Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Hace muchos años
visité la Federación Campesina cerca de la plaza de San Sebastián, en
Cochabamba. Quería conversar con un viejo compañero de universidad, Alejo
Veliz, en aquel momento poderoso dirigente sindical. Alejo fue muy amable en
recibirme, por encima de una multitud inquieta de gentes con demandas de agua,
de tierras, cultivos, límites, disputas internas, familiares, sindicales,
políticas. Parecía el purgatorio, o la antesala del infierno, a pesar de que la
retórica, quizá con algún justificativo, retrataba esta promoción de las masas
indígenas como un paso hacia el progreso.
Entonces,
viéndolo, y contemplando la dinámica popular del instante, creí que existía una
nación quechua, un fénix que se movía dentro del huevo con ánimos de recuperar,
al menos nominalmente, la gloria de sus ancestros. No en vano este valle
proveía al Cusco de maíz; no en vano sus habitantes originales, aymaras, habían
sido sometidos para dar paso a un ente administrativo y militar muy superior a
sus dispersos reyezuelos. En aquella federación de mil novecientos noventa y
tantos se escuchaba hablar quechua, insultar quechua, llorar en quechua.
Hoy resulta
obligatorio festejar el Año Aymara, creación de Choquehuanca, con el absurdo
añadido de “y amazónico” que inventaron los astutos para englobar, de vista
afuera, a los pueblos orientales. La aymarización está en marcha, y parece ser
que la presa más fácil para un nuevo mestizaje será Santa Cruz. ¿Y los
quechuas?, me pregunto, con sólidas muestras de su presencia cultural en el
continente, ¿dónde están? Se los ve al lado del curaca, solícitos como
sirvientes, aguantando el millón de años que dice tienen los aymaras, el pueblo
elegido, el destinado a regir, a montarse encima de otros, a chicotear y a
degollar perros, a obligar a hacer genuflexiones diarias mirando a Orinoca, la
nueva Meca.
En los festejos
de la soberbia aymara, la de dirigentes alojados en la verticalidad y violencia
de sus instituciones ancestrales y sindicales, no entran los demás, a no ser en
calidad de adictos. Pienso en los uru-chipayas, etnia minoritaria y condenada a
su segura extinción, maltratada por esa misma soberbia aymara que los denomina
como chullpa-puchu, desechos de la
primera civilización humana, la de antes del sol, los vencidos de los vencidos,
según Nathan Wachtel. Esta “escoria” no forma parte, ni puede formar, de la
grandeza aymara, que va a barrer con ellos. Los uru-chipaya son tratados por
los nuevos amos -retornando a la obra del antropólogo francés- con la misma saña
con que a ellos los trataron los españoles.
Pero que viva el
Gran Poder, que de aymara tiene poco, y es tremenda fiesta mestiza de adoración
al becerro de oro, decorado con la sangrante piel del nazareno, crucificado
para que las huestes de Baal festejen la lujuria, la riqueza, el poder de
comprar, de presumir, de sobornar. Qué solo parece Cristo, muñeco de carey y
barniz, entre sahumerios, masticado de coca, explotación racial y salarial,
borrachera, ostentación, puterío con los maricas del gobierno bailando, y la
pujante industria de la droga como auspiciadora y beneficiaria de tan grande
circo.
Lo dicho, que
viva el Gran Poder, con las raíces de los pueblos originarios perdiéndose para
siempre en las patrañas imperialcapitalistas de Morales y sus huestes de
sombríos iluminados.
¿Se habrá
enterrado a los quechuas? Lo dudo. Tienen mayor peso que los cinco mil años que
alegan los otros. Cargan en sí una estructura, sin decir que la dominación inca
fuera cama de rosas y paraíso social. La idea no es el enfrentamiento étnico;
eso se maneja así desde el Palacio Quemado. Pero, en primera instancia, para
combatir el avasallamiento infame, hay que reivindicar las probadas glorias
quechuas. No miente Guamán Poma en su retrato del aymara arrodillado ante
soldados quechuas que le han quitado los ojos. Lo que hay que quitar ahora, y
todos, es la venda de oprobio que nos han amarrado.
23/06/14
_____
Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 24/06/2014
Da gusto oir hablar a don Alejo Veliz, un quechua ilustrado, coherente, tolerante y de actuar sencillo. Varias veces lo he visto caminar por la ciudad con sus abarcas de cuero, siempre con talante sobrio. Lamentablemente sus paisanos lo han defenestrado y han preferido sumarse como borregos a las tropas del cacique aymara, sin duda arrastrados por sus caciquillos que han sido convenientemente comprados con diputaciones, alcaldias y otros cargos de menor rango. Urge un despertar de los quechuas, siendo mayoria indigena es incomprensible que sean dominados por una minoria fanatica de aymaras racistas. Saludos y watej kama, llajtamasi.
ReplyDeleteClaro que sí. José. Es nuestra herencia. Y hay que reclamarla. Ya es tiempo. Abrazos.
Delete