Sunday, July 30, 2017

La Paz de Miguel Sánchez-Ostiz, los carajos y los petardos

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Chuquiago, deriva de La Paz (Editorial 3600)

“¿Cuándo, carajo? ¡Ahora, carajo!”, de ahí el título de este artículo, de las interminables movilizaciones, del movimiento y la permanente estática. Subiendo, bajando, en peregrinación y búsqueda; en inercia. Multitudes y olores. Pis y fritanga. Pajpakus y ladrones, contrabandistas. Poetas suicidas y el vientre indescifrable de la ciudad que no se ve, estómago que deglute, sombra que caga. San Francisco. Gente, en olas; gente que desaparece sin rastro y menos gloria, que quizá se eternice en el mentado misterio, mitad racista mitad esotérico, de que los aymaras ponen cuerpos, vivos o fríos, en los cimientos de las edificaciones que se multiplican, en aras de la insaciable boca antigua que dicen india pero que más parece simbiosis de terrores de todas las razas entremezcladas. Villa de ritos.

Mientras tanto cae bien un chicharrón en las afueras de los aluviales bordes de Pampahasi, con camote y papa humeante, y llajua fuerte rozando fuego, mirando a lo lejos la garganta de Uta Pulpera, la de los autoinmolantes, similar en lo macabro al bosque japonés de Aokigahara, allí donde la vida no vale nada.

Comienza el libro con un epígrafe de Sáenz, de la Piedra imán. Sáenz que va a trashumar estas páginas, igual que Viscarra, y Arturo Borda para un casi epílogo de vellos erizados, con bagaje de oscuridades y versos soberbios, con la casaca formada de retazos que tenía Mariano Baptista en su oficina, y que vi yo, mucho después, en una silla donde una modista (supongo) la reparaba. El saco de Sáenz, el que todavía visten, a veces, los k'epiris del mercado Calatayud de Cochabamba, sus aparapitas.

Cronista, Sánchez-Ostiz, de una muy vieja escuela que vino adosada a los caballos y la espada. Que destruyó mientras enamoraba las piedras sacrificadas. Que se quedó aunque se fuera. Por eso van nueve veces que el también poeta recurre a La Paz como al éxtasis de su calma, al calorcillo tan humano, febril y hasta hediondo, de un mundo que jamás fue vencido, que se ajustó a las nuevas condiciones que la historia exigía y moldeó a su invasor a su gusto y semejanza. Hay poderes más profundos que el poder de mandar, son aquellos del alma, del embrujo imposible de aliviar. El gran escritor navarro ya no puede vivir lejos de sus coqueras, de las mesas con hechizos, de la sospecha de las bocas innombrables de la ciudad colonial, de los lazarillos, que terminan siendo amigos, que vapulean sus sentidos en excursiones intensas. Sahumerios que atraviesan espejos, líneas borradas, ni tiempo ni distancia y, en paradoja, la convicción de presente y pasado sin siquiera mirar hacia el futuro.

En la belleza del Baztan (ese mismo de los Goyeneche), en su Navarra natal, el escritor extraña el río subterráneo de La Paz, recuerda la riada, el ekeko, los platillos carnavalescos debajo del puente Abaroa, los diablos y los Kjarkas borrachos cantando la noche entera en el piso de arriba, lo que le induce a decir melancólico: “debí subir”. Debió, debió, porque el frenesí boliviano ya es suyo, porque su identidad va más allá de los papeles, de policías y fronteras. Pertenece a los sartenes de las cocineras del Lanza, el Merlán, a yatiris y reciris, a ciegos que leen en plomo derretido su nave ya encallada a orillas del lago. De huaquero pasó a huacorretrato. De allí no se puede salir.

¿Es La Paz la ciudad de la incoherencia? Pregunta que me hago yo, no el autor. También me pregunto si no es este el libro más importante que se ha escrito sobre la ciudad, de no ficción aunque ficticias parecen las situaciones y los seres. En realidad no importa. Lo que sí aseguro es que no son páginas de extranjero, de fotógrafo, de gringo con ánimo perdonavidas. Miguel Sánchez-Ostiz recorre sus memorias con infatigable afecto; los hijos de los que él habla, a veces materiales y otras ilusiones, esperpentos, enanos, beldades y flores no lo inquietan ni en la peor de sus fealdades o méritos. Se ha sentado a recordar y en su recuerdo a amar. No es Malcolm Lowry en trágica inmolación ante lo mexicano, más bien Eisenstein, si conciben la diferencia.

Tugurio de La Muerte, el Bocaisapo, El Lido. Insondables y míticos. Leyenda de oscuridad que desnuda el autor; la entiende pero no la persigue como fin, como estampa turística o “maldita”. La narra según la vio, la oyó, percibió. La Paz es esa vieja que en el cementerio de La Llamita arranca pingajos de una tumba y se los guarda (necrofagia saenciana), mientras refleja rosado al Illimani, el perfecto achachila.

Ciudad de entrañas. El indio y España hundidos en el mismo hoyo, empiernados por eternidad, sin comprenderse pero amantes que se odian y sin el otro no pueden vivir. No necesitan siquiera parir mestizos: ya el aire es mestizo, azul radiante.

Aparte de la muchedumbre enmascarada, hierática o carcajeante del pueblo está la otra ciudad tirada al sur. O al centro, en cafés y tertulia. Anota el navarro nombres prominentes que moldean su espíritu, que hablan de ella e intentan calificarla, explicarla. Digo en la contratapa que de los paceños el que se busque aquí, en esta amplia crónica paceña, ha de seguro encontrarse, desde Armando Soriano leyendo sonetos, hasta el poeta músico Pablo Mendieta Paz, Jaime Nisttahuz, Mariano Baptista, Juan Recacoechea, Adolfo Cárdenas, el arquitecto Juan Carlos Calderón, Humberto Quino, Fernando Molina, los prohombres de la casa de Alberto Crespo Rodas, H.C.F. Mansilla, René Arze, los hermanos Enrique y Ramón Rocha Monroy, Beatriz Rossells, Cingolani, Edgar Arandia, Gastón Ugalde, tantos otros. Y Ricardo García Camacho, amigo y guía, poeta en este viaje al principio de la noche.
25/07/17

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Publicado en TENDENCIAS (LA RAZÓN/La Paz), 30/07/2017

Fotografía 1: Fernando Trocca, de su blog personal
Fotografía 2: EL DIARIO

Friday, July 28, 2017

Api/MADRID-COCHABAMBA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Sin parar, radio y televisor envían información sobre Gaza y Donetsk. Muertos y muertos en el fin del mundo. Víctimas sacrificiales en la pira del poder.

Me he sentado con un café en la mano. Escribo con un solo dedo en el ordenador y me doy cuenta de que estoy perdiendo la vista. El índice tiene un ojo que busca las letras, sabe dónde están, pero si esta mirada se nubla, la cosa cambia. Los errores en la página hablan de que hoy en mi vida hay más pasado que presente, y caben preguntas acerca de cuánto futuro.

El televisor suena a explosión. A Shklovski le gustaba escuchar las bombas rodando en las callejas de piedra de Ucrania. Pero este sonido no es música, por más abstracción que haga. Hace calor. La tarde está despejada. Se oyen niños chapoteando en la piscina. Pasa una mujer rubia, con un mínimo traje de baño negro. Piel blanca debajo de tela oscura, delicias del contraste.

Contraste. Tres cuartos de un alargado vaso de vidrio barato están llenos de api morado. Humea. Contra todo pronóstico, el vidrio resiste el calor. Importa que la bebida se vea, sobre todo cuando la casera echa un chorro de api blanco en el otro. Se forman meandros, volutas de humo, fumar es un placer genial, sensual, fumando espero a la que tanto quiero. El api se sosiega. Basta un mínimo de enfriamiento para que adquiera placidez de lava muerta.

Lo acerco a los labios. Bebo.

Al lado, es de noche, siete u ocho de la noche en Cochabamba, la mole del convento de carmelitas descalzas le pone fondo goyesco al panorama. Una escena de principios del siglo XIX, imaginándome los fusilados del dos de mayo ahora que truena la guerra en la pantalla de la habitación donde duerme Ligia. Algunos mendigos adormilados, recostándose en el portón de la iglesia, con clavos de quince centímetros. Las caseras conversando entre ellas, riendo, ofreciendo y cobrando. En una penumbra casi tétrica por la mole religiosa y el edificio republicano del colegio Bolivia, liceo de señoritas, enfrente.

Ecuador esquina Baptista, cuarenta años atrás.

Bicicletas obreras pasan con atados de ropa y herramientas en la parrilla. Hoces para los jardineros, y talegos para las ramas y el pasto. Un azadón que sobresale de una arpillera. Gente que saca tepes de las orillas muertas del Rocha, para venderlos a los patios de los ricos, de la mínima clase media que boquea como pejerrey en mesa antes del cuchillo.

En las mañanas, las empleadas de las monjas venden deliciosa tostada, refresco de maíz que huele a pies y que sabe a gloria. O agua de la vida, dicen que con extracto de pétalos que las encerradas cultivan en su jardín, donde el único hombre que entra es el sol, y la única razón de vivir, fuera de Cristo redentor, está en pecar.

Las vendedoras de api tienen rastros en las baldosas del piso, en la pared de roca labrada. Oscuridades que hablan de cuerpos apoyados y sudados, día tras día, noche tras noche. Vasos sucios, trapos mugrientos, salivas, mocos que se limpian en la pared, meos de borracho cuando las últimas luces del api se han extinguido y quedan perros hambrientos y sedientos hombres.

Once años tenía yo. Y ya era rutinario, tanto como para desde la Santiváñez subir por la plaza principal hasta la Baptista, dos cuadras y detenerme al ritual del api diario, lunes a viernes, gracias al ahorro de no tomar taxis quinienteros y volver a casa a pie luego de las clases de francés. Ici, la Place D’Italie.

Quien diría que veinte años después no dejaría de ordenar apis mezclados; a veces rojo puro, o blanco puro, en los intervalos del coito a la intemperie, de los voyeurs de la calle Ecuador, de los valiums tragados y el sexo oral sabor a champaña Valdivieso. ¿Mezclado, patrón? Rojo, patrona.



El cuerpo de Francine parecía un fantasma en la oscuridad. Tenía que tocarlo para no asustarme y creer que vivía en pesadilla. Decía la gente que sus ojos eran como soles y hasta ahora no he visto soles azules. Aunque sí, hace un día, en las explosiones de la franja de Gaza cuando el sol se juntó con humos y la muerte gritaba con la vehemencia del caballo de Guernica. El árbol vasco arde. Arde el árbol palestino, el judío. A mis once años tomaba api y leía a Gogol. Tomaba api con Gogol en las rodillas. Api carmesí color de sangre, api blanco color de piernas de Francine. Sus pezones rosa lucían como decoración navideña de un chopo derribado. Sonreía, y el champaña chorreaba del balcón de la Ecuador y se escurría a través de Cochabamba cada vez mayor. Primero por la avenida San Martín, luego por la Bolívar, bajando la Nataniel Aguirre, desviándose en San Sebastián donde lo veían pasar los presos. Hasta que se hundía en la Serpiente Negra, la cloaca del culo universal, al sur, con fauces de dientes cariados y aliento a chicha.

Las piernas de Francine colgaban del balcón. Magritte las pintaba desde la casa de enfrente. Detrás de su vulva oscura y sigilosa, ponía un vaso de humeante bebida andina, llena de recovecos y cincunloquios.

Api.

Api y pasteles. Api y buñuelos.

Empanadas y api. Cochabamba que se esmera en las delicias de la carne, picantes a veces como en llauchas paceñas, o dulces en las figurillas de almendra que vendían las clarisas, encerradas también, no tanto como las carmelitas, y con zapatos, no descalzas como sus compañeras ni como los pobres.

Francine despertaba y quería ir al mercado. Desayuno de api y pasteles espolvoreados con azúcar impalpable. Resaltaba su piel entre la indiada, entre nosotros que nacimos cobrizos, marrones, rojizos, de carne tersa y brillosa acotaba la inglesa, de carne no trémula sino sólida, casi de caballo de carga o de galgo corredor.

Siempre íbamos los domingos, cuando el amanecer desnuda las falencias del sueño, las minucias del vicio y las desgracias del amor. En mesas largas, comunes, donde la “gringuita” era atendida de manera tan suave y gentil a diferencia del desdén con que nos servían, indios de mierda, borrachos, perdidos.



La memoria semeja también un viaje al fin del mundo, a veces pesado y atroz como las guerras que se desarrollan tan lejos y que retumban este sábado desde muy temprano hasta ahora en que el café se ha terminado y casi ciego busco por unos anteojos para saber si lo que escribí sirve o lo uso de servilleta.

Mucho hay que recordar y grabar para que no se pierda, una suerte de archivo personal. Rescatar pasos que llevaban a sitios donde se cultiva el recuerdo. Por lo general, para eternizarlos, se necesita aromas, sabores. El api en particular rememora la lengua francesa, los literatos rusos y las delicias inglesas, junto a particularidades de la mixturada raza que me escogió y la peor aún mestiza confusión de las culturas. Para bien o para mal, depende con qué ángulo se mire, con fish eye o con gran angular. No solo ajustar el obturador; pensarlo antes.



Magritte retrataba sus muslos, corría el pincel por los largos pies sajones y estremecía la paleta cuando llegaba a la entrepierna, donde un tumulto de ébano se enroscaba alrededor de alguna tiniebla carmesí, color de api.
19/07/14

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, CARTOGRAFÍA DEL DESASTRE, Editorial 3600 (Bolivia), 2015; Lupercalia (España), 2016 

Imágenes:
René Magritte
Api con buñuelos

Tuesday, July 25, 2017

Los Estados Unidos del Tercer Mundo/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Algo ha ocurrido. David Remnick en el último número del NEW YORKER (julio 24) dice que las aventuras de la familia Trump recuerdan las de la familia Corleone, la de El Padrino de Coppola y que la reunión de Donald Trump Jr. con los rusos hace que a este se lo compare con el más débil de aquellos sicilianos, con Fredo. Remnick asegura que es una comparación injusta para Fredo.

Dejemos de lado la brutal, asesina, política exterior norteamericana y volvamos, como inmigrantes, a los Estados Unidos de Bill Clinton, años de bonanza, de amabilidad que me hacía escribir entonces que no había tropezado en mi novel estadía con un norteamericano que no se desviviera por ayudarme, por mostrarme cómo sacar boletos para el metropolitano, explicarme dónde quedaba la galería Corcoran y señalarme mis derechos de trabajador. Puede que siga, pero no de manera generalizada como entonces. Ahora hay profusión de banderas, ceños fruncidos, obvio rechazo al español, miradas de soslayo, insultos, agresividad, calumnia.

Cierto que el detonante fue el presidente negro, ni nombrarlo necesito, que comenzó como ejemplo y luego hizo trastabillar los valores que se creían firmes en una sociedad que había pasado por lo peor en cuanto a racismo y discriminación. Un negro mandando excedió los límites. Si bien cincuenta por ciento de la población lucha por preservar aquello, el resto trata de hundirlo en la memoria a través de la intimidación, del bullying hacia las minorías, de la ostentación armada y del uso indiscriminado de falsedades para justificar la “nueva América”.

A pesar de que la base social que entronizó a Trump es trabajadora, de blancos empobrecidos o camino de serlo, sus defensores se cuentan también entre graduados de Harvard y gente de élite que ha visto en este fenómeno la posibilidad de enriquecerse y de perpetuarse en situación de poder. Escuchando a los defensores de Trump, uno puede cerrar los ojos e imaginar que está en Venezuela, que los que hablan no son doctores en leyes sino sindicateros que adoran a Evo Morales. No en vano, fuera del lavado de dinero, los negocios ilícitos, los videos porno que atenazan al presidente norteamericano a las rodillas de Vladimir Putin, el nacionalsocialismo está en abierta campaña de destrucción de esa Norteamérica abierta y, en su momento, generosa.

Bannon, Kushner, Flynn, son nombres de una orgía de barbarie cuyo fin, todavía no se ha especificado pero que es obvio: el secuestro de los Estados Unidos por la familia Trump y sus asociados económicos, los rusos en primera fila, luego los sauditas, los chinos y cualquiera que tenga a bien poner monedas al erario familiar del magnate y al suyo propio.

Donald I, emperador, amenaza de boca afuera a Venezuela, al enloquecido chofer Nicolás Maduro; sin embargo, en el fondo de la olla están los negocios de compra de bonos venezolanos por Goldman Sachs (con muchos de sus ex empleados en el gabinete) a precios super convenientes. Plata que sostiene al dictador en Caracas y que multiplica las ganancias de los banqueros de Wall Street, esos mismos que el presidente atacaba en sus falsas promesas. Como Trump es utilitario a Putin, Maduro lo es a Trump y el círculo vicioso, sangriento, prosigue.

Hace muy poco se nombró al nuevo director de Comunicaciones de la Casa Blanca. El domingo habló por televisión y fue tal exhibición de lameculismo que recordé el oprobio de García Linera, Suxo, Surco, Moldiz, la extensa lista de lambiscones del panorama boliviano. Pensé ¿Qué hace que un tipo rico, graduado de la mejor universidad del mundo haga genuflexiones hacia alguien que intelectualmente no es siquiera igual? No es asunto ideológico. Aquí lo que se ha declarado es una acción de pillaje, de expolio, desmembramiento sin siquiera pensar en las consecuencias. Estados Unidos se preciaba de su alto concepto (errado muchísimas veces) de Patria. Poco había valido en el mercado; bastó un mercachifle traidor para cuestionarlo.
24/07/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 25/07/2017

Monday, July 24, 2017

Los cañonazos del presidente

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Un amigo “postea” en Facebook al eterno futbolero, Evo Morales, estrellando la pelota en dos milicos en la inauguración de un estadio. El encabezado nombra los “cañonazos” del presidente y no puedo dejar de pensar en Álvaro Obregón, que siendo cabrón tuvo logros notables en el área social –lo que lo diferencia-, y que afirmaba que no existía general que resistiera un “cañonazo de 50.000 pesos”. Sabemos bien que los generales son como meretrices y que los hay de todo precio y ni necesitan libreta de salubridad en oposición a aquellas santas.

El video del hecho dura 56 segundos y no debiera para nada llamarnos la atención. Pero los autócratas tipo Morales, Trump, Maduro, viven del chisme, del espectáculo, por detestable y prosaico que sea. El elemento vital de su mandato no está en sus logros sino en cuánto se habla de ellos en persona. Esta acción del pelotazo a los dos soldados o es completa estupidez o fue calculada. No había espacio hacia donde patear sino hacia el cielo, pero el engendro tiró con fuerza desbocada sin siquiera mirar. Al final quién puede decirle algo. Si hubiera, iría de reo de inmediato por subversión. En eso andamos, y Venezuela y los Estados Unidos, en manos, pies en este caso concreto, de cretinos esquizoides y vanidosos de opereta. Detrás de la en apariencia no dramática situación está la fuerza armada, esa que aguanta cañonazos hasta de centavos y que amenaza con matar y mata. Con semejante decorado pues a carnavalear a gusto, sobre todo en países como el nuestro que carecen de esa violencia, a ratos llamémosla hombría, de hombres que solucionaban los asuntos de estado, cuando correspondía, a tiros y rectificaban la historia… para bien y para mal, según lo hacían en México.

Triste destino el de América Latina. Se combatió hasta el pírrico triunfo que trajo las democracias (porque así le interesaba a EUA). Nos liberamos de los milicos en teoría y siguen vivitos como recién nacidos. En ellos se dirime el futuro de las naciones. Venezuela llega al centenar de muertos y la hojarasca ni se mueve. Ahí les tiran cañonazos mayores, cierto. Morales resiste gracias al apoyo de las armas. Sin ellas vuelve a ser un latapuku más de las innumerables bandas nacionales. La paz pasa por tanques y aviones de guerra: nunca los dejamos atrás; y los generales lo saben y aprovechan. Si tienen que desfilar con ponchos y machetes, ora pues; si con adargas o alpargatas, también. Son los asalariados del vicio y lo disfrutan. Que reciban de cuando en cuando un patadón inadvertido o se agachen a amarrar zapatos de amo, no cuesta, han sido entrenados para ello, para ser caniches de colitas cortadas y cuerpo trasquilado. Pero no solo actúan de sirvientes sino también de amos. Reconocen su poder, Morales depende de ellos. La humillación que se ejercita sobre la institución es poco precio a pagar en realidad.

Las oposiciones los tientan con minucias, con honor y constitucionalidad. Obvian la personalidad institucional de los lacayos que están expuestos al mejor postor, como en exhibición agrícola de terneras y mulas. En estas condiciones pareciera que los autócratas se aseguran eternidad. Felizmente existen otros factores, muy superiores a la avarienta molicie militar, que pueden volcar las opciones. Semejan estar lejos, todavía, pero observemos cómo el payaso de Ecuador salió en la cumbre de su dominio y ahora anda refugiado entre gringos que se suponía consideraba enemigos, entre imperiales que le sobarán el lomo de marrano como a cualquier otro empleado. Se creyó dios y resultó que era chico de los mandados.

A recibir sin gloria pelotas y pelotudos, que para eso son tutelares y obedientes, si algo significa.
17/07/17

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Publicado en ADELANTE BOLIVIA, 20/07/2017

Sunday, July 23, 2017

El Pambelé de Alberto Salcedo Ramos

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Recuerdo ese diciembre del 71 cuando, pegados a Radio Nacional, escuchábamos, mi padre, Armando y yo, la victoria de Nicolino Locche sobre Kid Pambelé. La cercanía con Argentina nos tenía parcializados y festejamos de acuerdo. Pambelé lo noquearía el 73. No dispongo memoria de la fecha. Era diciembre, lo sé porque amenazaba la Navidad, que a los once años que eran los míos guardaba caricias.

El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé ha sido mi único, y formidable, acercamiento a Alberto Salcedo Ramos. No diré que basta ni sobra, sino que fue lo necesario para conocer a un escritor, periodista, de mucha talla. Esta crónica sobre la vida del más grande boxeador que tuvo Colombia es una obra maestra, en periodismo y en literatura. Siguiendo la gran tradición norteamericana de la crónica, Salcedo Ramos presenta en este libro la imagen de Antonio Cervantes, Kid Pambelé, bajo la multifacética mirada del tiempo, la multitud y la distancia, rica en verbo mas escasa en retórica, tratando de descubrir la verdad fuera del sortilegio literario, consiguiendo, sin embargo, algo que excede aquello que consideramos periodismo y que se adentra en la escritura como forma artística, aun exenta de vericuetos, tropos y metáforas. Una parábola, lo dicen por ahí en el libro, fue lo que creó, profundamente humana y con sonrisas en medio del más feroz drama, aquel que hace caer al individuo de cima a sima, el mismo artificio, quizá inevitable, que desbarrancó a Lucifer. “Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo”, le hace a este decir Milton y, aunque no se mencione, podría atribuirse al pegador que sigue viviendo en la ilusión de su grandeza pero se maneja a la perfección, y hasta goza, en el submundo del averno. Permanece campeón para siempre, siendo la única forma de lograrlo en la invención que trae consigo el desastre, en la creatividad superviviente del fin. Son notas personales, no del autor.

Se afirma que el periodista, cronista, narrador de prensa, debe mantener una impoluta relación con sus personajes. Quizá esto vale para el reportaje inmediato, en el que no debe contar la subjetividad del relator para contar los hechos tales y como son, los protagonistas sin máscara; pero encuentro en esta notable obra colombiana no subjetividad pero sí alta empatía. Más que perceptible, siento, la relación de Salcedo con Cervantes, a pesar de que quiere el primero exprimir los detalles que sostengan un relato verosímil. Como un hombre de más de cincuenta –tal vez la edad tenga de todos modos su peso- yo sí pongo mi alta dosis subjetiva y leo en las páginas lo que quiero leer con tres décadas al menos de nostalgia. Por eso considero a El oro y la oscuridad libro más cercano a la literatura que a otra cosa. No discrepo con la información bien desarrollada ni con su cronología; no dudo en que lo dicho sea verdad, pero es que el estilo da para más, da para creerse uno mismo una historia que de tan rica parece ficticia, o parábola, según anotamos antes, o mito. O es que el personaje tiene, incluso en su más desvencijada humanidad y miseria, el porte y el talante de un héroe antiguo, un Prometeo reacio a ser encadenado y que sufre al mismo tiempo la calma como la borrasca.

En algún momento el personaje se rebela contra el autor y lo encara. Prueba de que estas son notas de sangre y piel.

Cuenta Salcedo Ramos lo que contara a su vez el presidente Betancur: que llegado García Márquez a un agasajo, alguien dijo que llegaba “el hombre más importante de Colombia”, a lo que Gabo respondió: “¿Dónde está Pambelé?”

Nacido Antonio Cervantes en San Basilio de Palenque, tierra de comida y baile como no hace mucho fue festejada en el mundo. De color. Su nombre suena en cumbias y vallenatos (“Palenque, la tierra linda de Pambelé”). Gozaba, Pambelé, con el escritor y lo azuzaba para que terminase “su” libro. Un volumen dedicado exclusivamente a su persona y su gloria –que de lado habría él seguro de dejar lo penoso del descenso-, el climax urgente de una vida que de sufrir se fue a gozar y que de gozar cayó al abismo sin al parecer darse cuenta de ello el afectado. De algún modo, Alberto Salcedo Ramos, hasta narrando la infinitud de la desgracia luego de la bonanza, ha fundido en hierro un Kid Pambelé intocable, indestructible. Páginas con un dejo de bíblicas, maestras, entusiastas y generosas. El personaje en su laberinto, y con él el pintor-cronista, ese apóstol del infierno para alegría nuestra.
19/07/17

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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 23/07/2017

Saturday, July 22, 2017

Ellicott City/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Jenny me lleva cerca de Baltimore, quiere mostrarme un hondo valle donde crece un pueblo de piedra. Ellicott City, falansterio igualitario del siglo XIX. En él se reunieron hombres con ideas de sociedad justa, de vida compartida.

Piedras negras se levantan sobre la roca de las colinas. Un molino gira todavía, aunque ya no estén los puros ni exista igualdad. Monumento histórico, Ellicott City pervive la leyenda de América, la extensa tierra-albergue de la humanidad. Así pensaron los iguales, metidos en el valle bajo que se inunda cuando llueve y crece el río.

Ciudad de artesanos, apacible y  bella y perfecta. Entre los árboles, el lugar parece un lienzo verde con dispersos puntos negros y rayas negras, las casas y las calles.

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Publicado en OPINIÓN (Cochabamba), 29/01/1992


Monday, July 17, 2017

DANIELA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

“Por eso pasé de largo, detenerme para qué, de poco vale un paisano sin caballo y en Montiel”, dice la milonga de Atahualpa Yupanqui. Pasé por Montiel, en un caballo de fierro, cuando el tiempo era de gastados pantalones de mezclilla, y tampoco valía yo mucho, casi nada. Un paisano me dejó una bolsa con milanesas preparadas: tome, amigo, para que le alcance el viaje. Luego amaneció Buenos Aires, un puerto de bruma donde busqué, sin encontrarlos, los colores de Benito Quinquela Martín. Europa era una obsesión, Marsella, y la intentamos en El Callao como en el sur, al oriente en Santos de lengua extraña. Era una obsesión y se convirtió en ruina. Retornamos a las ajadas calles de Cochabamba; atravesamos la plaza 14 de Septiembre al amanecer. Estudiantes universitarios caminan en círculos preparando los exámenes; un borracho orina en la columna de los héroes; violáceos policías de civil contaban que en Bolivia la ley era para quien podía; garrote para el resto.

Chino me dijo que G. estaba tirando con Y. La pena se ahogó.

Después USA y las casualidades. Judith y Jennifer, y Karen y Chris. Dos matrimonios, diez abandonos. Bastaría para mandar a la muerte al solitario pero seguí por el camino del coito que es la ruta más simple del amor.

En el lago Balatón, de esa Hungría de poetas menores que amaba Borges, Daniela rema en kayak. Desnuda en el sol y una botella de vino. Budapest es sobria y hasta sombría. El lago, lo opuesto. Baja, descansa, se recuesta. El vino que queda se calienta, hierve, y toma color más oscuro, casi de orín. Entre sus piernas pelos de carmesí furioso, que contrastan con la blancura judeolituana que sabe tan antigua como la primera Torá. Transpira. Gotas que si no fuesen cristalinas llamaríamos perladas siguiendo el lugar común. Miro una en particular, que nace en el bosque de corteza roja y desciende buscando la sombra de la caverna. No llega porque la bebo. Tengo sed; la tristeza me produjo sed y la sed deseo y el deseo arenas revolcadas y mi sexo entrelazado al suyo siamés. De nosotros no nacen hijos. Esto viene a ser placer gratuito, pastel de colores sepias mi sangre que llega de la montaña fría, y rojiblanca tú, Daniela, con aroma de entre alerce y abedul. Eyaculo en ti, me muero, me duermo pensando en Esenin. Y te dejo cayéndome por inercia igual a si se hubiese roto un puente colgante y los escombros llenaran el río.

Guerra de dos mundos. Encuentro. Unión y desfase. Remas en el Balatón y revuelves mi café con crema entre las paredes de un cafetín ilusorio de tan hermoso, en Pest. No pareces la misma y sin embargo esas pecas que te crecen justo arriba del matorral en tu vientre abajo me dicen que sí, que no me engañas, que quien cuenta de las desventuras de los rom y canta canciones que solloza la raza, y aquella que pone una rosa ante su vulva, que no lleva calzón pero sí blusa amarilla y corta falda negra, sentada en un hotel de Belgrado, también.

Escribo sobre ti, te digo, y claro que he de cuidarme de un esposo celoso que quiere adueñarse del pretérito y del futuro, lo entiendo. Otras me lo han dicho, me han escrito cartas secretas que borre la memoria suya de mis manos, de mi boca y de mi miembro. Y aunque los lavo, echo jabón, creolina, ácido, alcohol blanco y demás, nada puedo hacer cuando cierro los ojos y recuerdo, y partes de mi cuerpo se activan independientemente de las otras. No soy perfecto, lo sabes. Y lo saben esas que creen que unas letras dibujadas en caligrafía bastan para romper hechizos. Nunca lo nuestro fue objetivo, ni contigo ni con nadie. Rictus de burla hacia el destino, careta de festejo chino, dragón de mil colas y que venga lo que viniere que otra cosa aparte de morir no ha de quedarme ya pronto.

Pero, perdona, te dejé en la silla de Belgrado y no regresé por ti. La rosa se puso mustia y tu sexo rojo. Y me arrepiento de no haberme arrodillado y recitado un ora pro nobis en el altar de la sangre.
13/07/17

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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Sucre), 17/07/2017


Imagen: Egon Schiele

Tuesday, July 11, 2017

La Era Trump: la sensación de la muerte/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hará unos dos meses, yo que trabajo de noche, tengo la sensación de peligro alrededor. Aclaremos: siempre supe, y vi, que el norteamericano medio es fisgón y denunciante. Se los educa dentro del estado policial con ribetes democráticos. Por tanto viven atentos, “ojo al charque”, para prestar servicio al Estado y cantar lo más que puedan en su mejor tono.  Ahí ya un punto en contra para cualquier desfase de lo socialmente esperado. O soltarse, como bien narraba Octavio Paz, en una forma de rebelión brutal ante lo establecido. Pero ese acto individual, solitario, con o sin bagaje ideológico, tiende a perderse y dejar paso al desencadenamiento general de la violencia de acuerdo a las nuevas normas (ya escondidas antes pero hoy abiertas) en la Era Trump, el paraíso de las armas en manos de civiles, la inimaginable locura de que los maestros de escuela primaria o los ayudantes de guardería puedan cargar revólveres en la cintura, retornando a su mítico Oeste, a la no bien comprendida dinámica que confunde épica con asesinato, valor con abuso.

Si hay dos palabras que definen a los Estados Unidos estas son sospecha y miedo. Solo el pánico puede inducir a la gente a pertrecharse para la guerra del fin del mundo, con un frente vaporoso que comienza justo afuera de la propiedad personal y se extiende hasta las montañas afganas o Somalia. Lo peor es que hay un discurso justificante que aprenden como el Credo y las disculpas del caso luego de haber eliminado a alguien que sospecharon quería dañarlos. Las leyes de defensa personal permiten atrocidades cuando el victimario asegura haberse sentido en riesgo. Y en riesgo se sienten las 24 horas del día, los siete días y los doce meses. Receta para desastre.

Vivo en USA desde 1989 y nunca vi lo de ahora. En su momento escribí acerca de la sociedad amable, colaboradora. Un mal insecto parece haberlos infectado y las apariencias de entonces fueron parte de lo que el viento se llevó. Han resurgido, iguales a máscaras de Ensor, los rostros hinchados de los linchadores de negros, de los que quemaban mexicanos en pueblos de frontera; de los que arrebataban tierras y violentaban indígenas. Se despliegan banderas. La yanqui, que representaba al norte, casi casi ya se convirtió en la de la Secesión. Guarda el mismo espíritu.

La patria anda suelta y armada. El Otro ve reducirse el espacio donde suele respirar. Al gringo solícito que se desvivía por indicarte la mejor manera de llegar a un punto equis cuando se lo preguntabas, lo ha suplantado un embanderado aterrorizado y con el dedo en el gatillo. En mi oficina el jefe anda con un revólver en el costado y una pistola apuntándole a los huevos. La constitución los protege ¿pero quién protege a aquel que siente que sus derechos son vulnerados ante una silente intimidación como esa? Los “padres de la patria” lo permitieron en un espacio y un tiempo distintos, pero ¿quién le explica a un “cuello rojo”, trumpista por afición e imbécil por nacimiento, que las circunstancias históricas eran otras? Qué atropello a la razón, decía Discépolo, y no había visto el espanto del futuro en una nación que se preciaba de justa y tolerante.

Soy moreno, llevo barba, dos situaciones de peligro per se. Andan los cazadores al acecho, dispuestos a cobrar presa, que la guerra que inició Bush se ha desbocado y corren los jinetes del apóstol Juan sin ton ni son. Hay un guía “espiritual”, el tonto Trump, pero la desbandada ha de excederlo. Pasa de ser una calculada jugada al estilo nazi para convertirse en caos que en su momento no se podrá controlar. Hay otra Norteamérica que lo sabe y que trata por cualquier medio legal de ponerle coto. Creo que ya es tarde y que el mal alumbró una época de sangrientos oscuros tintes.
10/07/17


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 11/07/2017

Sunday, July 9, 2017

QUINUERA, de Ariel Soto. La fascinación del color, el rito, y el dinero como hacedor de retornos

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Un afiche grande de Quinuera todavía duerme en un galpón de la calle Ecuador en Cochabamba. Lo olvidamos cuando nos conocimos con Ariel y nos emborrachamos tanto que el cine pasó a ser detalle añadido de una inmensa y colectiva ficción de alcohol.

Muestro a mis hijas desde el automóvil plantas y les digo que es quinua salvaje, en Denver. Parece al menos, o de la misma familia. Luego están las granjas en el valle de San Luis, Colorado, y una historia de al menos dos variedades creadas en laboratorio universitario, dicen, y patentadas como locales. Se habló de robo cultural. Aun así, en los Safeway o Whole Foods de esta región montañosa, la quinua que se vende muestra a Bolivia como lugar de origen.

Usan quinua para hacer vodka, y ya me extiendo fuera de las fronteras continentales de América. En cacerolas con carne y en mínimos, y minimalistas, platos gourmet. La vendía yo, en 1992, en un delicatesen que tuve en Lakewood, que fue ciudad de Golda Meir. Lo único que sabía preparar con la receta de mi abuela, de los arcanos aymaras de Inquisivi y Ayopaya: ch'aqe de quinua. Cuando los clientes probaban la sopa, volvían; ni idea tenían de qué se trataba. Preguntaban “¿qué son esas cosas como gusanitos?”. Hoy la quinua, “quinoa” en su más suave pronunciación chilena, que es la que ha pegado, es un lujo exigido a aquellos que se precien de pertenecer a la élite del nuevo futuro.

Entonces comienza el director a filmar en Alota, villorrio de la provincia Enrique Baldivieso (Potosí), bien metida como una cuña en Nor Lípez. Otro mundo. Las tomas de paisaje son largas; no se miden las distancias. Asoman nevados como pezones lácteos o cerros pelados al fondo de un paisaje lunar. La gente de Alota no se apresura. El porvenir para ellos existe en calidad de ganancia de lo que pueden producir. Sin embargo, eso no alterará sus vidas significativamente. La dinámica es otra. El cura y productor de quinua del lugar toma su bicicleta y se adentra en la pampa. El individualismo recalcitrante y vanidoso de los que en Occidente pueden pagarse el lujo de consumirla (es cara) pareciera diluirse acá. Están los de siempre y los que retornan. Uno emigra porque está caído y es una redención volver, encontrar en el punto de partida lo que se fue a buscar y casi seguro nunca existió afuera. Y el uno es aquí colectivo, con lo bueno y lo malo que de ello resulte. Se trabaja en conjunto, se aporta en grupo, se discute y decide en muchedumbre. Se festeja, sacrifica, alcoholiza y llora en multitud. La quinua crece impávida. Verde aquí, ora en plantitas osadas ante el frío o en penachos enterrados de un color descollante en el yermo. Más tarde, cuando la quinua se seque y comience a desgajarse, los verdes cambian a ocres, amarillos, sepias, morados, violetas, púrpuras, rojos, rosados, azules, negros. Como un paisaje pintado por Signac. Hermoso… y muy solo. Los hombres cortan, cosechan, hacen trilla con las ruedas de una camioneta, arrojan al viento el polvo y recolectan la semilla. El documental de Soto cuenta historias humanas, tres con una primaria, familiares, porque de eso se trata, de la vuelta a la esencia, a los valores culturales, a la identidad que exige padres y vástagos. Eso logra el proyecto de un beneficio a ganar, de dinero que transforma la tristeza en alegría y la miseria en ventaja. No está mal, y no lo juzga el documentalista tampoco, dorar la terrestre necesidad de sobrevivir con cierta ideología que hable de ancestros, religiones, partidos o creencias. Que todo no sea tan nimio como un par de monedas, como treinta denarios…

El retorno al origen tiene que buscar su propia retórica. Difícil reconocer que da uno marcha atrás porque se equivocó, no sabía o no hubo oportunidad para el sosiego, la bonanza, la paz pudiente y contante. Lo ideal es hacerlo porque de pronto allí donde no había nada, o lo había y no valía, algo ha adquirido notoriedad y precio. Nadie deja su casa de simple cansancio. Aunque a veces. Así la quinua que de milenario rito y alimento, por gusto de gringos, pasó a ser senda que permite vivir, adelantar, y quizá de la bicicleta saltar a la moto y rompiendo escalas. Porque en medio del misticismo ancestral penetra inmisericorde la modernidad. Gracias al duro trabajo, a los incansables días de cava, siembra, cosecha, augurio de lluvia, sequía o lo que fuere de la gente del altiplano, al rictus amargo o la sonrisa, a la apuesta total de alto riesgo, al vasito de alcohol vertido sobre el terrón, en Norteamérica y Europa bellas muchachas de pantalón corto y blusa pegada a las tetas corren sudorosas a tomar un néctar de quinua y amaranto. Son felices. Les han dicho que el producto que consumen es “gentil” con quienes lo producen. Significa, a calzón quitado, que en lugar de un dólar les dan dos a los labriegos. Bueno, las jóvenes piensan ser parte de la revolución global y la gente lejos, en la tangente del aparato de consumo, mejora un poco.

Quinuera es un lujo de posibilidades y elucubraciones. A partir de la formidable fotografía y un sobrio guión al que sigue la cámara, Ariel Soto Paz ha soltado el velo del fin del mundo.
04/07/17

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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 09/07/2017

Tuesday, July 4, 2017

Chile, su selección de fútbol, el mar y el Trump orinoqueño/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Supongo, no me lo han dicho pero pondría mi mano al fuego a que sí, Evo Morales disfrutó del triunfo alemán en el partido de copa entre los campeones mundiales y los campeones de América. Ha sucedido otras veces, en las que el chauvinismo latinoamericano se ha volcado a favor de quien no debía: un encuentro mundialista entre, otra vez Alemania, y Argentina, donde el público mexicano casi cantaba Deutschland Über Alles (Alemania sobre todos y la pasión nazi). Cierto que los argentinos, hermosa tierra y hermosa gente a ratos, son insufribles, pero no se justifica.

Perdió Chile para desasosiego mío, que nunca he guardado rencor porque me quitaron el baño de sal y mar ni en casa se habló de patria, honor, ni se mencionaron grescas de arribistas políticos en ambos lados del Ande único. Perdió con huevos, sí, y será fervor machista o qué, pero me gustó que sudaran la derrota con el mismo ímpetu que lo hubiesen hecho en la victoria. No les quito mérito a los jugadores germanos que oficio y disciplina tienen y no necesitan matarse como nosotros. Será que les cuesta menos ganar el pan o que el pan sabe mejor cuando se lo come en confianza y seguros.

Tal vez Morales consideró este encuentro deportivo, con Chile supuestamente caído, como otra victoria en su famoso camino al Litoral. Les duele, a los del gobierno, no tener una salida marítima para exportar lo que mejor producimos en la sombra, aquello cuyos beneficios alcanzan a un gran porcentaje de la población de una manera u otra, en pequeñas cantidades por lo general, pero que va minando el futuro para arrojarnos a la incertidumbre primero y la tragedia después. En vano tratan los leguleyos bolivianos encabezados por un dócil señorito de dorar la píldora con juicios históricos y resarcimientos ilusorios para convencer a la turba ansiosa.

El asunto está basado en la deshonestidad, que si se diera en transar con sus sosías, los oligarcas chilenos, y llegar a arreglos que beneficien a las cúpulas, sea en plata o en concesiones como el libre paso de droga hacia el Pacífico (que ya existe y crece) lo harían con pronto olvido de las razones “patrias”. Bofetadas al “pueblo” es una de las razones del poder, de su ejercicio e impunidad. El señor Morales, afamado Trump sureño, es otro de los que conocen las tretas del negocio turbio, los escapes a la legalidad en beneficio propio, el meterle nomás porque así le hemos metido siempre y gusta al populacho. No escribió, como su gemelo norteamericano, un libro con instrucciones de cómo hacer arreglos, pero ha masterizado el asunto a base de puro instinto y escaso escrúpulo. Ante cualquiera de sus desmanes o arrebatos de estulticia desbocada, justo cuando la crítica acecha dispuesta a atacar, nos tira en remojo en la salobre Tocopilla, en la valiente Calama, y marcha con los mostrencos decorados de medallas y pullus alrededor del cuerpo gordinflón y militar. Ahí desfila el glorioso (y perdedor) ejército nacional como si fuese la entrada del circo en la misma Tocopilla (la de Jodorowsky, claro).

Pasó la copa. Rusia aguarda ahora el torneo mayor del fútbol. Vladimir Putin se viste de bailarina del Bolshoi mientras Donalito Trump le amarra las zapatillas. Ahí irá Evito Morales, sin la selección boliviana, a regodearse entre los poderosos a los que `pertenece, a los que imita, ensalza y desea. Para ello dejará de lado pretensiones marinas, barbas y abuelas de don Eduardo Abaroa; embarcará consigo algunos generales de opereta, edecanes, odaliscas y el consabido genio literario Alvarito, niño bueno y bonito sin pajarito.

La tarde de domingo ha caído. San Petersburgo, Kazán, la historia rusa. Imágenes que de reojo asoman mientras dura el encuentro entre Chile y Alemania. Se juega un partido, se practica un deporte. El mar del sur igual se revuelca contra las rocas, ajeno a la ambición y el Estado. Los amos creen ser más de lo que son: minucias.

03/07/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 04/07/2017

Imagen: Fotografía tomada de El Ciudadano

Monday, July 3, 2017

Los 9 del patíbulo

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

No vale la pena ni detallar lo sucedido. Bien sabemos, en Bolivia, cómo actúan ejército y aduana. Recuerdo aquel tren Villazón-Oruro lleno de funcionarios ebrios, con putas, exaccionando coimas de los pequeños comerciantes (que al final paga el consumidor), solo por el hecho de llevar un inmundo (literal y simbólico) uniforme o cierta identificación que los presentara como “servidores de la patria”.

Entonces, cuando Chile detiene a 9 tipos dentro de sus fronteras, no dudo en creerlo y que estaban dedicados al delito y no a la prosecución de justicia, caza de contrabandistas y actividades legales fantasmas, también. Ahora aparecen en televisión, con el consabido llanto andino, de hombres y mujeres por igual y en el mismo tono, reanimados para emprender de lleno, otra vez, la defensa de la patria. Esta pobre y triste palabra, que de tan vilipendiada carece de asidero, ocupa las bocas de los miembros de la recua gobernante como si fuese bolo de coca. Se la escupe cuando no sirve, verde y babosa al mejor estilo de Pachacutec Inca, dicen, y de una gloriosa tradición de más de cinco mil años de la otra etnia dominante que no dejó de rastro ni un tenedor, aceptando las apelaciones que dirían que un tenedor en las montañas del Ande poca utilidad tendría. Pero, vamos, algo. Rueda el bolo y se junta con otros bolos. Saliva masticada, deglutida, vomitada, casi casi la representación perfecta de lo que nos ocurre. Un desecho humeante, como mierda de perro.

Gritarán “chilenófilo”, “traidor”, o el Superman valluno que me insultó la otra vez cuando despellejé a la aullante hiena Montaño, tomará vuelo con su capa de mañazo y vendrá a darme castigo. Que lo hagan, ps, para lo que sirve. Que me alegré, y mucho, ayer, cuando Chile derrotó la vanidad de Cristiano Ronaldo y clasificó para la final de la Copa Confederaciones, cierto. Como debiésemos hacerlo todos. Finalmente si observamos los retratos de los jugadores del país vecino veremos que no son tan diferentes a nosotros. Incluso Alexis Sánchez, que creo viene de Calama, no dudo que más de pizca quechua y/o aymara tiene. Sus brazos son lampiños como los míos; su tamaño es de medio para abajo; fuerte y aguantador. Tíos suyos podrían estar arrastrando pesados carros de papa en el mercado Calatayud. Que Morales o la Bachelet digan lo contrario ni importa. En su momento, como dice Claude Michel Cluny, al igual que en África, las divisiones entre países en la región no tomaron en cuenta etnicidades y cortaron fraternidades a modo de comida, arbitrariamente. Que el río Loa dividía la Capitanía de Chile del Perú, no cabe duda, pero los que estábamos allí de siempre vivíamos entrelazados y, desde la Pax incaica, con relativa tranquilidad juntos, se olvidó.

Mi amigo Rolando Gamarra anotó en su cuenta en las redes sociales acerca de cómo se premiaba en Bolivia a los gañanes, en su acepción de patán, a los ladrones y etcéteras. Se condecora el crimen, mitifica el delito, santifica el estupro. Labrar la tierra o bruñir madera no son actividades que se precien ya. Mientras peor lo hagamos, más desconsiderados, abusivos, dobles y gamberros seamos, mejor. A seguir las instructivas del líder, a meterle nomás: la mano, el pito, el rodillazo, el hocico, donde sea, como sea y “auncuandosea”. ¡Viva mi patria Bolivia! Y vivan los héroes, 9, que están bien cerca de la docena, que así los parimos por acá, en montoncito.
29/06/17

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Publicado en ADELANTE BOLIVIA, 07/2017