Thursday, June 26, 2014

Apuntes de dentro de casa

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

"El hombre es el eje del mundo". Máximo Gorki

Las hileras de ladrillos viajan como trenes fantásticos, azorados en la tempestad. Lo doméstico de la mañana es plácido: barrer el piso, embadurnarlo con cera, activa mis brazos, sangres que van del cerebro al cielo.

Tu cama me oferta sus labios. Engullirla así, sola, no me pertenece. Tu cama no es cama sin piernas ni cabellera.

Alrededor, los muebles semejan un carnaval, un tiovivo. No podría, jamás podría, calzar anteojos grises y mirar tu órbita con el apagado lente de la melancolía. De un maravilloso borde de genio arrojo semillas de luz sobre tu rostro y el piso brilla bañado de ti. Y en la noche, cuando dicen que la vista tiene dones superfluos, escojo... como si fuese mediodía un lugar para besarte. Desbrozo los matorrales; la manta tendida de nuestra piel nos sirve humeante comida para proseguir...

(en la mañana, luego de lavar los platos)

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Publicado en NISPA-NINKU, 15/05/1986

Imagen: Dora Maar por Man Ray

Tuesday, June 24, 2014

¿Dónde están los quechuas?/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hace muchos años visité la Federación Campesina cerca de la plaza de San Sebastián, en Cochabamba. Quería conversar con un viejo compañero de universidad, Alejo Veliz, en aquel momento poderoso dirigente sindical. Alejo fue muy amable en recibirme, por encima de una multitud inquieta de gentes con demandas de agua, de tierras, cultivos, límites, disputas internas, familiares, sindicales, políticas. Parecía el purgatorio, o la antesala del infierno, a pesar de que la retórica, quizá con algún justificativo, retrataba esta promoción de las masas indígenas como un paso hacia el progreso.

Entonces, viéndolo, y contemplando la dinámica popular del instante, creí que existía una nación quechua, un fénix que se movía dentro del huevo con ánimos de recuperar, al menos nominalmente, la gloria de sus ancestros. No en vano este valle proveía al Cusco de maíz; no en vano sus habitantes originales, aymaras, habían sido sometidos para dar paso a un ente administrativo y militar muy superior a sus dispersos reyezuelos. En aquella federación de mil novecientos noventa y tantos se escuchaba hablar quechua, insultar quechua, llorar en quechua.

Hoy resulta obligatorio festejar el Año Aymara, creación de Choquehuanca, con el absurdo añadido de “y amazónico” que inventaron los astutos para englobar, de vista afuera, a los pueblos orientales. La aymarización está en marcha, y parece ser que la presa más fácil para un nuevo mestizaje será Santa Cruz. ¿Y los quechuas?, me pregunto, con sólidas muestras de su presencia cultural en el continente, ¿dónde están? Se los ve al lado del curaca, solícitos como sirvientes, aguantando el millón de años que dice tienen los aymaras, el pueblo elegido, el destinado a regir, a montarse encima de otros, a chicotear y a degollar perros, a obligar a hacer genuflexiones diarias mirando a Orinoca, la nueva Meca.

En los festejos de la soberbia aymara, la de dirigentes alojados en la verticalidad y violencia de sus instituciones ancestrales y sindicales, no entran los demás, a no ser en calidad de adictos. Pienso en los uru-chipayas, etnia minoritaria y condenada a su segura extinción, maltratada por esa misma soberbia aymara que los denomina como chullpa-puchu, desechos de la primera civilización humana, la de antes del sol, los vencidos de los vencidos, según Nathan Wachtel. Esta “escoria” no forma parte, ni puede formar, de la grandeza aymara, que va a barrer con ellos. Los uru-chipaya son tratados por los nuevos amos -retornando a la obra del antropólogo francés- con la misma saña con que a ellos los trataron los españoles.

Pero que viva el Gran Poder, que de aymara tiene poco, y es tremenda fiesta mestiza de adoración al becerro de oro, decorado con la sangrante piel del nazareno, crucificado para que las huestes de Baal festejen la lujuria, la riqueza, el poder de comprar, de presumir, de sobornar. Qué solo parece Cristo, muñeco de carey y barniz, entre sahumerios, masticado de coca, explotación racial y salarial, borrachera, ostentación, puterío con los maricas del gobierno bailando, y la pujante industria de la droga como auspiciadora y beneficiaria de tan grande circo.

Lo dicho, que viva el Gran Poder, con las raíces de los pueblos originarios perdiéndose para siempre en las patrañas imperialcapitalistas de Morales y sus huestes de sombríos iluminados.

¿Se habrá enterrado a los quechuas? Lo dudo. Tienen mayor peso que los cinco mil años que alegan los otros. Cargan en sí una estructura, sin decir que la dominación inca fuera cama de rosas y paraíso social. La idea no es el enfrentamiento étnico; eso se maneja así desde el Palacio Quemado. Pero, en primera instancia, para combatir el avasallamiento infame, hay que reivindicar las probadas glorias quechuas. No miente Guamán Poma en su retrato del aymara arrodillado ante soldados quechuas que le han quitado los ojos. Lo que hay que quitar ahora, y todos, es la venda de oprobio que nos han amarrado.
23/06/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 24/06/2014 

Sunday, June 22, 2014

Sexo

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Persianas verticales, así era la cárcel, acurrucado en un extremo -que había que comprar- para tomar minutos de sol.

Minutos de sombra, contigo. Te abres, te cierras, lalala, lalala, te diviertes. Miro, observo, estudio. ¿Caverna, fosa común? Adentro crecen los pinos, esos de hilillos puntiagudos y cortantes. Hay eco, acerco la oreja, pulo el oído. Me parece que entonan un misal de Arvo Pärt. Estiro la lengua con ojos cerrados, ansiando una hostia, un poquito de redención.

Pinos oscuros, grises, azules. Viaje al centro de la tierra.

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Dibujo: Hans Bellmer


Saturday, June 21, 2014

Martirio/MIRANDO DE ARRIBA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Algún alucinado lo llamó estadista, pero Evo Morales, a imagen y semejanza de su amo, Chávez, cabe simplemente bajo la descripción de veleidoso, megalómano, coqueto. No sé por qué, aún, no se larga a cantar corridos en televisión. Poco le importa que su vanidad termine con algo que, lejos del concepto de patria -que no me interesa-, implicaba un hogar: Bolivia.

Eludo caer en el juego de la derecha, que es la única que se beneficia con este gobierno, porque gracias a él el futuro estará en sus manos, y alimentar los miedos lógicos de la población a perder todo. Pero la posibilidad de destrucción es concreta y real.

Si existiese un verdadero concepto de revolución entre esta gente, se podrían comprender muchas cosas, pero lo único que se expone en esta patraña política de hoy es el ansia de notoriedad y lucro. Poco muestran de revolución los "ponchos rojos", remanentes de una brutal concepción de vida, altisonante y retrógrada. Como el Talibán afgano sueñan con una sociedad regida por el terror, donde no existan educación ni arte; solo que a diferencia del Talibán carecen de una tenaz estructura religiosa que les permita renacer.

Estos sicarios de la falsía, que no representan al mundo andino, mantienen como única ideología el alcohol, y el alcohol se  evapora. Ya el subcomandante Marcos, que aparte de poeta es perspicaz, dudaba en 2006 que en Bolivia existiese un poder popular. El problema es que Evo Morales digita y no mira, como desearía Marcos, hacia abajo para escuchar las voces del pueblo. Hace unos días el guerrillero afirmó que en Bolivia no ha cambiado nada, que el pobre pobre sigue. Marcos y el EZLN no asistieron a la toma de posesión de Morales, al alumbramiento del nuevo inca, con mesiánicas nubes que se abrían y rayos de luz cayendo sobre la cabeza del líder, mientras su grey, blancos e indígenas, observaba desde la sombra el fenómeno. Quién sabe, quizá no nos dimos todavía cuenta que Morales es Cristo redivivo, Cristo con sofisticada modista...

Grita Morales en la plaza Murillo: "Muerte a los yanquis". Los yanquis que odia, muchos los odian con razón, están ahí, a la vuelta de la esquina. Que no grite tanto y lo haga, si es sincero en su alharaca. Pura demagogia; pronto, el quisquilloso Linera irá a rogar a Washington que Estados Unidos mantenga las preferencias arancelarias. Allí, cuando lo reciben segundones del gobierno Bush -como siempre-, agacha la cabeza y es solícito mendicante.

"Martirio", porque me puse a recordar la cueca: "he vivido tolerando martirio..." ¿Hasta cuándo?

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Publicado en Opinión (Cochabamba), 12/2007

Imagen: Víctor Huerta Batista/La niña, 2007

Tuesday, June 17, 2014

Pinocho plurinacional/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Triste asociar al tierno personaje del cine de dibujos animados con los infelices que gobiernan. Pero es que se hizo popular desde su aparición en 1940, o en su versión literaria a fines del siglo XIX (Carlo Collodi), la imagen del mentiroso al que le va creciendo la nariz a medida que incurre más y mejor en el vicio. De ser esto cierto, los cabecillas de Bolivia, junto a eunucos y hetairas, habrían ya tendido aquel mítico puente de plata entre continentes con la nariz, que larga la deben de tener en el fango de sus actividades, públicas y encubiertas.

El de arriba no es un estadista sino una diva, rimbombante y farolera, deseosa -y ardorosa- de mostrar los coloridos portaligas que carga. Qué otra cosa se puede decir, no solo de uno, de los dos, si la actividad de casi una década de expolio al país se dora con carnestolendas y nimiedades de burdelescos ribetes. Será que el autoproclamado vencedor de Roma, es la reencarnación de Heliogábalo y de Calígula, o de Agripina y Julia, romanas de vulva fatídica, amén de otros personajes de las mil y una noches que se viven en el paraíso plurinacional, entre Sherezada y el sultán…

Lo último fue la Cumbre G77, de las mil ya iniciadas, inutilizadas, gastadas, secuestradas y anotadas en su haber. Para delirio de asnos bien forrados, que rebuznaban contrario antes y ahora mugen al unísono con sus antiguos sicarios, Santa Cruz fue decorada con serpentinas aymaras. Pronto ya le borrarán el nombre que huele demasiado a conquista y le colgará otro a propósito el canciller, agente secreto de la papalisa. Quienes comen billetes se persignan, porque de prostitución se trata.

Trajeron al delincuente Mugabe, aquel que no contradice el dicho de que si hay angelitos negros también los hay diablos. Mugabe, Castro, Morales, otros aurigas del fraude monumental que se ha montado en América, al lado de seudointeligentes como García que es bastante elemental, han firmado una declaración. Primer punto: erradicar la pobreza extrema. Nadie mejor que ellos, de manos audaces y hambrientos bolsillos, para explicar cómo hacerlo. El drama está en la imposibilidad de colectivizarlo, porque si bien hay suficiente para tomar, no tanto como para que lo hagamos todos. Hasta ser ladrón guarda aromas discriminatorios. Los otros puntos… retahíla condescendiente y repetitiva de los que crean fórmulas para jamás cumplirlas. Nada nuevo. ¿Para eso se derrochó? Es que en la real filosofía del tocador que vivimos, que no difiere de la del marqués de Sade, los corruptos danzan canciones de estupro y violación. Se disfrazan de jueces y anuncian eternidad para el pecado nefando que practican y pregonan, en el sexo o la política.

La inocente ovejita que balaba por los cerros, llamita de orejas teñidas y mirada lánguida, figura de historietas infantiles, ha ido transformándose en lobo, otra triste comparación. Vivir simplemente ha devenido en “vivir bien”, frase que esconde multitud de triquiñuelas y lecturas entre líneas y que encabezaba la foto en conjunto de los convocados en la G77. No está más el indito que pregonaba su miseria y su hambre, culpando a una sociedad injusta de ceguera congénita. Ya no, el pobrecito se ha vuelto emperador, duce, führer, y no se cansa de repetirlo, de admirarse a sí mismo ante el espejo que le instalaron, a la moda de la reina mala de Blanca Nieves y los siete enanos, incluso en su versión porno, que es brutalmente la más cercana a nosotros, aunque los adalides de la revolución quisieran que se mantuviese dentro de los extremos bobalicones y perfectos de Disneylandia.

Espero que haya un estadístico anotando, con calma y con conciencia, los desmanes; sobre todo los gastos que -al fin lo he comprendido- se dicen reservados porque los reservan para él.
16/06/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 17/06/2014

Thursday, June 12, 2014

Brasil-Croacia, el peor escenario


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

No soy agorero de la sal ni del café, ni tampoco sesudo estadístico que adivine, en cálculo de probabilidades, el resultado del primer encuentro del mundial brasilero. Solo guardo intuiciones, las más equivocadas, respecto a muchas cosas y, en esta, voy a echarme a un país encima, y a su presidenta que asume en su cuerpo el peso de sus convicciones políticas.

Apuesto a Croacia no por una historia o un tercer puesto en el pasado. Quizá ayuda la magnífica presencia deportiva que tenía en mi niñez Yugoslavia. Ni siquiera eso. O dos compañeras de curso de mi hermana María Renée, con apellidos terminados en “ić”, “c” con acento, por si acaso, cuyos cabellos brillaban como el sol de Dubrovnik y tenían ojos de lapislázuli eslavo. Mezcla de todo, de libido e historia, de geografía y nostalgia. Quien lo paga es Brasil, sin tocar Neymar la primera pelota ni David Luiz haber destrozado al primer dálmata que se atreviese a rondarlo. Simple y llana intuición, libre de prejuicios, a pesar de los ojazos de pestañas tan inolvidables como el mejor gol.

¿Qué sucedería si mi larga lengua bicéfala tiene razón? Faltan dos elementos para sentenciar a Brasil: no se juega en Maracaná y no está Obdulio. Pero son tan insondables los designios de los huesos que arrojan los chamanes a orillas del Congo, rumiando porque la suerte les depare la pesca de un pez-tigre, el devorador. Los huesecillos pueden caer de cualquier lado, son tan volátiles como las hojas de coca de los yatiris cercanos. Todos mienten, o saben mentir.

Croacia 1 a 0, digo, con el mundo entero vivando el jogo bonito y la bonita masacre. Veremos; pero, aclaro, no es que lo quiera ni lo consienta. Lo he soñado durmiendo en la tarde, que no es lo mismo que dormir de noche.
11/06/14

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Publicado en El Nacional (Tarija), 12/06/2014

Fotografía: Luka Modrić 

Wednesday, June 11, 2014

4000, de Alex Aillón Valverde

Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Algo muy personal... el mérito de 4000, esta joya de pronto aparecida y escrita por los fantasmas de Alex Aillón Valverde, me devolvió la poesía, desde esa tierna hasta la apestosa (huele a whisky). Aparte de ponerme pensativo, desnudo y en posición de mármol, como se retrata el pensar, me divirtió ¡cosa rara! porque hay versos divertidos, cínicos, que nada tienen que ver con la melancolía y sí con la burla, como cortas sentencias de Lichtenberg, juiciosas y sarcásticas. Un ecueco que precede al amor, un dealer muerto, una francesita que estaba buena... y más.

Prosa y verso. Péndulo ineludible, estas palabras, en Bolivia que se mece como niño en cuna, con máscara de diablo.

Aurora, 2014

Tuesday, June 10, 2014

Futboleros/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La fecha obliga, hay que hablar de fútbol. Comenzar, por ejemplo, con que al Apu, en Bolivia, a los cincuenta años y más cumplidos, los cambas en horrenda lambisconería, ficharon como jugador profesional. Que los venció (a los cambas), los venció, no hay duda. Tal vez aquellos pesimistas que afirman que todo hombre tiene precio no se equivocaron. Aunque cuesta generalizar, y cuesta agrupar a colectivos humanos bajo términos globalizantes muchas veces denigratorios, no le hallo otra forma, si esto hasta semeja un partido de pateapelotas donde alguna estrategia hizo que el contrario se pusiera de rodillas y, en lugar, de jugar, cometiera fellatio con su peor enemigo. Amaos los unos a los otros… resuena la voz de las iglesias en la infancia…

El nuevo contratado, de oficio presidente, no puede por supuesto estar presente en entrenamientos ni mezclarse con la chusma, de la que dice venir. Ya antes había contratado un entrenador particular para que en palacio le enseñe las suspicacias del chanfle y la contundencia del puntazo. Será que ponen bustos de egregios bolivianos frente a él, con un arco de opereta detrás, y practica una y otra vez el tiro libre para que le salga como a Maradona, porque como a Nelinho nunca. Eso era otra cosa. A cada patada caerán mostachos célebres o se rajarán calvas de los otrora notables. No importa, porque palacio es ahora, y de hoy para siempre, SU casa. Así lo determinaron los dioses de piedra cónica que se enterraban en las apachetas. Apañados por collas y cambas por igual. La paz reina en Berlín, decían los militares reaccionarios mientras asesinaban a Rosa Luxemburgo. La paz, qué más obvio, reina en La Paz, la Evo Pax, mejor que la Pax Augusta y la Pax Mongolica juntas.

El mundial de Brasil tiene mayor espectro: pertenece en esencia a la insigne camada de raterillos que se amontonan bajo las siglas del Socialismo del siglo XXI. Tendrá que ser del XXII, porque lo de este siglo ha fracasado con fragor; ni siquiera empezó. “La” Dilma se juega el puesto, que bajo juramento prometió conservar para el retorno del capo Lula. Pierde Brasil y el Maracanazo tendrá otras características, ya no solo la angustia ebria de un proletariado que se lamentaba hasta el amanecer del día siguiente en boliches de mala muerte (según cuenta Obdulio Varela a través de Osvaldo Soriano). No, no hay muro de lamentaciones ahora, hay que incendiar.

Evo Morales ha subyugado al mundo, no hay duda. Al de académicas que se ilusionan con una igualdad que detestarían de ocurrir. A románticos maricas de izquierda. Los adalides de la revolución, con muy pocas excepciones, son justamente lo contrario. Atizan la fogata para que de allí salga fortalecido el status quo, cualquiera que fuese, el de la verticalidad, el poder y la obediencia. Su pena, que lo acompañará a la tumba, es el vacío de la máquina de fax, a donde no le llega, ni le llegará, la invitación a un mundial. A pesar de que el de hoy les, como dije, pertenezca, y se apueste en él la política futura.

Mi cuñado Danilo, que solía llorar cuando perdía Brasil, hoy putea por teléfono y quiere, por sobre todas las cosas, que Brasil pierda. Lo entiendo. Viendo la maña y la saña de los gobernantes de izquierda de esta perdida América, yo también, a pesar de que me encantaría ver coronarse al Brasil, a la Argentina, a Ecuador y Chile, a Colombia. Nuestro placer no puede encandilar nuestro deseo. Con lo lindo que fuera ver a Neymar levantando la copa, a Messi haciendo lo mismo entre escupitajo y escupitajo, prefiero ver a los capangas, caciques, mayordomos y mayorales, salir aterrados de sus palacios, tratando de escapar de los grilletes que se han ganado con creces.
09/06/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 10/06/2014

Foto: Los Tiempos

Sunday, June 8, 2014

Tamayá


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Nuestro barrio, el P’ujru, la hoyada -para ponerlo en “cristiano”-, dio un par de futbolistas notables al deporte nacional. Crecidos entre inundaciones y familias enteras sacando tepes para detener la riada, forjaron carácter; entre mazamorras que bajaban del cerro con ritmo de banda militar, cortando casas como marraquetas, llenando el patio del colegio Maryknoll con cuarenta centímetros de lodo donde era divertido dejar huellas, a pesar de saber el castigo por arruinar los veintiúnicos zapatos, según suele referirse a la pobreza y la modestia sarcásticamente el pueblo.

Un par de zapatos al año. ¿Botines de fútbol, cachos?, ni soñar.

Horizonte de eucaliptos rodeaba las casas, justo afuera de las canchas auxiliares del estadio. Arena, lama fina y amarilla, en volutas de aire elevándose igual a danzantes, a la bella del libro de García Márquez, hoy fallecido. Cuando poco hay, magia sobra.

Gris muralla de concreto, de láminas prefabricadas y puestas una sobre otra en pilares a distancia de diez pasos entre sí. Donde terminaba el barrio comenzaba el estadio. El largo murallón extendido por un par de cuadras, terminando en la edificación del Félix Capriles, cuyas ovaciones nocturnas, en juegos de campeonato, se escuchaban en los lechos juveniles, mientras la luz de las torres daba un aura halógena y misteriosa a los sauces y molles de los jardines. Afuera, la lama, los eucaliptos gigantes de los que se derramaban piñones que servían como barquitos de fantasía para hacer carreras marítimas en las acequias de este pueblo sin mar. Sin nada, entonces.

Pared con ancha acera que protegían perrunos los cuidadores. “Cuidador” era palabra temida. Las canchas, verdes y bañadas con agua de cloaca, estaban prohibidas. Lo entiendo, se las reservaba para entrenamiento y ligas menores, pero los niños del barrio algo habrían de disfrutarlas. Pie de gato para subir al primero y mirar si el cancerbero no estaba cerca. Saltaba uno, saltaba el segundo, el tercero, y con suerte hasta cinco o seis hasta juntar un equipo. Desinflada pelota Estrela, brasilera, reemplazando los balones de cuero café, cosidos sus parches a mano, que usaban los profesionales, y que en ese mundo mezquino de la infancia era un oro tan brilloso como la Jules Rimet.

Pacientes, los niños aguardaban los días de juego, sábados o domingos, o fecha entre semana cuando entrenaba Wilstermann, al otro lado de la barda. Por el enrejado de un portón que se abría muy de cuando en cuando al paso de camiones, observaban la fiesta futbolera, plagada de olores a sándwich de chola, chicha kulli, mantas y awayos extendidos sobre el piso, con mixtura de cebolla, tomate y quesillo. Y papa, papa, papa. Estábamos en los Andes.

Aguardando en el exterior… Algún despistado wing, o mediocampista valluno de dura corteza cerebral, tiraba la pelota por encima del muro. Para eso las largas horas, para cogerla y salir disparados por la Lucas Mendoza de la Tapia, por la calle José Quintín Mendoza, correteados por un árbitro que exageraba con el pito y las cholas gritando: “rateros”. Si eso no es fiesta, carnaval, díganme qué. Cuando no se puede comprar algo, o semeja inalcanzable, hay que tomarlo. Una filosofía que podría hacerse política, y cuyas desviaciones y virtudes darían para escribir un libro. El P’ujru, lo repito, dio un par de seleccionados nacionales, directores técnicos, ministros, salidos de esa brega por la vida, de la profunda contemplación de los que tienen por los que no.



“Vamos a pichangear”: los amigos aparecen, con chores (short) cortos, y kits (zapatos de tenis). Poleras, medias normales, de las de escuela, ninguna gorra ni atuendo especial. Muchachos de barrio, entre los que, siendo menores y que luego se convertirían en celebridades, estaban los mencionados. Tal vez la escuela, calle Obispo Anaya bajando hasta el fondo, aglutinaba una masa bastante homogénea de vecinos, con lunares como judíos industriales y médicos, pero que por lo general se había ido levantando en los extramuros por el tesón de gente trabajadora, ni tanto proletaria, sino una clase al medio de pequeños empresarios, maestros y funcionarios públicos. Los hijos, cortados a medida de un barrio nuevo, modesto, construido en el límite donde la gran acequia marcaba el fin de la ciudad y el principio del campo, crecimos juntos, sin faltar reyertas de liderazgo entre los mayores, los que se ufanaban de y pregonaban haber tenido sexo.

El fútbol la mayor distracción; no la única porque en la distancia cruzando el canal existía un mundo vibrante de arácnidos, mariposas cohete, libélulas y bichos palo por si alguno se interesaba en la naturaleza. El fútbol, que se practicaba con pelotas robadas como narramos y ya desinfladas, e incluso otras juntadas de medias y telas rotas; las infaltables Estrela, de varios colores, de plástico o goma liviana, que inundaban mercados y navidades porque estaban al alcance de todos.



Pubertad. Debajo de los pantalones nacieron pelos. Eran oscuros y duros como las cerdas del chancho. Una y otra vez a mirarlos. Algo pasaba. Antes la piel era morena y lisa, más blanca que en los brazos porque vive atenazada en la cárcel del calzoncillo. Con los pelos vinieron afanes de lujo. Se desdeñaron las pelotitas de trapo. Cualquier sacrificio se hacía por calzar ahora no tenis comunes (North Star, de la Manaco, había aparecido con diseños modernos). A través de zapatillas deportivas, el P’ujru entraba en la modernidad. Por las noches las multitudes seguían atronando con sus goles estentóreos. La luz de las cuatro torres del estadio departamental, aunque la habían cambiado varias veces de blanca a amarilla y de amarilla a mortecina, seguía proyectando sombras chinescas en los jardines cada vez más vacíos de voces de chicos.

Cortaron los eucaliptos. Sobre la lama echaron alquitrán, pavimento. Lo que no se transformaba nunca eran las caras de perro de los cuidadores de las canchas auxiliares, a quienes se temía más que a Dios. Durante el juego se designaba al menos apto, o al más cojudo, para servir de guardia y mirar si venía o no el guardia a sacarnos. Había historias lúgubres de transgresores desaparecidos cuando los atrapaban. Era meterse con la Asociación de fútbol, con la Alcaldía, con el Estado. Porque, a qué mentir ya ahora, cuando no podíamos saltar el muro exterior, lo rompíamos. Y pasaban meses para que lo reconstruyeran. Mientras tanto nos escurríamos a hacer deporte y tirar penales a los inmensos arcos sin redes que daban a la avenida Juan de la Rosa.



En las pichangas, donde primero se hablaba de sexo, de culos y luego de Pelé y Limbert Cabrera, Cabrera Rivera porque había otro: Cabrera Buzett, se hicieron amistades y rencores. Pandillas conocidas, unas del barrio mismo, otras venidas, por el color de la piel y el atuendo, del sur, coincidían allí no solo por la diversión de jugar sino de ganar, de deslumbrarse unos a otros con habilidades que se escuchaban en la radio. La televisión no llegó hasta 1975, creo, e incluso así era un lujo. Ni pensar en tener dinero para entradas a los juegos del campeonato. Nosotros fuimos mimados, logramos ver a Colo Colo, a Nacional del Uruguay, a Sporting Cristal, al Palmeiras, a Portuguesa, a River Plate con Norberto Alonso. Ilusionándonos que alguna vez las pelotas que pateaban estos famosos clubes a las tribunas, como regalo a inicios del partido, nos llegasen a caer. Eran cometas blancos o marrones de efímera trayectoria.

Siempre lo mismo. Alineados, los extranjeros parecían seres portentosos de ultraespacio. Altos, grandes, fornidos, una cabeza por encima de los connacionales aplaudiendo al lado. Gladiadores contra eunucos, guerreros contra albañiles. Impresiones, no otra cosa. La rubia cabeza de Malbernat, que era pequeño, de Estudiantes de La Plata, correteando por el campo. El verdugo, Montero Castillo, uruguayo cuya fama de carnicero no opacaba su calidad de defensor, parado en la posición de cinco, diciendo que aquí no pasa ni Dios.



El reloj corrió sin prevenirnos. Parece una vida estática sin que lo fuera. Nos convertimos en estudiantes de secundaria, en universitarios, pero no dejamos de saltar paredes y jugar con contrarios, esta vez con pelota en serio. En un grupo que subía desde La Cancha, los mercados, estaba Tamayá, un alto y esmirriado mestizo de piernas delgadas y largas. Su apodo le venía por Tamayá Jiménez, el seleccionado boliviano, pero no se parecía a él. Se ganaba la vida estirando a lomo carros con ruedas metálicas cubiertas con trozos de llanta de auto, como abarcas rodantes, para caseras que compraban cargas de papa o bolsones de cebolla.

Siempre jugaba sin camisa. Costillas negras en pecho lampiño. Tenía estilo. Metía los goles, en arco de dos piedras que servían de eso, al estilo del delantero camba.

Jugaba descalzo.

Sus tobillos, al chocar con  ellos, sonaban como cascabeles y hacían revolcarse de dolor a los contrarios.

Jugaba sin zapatillas. No las tenía.

Cargaba, estiraba carros en el mercado. Era cargador, no futbolista. Le decían Tamayá, pero no era el famoso.

No habló. Nunca habló. Y no le gustaba perder. Cuando anochecía, porque jugábamos hasta que la penumbra tornábase insoportable, se insumía en la sombra camino del sur. Con una polera que seguro se pondría ya cuando nadie observaba que se acostaba a dormir entre las casetas metálicas de la Calatayud.


Me contaron una historia. Tamayá desapareció. No volvió a los duelos entre desconocidos que se conocían bien por tanta rivalidad.

Era una tarde. La selección haría prácticas dentro del estadio Capriles a puertas abiertas. Las puertas laterales, que siempre estaban cerradas, dejaron pasar el bus del equipo. Fueron bajando los nombres que entonces, cerca de las eliminatorias del mundial, contaban con el grande Tamayá Jiménez en sus filas.

Al descender fueron acariciados por la multitud ovacionante. Tamayá, el otro, se acercó afanoso, descalzo. Se hizo espacio con codos puntiagudos y olor de siglos. Los mejores de Bolivia sonreían; los más se apresuraban a escapar de las garras de la chusma. Bajó Jiménez, cuyo apodo se había extendido a uno cuya una distracción en vida perra era jugar pichangas y promocionar su nombre. “Tamayá, Tamayá”, gritaba el otrora mudo y suspicaz, tratando de llamar la tención de la estrella. Lo consiguió. Tamayá Jiménez giró hacia quien gritaba. Lo vio sin zapatos, torso desnudo, negro, de correosas costillas y cabello grasoso y desvió la mirada. Ni una sonrisa, ni un brillo de pupilas que agradecieran la devoción. Tamayá, el duro, el que podía arrastrar en su carro hasta veinte cargas de papa, se retrajo, dejó que la plebe lo avasallara, lo echase atrás.

No volvió. En los agachaditos, al amanecer, con canela mixturada con metanol, Tamayá, el otro, ya no escuchaba la radio. Los perros aullaban, lobos de basural.

Era su muerte.

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Relato incluido en la antología Domingos por la tarde, cuentos bolivianos de fútbol, EL CUERVO, Santa Cruz, mayo 2014

Imagen: Portada del libro 

Thursday, June 5, 2014

La difusa cronología de la comida


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Qué fascinante fenómeno transformó el coq a vin francés en el ckocko chuquisaqueño? Casi una historia de realismo mágico, que comienza con sangre y espada en Cajamarca, hablando del sur, y crece con naves cargadas de comida, gente que comía, y cultura gastronómica, escrita u oral, noble o popular. Por un lado; por el otro, los que esperaban, sufrían y/o contemplaban, con tradiciones propias, sabores, mitología en torno a los alimentos y multitud de productos y formas de cultivarlos abrumadores.

Hoy la gastronomía se ha convertido en un fenómeno cultural a escala mundial. Hay shows televisivos, seminarios, conferencias y más en donde la culinaria se liga tenazmente a otras manifestaciones de la cultura de cada pueblo. Ya no se presenta un plato como simplemente oferta comestible; detrás viene un historial magnífico y sorprendente que incluye no solo historia, sino geografía, etnografía, economía y sociología. Amén de leyendas e incluso religiones. Es el fenómeno cultural globalizado por excelencia y el comúnmente aceptado sin digresiones contrarias o a favor. Suele divertir ver sociedades racistas consumiendo con fruición la cocina de aquellos a quienes se detesta y denigra. La comida mexicana ha desplazado a la generalidad que se denomina como “comida americana”, que es en sí, también, un caldo de cultivo de herencias de todo tipo: judías, anglosajonas, germánicas, eslavas, latinas…

Beatriz Rossells Montalvo ha creado en “La gastronomía en Potosí y Charcas/Siglos XVIII, XIX y XX/En torno a la historia de la cocina boliviana”, un tratado que toca estos temas, particularizándolos en la región andina que ocupamos. Se vale para ello de algunos recetarios antiguos, coloniales y republicanos, desmenuzando la importancia de lo que crecía aquí con lo que venía de allá, la forma de mixturarlos para producir efecto, la desmitificación de unos y otros para quizá de manera inconsciente ir formando un mestizaje que no hizo más que enriquecer a todos.

España misma no era ajena a la influencia de los sabores foráneos. Nada existe de mayor dinamismo que la comida y un hecho histórico como la conquista, fuera de sus connotaciones violentas, no supuso, aunque tal vez lo hizo en su inicio, la eliminación de las costumbres alimentarias de los pueblos subyugados. A través de España fuimos nutriéndonos de otras culturas y sus singulares aproximaciones a la cocina, a la vez que -por la rica variedad de productos americanos- transformamos el panorama gastronómico del mundo moderno para siempre.

Estudia Beatriz Rossells en su larga introducción a las recetas de las señoras que las guardaron con cuidada caligrafía, el fenómeno de la transculturación, aculturación, adaptación e incluso lo que de imitado en las maneras de cocinar y qué cosas, hubo en la colonia y la naciente república de Bolivia, elitista y discriminadora a pesar de cierta retórica igualitaria, pero no inmune a la influencia india de los ingredientes nativos y su peculiar manera de emplearlos. Como si la cocina soslayara la grandilocuencia de los Estados y se infiltrara en silencio hasta lo más recóndito. Cuando se descubre su presencia es ya tarde, e incluso puede ser que hasta pase desapercibida. La historia de la cocina no es una de triunfos ni derrotas sino de mutuo aprendizaje y enriquecimiento. El sabor excede la trivialidad de los discursos.

Hay divisiones, sin embargo. Mientras más adinerada sea la sociedad o grupo humano, la acción de comer pasa a otro nivel. Al sabor se une la estética, y la competencia no radica ya únicamente en la calidad sino en la presencia. Lo opuesto ocurre en la culinaria popular, donde si bien prima lo sabroso, también lo hace el volumen. Factores económicos que influyen para que entre el jet-set una comida sea valorada según más diminuta y artísticamente elaborada sea, mientras que en la calle se prefiera lo rico, lo mayor y lo más condimentado. En estos tiempos de interés en comida saludable, van creándose nuevos parámetros de calificación. La inminencia de la muerte, ligada al deseo de perdurar y disfrutar de lo que se tiene, obliga a las clases pudientes a desdeñar el sabor en favor de posibles caminos para alargar la vida privándose de alimentos malsanos; en el lado opuesto, volvemos a lo mismo, no alcanza con el placer: se necesita energía para continuar trabajando; ella viene con la cantidad ingerida.

Vatel, o el gusto del rey (filme de Roland Joffé, 2000), explora las delicias del poder y la cocina en la Francia de Luis XIV. El señor de Condé encarga a su cocinero personal, Vatel, deslumbrar al monarca que viene a visitarlo para atraerlo a una guerra que espera iniciar. Es tal la parafernalia culinaria, la maestría en la elaboración y la capacidad artística, que Condé triunfa en su cometido. En la base de la vida humana está aquello que la aviva: comer. Saber manejar este arte conlleva algo mítico. El cocinero se convierte en una suerte de chamán. No es para menos ya que dispensa vida, y con vida, placer, alegría. La sazón nos diferencia en el reino animal, y es el que cocina, con hierbas, ungüentos y polvos, el responsable del embrujo.

Volviendo al magnífico libro de Beatriz, cuyo principal interés está en el preámbulo que explica los recetarios y digresiona en un extendido y erudito universo, nos sorprendemos que detrás de esta actividad rutinaria habita un mundo insospechado, uno que nos formó con herencias dispares. La comida es la memoria más sólida y la que nos identifica. Por encima de blasones, banderas y fronteras, nos sentimos afines a una región y a un pueblo en relación a su comida. Un olor puede traer de vuelta la infancia; un sabor, la nostalgia del origen. A pesar del mundo globalizado, discriminamos de manera inconsciente aquello que es “nuestro” en oposición a lo que no en la costumbre de comer.

La gastronomía en Potosí y Charcas, siglos XVIII, XIX y XX es una lectura gozosa, como afirma Miguel Sánchez-Ostiz en el prólogo a la tercera edición. Abundante y colorida. Venimos del maíz y la malanga, como del mugido de monstruosas reses y hozar de puercos. Del azafrán y del romero. Del airampo y del ají.

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Prólogo a la IV Edición de La gastronomía en Potosí y Charcas, siglos XVIII, XIX y XX/En torno a la historia de la cocina boliviana, de Beatriz Rossells. Junio, 2014

Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 10/06/2014

Imagen: Portada del libro

Tuesday, June 3, 2014

El Sindicato del crimen/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Así se llamó a la mafia en Norteamérica. No por veleidad periodística, sino porque era, y sigue siendo, una asociación para delinquir. Las circunstancias han cambiado: hoy todo se hace más rápido. Aviones, hasta submarinos, como relata el cronista Germán Castro Caicedo, han reemplazado esa casi parroquial figura italiana, no exenta de simpatía, que nos legó Francis Ford Coppola en El Padrino.

Imperios posibles al margen de la ley, pero teniendo a elementos del Estado en la boleta de pago, para alivianar las normas de seguridad, para protegerse y más. Jueces, policías, gobernadores trabajando a favor de su propia riqueza y entregando al resto de la ciudadanía a la voracidad de unos pocos.

Hoy el Sindicato, hablemos de América Latina, lo conforman gobiernos, que se sirven también del Estado para tejer hilos que semejan infinitos. El objetivo el mismo, con la adición de la enfermedad del poder absoluto, cosa que los mafiosi podían solo imaginar en escala reducida, tal vez una ciudad, un área, pero siempre con el peligro de que alguien honesto dentro del sistema apuntara contra ellos. Problema resuelto cuando ellos se convierten en el sistema habiéndose adueñado del poder y sus capacidades.

Con la bendición del voto, además, y la elección popular. La torta servida en bandeja de plata. Teniendo el control, hacen lo que quieran, compran a quien quieran y se deleitan tanto con la manipulación que les concede impunidad que deciden devenir eternos, permanecer de presidentes, vices, gobernadores, alcaldes… con el supuesto o real beneplácito de borricos agrupados en dizque movimientos sociales. Masificación, alucinación y voz colectiva, eliminado sistemático del individuo y la disidencia. Capone, Luciano, el Chapo, el Señor de los cielos, la Barbie, Escobar, quedaron pequeños ante el tejemaneje de las altas esferas en pos de lo que ellos soñaron y parcialmente consiguieron. Esta gente, los neopopulistas latinoamericanos, perfeccionaron el Sindicato para darle aval y respeto. Quizá fue siempre así, y en todo lado, más encubierto. Hoy se lo practica a plena luz y la delincuencia suele contar con admiración, aura filosófica y/o divina, reconocimientos, doctorados honoris causa y pronto títulos nobiliarios e reinstauración del “derecho natural”.

Cuando leí que Amado Boudou y Álvaro García Linera inauguraban, en Macha, una estatua a la memoria de Manuel Belgrano, estallé. Porque el Sindicato también quiere apoderarse de la memoria histórica, que es patrimonio de todos y no del gamonal de turno. La burla que dos turbios individuos asociaran sus inmundas personalidades a la razón del gran hombre, muerto en miseria, fue demasiado. Hoy se compara al voluptuoso mico de Caracas, ausente gracias a dios, Hugo Chávez, con Bolívar. Eso es un insulto. Al futbolista a la fuerza y por imposición que se sienta en el palacio quemado de La Paz con Mandela, otro. No les basta con la incalculable fortuna que acumulan, desean más, mueren por aval histórico así tengan que retocar los documentos y las fotos. Belgrano hubiese detenido a los nombrados y los hubiera pasado por las armas.

Gavilla de buitres que puebla las páginas incluso de la gloria y de la épica; y, lo que es más triste… triunfan, crecen, se yerguen sobre cimientos y ruinas del pensamiento y de la acción. Vienen del vertedero y lo trasladan al mármol de sus mansiones, corrompiendo hasta el granito; ni qué hablar de la realidad y la conciencia.

Kirchner, Correa, Ortega, Castro, Maduro, los que sabemos, el séquito, los sicofantes, las cueros, los “deregentes”, los prostituidos, los cerdos, los cornudos, la flor y nata del crimen en busca de eternidad.

Amado Boudou agarra la guitarra, cierra los ojos como buen hijo de la era de las flores, y canta a Piero: es un buen tipo mi viejo… pero tú no, tú eres un maleante. A tal estiércol hay que ponerle la soga al cuello.
02/06/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 03/06/2014

Imagen: Jacques Callot


Sunday, June 1, 2014

Budapest, que no fue


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

We’re just going the wrong way, Pancho!, le dice una niña al bebé que empuja en un carrito. Nada sintetiza mejor el mestizaje cultural que se va acentuando entre México y los Estados Unidos. No me ven; me protege una barda de madera con espacios pequeños entre tablones. Degusto somnoliento mi cerveza a mediodía, hojeando de a ratos el diario londinense de Boswell. Una ardilla come despreocupada un trozo de basura.

Remas desnuda por el Danubio; tu único ropaje los remos. Sobresales casi entera del botecito con ínfulas de barco indio y kayak sofisticado. Bebes a sorbos de una botella que se me antoja chianti, pero que por el tamaño y el color debe ser un brebaje belga de trigo aromatizado de frambuesa o albaricoque.

El sol cae. Si se levanta, tiene que caer. Sonríes. Las manillas del reloj no existen, son abstracciones. El tiempo es una sustancia incorpórea que va royendo el cuerpo, una bacteria espiritual tal vez, nada más. La corteza se marchita, se desgaja, pero nada cambia.

Uno dos, dos tres, uno dos, el remo acomete cirugía en el agua, la abre como vulva en celo, divina porque parece azul, no roja ni sanguinolenta de mujeres reales, de la carne y el hueso que se martajan contra mí, como milanesas en cocina, con pan molido de sudor, y ajo desplazado desde las concavidades (de un pecho herido, diría la cueca).

Me tomas de la mano mientras esgrimes Debrecen, edificios color de durazno. Pero en San Francisco, al otro lado del mar, hechizos ancianos calabreses, mezclados con peyote de los papagos, se conjuran contra mí, contra ti, contra la ciudad que está hecha de helado, de tonos apagados de rosa, naranja y púrpura, de helado de crema debiera decir, porque la crema quita el brillo y opaca. La hojarasca de los Habsburgo, retina de mis ojos y febril onanismo intelectual que me hacen más húngaro que cochabambino, no alcanza para eludirlos: los tambores indios no paran de sonar, en un tamtam de florestas de arena, menos ducho pero más profundo que reflexiones centroeuropeas.

Vivo y ya no. Por los muros de metal que imitan madera, en Aurora, se desliza la lluvia de mayo. O junio. O julio. Hemos desollado la piel, media hora gracias al efecto narcotizante del citalopram que inhibe para hacer de este sexo casi casi japonés. Luego la cocción perfecta de los tallarines. Un trozo de carne bien sellado por aceite hirviendo se va en cortes delgados que baña sabroso jugo y sobre los que derramo perejil cortado al milímetro. El vino se descorchó antes de la guerra, y vencedores y vencidos, jadeantes, lo beben juntos, con las entrepiernas que muestran lo mejor y lo peor. Malbec y cabernet. Y viene el sueño.

Te recuestas contra un portón verde. El sol de Budapest se me hace el mismo de siempre, de Cliza y de Ellicott City, pero hay que darle ánimo a la imaginación para decir que difiere, que sol así no hay en la tierra marchita de donde vengo. Bromeo por la puerta de color. Te cuento de un clásico del cine porno, Detrás de la puerta verde, con Marylin Chambers y un negro que tenía la verga tan grande que lo llamaban el longhorn… de Texas, rememorando ese ganado de inmensos cuernos que no abarcan mis brazos abiertos. Sonríes, es la tercera vez hoy, y te relajas dejando abierto tu sexo, vertical y tembloroso ojo entrecerrado de cíclope. Algún vecino golpea con un martillo. Cierto dejo rural pervive en el aire, de una Europa que en el siglo XXI tiene todavía urinales del XIX. No extraño, pero pienso, en la comodidad de Norteamérica y de pronto quiero escapar. No que me vaya a refugiar a San Francisco, donde otra mujer pugna por olvidarme sin desear deshacerse de mí. Al medio, entre Budapest y la bahía, encerrado entre libros y una locura que he dominado a punta de píldoras.

Sorteo entre los anaqueles obras que no conciban ninguna lógica. Observo el lecho, todavía desarreglado después de unos meses. A esta cueva no entra ni Dios; apenas, si lo quiero, luz de mañana por las rendijas de la persiana.

Alistas los cordeles y velas de navegación. Me subes a un barco mediano que se conduce y domina a fuerza de músculo. Lo arrojas al Balaton, el lago mítico de los magiares y a la mar pequeña… Más tarde, en la penumbra alumbrada por faroles mortecinos de Budapest, vamos de café en café. Tengo la enfermedad de la memoria, y no hay punto de este universo que no sea recurrente. Camino contigo, cierto, pero en realidad lo hago con Joseph Roth. Tanto, que te ruego por un hotel de barrio obrero, desnudas las paredes de otra cosa que no fuese historia, y con corbatín y levita alquilados, y tú con vestido vintage comprado en el mercado de arte de Belgrado, reconciliamos la cronología y el 2008 fabricamos un coito dieciochesco con aires de belle epoque. Lujuria de voyeurs.

Chapotean tus pasos por la lluvia persistente de Colorado. Se ha mojado de diluvio tu chaquetón militar, tus cabellos rojos. Cortos de ron te reaniman y reiniciamos el golpeteo de la cama contra la pared de la vecina que mañana dirá, sin preguntarle: je suis française, oh, perdón, de Francia, you know?

Alitas picantes y cóctel de maracuyá, que aquí llaman fruta de la pasión. En el Elephant Bar, de Lakewood. La semana se ha decantado y consumido. Una pila de platos sin lavar recuerda ravioles y chicharrón. Te vas. No te pido que te quedes, aunque esta ruptura, sin ser tal, abre lo que se designa como eternidad, cosas que no se mueren.

Me quito el traje de Joseph Roth y vuelvo a ser un semi-maduro ejemplar andino embelesado con el río, el Danubio, el de Andrić y el de Istrati. También tengo un pasaje de retorno.

Despedida no la doy, porque no la traigo aquí, decía una canción popular, o me lo he inventado. Mis textos tienen sabor de nostalgia, sugieren amigas viejas carentes ya del fuego juvenil. No lo deseo, porque no hay tristeza de algo que no fue, y que si fue sigue siendo, a pesar de las riadas, de que el Danubio se torna negro en la desembocadura del mar homónimo, cargándose en las olas a los postreros haïducs, a los invencibles gitanos.

Un boleto de avión ¿qué implica? Una página añadida, nunca en blanco, porque sobrevuelas mi imaginación con la frescura y el arcoiris de tus antepasados, de mujer de Chagall, por encima de poblados que en nuestro caso no eran isbas de Vitebsk sino una casita de puertas verdes en las afueras de Budapest. Abandonamos nuestros relojes en casa del anticuario ¿o no te acuerdas?
2014

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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 01/06/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 03/06/2014

Fotografía: André Kertész