paulo en agosto 2004 por Lucélia. Pero, me pregunto, si esta casa que se ha desenvuelto en cajas, periódicos, máscaras y objetos de cerámica y metal es una de tristeza. Para nada, melancolía no la implica y mientras tomo un café de olla con un trozo de Boston Cake gozo con la memoria de tantas cosas. Cuando escribo, sentado frente a la ventana del barrio antiguo, no necesito embarcarme para derivar por el Río de la Duda; no es necesario. Tampoco desviarme del camino de Machacamarca y adentrarme en la antropofagia de Pazña. Todo está en que ajuste un tejido sobre el machihembrado amarillento y lea las señales entre los campos vacíos que dejan los tejedores y sus míticos monstruos, esas llanuras de color único o jaspeado que representan el altiplano donde se acuna Bolivia. Ha llegado un instante en que a la manera de Karl May podré mentir con desparpajo porque tengo el universo alrededor, desde escuchar los coros de la Guerra Europea, It's a long long way to Tipperary, hasta el bufido de los camellos bactrianos de Tartaria.

 

Estábamos en Salónica, rodeados de bellezas armenias. La rebétika narra de crimen y dolor. He recorrido Grecia de manos de Pausanias, he leído y visto en Heródoto, Libro Primero de los Nueve, cómo Astiages soñó que del vientre de su hija salía una parra que cubría toda el Asia. Luego venían, cosa común, historias de sangre y envidia. Parras se extendieron, cada una sangrienta, desde Temujin a Timur pasando por bárbaros que impusieron paz extendida y larga de muerte. Historia del hombre, barbarie y desdén por la vida. Y, sin embargo, entre los almendros de Mesopotamia creció el arte, tajiks ensoñados cantaron por las quebradas bajo el olor de los damascos. Peter Brook los encontró cuando buscaba hombres notables. Gurdjieff viajaba en vagones llenos de alfombras; eran el oro pero sobre todo el arte. Obuses estallaban por las calles kurdas, daban saltos ornamentales en Crimea.

 

Hasta la guerra trae literatura, páginas impresionantes de belleza y dolor. Arde Sebastobol, ardía el 41. Explotan submarinos de centenas de millones de dólares. Dos tiranos enanos se reúnen en Vladivostok, recurro a las páginas de The Accidental Anarchist y analizo que en aquella Rusia corrupta e inhábil nada cambió en cien años. Las luces del Rostov ardiendo para mí son de cumpleaños. Era, en ese libro, 1905 en la memoria de Jacob Marateck, 1914 en Solzhenitsin. En los lagos que jamás descansaron de sangre, ya fuera livonia, teutónica, polaca, rusa, lituana y a ratos tártara, mugen los bisontes europeos desde muy dentro de la floresta oscura, la misma que Ludendorff quiere talar a plenitud para ganar. El 2018 proyecté un viaje que no se realizó porque Natalia Aleksandrovna prefirió quedarse en Vinnytsia, entre tranvía y café. Zamosc y Lublín se retrajeron en la sombra. El bosque durmió, solo insectos brillosos volaban por él.

 

Abrí pausado las páginas de un libro pero no leí. La brisa del parque Shevchenko tomó el tiempo, horas que transcurrieron llanas. Mis botas se relajaron, saboreé un chocolate. Un perro negro aparecía y huía del panorama con pasmosa velocidad. Hoy, mientras acomodo objetos en la maleta, se suceden instantes en que estaba allí, mirando indignado el nombre de Petliura en una calle, o dejando pasar uno y otro vagón de tren antes de que se alejara del aire el aroma de sardinas portuguesas tostadas a la parrilla en Porto. Envuelvo en trapos y plásticos botellas de ron previendo la fiesta. Compraré vino californiano en Miami antes de abordar el avión. Envuelvo en papel de diario preciosos vasos de cerveza que jamás llevaré. Acciones que aunque sé vanas me obligan a contar los dedos, a que ayer estaba en París y después hervía la blanca sopa marinera en el puerto de Arica. Los erizos eran de intenso carmesí. Mantequillas danesas y germanas untaban el pan francés. Ayer anduve por heridos recovecos de Tarata y hoy Ekaterina me sostiene la mano para no perderme en el laberinto de espejos. En Jarkov. Etta James y Woody Guthrie. Mandolina y acordeón, tubos musicales del desierto australiano, elefantes de Namibia.

 

Invocación y hechizo. Cuenta Daniel el día pasado que llamaban a los malos espíritus para acelerar la fanfarria. Nunca aparecieron. Sugiero caminar por Providence, por Nueva Inglaterra en general a partir del crepúsculo. Buscar penumbra, no neón. Si lo sabrá Lovecraft. El mar de Maine se agita y en su fría agua es tenebroso. Hasta allí llegan los tiburones dormidos y antediluvianos desde Groenlandia, los que viven a mil metros por debajo, donde la única iluminación proviene de la viscosa cubierta de los calamares gigantes. Hasta ahora no he encontrado entre mis cosas escondidas un hermoso caparazón de nautilus, cáscara bella rojiblanca que me hace imaginar Melville, Stevenson. Quiero tenerlo encima de una biblioteca. Ya dejé mi antiguo sextante con Álex, mis dos sables hindúes con Maxi, mi libro de Samoa al fondo de una caja, me alejo de un mar que a decir verdad jamás se acercó. Cuánta de nuestra aproximación a mucho es tan solo literaria, pero, volvemos a la historia de Karl May que hablaba de apaches y choctaws que no observó.

 

Crónicas de los Cheyenne, de los “soldados-perro”; memorias siempre revisitadas del incomparable James Fenimore Cooper. Recordábamos en el cumpleaños de Ed, el 11  aciago de septiembre, nuestro viaje de 1990 a West Virginia, iniciándolo en Harpers Ferry. Tanto sucedió desde entonces. Aly viajaba todavía en brazos de Ganímedes y Emily habitaba el vientre de su madre. En esos olvidados e increíblemente hermosos caminos rurales pensé en Matewan, en la guerra social del carbón. Por supuesto. Norteamérica es íntima, yo no tengo el concepto de patria pero sí de cercanía. He vivido más tiempo en los Estados Unidos que en mi propia tierra. Todo o casi todo lo he escrito aquí. Cliza renacía en las ventanas que apuntaban a la avenida Peoria. Los algarrobos de Tiataco se rememoraban en medio del invierno que decoraba los árboles de cristal. Mis novelas y textos varios, los exabruptos contra el poder, el embrujo del amor, desde aquí. De Bolivia guardo recuerdos de tetas y chicha kulli, de bailes de moreno y diablos que con la careta semejan más altos de lo que son. Pero a tiempo de sentarse y con un dedo teclear historias fue aquí. De fondo cuecas, a menudo, o pan con queso, o entierros a ritmo de caballos. En las tardes, rememoro cuando escribía El señor don Rómulo, bajo el sol puma, el gentío cansino lleva a alguien a enterrar. Los abuelos detienen la vida en casa de la calle Lanza cuando suena el Ángelus.

 

Cada paso, cada escollo y caída, encuentro en esta búsqueda. Materia alimentando recuerdo. Tiro a la basura un mechón de cabellos negros que todavía, cuarenta años después, huelen a ti. Arrojo mínimos calzones al fuego a los que se les evaporó el halo. Son telas de color impresas, no traen piernas consigo. Destruyo fetiches como hacía Francisco de Ávila en el Perú. Extirpador de idolatrías equivale a desfacedor de amores. Una a una registro y archivo a quienes fueron un nombre y cuya piel temblaba. De todos modos en estas postrimerías ni se acordarán de sí mismas. Vida cruel. Una máscara funeraria carga con ojos mustios. Un ibis de largo pico va a alzar vuelo por los últimos treinta y tres años. A dónde irá que no hay pantanos cerca. La Hidra, al mirarlo, ha convertido a un tucán en piedra negra. El pico rojo bien podría ser puñal asesino. Agarro una galleta de limón y la disuelvo en la boca. Trago de agua, Trago de sombra.

 

Las bandas resuenan como cincuenta años ha. Festejo, entorchados y serpentinas. Me doy cuenta que retorno, que las calles ya no tendrán esta miríada de vegetación ni la adustez en los muros. No estarán las hijas de fresca sonrisa ni el té nocturno en la terraza. Y sin embargo se mueve. E pur si muove. Lo sé.

14/09/2023


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Fotografía: CFC/834 North Clarkson Street, número 1

 

 

Wednesday, September 6, 2023

Magia en Takoma Park


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El amor, mientras de fondo el coro góspel negro de la iglesia vecina canta Nobody's Fault but Mine. Nos hemos despertado apenas, a las nueve. Esta noche no trabajé en el mercado, olvidé berenjenas y peras dulces y me insumí en tu piel de mantel donde crece una mancha de tinta. Hicimos, los dos, un arlequín, piso de baldosas entremezcladas, una blanca, otra negra. Siempre que escucho a The Blind Boys of Alabama me acuerdo de ti. Y cuando no los escucho también me acuerdo. ¿Cómo no? De aquel fervor salieron dos gajos hijas, pensantes volcanes cubiertos de margaritas.

 

El metro va deteniéndose cansino. Desde la estación arriba veo tu abrigo negro, largo, de cazador australiano. Tus ojos claros, borrosos, dormidos. Ven, dices, y bufo como tren en la ventisca que llega desde Washington DC. Luego bailamos un vals peruano, por llamar así aquello que sudaba, o guajira; cueca no, no de Andes y apachetas, de valle de ciruelas moradas y duraznos amarillos. La ventana daba a regular oscuridad, los ojos de la vecina se pegaban al vidrio en asombro. Al despegarlos, sus pupilas quedaban atrapadas, coladas, hasta que caían lentas y rotas como lágrimas. Descansas el cabello rojo, parece un pincel de Vincent, mies del sur. Duermo. Sueño que parte el vagón. Corro colina arriba, miro por encima del hombro. Tu abrigo vuela, cóndor de Maryland, busca, busca, pero no soy oveja que vayas a devorar. Despierto y tropiezo con un hombro albo, cirio de iglesia. Arde, ardes, y derrites las sábanas, devoras la almohada, se crea un agujero en el piso del segundo por el que nos escurrimos hasta la cocina que huele a chiles retostados. Sonríes y preguntas si estoy mareado. Estás dividida en dos, una cerca y otra detrás del panorama, se diría Magritte con palidez flamenca. Mujer de cera, hembras de cera y cofia sobria. El banquero cuenta monedas y la mujer observa. Tropiezo con ojos azules, los tambores, varios, en ritmo, asoman la marinera a los pies, en Piura, Trujillo y Chiclayo; por qué, me pregunto, esta reminiscencia del Perú. Habito tu dormitorio, una geografía sin Lambayeque, será que después del sexo hemos hablado de la cuestión india y de Jung; de literatura chicana luego del segundo y al fin, cuando tres trae la sangre de los conductos internos quebrados, conversamos de Cervantes, del cine de Gus van Sant, de José María Arguedas. Dime qué día es. Será mañana, ayer que viene el domingo cuando vuelvo a verte y pido curiosearte de cerca. Rembrandt van Rijn, Chaïm Soutine, colores fuertes, selvas por las que bufan jabalíes hambrientos. Cierro los ojos y solo entonces caigo en cuenta que desperté.

 

¿Dónde estaba el año 50? Recordando con don Francisco Canaro en tango los tiempos viejos. Sentado en Miserere veo hojas caer, vetustas, otoño del sur. En Constitución, la vulva de la holandesa caía en chorros de salto de ángel, atravesaba pantalón de kaki y el ventilador tronando locomotora. Leo al Licántropo y a Charles Nodier, mis horas francesas. Hojeo hoy, dos mil veinte y tres, un diccionario anglo-japonés de 1890, con dibujos. Mínimo, miniatura, tal vez para japoneses marchando el año 4 del mil novecientos en Manchuria. Miro alrededor y contemplo imágenes inesperadas, oigo pasitos corredizos de la gente del bosque, pigmeos del Congo, arrastrando máscaras hechas de cabeza de gorila. Tigres en el manglar, exploradores congelados del Annapurna, casi helado de canela batido en cubeta de metal, a mano, por cochabambinas hacendosas y asesinas. Pues ¿dónde estaba? Con una pelirroja en Maryland y Virginia, yendo al subsuelo de la capital, a las vías del metro. Entonces no llegaba a Adams Morgan, tuvimos que caminar. Y toco la punta de tus dedos y creo en bisturís. La tarde comenzó de noche y desnudaste las piernas de álamo y con tu señal indicabas que existía otro camino de Santiago en donde no se permitían santos. Pones a tocar al Quintette du Hot Club de France, la divina mano momificada del Django. No lo conozco hasta el día aquel, Takoma Park debajo de la colina. Abrigo de alas de cuervo, yo con modestos jeans de mozo andino relocalizado a la urbe. Buenos  Aires en mi voz, el tío Guibert que era odesita si recuerdo bien, la pantera negra del zoológico que quise ver antes de morir. Estaba impregnado de Salgari como de una mononucleosis que confundieron con leucemia y fallecía inmediato. Quince años tenía y no elegiría a Borges si la opción contraria era el ébano felino. Pues me despediría con las piedras musgúmedas de una prisión animal. Mi muerte no sería de alfanje ni en Mompracem pero también me sentí ocelote de la selva cerca de casa, jaguarundí de pelaje sombrío, ni para decir que faltaría épica. No morí, escuchaba a los africanos cantar loas a dios mientras descendía la boca del zipper hasta donde lo permitirían el sueño y la adicción.

 

El tío Jorge Soriano Badani baila milonga en salto triple.

 

Amigos en fiesta, para ti mamita, la cumbia colegiala, Talacocha en manos de platilleros en el yermo de Aroma, allí donde pereció España. Cuando reposamos y las arañas han salido a cultivar los techos: Paco Ibáñez, de Jaén y andaluces, de torres lorquianas donde vive la muerte, de malas reputaciones que rememoramos pegados al muro de la iglesia entre arbustos y ni Jesú lo ve, otra vez. Takoma Park, allí termina el metropolitano línea roja, lo sé porque lo tomo a diario hasta que te secuestro en casa y te encadeno siete años a una cama sin patas. O, al fotografiarme con un Léger detrás, invocaste el hechizo que me atrapó a tus muslos para una merecida pena. Cualquier cosa, todas las quejas y la única que no, la inmensa de las hijas bellísimas, dos soles con que se inicia el mundo, helechos gigantes de mentada paz. Ellas nadan sobre las aguas, son verbo que crea, mano que inventa. Nada ocurre, todo parece del tiempo del poder de las flores aunque no sea así. Unas páginas de Ginsberg ayudan. Siempre me acuerdo, no necesito las voces de los ciegos cantores de Alabama, no los penitentes de Ingmar Bergman. Necesito un vaso de agua para acallar el desierto en la garganta, el áspid, la víbora de cuernos que se me atravesó y me obliga al hambre.

 

Siempre me acuerdo. Takoma Park a las cinco de la tarde. Luego largo intervalo y despertamos a las nueve y pregunto tu nombre y pregunto si tu cabello está pintado al óleo. No he sido buen observador para hacer preguntas tontas. Debí haberme dado cuenta que eras toda de rojo, igualita a aquel cuadro de Otto Dix pero sin vestido. Hurgo en mi alma, según hacía Pasternak, los recuerdos se acumulan; el tuyo es carmesí, de candela diría. O de ceibo.

06/09/2023

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Imagen: Egon Schiele/Pelirroja con medias negras, 1917