Claudio Ferrufino-Coqueugniot
We’re just going the wrong way, Pancho!, le dice una niña al bebé que empuja en
un carrito. Nada sintetiza mejor el mestizaje cultural que se va acentuando
entre México y los Estados Unidos. No me ven; me protege una barda de madera
con espacios pequeños entre tablones. Degusto somnoliento mi cerveza a
mediodía, hojeando de a ratos el diario londinense de Boswell. Una ardilla come
despreocupada un trozo de basura.
Remas desnuda por
el Danubio; tu único ropaje los remos. Sobresales casi entera del botecito con
ínfulas de barco indio y kayak sofisticado. Bebes a sorbos de una botella que
se me antoja chianti, pero que por el tamaño y el color debe ser un brebaje
belga de trigo aromatizado de frambuesa o albaricoque.
El sol cae. Si se
levanta, tiene que caer. Sonríes. Las manillas del reloj no existen, son
abstracciones. El tiempo es una sustancia incorpórea que va royendo el cuerpo,
una bacteria espiritual tal vez, nada más. La corteza se marchita, se desgaja,
pero nada cambia.
Uno dos, dos
tres, uno dos, el remo acomete cirugía en el agua, la abre como vulva en celo,
divina porque parece azul, no roja ni sanguinolenta de mujeres reales, de la
carne y el hueso que se martajan contra mí, como milanesas en cocina, con pan
molido de sudor, y ajo desplazado desde las concavidades (de un pecho herido,
diría la cueca).
Me tomas de la
mano mientras esgrimes Debrecen, edificios color de durazno. Pero en San
Francisco, al otro lado del mar, hechizos ancianos calabreses, mezclados con
peyote de los papagos, se conjuran contra mí, contra ti, contra la ciudad que
está hecha de helado, de tonos apagados de rosa, naranja y púrpura, de helado
de crema debiera decir, porque la crema quita el brillo y opaca. La hojarasca de
los Habsburgo, retina de mis ojos y febril onanismo intelectual que me hacen
más húngaro que cochabambino, no alcanza para eludirlos: los tambores indios no
paran de sonar, en un tamtam de florestas de arena, menos ducho pero más
profundo que reflexiones centroeuropeas.
Vivo y ya no. Por
los muros de metal que imitan madera, en Aurora, se desliza la lluvia de mayo.
O junio. O julio. Hemos desollado la piel, media hora gracias al efecto
narcotizante del citalopram que inhibe para hacer de este sexo casi casi
japonés. Luego la cocción perfecta de los tallarines. Un trozo de carne bien
sellado por aceite hirviendo se va en cortes delgados que baña sabroso jugo y
sobre los que derramo perejil cortado al milímetro. El vino se descorchó antes
de la guerra, y vencedores y vencidos, jadeantes, lo beben juntos, con las
entrepiernas que muestran lo mejor y lo peor. Malbec y cabernet. Y viene el
sueño.
Te recuestas
contra un portón verde. El sol de Budapest se me hace el mismo de siempre, de
Cliza y de Ellicott City, pero hay que darle ánimo a la imaginación para decir
que difiere, que sol así no hay en la tierra marchita de donde vengo. Bromeo
por la puerta de color. Te cuento de un clásico del cine porno, Detrás de la
puerta verde, con Marylin Chambers y un negro que tenía la verga tan grande que
lo llamaban el longhorn… de Texas, rememorando ese ganado de inmensos cuernos
que no abarcan mis brazos abiertos. Sonríes, es la tercera vez hoy, y te
relajas dejando abierto tu sexo, vertical y tembloroso ojo entrecerrado de cíclope.
Algún vecino golpea con un martillo. Cierto dejo rural pervive en el aire, de
una Europa que en el siglo XXI tiene todavía urinales del XIX. No extraño, pero
pienso, en la comodidad de Norteamérica y de pronto quiero escapar. No que me
vaya a refugiar a San Francisco, donde otra mujer pugna por olvidarme sin
desear deshacerse de mí. Al medio, entre Budapest y la bahía, encerrado entre
libros y una locura que he dominado a punta de píldoras.
Sorteo entre los
anaqueles obras que no conciban ninguna lógica. Observo el lecho, todavía
desarreglado después de unos meses. A esta cueva no entra ni Dios; apenas, si
lo quiero, luz de mañana por las rendijas de la persiana.
Alistas los
cordeles y velas de navegación. Me subes a un barco mediano que se conduce y
domina a fuerza de músculo. Lo arrojas al Balaton, el lago mítico de los
magiares y a la mar pequeña… Más tarde, en la penumbra alumbrada por faroles
mortecinos de Budapest, vamos de café en café. Tengo la enfermedad de la
memoria, y no hay punto de este universo que no sea recurrente. Camino contigo,
cierto, pero en realidad lo hago con Joseph Roth. Tanto, que te ruego por un
hotel de barrio obrero, desnudas las paredes de otra cosa que no fuese
historia, y con corbatín y levita alquilados, y tú con vestido vintage comprado
en el mercado de arte de Belgrado, reconciliamos la cronología y el 2008
fabricamos un coito dieciochesco con aires de belle epoque. Lujuria de voyeurs.
Chapotean tus
pasos por la lluvia persistente de Colorado. Se ha mojado de diluvio tu
chaquetón militar, tus cabellos rojos. Cortos de ron te reaniman y reiniciamos
el golpeteo de la cama contra la pared de la vecina que mañana dirá, sin
preguntarle: je suis française, oh, perdón, de Francia, you know?
Alitas picantes y
cóctel de maracuyá, que aquí llaman fruta de la pasión. En el Elephant Bar, de
Lakewood. La semana se ha decantado y consumido. Una pila de platos sin lavar
recuerda ravioles y chicharrón. Te vas. No te pido que te quedes, aunque esta
ruptura, sin ser tal, abre lo que se designa como eternidad, cosas que no se
mueren.
Me quito el traje
de Joseph Roth y vuelvo a ser un semi-maduro ejemplar andino embelesado con el
río, el Danubio, el de Andrić y el de Istrati. También tengo un pasaje de
retorno.
Despedida no la
doy, porque no la traigo aquí, decía una canción popular, o me lo he inventado.
Mis textos tienen sabor de nostalgia, sugieren amigas viejas carentes ya del
fuego juvenil. No lo deseo, porque no hay tristeza de algo que no fue, y que si
fue sigue siendo, a pesar de las riadas, de que el Danubio se torna negro en la
desembocadura del mar homónimo, cargándose en las olas a los postreros haïducs,
a los invencibles gitanos.
Un boleto de avión
¿qué implica? Una página añadida, nunca en blanco, porque sobrevuelas mi
imaginación con la frescura y el arcoiris de tus antepasados, de mujer de
Chagall, por encima de poblados que en nuestro caso no eran isbas de Vitebsk
sino una casita de puertas verdes en las afueras de Budapest. Abandonamos
nuestros relojes en casa del anticuario ¿o no te acuerdas?
2014
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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 01/06/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 03/06/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 03/06/2014
Fotografía: André Kertész
Extraordinaria narración. Se disfruta de principio a fin.
ReplyDeleteUn abrazo admirativo, querido amigo.
Te lo agradezco, querido Jorge. Abrazos.
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