Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El amor, mientras de fondo el coro góspel negro de la iglesia vecina canta Nobody's Fault but Mine. Nos hemos despertado apenas, a las nueve. Esta noche no trabajé en el mercado, olvidé berenjenas y peras dulces y me insumí en tu piel de mantel donde crece una mancha de tinta. Hicimos, los dos, un arlequín, piso de baldosas entremezcladas, una blanca, otra negra. Siempre que escucho a The Blind Boys of Alabama me acuerdo de ti. Y cuando no los escucho también me acuerdo. ¿Cómo no? De aquel fervor salieron dos gajos hijas, pensantes volcanes cubiertos de margaritas.
El metro va
deteniéndose cansino. Desde la estación arriba veo tu abrigo negro, largo, de
cazador australiano. Tus ojos claros, borrosos, dormidos. Ven, dices, y bufo como
tren en la ventisca que llega desde Washington DC. Luego bailamos un vals
peruano, por llamar así aquello que sudaba, o guajira; cueca no, no de Andes y
apachetas, de valle de ciruelas moradas y duraznos amarillos. La ventana daba a
regular oscuridad, los ojos de la vecina se pegaban al vidrio en asombro. Al
despegarlos, sus pupilas quedaban atrapadas, coladas, hasta que caían lentas y
rotas como lágrimas. Descansas el cabello rojo, parece un pincel de Vincent,
mies del sur. Duermo. Sueño que parte el vagón. Corro colina arriba, miro por
encima del hombro. Tu abrigo vuela, cóndor de Maryland, busca, busca, pero no
soy oveja que vayas a devorar. Despierto y tropiezo con un hombro albo, cirio
de iglesia. Arde, ardes, y derrites las sábanas, devoras la almohada, se crea
un agujero en el piso del segundo por el que nos escurrimos hasta la cocina que
huele a chiles retostados. Sonríes y preguntas si estoy mareado. Estás dividida
en dos, una cerca y otra detrás del panorama, se diría Magritte con palidez
flamenca. Mujer de cera, hembras de cera y cofia sobria. El banquero cuenta
monedas y la mujer observa. Tropiezo con ojos azules, los tambores, varios, en
ritmo, asoman la marinera a los pies, en Piura, Trujillo y Chiclayo; por qué,
me pregunto, esta reminiscencia del Perú. Habito tu dormitorio, una geografía
sin Lambayeque, será que después del sexo hemos hablado de la cuestión india y
de Jung; de literatura chicana luego del segundo y al fin, cuando tres trae la
sangre de los conductos internos quebrados, conversamos de Cervantes, del cine
de Gus van Sant, de José María Arguedas. Dime qué día es. Será mañana, ayer que
viene el domingo cuando vuelvo a verte y pido curiosearte de cerca. Rembrandt
van Rijn, Chaïm Soutine, colores fuertes, selvas por las que bufan jabalíes
hambrientos. Cierro los ojos y solo entonces caigo en cuenta que desperté.
¿Dónde
estaba el año 50? Recordando con don Francisco Canaro en tango los tiempos
viejos. Sentado en Miserere veo hojas caer, vetustas, otoño del sur. En Constitución,
la vulva de la holandesa caía en chorros de salto de ángel, atravesaba pantalón
de kaki y el ventilador tronando locomotora. Leo al Licántropo y a Charles
Nodier, mis horas francesas. Hojeo hoy, dos mil veinte y tres, un diccionario
anglo-japonés de 1890, con dibujos. Mínimo, miniatura, tal vez para japoneses
marchando el año 4 del mil novecientos en Manchuria. Miro alrededor y contemplo
imágenes inesperadas, oigo pasitos corredizos de la gente del bosque, pigmeos
del Congo, arrastrando máscaras hechas de cabeza de gorila. Tigres en el
manglar, exploradores congelados del Annapurna, casi helado de canela batido en
cubeta de metal, a mano, por cochabambinas hacendosas y asesinas. Pues ¿dónde
estaba? Con una pelirroja en Maryland y Virginia, yendo al subsuelo de la
capital, a las vías del metro. Entonces no llegaba a Adams Morgan, tuvimos que
caminar. Y toco la punta de tus dedos y creo en bisturís. La tarde comenzó de
noche y desnudaste las piernas de álamo y con tu señal indicabas que existía
otro camino de Santiago en donde no se permitían santos. Pones a tocar al Quintette
du Hot Club de France, la divina mano momificada del Django. No lo conozco
hasta el día aquel, Takoma Park debajo de la colina. Abrigo de alas de cuervo,
yo con modestos jeans de mozo andino relocalizado a la urbe. Buenos Aires en mi voz, el tío Guibert que era
odesita si recuerdo bien, la pantera negra del zoológico que quise ver antes de
morir. Estaba impregnado de Salgari como de una mononucleosis que confundieron
con leucemia y fallecía inmediato. Quince años tenía y no elegiría a Borges si
la opción contraria era el ébano felino. Pues me despediría con las piedras
musgúmedas de una prisión animal. Mi muerte no sería de alfanje ni en Mompracem
pero también me sentí ocelote de la selva cerca de casa, jaguarundí de pelaje
sombrío, ni para decir que faltaría épica. No morí, escuchaba a los africanos
cantar loas a dios mientras descendía la boca del zipper hasta donde lo
permitirían el sueño y la adicción.
El tío
Jorge Soriano Badani baila milonga en salto triple.
Amigos en
fiesta, para ti mamita, la cumbia colegiala, Talacocha en manos de platilleros en el yermo de Aroma, allí donde
pereció España. Cuando reposamos y las arañas han salido a cultivar los techos:
Paco Ibáñez, de Jaén y andaluces, de torres lorquianas donde vive la muerte, de
malas reputaciones que rememoramos pegados al muro de la iglesia entre arbustos
y ni Jesú lo ve, otra vez. Takoma Park, allí termina el metropolitano línea
roja, lo sé porque lo tomo a diario hasta que te secuestro en casa y te
encadeno siete años a una cama sin patas. O, al fotografiarme con un Léger
detrás, invocaste el hechizo que me atrapó a tus muslos para una merecida pena.
Cualquier cosa, todas las quejas y la única que no, la inmensa de las hijas
bellísimas, dos soles con que se inicia el mundo, helechos gigantes de mentada
paz. Ellas nadan sobre las aguas, son verbo que crea, mano que inventa. Nada
ocurre, todo parece del tiempo del poder de las flores aunque no sea así. Unas
páginas de Ginsberg ayudan. Siempre me acuerdo, no necesito las voces de los
ciegos cantores de Alabama, no los penitentes de Ingmar Bergman. Necesito un
vaso de agua para acallar el desierto en la garganta, el áspid, la víbora de
cuernos que se me atravesó y me obliga al hambre.
Siempre me
acuerdo. Takoma Park a las cinco de la tarde. Luego largo intervalo y
despertamos a las nueve y pregunto tu nombre y pregunto si tu cabello está
pintado al óleo. No he sido buen observador para hacer preguntas tontas. Debí
haberme dado cuenta que eras toda de rojo, igualita a aquel cuadro de Otto Dix
pero sin vestido. Hurgo en mi alma, según hacía Pasternak, los recuerdos se
acumulan; el tuyo es carmesí, de candela diría. O de ceibo.
06/09/2023
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Imagen: Egon Schiele/Pelirroja con medias negras, 1917
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