Tuesday, November 28, 2023

De Ivo Andrić a Napoleón


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El lugar maldito, Ivo Andrić. Castellón de la Plana, 11 de noviembre 1986 (regalo de Barni, FAI). Libro que recuperé hoy, con otro par de ediciones Dover de obra gráfica de Pascin y Degas. Me gusta anotar en la segunda página el detalle, las circunstancias, la ciudad, el donante, etc. Manera de secuestrar mi cronología para un posterior en que solo avivaré memorias. Recuerdo los días, la vagoneta que abandonaba París. Mi gran mochila, un anarquista canadiense y cuatro miembros de la Federación Anarquista Ibérica. Inolvidables compañía y paisaje del sur de Francia. Entre cervezas y libros más sardinas pasamos grandes momentos. Publicaban los amigos una revista mensual llamada Icaria o algo similar. En Castellón. Fuimos repetidas veces a Valencia. Hablamos con Labrousse en la radio de la CNT. De ahí traje a Marcel Schwob y a Joseph Roth. Me escribí por largo tiempo con los de la FAI, así como con Senza Patria en Italia. Mantuve su página en las redes sociales hasta que leí allí loas a Evo Morales. Intenté disuadir, aclarar a esta gente que hablábamos de un multimillonario capitalista salvaje, en cualquier orden que prefieran colocar las palabras, un embaucador. Infructuosa labor, ni siquiera invocando los grandes nombres ácratas. Mandé al casual “anarco” a la mierda, hijo de las mil putas, y borré para siempre esa etapa. Triste fin; se atrevían a mencionar a Ascaso, a Durruti. Siervos, pongos, lacayos, lameculos, corifeos, hetairas. Supongo que sobre las tumbas de Paulino Scarfó y de Severino Di Giovanni hace décadas que se secaron las rosas. Hoy bajo la rojinegra se agolpan inmundos coqueros que sacan la lengua para recibir la hoja maldita que reemplazó la hostia. Pasó a formar parte de los objetos de trapear. Hasta idolatran al cura de blanco, Gog, el sodomita vaticano.

 

El maestro Schwob en El libro de Monelle: “A los dieciocho años, Bonaparte el asesino se encontró a una pequeña prostituta bajo las puertas de hierro del Palais Royal. Tenía el semblante pálido y temblaba de frío. Pero "había que vivir", dijo. Ni tú ni yo conocemos el nombre de aquella pequeña que Bonaparte llevó a su cuarto del hotel de Cherbourg, en una noche de noviembre. Ella era de Nantes, en Bretaña. Estaba débil y cansada, su amante la había abandonado. Era simple y buena; un sonido muy dulce tenía su voz: de todo eso se acordó Bonaparte. Y pienso que después el recuerdo del sonido de su voz lo emocionó hasta las lágrimas, y que la buscó largo tiempo en las noches de invierno, pero no volvió a verla jamás”.

 

Deseo levantarme e ir a ver Napoleón de Ridley Scott. He leído duras críticas pero me gusta su aproximación a lo épico. La disfrutaré. Tanto se ha dicho y escrito. Abel Gance lo retrataba con rostro de águila, espantado de las atrocidades cometidas en días de la revolución. Sergei Bondarchuk y la magnificencia de Tolstoi, un extracto de Merejkowski sobre el corso que posteó un amigo en su página, letras de Léon Bloy. En Víctor Hugo vive su presencia. Escribía el Emperador a Josefina que no osara quitarse los calzones hasta que él llegase. Gran hombre de grande olfato, supongo, y de pulidos cuernos que la reina calzaba en la testa del amo del mundo. No hay luz que no tenga sombra. Ni lo opuesto. Ni corona que no caiga.

 

Vladimiro Putino, otro enano pero sin la contextura de Napoleón, rebuzna constantemente el cómo Rusia destrozó al invencible y a tantos. Con eso asusta a la cobarde recua occidental que provee armas a Ucrania a cuentagotas, aterrada de que esta etnia guerrera humille al bufón. Olvida el eunuco que los mongoles pasearon por Rusia por siglos venciendo a todos sus príncipes mientras que Hungría y Polonia rechazaron a la Horda en diversas ocasiones. Parece no recordar cómo por primera vez en la historia moderna un pueblo “de color” derrotó la altanería blanca en la guerra ruso-japonesa. Opta por no mencionar que sin la monumental ayuda económica de los Estados Unidos, la Unión Soviética no habría expulsado a Alemania. La historia la hacen y rememoran quienes por el momento detentan el poder. Digresiones, siempre digresiones de lector desorganizado y apasionado, las mías.

 

Andrić y el río Drina. En el novelista yugoslavo se pueden hallar causas que llevarían a la debacle de su país. Sin querer hacer ensayo político de acontecimientos futuros que tal vez no preveía, anotaba una y otra vez lo que iba sucediendo en la Herzegovina y el resto, narrando diferencias que con el tiempo se hicieron insalvables. La literatura esconde muy bien la historia mientras discurre pero suele conservarla exenta de decoros y ambiciones.

 

Se acercan las seis, tiempo de llamar a Emily y Aly. Permanece todavía el olor a lluvia del amanecer, frescor que trae somnolencia y ocio. Pienso que Napoleón tendrá que esperar. Leo en las memorias de mi antepasado Lazare-Claude Coqueugniot, mayor del ejército napoleónico, acerca del príncipe Radziwill, del zar y el rey de Sajonia, de cómo los soldados de la Legión del Norte que comandaba cerca de Danzig habían sido reclutados de entre los siervos y de que no tenían futuro alguno en Polonia, que les convenía obedecer a Francia y no ser parte de la armada local. Lo someterían a votación…

 

Danzig y los países bálticos; los tengo que ver. Los dos grandes lagos rusos cercanos a Estonia, en uno de los cuales se bañaba la hermosa Milana, maestra en Novgorod la Grande…

 

Marea pensar en el colectivo de nombres, fechas y acontecimientos de ese norte épico y sangriento. Hoy como hace mil años. Fatídica y bellísima Vyborg. Horror de lo desconocido, batallas peleadas en bicicleta, como en Vietnam. Livonios y teutones, suecos, rubios personajes de rasgados ojos que bajan desde la penumbra del círculo ártico, matadores de lobos, cazadores de osos, sangre de narval, inmensa Lituania cantada en su magia por Oscar Vladislas de Lubicz Milosz.

 

Escribe Ivo Andrić: “Esta es, en una forma nueva y solemne, la antigua historia de los hermanos enemigos, que se repite desde que existe el mundo”. El turco fue cruel; feroces eslavos sobre eslavos, infiel contra fiel, infiel contra infiel. El empalador valaco y una filosofía del terror que bien pudo ser cierta por inteligente. Los húsares alados aparecieron en Viena y se los creyó ángeles. Juan III Sobieski entró en una catedral polaca y el gentío musitó que llegaba el salvador. Era entonces, de acuerdo a Sienkiewicz, todavía sobre las humeantes ruinas de Kamenyets en la frontera moldava; lejos estaba 1684 cuando Johannes Hevelius descubrió una constelación, la del Escudo, que bautizó Scutum Sobiescianum en honor al batallador que hundió al sultán Mehmed IV y su gran visir, Kara Mustafá, en las afueras de la ciudad.

 

Todo allí parece tan pequeño y cercano, las fronteras borrones a lápiz. Me da placer descender del apartamento 56 en la calle de León Tolstoi de Kiev e ir a comprar raros y aromáticos fiambres en el mercado besarabo. La floristería ya cerró, mi amada no ha de recibir tulipanes hoy. Cruzo Antonovycha y me aprovisiono en el quiosco de deliciosos panes dulces con crema para un café tardío.

27/11/2023

 

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Imagen: El Napoleón de Abel Gance, 1927

Sunday, November 26, 2023

Tabaco y ron/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Jaime Luis, luego de contarme de Cristos nuevos, preste y misachico, el Gran Poder, la cárcel de Palmasola, pavimentar la cancha de juegos del penal del Abra, solidaridad con los privados de libertad y más, enciende cohetes metálicos, acomoda las mechas como para dinamitar el universo, y revienta la noche para despertar a los achachilas del frío que nieva en el Tunari. 

 

Luz que sube vertical hacia el silencio, explosión y de nuevo el silencio;  parece, si los hay, que los espíritus de la montaña, del aire o de la lluvia no dejaron de soñar. Al ruido le sucede sólo humo. Me gusta, dice, el cine de Coppola, el olor de pólvora en la mañana. Jaime Luis persiste en su imaginación del sonido. Narra de un pronto septiembre donde nacerá su Cristo, y los bronces de las bandas, cuatro bronces ya, en estruendo de carnaval, anunciarán al nuevo mesías que trashuma las calles libre de  clavos y madero, flotando en una cruz irreal, surreal, que igual a Magritte tiene connotaciones de ventana, por donde -quizá- escapa la muerte. Sutil alegoría para una campaña que busca dignidad para los presos. Continúa con Tiraque, el impiadoso estruendo de la fiesta que rememoro en El señor don Rómulo. Quiero, asegura, el día por venir, un festín igual al de tu libro, el ambiente plagado de ritmo, sudor, polvo, primaria afición de vida. Otro cohete en la noche. Luz vertical. Luz estrellar (estelar).

 

Cochabamba siempre la misma y cada vez diferente. Adentro, casa de Magda, la cueca se materializa en acordeón y piano. Jorge Zabala, espejohumo, lustra en mitad del baile sus zapatos para respetar el son. Otro, que cumple cuarenta, rememora a Dostoievski, la inmoralidad de vivir cuatro décadas seguidas; vivirlas, una de vez en cuando, no sería malo, y hasta se podría hacerlo eternamente, pero juntas, con el dolor de mujer, de tantas únicas, y el doler en general, no sirve. Sino que lo diga Huáscar cuyo rostro se amiga con la lágrima cuando lo tenaz de la nostalgia le atraviesa las pupilas. Chino Néstor Murillo y Franz, su hermano, se han convertido en guerrilleros del recuerdo, tu silla contra mi silla y la voz de las memorias que flagela pero enternece.

 

Noche de sábado de Cochabamba de despedida de te extraño y te escribo de te leo y no me lees, de Proust, Evo Morales, socialismo y caderas que echan el humo de los cigarros de un lado a otro mientras tres botellas de ron se evaporan en los cuerpos.

10/08/2003

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Publicado en OPINIÓN, 12/08/2003

 

Friday, November 24, 2023

Vivos poetas de la muerte


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Leo a Julia Roig y Pablo Cerezal y siempre me asombra su pasión por la poesía. ¿Habré olvidado los recovecos del placer? Disfruto, tiemblo ante sus páginas pero no hallo en mí semejante bello tormento. Afortunado soy, en mi perpetuo exilio voluntario, de estar sentado ante la montaña y Leonard Cohen con versos abiertos a lo insondable que suele ser contradictoriamente palpable. Julia es ese volcán de Islandia que se escurre debajo de las ciudades y amenaza devorar. Lo hará, tarde o temprano. Pablo, mientras tanto, descascara árboles buscando savia; cualquier sangre es buena.

 

“La Béstia”, llamaban en lengua occitana a un lobo hombre durante el siglo XVIII. Petrus Borel moría de sol y de hambre en un baldío de Mostaganem, Argelia, que quiso cultivar. “J'ai faim!” resuena la línea del poeta, tan distante y honda como la María Angola, campana mítica, solo que en lugar de una gota de oro en la mezcla del Licántropo había llanto y tripa seca.

 

Cae la bomba sobre Hiroshima. Gente sin rostro corre hacia cualquier lado, se la privó de vista. Aumento la velocidad del ventilador, dejo la camisa de lado, prurito de estibador. La cortina marrón da paso al velo claro. Los hago a un lado y busco con mirada de quinto piso lo que se mueve debajo. Presencia india de la piedra, tan sólida en cerro. Crecen los pinos y crecen los humanos conspirando su quema. Retraigo la memoria, hemos atravesado con amigos la cumbre. Ante nosotros se extiende una pampa de toros furiosos, frías y quietas lagunas con gaviotas que no han visto mar. Al voltear un recodo asoma Chapisirca en tiempo de plantación de papa. Verde. Por doquiera, verde. La escuela, a cincuenta metros del cauce helado. Asamos una trucha de motas carmesíes, repartimos pan de Galilea. Misiles sobre Ashkelon y Gaza, destrozamos el pescado con tenedores, queda la piel oscura en el plato. Desollamiento, martirio, tan acostumbrados que estamos. La noche cae y se olvidan los muertos. Tal vez asomen por un momento en sueños. Ella, muerte, siempre anda con nosotros, es padrenuestro. Los poetas lo saben y la acarician, la encuentran en la carne, conocen que en los vericuetos del deseo se esconde. Inmortales tus muslos, eterna Astarté, que vives entre el sexo y la guerra.

 

Down in Mississippi, anota el blues. Rosselle Houston, mi amigo, pobre, obeso, destrozado canta sin armónica ni banjo encima de bolsas de papa Idaho. Todos los días lo mismo cuando uno ha perdido. Sin embargo, en el cascajo de su garganta hay vida. Audible sonido de cadenas, picotas piscando el campo. Algodón que si hubiera lógica debiese estar teñido de sangre y continúa albo, brillante y calmo como después de tormenta invernal. Mendigos que se han dormido se congelan. Afirman que esa muerte es deseable, paulatina, tranquila, que adormece. En el campo de nieve las sombras son cuerpos caídos pero tanta la luminosidad, los árboles de cristal como para la Cenicienta, que se obvia esos detalles, meros toques pictóricos. Los caminos del Congo se hicieron de asesinados, por encima de los fémures pasó la fruta hacia occidente. Colores vivos de alimentos que se arrebató a los gorilas. En el Camerún se escuchan canciones de gran belleza; en el torrente de la Gambia, negras de desnudo pecho amamantan a los goliath, peces tigre carnívoros, así fuesen tiernos infantes.

 

Gracias a una amiga leía a Paul Celan desde nuevo y para siempre. He visto el Sena atragantado de su voz. En Pontoise, cuando se juntan los ríos, tiré piedras planas rebotando en el caudal para olvidar el hambre de París. En el bosque del lobo pequé como Onán queriendo mantener mi idea de vivir, de ser hombre. Olía la árabe comida casera y extrañé a mi madre. Mi amor servía cerveza en los alrededores del lago de Constanza. En el bolsillo llevaba a Malatesta y a Reclus, yo. Ella ya no era mi amor, me había traicionado en ausencia con nadie. Sirvió de poco la poesía, hay una realidad, afirmaba con lógica germana. La he visto en fotos hoy al destapar otra caja salida del encierro. Comienza en este momento Jim Morrison, cuando el verano termina… Cuando la música termina. Spanish Caravan, The End

 

Gabriel solloza, cuenta que su terapista le aseguró ser un gran hombre con malas mujeres. Nieva en Denver. Los Andes han desaparecido de mi vista. Vuelvo a Roig y Cerezal. Hola, espectro, vienes con los senos garabateados de azul, tus ojos, tus ojos. Muere otro jueves, en el norte festejan. Arándanos a mi boca, lágrimas negras de rojo color. Verso contra verso, cuerpo a cuerpo, batalla sin fin y sin par.

23/11/2023

 

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Imagen: La Bête du Gévaudan

Wednesday, November 22, 2023

Memorias en frágiles cajas de cartón


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Continúo abriendo cajas, a miles de kilómetros de las anteriores. Gitano que deja baúles escondidos para pasto de ratones. Aquí Lou Reed, New York, gran álbum. Utilizo un ventilador para escapar del calor de la seca noche cochabambina. De fondo, Hendrix. En los intervalos leo a Olga Amarís Duarte; he conseguido páginas en las que Thomas Mann habla de Goethe y de Tolstoi; Dimitri Merejkowski de Miguel Ángel. Gran biógrafo, el ruso, como Zweig. Decían de él que era la mente más poderosa en tiempos de la revolución; Lunacharski lo fue entre los bolcheviques. Emigró… parte de los “blancos” en París con su bella poeta esposa Zinaida Gippius.

 

Camino en los mercados después de medianoche. Atrás ha quedado Union Station con aquella mítica, para mí, locomotora colgada de un puente. Downtown; si pienso, nostalgio. Petula Clark cantaba. Downtown, de los muchos que conocí en tres décadas de los Estados Unidos. Hallo objetos que lo recuerdan, mucha música, de jenízaros y negros sureños, eclécticos universos que me han seguido por donde fui, incluso pienso en alguna obsesión enfermiza de arrastrar consigo, conmigo, lo que nunca fue ni sería pero consideraba propio. Dueño del mundo, verbo, luz de luna y sol de Delaware. Put your head on my shoulder y abre las piernas. Nieva, llueve frío, tienes los zapatos rotos, zurcido el pantalón. Muslos a manera de estatuas que no eluden la miseria. La nieve se asienta en los abetos, resbala en los pinos grises, piedras talladas de los muros, mojadas de carnaval ambiguo y mortal.

 

Leo a Sófocles y a Eurípides. A Jenofonte en la brisa otoñal de Brandywine Street, en una lujosa casa que pago porque trabajo duro y puedo, donde escondo la realidad de que en las noches cargo cajas y lo que vale son mis hombros. Tragedia griega a su modo. Sísifo que a ratos huye de la piedra y desayuna en un palacio. Al volver, y siempre, será Sísifo. Escritor en ciernes que lidia con patatas podridas, amante que distribuye su deseo por las calles de otra pandemia asesina con mujeres de color que no eran Diana Ross ni coristas de bar. Mujeres de callejón, sexo alumbrado por automóviles, neón azul y rosa, carteles de ingreso al paraíso. Stand by me, sí tú, jamás cerca, dedos que escapan, ausencia peor que muerte. No cierro los ojos, muerdo el cuello ébano de cualquier amor y recuerdo tu piel sábana, de mortaja piel, de nieve y helado de coco. En 1989 Estados Unidos todavía no se ha liberado del Summer of Love. El rap apenas empieza a mover rítmicamente los labios de los estibadores más jóvenes. En las radios tocan a Gladys Knight, a Bob Dylan, Oldies. 1962 guarda el último baile para mí. Te ruego, lo último antes de perecer. En 1962 tenía dos años y no sabía bailar, y menos sabía que cuando dijiste te espero decías fuck you. Bitch, perro, martirio, que mis días sean muy largos para no verte más. En vano te recité a Cortázar en verso. Pero un día anuncias que vienes y te respondo que me he casado. Eres una mierda, y cuelgas, mierda de hombre, inútil, cobarde, incapaz, vago, poeta, maricón. Sobre el aire volaba una nutria en forma de abrigo. Era mi tía Lucha camino del cielo y agitaba las manos. ¿Se burlaba la tía o estaba tan feliz de que lo nuestro terminase que decidió convertirse en personaje de Chagall y levitar entre gallos multicolor e isbas volcadas? Lo nuestro… Qué miseria de lógica retórica. Lo nuestro donde ni siquiera existe lo mío. A falta de singular jamás construiremos un plural ¿o no te das cuenta? Cojudo eres nomás.

 

Afirma Merejkowski: “el amor es más fuerte que la muerte”. Si te digo eso no respondes. Aúllan los perros. Rulfo y Cervantes; Ciro Alegría, Manuel Scorza. Hay siete cajas destruidas en el piso de la sala. Viejas lámparas con vidrios azules y rojos, camioncitos de colección, discos compactos, recortes de periódico con artículos míos amorosamente amarrados por mi padre. Pretty Woman, Roy Orbison. Un bar en Clarendon donde tropiezo temprano con el racismo cowboy, pero me defiendo y muestro los dientes. Puedo ser cruel, mucho, y se nota, cruel como afgano. Pretty Woman y los blanquitos se muerden los rosa labios y callan para no ser degollados, que matadores de pollos en granja éramos Julio y yo, grandes feroces decapitadores.

 

Terciopelo azul.

 

Blue Velvet.

 

Suenan las siete. Tres horas con Denver, seis con Kiev. El sábado pasado alternamos buen asado con Los Olimareños. The Turtles y salsa clásica, caballo caballito caballo real… Cachao y Bebo. Terminamos con mi sobrino Armando en un bar brasilero para críos. Bailaban sensual piernas mixturadas y sexo que suda. Empujé dos caipirinhas con letal aguardiente de bidón, casi gasolina, miré culos pero no soñé, mi mente era una cámara que fotografiaba documentaba, trasero igual a un terrón, desnuda rodilla patas de puerco en escabeche. El blanco de mi bigote se veía rojo con las luces. Armando callaba, miraba a la dueña con lujuria, la desvestía y en atávico canibalismo devoraba sus nalgas que son lo más suave y las pantorrillas quitándoles la lycra. Para eso, previo, tuvo que eliminar a los brochas que la seguían. En palos afilados de eucalipto balbuceaban agónicos dulces canciones de amor mientras la mesa se servía. Después salimos tirando un puñado de monedas de plata sobre la fórmica. Ruidosas a manera de taquito militar.

 

Foto de mi madre niña con la tía Lucha en Rafaela. No llegué allí, el Paraná convertido en mar. Dimos vuelta el Torino del tío Carlos. Volábamos por la autopista y me creí rico como él. Lindas horas. Paramos a ver silos de aluminio de su especialidad. Ya en su casa encendió la parrilla y cocinó algo que no comí, una glándula especial que asada olía a dioses pero la razón me impidió probarla. Musitó Carlos Coqueugniot: boliviano… y tenía razón. Lo hizo con cariño. Con el tiempo los milicos, Martínez de Hoz, lo quitaron de la cumbre, lo hundieron. No vi ya aquella tristeza, el tiempo había avanzado y el niño que era ya no viajaba a la Argentina, prefería entrarse por una ventana en Aranjuez, ordenar a la amada aguardar de vestido negro y sin calzón. Con perfume y vela de alcanfor.

 

El tío me regaló un hermoso Longines que guardaba en su caja fuerte. Lo perdí, ebrio, al quitármelo para pelear en la esquina de la Baptista y Teniente Arévalo. Se lo entregué a una sombra y nunca más. Mi rival era el Rino. Perdió el único cuerno y le metí la cabezota animal debajo de un banco de plaza. Pregunté los otros días por mi reloj sin respuesta.

 

The Kinks. Francine, lo primero que se me viene en mente al escuchar esta canción luego de quizá treinta años. Me pregunto cómo envejeciste, si muerta estás y te llevaron flores púrpuras de papel al cementerio. Si pariste hijos con el celeste de tus ojos; me mirabas pero parecía que no, era difícil captar si tus pupilas tenían objetivo o todo era un vaho, niebla con aura divina. No te encontré ni en Botticelli ni en Klimt. Afortunado seré, mientras recuerde. Debajo de mí en la helada noche de El Alto, antes de que la catrina arrasara con los amigos anfitriones. Ni el aire del descabezado Mururata te quitó el brillo celeste. Lo único en el frío eran dos zafiros y el jugo de ti, pura no ficción.

 

Las ocho. Sentado en la terraza veo desaparecer el perfil de las mansiones. Nieve fina, tejido de vicuña albina. Cuando me acueste volveré a Thomas Mann. Acaricio el lomo de un montón de volúmenes de las memorias de Daniel Florence O'Leary. Imagino Boyacá, al tenebroso Morillo, las cumbres del Chimborazo y el Potosí. Rosquetes y serpentinas al paso del gran hombre. Se hornearon miles de t'anta wawas para reemplazar a los caídos. No es el amor más fuerte que la muerte sino el pan.

20/11/2023


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Imagen: Jan Saudek

 

  

Tuesday, November 14, 2023

Obsesión de Hungría


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

¿Cómo empezar? ¿Con Mór Jókai o Ferenc Molnár? “(…) qué resplandor de tu infinita Hungría (…)”, escribía Jorge Luis Borges a su primer poeta. Aquello que es pequeño ahora fue reino invencible ante la Horda, imperio, tierra por la que pasearon los mejores y más tristes poetas y pintores.

 

En Otras historias (1987) hablaba yo sobre el destino de esa región, vórtice, torbellino de Europa, tan cercana a ella y tan distinta a la vez:

“Este es el fin del mundo y el principio del mundo. El Oriente y el Occidente. La espada y el degollado. Este es el principio y el fin de presente y pasado. De aquí vienen y van la luna y el sol. Acá la historia ha depositado sus versos y excrementado también. Este es el principio final y el fin inicial. De aquí para allá no hay nada. De aquí para el otro lado, tampoco. Yo soy la línea que corta las esperanzas porque todo está en mí.

Río Tisza, año 900”

 

Río Tisza, la puszta, colores cremas, pastel, de Debrecen. Bajando de los Cárpatos de Uzhhorod en la Ucrania libre hasta allí. Hemos conversado del poeta nacional contigo, de Sándor Petőfi, de Petőfi Sándor como ponen ustedes. Incluso me enviaste una antología desde tu oficina en Budapest, junto a fotos, revistas antiguas, postales, exlibris, desnuda tú ante un sol que resaltaba la verde puerta de tu casa. Desnuda mientras llovía en la ventana de Aurora y te pedía silencio porque la vecina francesa pasaba el día persignándose. Con capote militar bajo la lluvia. No sabes que te observo, quitas la capucha y mojas el cabello rojo. Inauguremos un bar en Bolivia, sugerías, todo el mundo querrá venir a beber a la taberna de la húngara pelirroja. Tenías razón, supongo; otra hubiese sido la historia. Pero el ajedrez de las mujeres difiere del de los hombres y en Brasil se tejía un enroque que daría fin con mi reina y demás nimiedades de frágil feudo. De nada sirvió que pusieras tu figura sobre mis hombros, delante de un awayo de Candelaria, ni tu cuerpo sin ropa corriendo en kayak sobre la superficie del lago Balaton. Abrimos el pequeño libro de una poeta rumana que trajiste en la maleta, más cerca de mí el rumano que de ti y tu difícil lengua.

 

En el bar Elephant de Lakewood bebes cocktail de fruta de la pasión, y comemos deliciosas alitas picantes de pollo más tarde en el Hooters de la avenida Parker. Nos acompañaba Alicia. Por la noche te amaba y a las diez iba a trabajar. Volvía a las cinco y te amaba y amor de desayuno, tostadas y jamón. Presagiaba invierno siendo otoño. Tus pies no asustan a las funerales punu de las paredes de casa, son perfectos, fetiches; quiero hacerte el amor con sandalias porque ellas destacarán tus dedos. Mientras tú cierras los párpados yo analizo el contraste del cuero con la carne, oficio de fallido talabartero. A eso le sumamos Rilke y Liszt, preludios dentro de ti, teclas que anteceden la muerte, dentro, muy dentro, casi tocándote el corazón, brisa fría de la montaña en forma de herradura. Los vampiros son húngaros, anotaba Montague Summers; tengo las mismas ansias de los espectros de la noche, nosferatus mis dientes en tu cuello albo, desfilan mis muslos a ritmo de la marcha de Rákóczi, marciales, trompetales, bombonales, tamboriles, musicantes.

 

Deseas leerme a Petőfi pero prefiero a Andrés Ady, Ady Endre. No tienes un escrito a mano y sin embargo musitas: “Por París pasó ayer Otoño/Por Saint-Michel se deslizó en silencio/en el calor sofocante bajo hojas mudas, y se encontró conmigo”. Lo contrapongo a César Vallejo a quien desconoces. Hablamos de París, el académico tuyo, el de repartidores árabes y africanos el mío. Del Louvre expuesto a ti y a multitud de sabihondos y para mí la Victoria de Samotracia. Lindo sería París entre los dos pero nunca; nos queda Belgrado y rosas rojas en ofrenda; queda hablar de Egipto, razón de tu tesis, y de los rom, tu estudio posterior. Un carromato gitano atraviesa las cortinas y tropieza con tus entreabiertos labios. Grita el urogallo con sonido de motocicleta de maltrecha carburación.

 

Abro una botella de sangre de toro de Eger, tinto de Hungría, para festejar la cópula. Preparas gulash, he traído carne ya trozada del mercado. Un día tendremos tokay, prometo, sabiendo que no cumpliré porque te vas y este avión es el del fin del mundo. La paprika en tus dedos semeja minúsculas gotas de lava sobre nieve.

 

Novela de la llanura, La rosa amarilla, de Mauricio Jokay. No primera lectura pero de las iniciales. La calle Paal, de Molnár, grabada en la memoria. Pasa que cuando visito una ciudad me viene en mente lo leído acerca de ella. Y no podía, en Les Halles, separar la capital de Francia de la revolución de 1832 en Víctor Hugo. De aquello no hay rastros. Divago hasta que viene un grupo de senegaleses, creyéndome árabe, y me insultan y desalojan de mi asiento de la estación del metro. Cómo me encantaría tirarlos a las vías, prurito de cocinero; no lo hago, la cena ya se sirvió y suerte tienen estos de no ser parte del guiso. Estupidez regida por el poder.

 

Hungría en el adiós amatorio de Andrés Ady. Flores, llanto y camelias. Eso y también los condenados claroscuros de Béla Tarr. Miré sus filmes a solas, abandonado porque el abandono es anhelado momento de peculiar riqueza. Los zíngaros tocan Bagatelle, cubierta la testa con bandanas casi de motociclistas.

 

Los vampiros vienen de Hungría, repite el oscuro fraile Montague Summers, nadie como él para descifrar aullidos de hombres-lobo o explicar por qué los campesinos allí esconden estacas de madera entre sus ropas, por qué vigilan durante días los enterramientos de sus congéneres, por qué escudriñan desde la sombra a sus hijos dormidos en la cuna. El mal se esconde cerca. Yo te observaba, Daniela, preocupado por si el erudito clérigo inglés tenía razón. No viniste hacia Amberes en navío de ratas blancas. Llegaste a Denver en avión noruego y parecías normal y sonriente. Cuando tu ropa cayó, estruendo silencioso, olvidé erudiciones y estudios, quité mis botas de obrero y descendí al infierno de tu boquita pintada. Si marcaste mi piel con colmillos no importó entonces; no importa ahora. Te imagino apacible en brazos de tu esposo. Fuimos la lluvia, qué más pudimos ser.

 

Egipto. Hiciste tu doctorado. Contaste de Murad Bey y de Abukir. En tu honor compré un voluminoso libro de ilustraciones de Taschen acerca de lo secuestrado por los franceses con Napoleón. Me regalaste en downtown algo de Sándor Márai. Volumen perdido. Corría el año 2008 y los dados se lanzaban de costado, eludiendo adrede que estuviera alerta de lo que se avecinaba. Te despedí, promesas más que maletas, un bikini, un librito mío dedicado. Tu avión partió. Te llamé al día siguiente. Por años nos comunicamos en morse, punto raya. El perro Marco dormía al lado de la puerta de vidrio que daba al patio. En la noche, gente sin rostro arrastraba una ballena por la puszta.

13/11/2023

 

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Imagen: Kati Horna, 1962

Saturday, November 11, 2023

Crisis


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Me propongo en una semana retomar un largo texto que vengo rumiando por años. Mi amigo el Arcángel me escribe hace unas horas que apenas sale de la clínica de crisis, que se irá a vivir un mes con Omar y después verá. A los 66 la vida no tiene senderos de sobra. Se tiene que lidiar con miserias asociadas al tiempo. Lejanos los días de permitir que ella vaya y regrese. En el espacio entre el pulgar y el índice, en cada mano, tiene tatuados, en burdo trabajo, los nombres de su madre y el de guerra suyo. “Indio”, le decían. Esa piel está arrugada, ahí donde suele descansar la cacha de la escuadra, pistola para quienes desconocen la jerga, hay pliegues que al verlos da hasta pena disparar. Ni para darle a muñecos de cartón.

 

Se escurre el río Bravo entre arbustos inundados. Una víbora de piel oscura cruza indolente la frontera no marcada. Hay restos de neumáticos, ropa húmeda abandonada. Acabo de salir, continúa, me devolvieron teléfono y documentos. Las venas muestran diminutos agujeros de sedantes y durmientes. Mañana te llamaré, prometo, Denver estará oscureciendo; inmensos árboles retienen el viento y en los callejones muchachas en bicicleta buscan comida en los basureros. Imperio del hielo: metanfetamina y fentanilo. Un maniquí desnudo me asusta al principio, lo creí aparición cuando llegaba de amanecida. La brisa le mueve los cabellos plásticos. El Arcángel parece despierto en el sótano, hay luces opacas de sus criaderos de hongos. Su caja fuerte guarda ocho mil en efectivo.

 

Tuestan el sushi con soplete. Trucha, atún, salmón. Wasabi color de bosques en dibujos animados. Miro por las medias ventanas y solo veo silencio. Los hongos alucinógenos crecen hasta que el dueño los devora por docenas. Con fondo de Pink Floyd se ha lanzado en nave a lo desconocido. Hoy no podrá hablar. Veo su OVNI personal cruzar mi ventana que da a la terraza, se pierde detrás de la mansión Cass, sigue hasta los rascacielos, la luna tornó pálida, el agua de la canilla chorrea color durazno. Acomodo la almohada, en mente acaricio a aquella a la que hoy le tocó la suerte y me duermo. Una tos persistente me despierta, el Arcángel se ha sentado a ver la escarcha. Diez millones de ratones habitan el subsuelo de la ciudad, se esconden en las casas en invierno. Con pasos mínimos huelen al hombre espacial, saben que viene de las estrellas. Pongo de fondo a Janáček y trato de seguir durmiendo.

 

Voy bajando la flecha del ordenador en busca de nuevas guerras, usuales muertos. Mido, para enmarcar, el dibujo de Alfred Kubin de un ser descabezado. A la par de Nietzsche iba presintiendo. En El Concilio de amor, Oskar Panizza retrata a Jesucristo como “el enfermo”. El enfermo guía a diez millones de ratones de las catacumbas de Denver, mago de Hamelin. Donald Trump encabeza a setenta millones de analfabetos a levantar nuevos Treblinkas, hienas en celo vueltas diputadas ya se imaginan vestidas en trajes militares negros escupiendo calaveras. Grosz, cuando homenajeaba a Panizza, lo veía todo con ojos de fotógrafo.

 

El río Bravo se puso turbio, viene en avenida. Lleva cabritos y escuincles, mujeres grávidas e ingrávidos polleros. Los deudores morosos cuelgan del techo, qué tristes se ven sus otrora machistas lingas así, tan pequeñas parecen, tan mustias, peor cuando se las cortan y se diría son escupitajos de pavo. Siglo veintiuno cambalache, problemático y febril.

 

Reviso mis notas escritas a mano en los reversos de recibos de tiendas. Detalles de lenguaje, apodos, palabras en español antiguo que de Cervantes pasaron directo al narco de Tamaulipas. Cuando manejamos por las ciudades, tantas reunidas en una, el Arcángel y yo comemos tacos baratos, de a diez el tres aunque antes eran a uno, o pollo frito de los esclavos de Louisiana, o burritos cubiertos de chile verde, tomatillo y picante disueltos en licuadora. Frijoles charros, frijoles puercos, otras variedades también. Frijoles divorciados.

 

Chile poblano, verde oscuro; chile Anaheim, verde claro. Al serrano cuando está seco se le dice chile de árbol, muy parecido a nuestro ají pero menor en tamaño. Al manzano, similar al locoto, al secarlo lo nombran cascabel y al mirasol, guajillo. Con chile rojo picoso, pido; tres tacos con verde, ordena Gabriel. La muchacha que atiende carga culo de diosa. Mugrienta cocina, carnicero con delantal sangriento. Cebo de víbora, desgrasador, toda suerte de mejunjes mágicos, piedra alumbre para axilas hediondas, hierbas y ungüentos que auguran poderosa erección, Paricutín presto a litros de lava. En los corridos perrones la llaman “lechita”, cumbre del amor, ofrenda final a la hembra de parte de su gallo clueco. De ahí a amarrar cananas y salir a la matanza, horrible matazón defendiendo al hijo del Chapo, el Chapito que llorará para siempre en Florence, Colorado, la infame ADX, cárcel que Luzbel, Samael y Belial calificaron como peor que el infierno. Los que cortaban lenguas y derretían cuerpos en ácido lloran estilo Magdalena. Ya no quedan hombres bragados, puro pinche pelele.

 

El río Bravo arrastra el llanto de mi amigo recién dado de alta en la clínica de crisis. Delantal y trasero pelado atrás. Deambular con vasitos de plástico de drogas volteadoras. Doctores que preguntan si te tiró tu padre o tu madre, o el padrino o el novio, o el abuelo que convoca a la nieta mientras él está sentado en el inodoro. Lo escuché, esperando mi juicio, de traje naranja felón, yo, encadenado de tobillos y muñecas, rabioso perro de matorral. El viejo hijo de puta gime y pide perdón pero le avientan años; para él significa condena a muerte. Si tanto los amo, yo no quería. Desaparece; ahora juzgan a un ladrón, traje azul. El mío podría ser albaricoque, mandarina, melocotón, papaya. Distraigo la mente con pensamientos frutales esperando sentencia.

 

Se perfila el fin del viernes. Mi primo desde San Diego me anuncia que traerá de regreso Tarabas, de Joseph Roth, que le presté diez años atrás. ¿Si me siento solo? Sola está la noche, abandonada, le he cerrado cortinas y ventanas, rasca en forma de viento para que la deje entrar pero no deseo un eclipse. La luna me pide verla, si dijiste que me querías, alega. Eso fue ayer…

10/11/2023

 

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Imagen: Ricardo Carlos/La calavera chingona

Thursday, November 9, 2023

Cartas, susurros...


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

“15 de mayo de 88”. Limpiando la roja cubierta enmohecida del Durruti de Abel Paz (¡París, 1986!) encuentro un sobre azul opaco. De la hermosa Ute. Viene de Waldems, estado de Hesse.

 

¿No te gusto?, preguntas. La alcóholica Cochabamba tiene cielos de El Greco. Claro que me gustas y contemplo tus pezones color de terracota debajo de la chompa de lana y cuello tortuga.

 

“Las últimas cosas que escuché de ti han sido tus pasos en la noche que se alejaron… ¡Dios mío, qué poético”. Quedé tieso como el conde de Orgaz, momificado mi brazo de Django Reinhardt. Pensar que no te he tocado por más de treinta y cinco años. La próxima, en el aire vuelo por sobre guerras y desastres, acostaré tu cuerpo de cien sobre el musgo y te mataré de amor.

 

Johann Wolfgang von Goethe, la postal que envías, año desconocido, tarjeta perdida, pero recuerdo. Del original cuadro de Johann Heinrich Wilhelm Tischbein tu carta retrataba al poeta con la pierna derecha en esqueleto. Muy linda imagen ¿fue la belleza o había un mensaje? Tal vez quisiste decir que la poesía no servía para nada, que terminaba en pasos perdidos en oscuridad, al lado de las tristes paredes encaladas del estadio, perfumadas de orines. Luego no te vi, los rostros de mi lecho no eran tú. No que no los amé, besé, lamí, devoré sin sal pero no tú. Quedé con hambre, galgo derrotado levantando polvo con la lama de la avenida Juan de la Rosa. Llegué a casa y dormí. Borrachera llena de epítetos y falsos labios de carey de carnaval.

 

Mis mujeres alemanas. No hay alarde en ello solo holganza de placer. Antje… si olí sus cabellos fue mucho, tenía pecas en los brazos. Menuda y blanca como plátano guineo. Me concubiné con otra hasta que huí en el tren de Oruro-Villazón; si escapar del destino ha sido mi manera de sobrevivir. Esta, que quise, se inmoló en el altar de los muñecos antiguos, sin viso de religión siquiera, sin argumento. Y tú con Goethe, no era Weimar sino la campiña romana. Tomamos vino tinto y cerveza. Tu amiga francesa se acompañaba de un caribeño de inmenso afro. Sé que ella ha muerto y da pena porque siempre sonrió, amaría vivir como presumo yo de amar morir. La noche avanzó y prometía lo que no habría de cumplir.

 

Conversamos. ¿Fue Schiller mayor que Goethe? En cierto sentido, sí. Te escribí pobres versos en papel sábana que atesoraste como sedas. Hará un año, dos, que me enviaste fotos de ellos. Me avergonzó leerlos tan simples, pero supe que era yo, uno no puede esconder lo basto de los propios detalles. Sin embargo me trajeron besos tuyos, de esos de medianoche que saben a chocolate y me considero satisfecho, pagado algo en una transacción casi flamenca por los ocres tonos que nos rodeaban. Tu cuerpo acostado, almohadas, un Kohlberg color guinda. Tu vientre y tus pechos que asombraron mi descreída sensación de que detrás del suéter encontraría tenues damascos de las gargantas de Tajikistán mientras que aparecía el jardín de las Hespérides y robaba la fruta como si fuera mito. Opaca  sombra del fracaso.

 

Hannover, Singen, Waldems.

 

Encontré una carta y no pudo ser trivial. No, viniendo de tres décadas de polvo y humedad contradictorios. Me alegró. Lo extraño fue que la hallé dentro de un libro que conseguí en París dos años antes de que tú aparecieras en escena, cine que tendría consecuencias más bellas que la historia contada en la cinta. Al irme junté cosas, reuní el tiempo como si fuese único y lo metí en cartones y bolsas de tocuyo. Tortura medieval, castigar los amores, embolsar a los amantes y tirarlos desde la altura de la torre de Nesle. Si todos hacemos lo mismo. No podré escribir la canción Pictures of You, de The Cure porque ni una tengo. Si te la pido enviarás fotos de tus nietos y soslayarás la memoria de manera astuta.

 

Irina me dice hoy: “Tú y yo parecemos salidos de una novela de Bulgakov”. Me gusta. Me pregunto si entre tú y yo hay envueltas páginas del joven Werther o del Wilhelm Meister, breve uno, voluminoso el otro, iguales a la efímera pasión o al aprendizaje largo y rugoso.

 

Well people I've been here before
I know this room and I've walked this floor
You see I used to live alone before I knew ya
And I've seen your flag on the marble arch
But listen love, love is not some kind of victory march, no
It's a cold and it's a broken Hallelujah

(Leonard Cohen)

08/11/2023

 

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Imagen: Goethe por Tischbein, 1787

Tuesday, November 7, 2023

Libros como ladrillos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

He comenzado a preparar mi biblioteca. Tengo cajas y bolsas con libros míos esparcidas por la ciudad. Mucho perdido. Hay que reanimarse y colocarlos como ladrillos en los estantes. Uno a uno, con argamasa de sueño. Los que han sido albañiles lo entenderán; cuestión de oficio. Deben saber que mezclar cemento con arena y grava, a pala, es tremenda labor. Parece fácil. Primero se levanta como un volcán al que se le va echando agua en el orificio. Cuando esta quiere escaparse por todo lado hay que palear a velocidad para evitarlo, volcando el material constantemente. Al fin, preparado ya el concreto, los brazos caen de agotamiento. Falta la terrible carretilla, instrumento de tortura, para acarrear la pesada muestra a donde se necesite, a veces sobre tablas dispuestas como puentes y caminos para hacer más liso el trayecto. El cemento fresco se mueve dentro de ella como espeso caldo gris, desbalanceando al que lo transporta, arrebatándole la fuerza de los brazos hasta niveles imposibles. Los muslos duelen en la parte delantera, los tobillos todo en derredor, los pies se deslizan sudados dentro de las botas en exceso grandes. Así se han construido las ciudades. Ahí pienso en Durruti y acomodo con calma los volúmenes. No es que sea el mismo tipo de trabajo pero hay muchas cargas subjetivas en obras que no he mirado por décadas; hay nombres y olores, borracheras y sexos. Arlt me lleva a G; Istrati a Francine; Tolkien a E. Gustav Meyrink escribía en la frente del Golem el nombre de Dios. Estas letras mías, modestas, también despiertan paraísos y avernos.

 

Memorias de Guderian, de Victoria Kent, los Trópicos de Henry Miller, Thomas De Quincey, Badenheim 1939, Pavese, Borges, Ehrenburg, Zweig, El terror bajo Lenin, escritos de Herzen, Stepantchikovo, prosas de León Felipe, Dumas, Manuel Puig… Cajas roídas de humedad y de ratones. Seis tomos de Anaïs Nin; Retrato de grupo con señora. Páginas irreconstruibles, deshechas, ni estuco las ayudaría. Voy armando la casa como a mí me gusta, ecléctica, desordenada. Encima de la biblioteca deposito rollos de afiches que debo enmarcar. El mueble es de tres metros, cabrán cinco cuadros ya escogidos: Di Cavalcanti, Van Gogh, Jawlensky, Grosz, Alfred Kubin. Cerca de la puerta, del lado izquierdo, entrando, el largo Modigliani de hule que estuvo enrollado por veinte años. Al frente pondré un póster del Museo de Jersey City: Ben Shahn and The Passion of Sacco and Vanzetti, September 12-December 16, 2001, resabios de una otrora gigante colección que tuve que abandonar. Extrañaré a Chagall, a los mogules de la India, a Diego Rivera y a los naïfs franceses. Pero ahora tengo otro espacio, otro rumbo, cama vacía y música de sobra.

 

“Bonito tu cascabel, vida mía ¿quién te lo dio?”. “Ay, cómo rezumba y suena”.

 

Pregunté desde Puebla, a Elena y Omar, acerca del océano en Veracruz. Andaba yo entre Cholula y Tlaxcalantongo, lugar donde quemaron al cabrón Primer Jefe, Carranza. Pregunté más a mis compañeros de trabajo que habitaban en la frontera de Oaxaca y el estado de Veracruz. Conozco muchos sones y danzones, he visto el mar de Cancún que supongo parecido. Mis amigos, de ese borde vegetal en el escondido sur, eran pequeños como pigmeos, cabezones, trabajadores como chinos: Eladio, Remberto, la pareja de Eladio, muchacho cuyo nombre no recuerdo, y varios tantos y sus mujeres: Caritina… con quien amasé pizzas en las noches de la Tower Road y Liverpool Street.

 

Encontraré, espero, un librito de Alianza Editorial sobre la muerte de don Venustiano. Lo escribió Martín Luis Guzmán, nombre que me liga a mi padre y sus lecturas que me apropié. Ahora Bolivia; no hay mexicanos, como si parte de mi entorno hubiese desaparecido. Retomaré la infancia, rememorar los campos que se extendían más allá de la Phajcha, desandar un camino pero no en sentido negativo. Obviar por hoy la notable influencia que tuvo México y su gente en mi carrera brutal de inmigrante. No fue de rosas aquel lecho pero no me quejo, no me lo reprochará el valiente Cuauhtémoc. Hoy me siento en un sillón negro y observo la cordillera. En las noches hay demasiadas luces pero a ratos me parece percibir faroles de camiones bajando de Morochata por el camino del Liriuni. En la niñez era acontecimiento, había misterio, tierras lejanas y legendarias, imaginar la soledad de los choferes, la carga humana, de ovejas y legumbres, amodorrada en la carrocería, inmune al tiempo. No más canciones de la cárcel de Orizaba, Chalino Sánchez y Nieves de enero. Me he ido de Michoacán y Nayarit, he dejado a Martín Trujillo-Rubio solo a cargo de Jalisco, en la entrada del Mictlán que no tiene a Cerbero como guardián sino a Juan Rulfo.

 

Divago, digresiono, hojeo páginas que huelen a guardado, chullpas de una literatura que me formó y sobrevivió en memoria mientras deshojaba alcachofas y cargaba papas dulces.

 

Un solo tomo de los Buddenbrook. El segundo me lo robó un comunista del PCB, sin embargo agregaré que tal vez no por comunista sino por culero. Recuerdo a Knut Hamsun, en Bakú, en cine, en el hambre. A Kierkegaard. ¿Dónde están aquellos libros y películas? Ser gitano tiene sus ventajas pero se necesita un peculiar espíritu del que carezco. En tanto movimiento perdí mucho y me arrepiento. Pero ¿qué otra cosa es este Gólgota? Historia del desvanecimiento. Evanescentes, hombres en baño María.

 

Más de un mes que no cocino, cerradas están las bolsitas de comino y urucú. Quise caminar un par de cuadras a comprar un kilo de Huaycha Imilla pero me quedé, permanecí con un vaso de agua tibio, pensando en cosas que hoy no explicaré. Ayer vi un hermoso poncho de Ravelo pero me contuve. Rayado, de púrpuras, índigos y negros. Si no me molestara la espalda tomaría una flota a Villa Abecia esta semana, o a Betanzos. Me han entrado ansias del sur. Debo esperar, cuánto no sé. Pero a terco, a veces bravo, no me ganan. También prometí a una amiga, en medio de la pampa húmeda, ir a buscar libros que guarda para mí: Jodasievich y Malaparte. Conversábamos ayer mientras ella hacía un potaje para su suegra Rosa, con zapallo, setas, y hierbas paranaenses. Si añadiera algo de bagre saldría una magnífica moqueca de peixe, pero ella sabrá.

 

Las once y cuarto. A las doce, almuerzo de pensión con Ronald. En Cochabamba, como fue en la capital, en Filadelfia y Nueva York, en el mercado de langostinos y con strippers. Treinta años en los Estados Unidos, cuarenta él, y mucho juntos vivido. Viajaba yo en mil novecientos ochenta y seis y miraba desde la ventana del bus los rascacielos de Presidente Prudente, en el Brasil. Viene a mi memoria porque escucho un corto tratado acerca de la prudencia. No me ha tipificado, por cierto, pero a palos mejoro.

 

Primera página de Las hermanas Vatard, de Huysmans: “Dieron las dos de la madrugada”. Aquí dan las once y media. Desempolvo el libro prologado por Vicente Blasco Ibáñez. ¡Ah, la literatura francesa!

07/11/2023

 

 

Monday, November 6, 2023

Rodrigo Urquiola


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Leo a Rodrigo Urquiola por varios años ya. Es uno de un grupo de jóvenes escritores que con talento más tenacidad se han hecho un espacio en la literatura boliviana, un espacio que va a crecer con mucho dada la edad de los participantes. Han sido, son, un soplo de aire nuevo en nuestra controversial manera de entender la literatura.

 

Rodrigo es un escritor de mucha potencia. Su prosa es clara y contundente, realista si queremos darle un término, de ese realismo que juega incansable entre la magia y el horror. Su prosa invade, seduce; se hace necesario, al iniciar la lectura de un texto, no detenerse hasta saber el desenlace. Cuando uno se insume en las letras de su cuento Senkata lo hace con la idea de hallar retratado en él un triste acontecimiento de los muchos de nuestra historia. Pero no tiene nada que ver con eso, a excepción de su condición geográfica común. Trata de una fascinante y espantosa intriga en los vericuetos del crecimiento de unos jóvenes amigos, en un entorno en el que hay mucho de fraterno pero también de doloroso y se quisiera de inverosímil, pero no, la sangre está ahí, la pasión del autor retrata con firmeza avatares que tornan vívidos para el lector. Me gustaría referirme a los rusos, a Dostoievski en particular, pero no a modo de hacer comparaciones estéticas o estilísticas sino para hablar de la energía de palabras como fuego, marcantes a hierro candente y lento, lo que es aun más dramático.

 

Recuerdo haber sido jurado en alguno de los premios bolivianos, de cuento en aquella ocasión. Cuando llegué a las páginas de aquel por el que voté no es que intuí que había sido escrito por Rodrigo sino porque su desarrollo era tan fascinante y triste. Lúgubre, quizá; tal vez fúnebre. Su obra está plagada de instintos encontrados y rebeldes. Es como un pintor expresionista que revela lo real con furiosos paletazos de colores primarios. Dirán que muchos lo hacen, que temas escabrosos son pasto perfecto para interesar al lector, sin serlo en este caso. Rodrigo Urquiola ha desarrollado una maestría que lo llevará muy lejos como representante de nuestra literatura. Es en esta difícil lid que tendrá que sacar a luz el tesón de sus personajes, su empeño de supervivencia y su deseo de comprender por qué la vida es tal si podría ser otra.

 

Reitero que su obra es un fuerte soplo renovador. Vale por sí misma, es fuerte hasta el hartazgo. Labor difícil, por cierto, cuando todavía priman en esta tierra males endémicos como la rosca y la envidia. Sus libros no necesitan amigos, tienen peso suficiente para sobrevivir solos. Sin embargo el escritor tendrá que buscar sus propias estrategias para dar a conocer su obra en un espectro mayor al breve nuestro. Ha dado ya los pasos iniciales y enhorabuena exitosos. Es dueño de un universo que quiere ser visto por todos a pesar de su oscuridad, que necesita expresarse luego de inmenso silencio. Rodrigo no es un propagandista social ni un político. Da voz, incluso en sus historias de amor, a un olvido que tendrá que volverse elocuente a fuerza de su arte. Es, para mí, ya, un notable escritor y celebro su anticipada gloria desde mucho antes como lo hago ahora. Gracias.

Cochabamba, 2023

Friday, November 3, 2023

Ucrania, de nuevo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Escribe Olga Amarís Duarte en Fractales de una guerra en primavera: “Las bombas no son ángeles ni demonios precipitados del cielo; son máquinas precisas que devuelven lo humano a la ceniza, lo vivo a lo muerto y los muertos al olvido”.

 

Cesária Évora canta Sodade.

 

Aire caliente de Cochabamba. Un bus llega a Kiev a medianoche. Ella no está en la estación. Mortecinas luces amarillas se prestan a ser fotografiadas. Llegaré a Kharkiv al amanecer. Nos detendremos en Poltava. Recordaré a Iván Mazepa. Hoy mi pase secreto al mundo virtual es su nombre, ya está anotado en la memoria del ordenador. ¿Qué hora sería cuando nos detuvimos en la modesta terminal de Poltava? Un día, mucho ha, lloraban muertos y dormían heridos. Casacas azules suecas tendidas como para secar. Los prisioneros son arreados con grillos a la lejana Tobolsk, al fin del mundo. Un largo cartel anotaba: “Poltava”; sentimientos complejos mas no contradictorios bullían en mí. Quise quedarme entonces, caminar hasta la colina del teatro griego y aguardar por definiciones. Han pasado cinco años. Presente el silencio pero no patriarca. Un paso dado pudo ser la cima del destino pero quién me da certeza de ello. En Poltava estaba Gogol junto a sus demonios. También Sholem Aleichem; Lunacharsky, por cierto, el más versado entre bolcheviques. Lo leí, a la par de Trotsky, en sus acercamientos a la literatura rusa.

 

Jean Gabin en una compilación de acordeón francés de Frémont, notables discos. A veces me confunde su rostro y me parece el de Harry Baur, el mejor Jean Valjean del cine en mi opinión, martirizado y muerto por los nazis. Alianza Francesa… cine de miércoles. La maestra Elisabeth ríe y mortifica mi niñez con deseo. Un día le diré: “Te he estado contemplando por diez años”. Si obtendré un beso a cambio, un hombro por mis tristes versos, un seno bajo la intemperie de los eucaliptos, no lo diré. Los ceibos están en flor, arriba se ven ruinas de la hacienda Salamanca.

 

Muertos rusos dispersan sus miembros destrozados con los colores y la trama de Miró, no con su alegría. Avdiivka, tumba inmensa, túmulo gigantesco de cuerpos, casi como odisea asesina de la Horda. Tiempo para comprar almas muertas y hacerse de siervos inexistentes, porque esta locura es tan antigua en Rusia como su propio absurdo. Escribirán en el futuro, si despiertan los grandes del XIX, que en la aldea A. y en la aldea T. se acumularon los difuntos, que de sus mejillas abiertas crecieron girasoles, no románticos según Hollywood los hizo sino fatídicos. Que en ninguna guerra el invasor es víctima y que la mácula ya nunca se va a borrar. Miraba yo el tranquilo camino de Belgorod y hoy es torrente carmesí. Noviembre ha llegado. Noviembre arribaba yo a Jarkov con ilusiones de historia y necesidad de carne. La industria, el sacrificio, iglesias penumbrales de pupilas abiertas santificadas.

 

Lloran los iconos mujeres; entristecen santos y Jesuses. Quién lo iba a creer, que en la arboleda del parque Gorky donde toqué tus manos bombas caerían. No me echarán al olvido, tú y tu ciudad eternas ya, lírica de poeta tal vez, ansia de amante, pero por sobre los obuses que caen, morteros con profunda voz de jazz, caminas de abrigo gris rumbo a la iglesia ortodoxa donde te cubrirás los cabellos. ¿En qué lugar te hallas, Hyeronymus Bosh, tú que no eres de colgarte en paredes? Observa entre la escoria rusa a los cuervos come ojos, insectos reptadores que introduciéndose por la nariz penetran para devorar el corazón mujik. Releo Agosto 1914 y materializo en mente que a esto se refería Solzhentsin, a fosas de hombres verdes azules y púrpuras tumefactos, ya presentes en el canto de las huestes de Igor.

 

Huyan, huyan disfrazados de animales de los cumanos malditos. Huyan de los casi benditos ucranianos en picos de aves de rapiña, crezcan el pienso y los pastos de los salvajes campos porque de allí no saldrán, ni aunque se vistan de zorros, musarañas o urogallos. No los mira un dios desde arriba sino máquinas mortíferas con ojos, cámaras que los fotografían corriendo y luego de la explosión parecen marionetas todavía no armadas para la feria, muñecos de madera leve y papel. Tú sonreirás entonces y tomaremos un café o licor besarabo encima de los huesos, sentados en calaveras con zetas pintadas que no sirvieron de detentes. Puede el patriarca Kyrill bendecir lo que quiera, echar genuflexo aguas turbias a diestra siniestra. No impedirá que sus soldados se cuezan en tanques de supuesto acero, espantosos como los bueyes de hierro candente en cuyo vientre se arrojaba a los rebeldes de las revueltas campesinas (pienso en los Balcanes).

 

Narra Olga Amarís Duarte en la página 89: “Pugú, pugú”. Pues en la Ucrania de 1647, cuando se cernía la debacle y el cometa predecía angustia, algún tártaro o cosaco, no lo tengo bien memorizado, gritaba desde un escondrijo lo mismo: “Pugú, pugú”. “¿Quién vive ahí?”. Alguien que viene de la estepa. Está en las primeras páginas de A sangre y fuego, primer libro de la monumental trilogía histórica de Henryk Sienkiewicz sobre Polonia. Anunciaba el mensajero que en la alta vegetación entre el Dniester y el Dnieper algo se preparaba. Un atamán de nombre Diosdado Zenobio cabalgaba hacia la capital de los zaporogos…

 

Es ya noviembre tres. Tal vez había dejado Kharkiv para entonces, tengo que confirmarlo. A no más tardar el próximo año, antes de la primera nieve, estaré de nuevo allí. Ganas tengo, pero no los medios, de ponerme detrás de una boca de fuego para cultivar cadáveres de una gente que he amado y leído tanto de ella. Hoy son el enemigo pero incólume está la tumba de Tolstoi, y congelada en la memoria la finca de Premujino. Queda mucho de amar en Rusia. Mucho por matar. Condición humana, deseo de olvido. Nevsky y el Terrible, reales y falsos Dimitris, Rusia madrecita y verdugo.

 

Atravieso Kopyly, Palchykivska, Tsyhans'ke, Reshetylivska, Podil, Bilotserkivka y el rayon de Velykobahachans'kyi. Retornaré a Poltava y levantaré una casa con jardín de flores de sol en tierra abonada con piel de conscriptos bashkires. No plantaré repollos porque parte no seré de antropofagia, solo de botánica. Un día soleado vendrá, pronta mañana, en que el automóvil encare la entrada de Mirhorod y retomaré a Gogol. La guerra jamás será un recuerdo. Hay que mirar esa frontera hasta que se derrumbe: se prepara el Cáucaso para el baño definitivo de sangre. Vladimiro el Pequeño caminará de la mano hacia la muerte, fraterno, a pedazos, con aquel que quiso ser zar e inventó una historia protegido por un ejército. Corría el siglo XVII y Moscú ardía en el tiempo de la dificultad.

 

Nada de ello impedirá que yo siga leyendo a Lermontov.

03/11/2023

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Imagen: Monumento a Iván Mazepa en Poltava