Tuesday, August 31, 2021

Cosas de negros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Que negros aquí, negros allá. Lo escucho a diario, lo he dicho también en momento de ira. Hoy, ayer y anteayer que putos negros, flojos, basura. Incluso entre negros hay “niggers” y los otros, se lo echan en cara con vehemencia. Mis compañeros estibadores diferenciaban entre ellos y los “negros” de Jamaica o los “africanos”. Matices de un mismo color, del Congo y el siguiente de las Carolinas. Si a uno lo someten a la ignominia eterna, al estupro, si no se convierte en asesino maníaco se hundirá. El lodo es más pesado cuando está encima que cuando se camina sobre él. No hablo de “comprensión”, ni de la empatía del ser humano que pocas trazas de ello hay. Ni soy Defensor del Pueblo. He visto; he vivido.

 

A las 10:55, Aretha Franklin canta Don't Play that Song (You Lied) y me arrebata el pensamiento a cuando era trabajador de mercado, uno entre todos tostados y jefes blancos. Pelar la achicoria de trazas oscuras de podredumbre, limpiar con papel toalla la berenjena, escoger hongos de tipo A o B, quitar viscosidad de los que estén más viejos, hacer a un lado los blancos gusanos que pululan en el tomate romano para venderlos en balde, deshechos, a los restaurantes elegantes de la capital de USA. Que la salsa con uno que otro gusano molido sabe mejor.

 

“Negro” describe a la plebe en Argentina, no porque vengan del Senegal sino porque el nombre trae a colación taras y disfunciones, crimen y vicio. Pienso en los “negros” de Washington Cucurto y la bailanta. Modestos bolivianos en Virginia, de vida y aspiraciones de sirviente, eran muy vocales a tiempo de denigrar al que estaba debajo.

 

Monjas de la Madre Teresa vienen a pedir donaciones a Keany Produce Co. Denles mierda, es la instructiva; total, sirve para criar negros. Pero, tapada por la mierda, escondo costales de reluciente papa roja de Idaho, naranjas tipo Valencia, tomates 4x4, que se dividen por tamaños, y precio.

 

Tyronne, ya de alrededor 60, presume de su larga verga en los baños, le dice a otro que él sí haría feliz a su novia, no como el nigger verga chica que eres tú. Joe Day se levanta desde la silla, agarra la cremallera y dice a los cargadores que si no se apuran les meterá la negra verga en el negro orto. Textual. Para eso pone su gran mano debajo de los testículos y los levanta como sostén levanta teta. Reímos. Fuck, Joe, que no puedes ni con tu tía, motherfucker. Shit! Cuando se van los camiones llega la calma, barrer masacradas hojas de lechuga, pedazos de sandía rota, ciruelos negros de Chile que llegaron por mar. Los vehículos salen y a la vuelta del mercado de abasto se detienen para dotarse de crack, cisco o cerveza malteada de alto grado alcohólico. De ahí a DC y Maryland, Alexandria y Arlington, al salón rutilante del Club de la Prensa y a la CIA de Langley donde a los espías les gusta el aguacate mezclado con picante serrano. Volverán en la tarde, a tiempo de morir el sol, agotados, hastiados de cargar bultos y meterse droga. Si estoy allí, algunos nos quedaremos cerca, entre basurales y maleza saliendo de las paredes. Más alcohol y otra vuelta de crack, hashish, hasta casi la hora de volver a trabajar, al “tráeme veinte cajas de pepinos”, con lo que pesan. Nos acostamos en sillones desparramados por los callejones; arden turriles con restos de madera arrancada a las ruinas. Los clavos se calientan y explotan, suenan al chocar con las paredes del barril. Roberta Flack y Donny Hathaway cantan You've Got a Friend. La cantó James Taylor. La escribió Carole King. Los amigos morimos en colectivo. Alguien pide amor. En Gallaudet la mamada cuesta cincuenta centavos y dólar el tiro. Esqueléticas muchachas vagan por la penumbra vendiendo lo único que les queda ya por poco tiempo. Si hubo alguna vez poder de las flores no pasó por aquí, que ni la alegría alcanza para todos, menos para negro. Y si Dios pasó… No pasó.

 

Brilla el blanco de tus ojos en la noche. Tú encima de mí. Y tus dientes brillan. A este callejón no llega la luz de las estrellas. Yes, babe. Si moriré de sida lo dirán los años, de todos modos he de morir. Mi extraña relación con la muerte. Afiebrado por semanas, en Buenos Aires a mis quince, en casa de Chocha y el tío judío odesita, solo me pesa una cosa: morir sin haber visto el zoológico. Y sé que en el de Buenos Aires hay una pantera negra, igualita a la de la portada del libro de Verne Las Indias negras. Qué pena, morir así.

 

Sé que a mis amigos se los llevó la desgracia sin necesidad de pandemia. Condenados negros. Negros condenados. Sweet Pea murió cuando yo todavía estaba allí. Nadie asistió a su entierro. Ya entonces Rosselle Houston caminaba con dificultad; Ernst y Wayne eran jóvenes y reían, pero el crack los volvió silentes y nerviosos. Big Mike era demasiado hombre para morirse pero quién sabe. Si yo tengo 61 ahora, Joe Day tendría casi 100. Al ritmo que llevaba, de good y bad coke, dudo que llegara a 70. Cuando agradecí la premiación del Casa de las Américas el año 2009, por El exilio voluntario, los recordé en una breve lectura. Ambrosio Fornet se me acercó y me dijo: “sabes que nos has conmovido”. Arthur… Tyronne… Frank, uno de los pocos blancos. Pollard…

 

Que no me digan que es cosa de negros (así titula ese gran texto de Cucurto). Que se los lleve la verga.

31/08/2021

 

 

Saturday, August 28, 2021

Sábado en calzoncillos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mozart y sus Divertimenti. Por otro lado, un documental sobre los gitanos de Bulgaria, allí y en Londres. Diferentes tribus, así las llaman; prostitución y robo como sostén familiar. Hablo con mi hermana y recomiendo Kusturica; al menos una década que no veo algo suyo. Lo último fue su Maradona. No quiero creer que va desvaneciéndose; tal vez como la misma guerra de secesión yugoslava. Marcó la época. A Denver llegaron refugiados bosnios a repartir periódicos, trabajar en cadenas de comida. Hubo una hermosa gitana que tenía un fuerte y delicioso olor a sobaco. Casada con Nisvet, cuyo hermano era Jamal, y a quienes ayudé en el trabajo. Los dos son ahora ricos. La esposa de Jamal murió, joven y rubia; la muerte no distingue colores. ¿Qué habrá sido de la gitana de Nisvet? Se habrá convertido en una señorona que gasta el gran dinero en Macy's y que habrá olvidado, para bien, la sensación del terror bélico más la precariedad del inmigrante. Un hermano tiene al menos un tráiler, que le da ganancia de cuarto de millón de dólares por año; el otro, más cercano a mí, dejó su cargo de manejador en el Denver Post y se convirtió en constructor. Por años trabajó en el diario con mexicanos, albañiles todos, y levantó con ellos y sus diversos oficios una empresa millonaria. Me lo ha dicho mi dueño de casa, que es croata, pariente de Ante Pavelić. Sucede que croatas, serbios y bosnios ya eran, y son, cercanos aquí. La espectral Yugoslavia pervive en ellos; cómplices de un pasado común; supongo que de la guerra no hablan.

 

Bulgaria. Pueblo que vino de la estepa y levantó un imperio que enfrentó a Bizancio. La cámara muestra los estercoleros donde viven los roma, tanto en Sofía como en Plovdiv. La música rom forma parte de la gran tradición que conocemos como “música rusa”. Ochi Chornie, Ojos negros, es canción gitana. En mi mente, aquel filme melancólico de Emil Loteanu, Accidente de caza, de un cuento de Chejov. Cantan los gitanos. Dios, cuánta tristeza.

 

Cuento los días para ver el Tunari otra vez. Salía temprano a la esquina de Juan de la Rosa y José Quintín Mendoza y lo miraba. Lo subimos una vez muy antigua ya. Elena y Armando alcanzaron la cumbre. Yo me eché en el puntiagudo pasto a tomar el caliente sol de las alturas. Modorra, ensimismamiento. Nevada del Carmen, de la Asunta, de Urkupiña. Mi padre era el almanaque Bristol viviente. Tiempo de cosecha y de viento. Agosto se lleva a los viejos, decía; la brisa huracanada, el polvo.

 

Por las noches percibo el otoño. El sudor del infierno se seca de frío haciendo costra. Una familia pelea a gritos en la calle. Llego a ciertos departamentos: dos hombres negros y una muchacha blanca, cerveza y cigarrillos. Uno, vestido en luto, me dice: “bro, tienes pinta de peligroso”; “soy peligroso”, respondo, y continúo. A esta altura de la vida, si nunca pasó antes, van a amedrentarme unos cojudos.

 

Vendrán en unos minutos Aly y Emily, las hijas. Con historias de gatos, de tomates cultivados en el patio, con siempre acertada visión de lo que pasa en el país, con notas sobre Afganistán. Les sugeriré que miren el documental del que hablo. Dirán que sí pero van a olvidarse apenas pisen la calle Clarkson. Está bien. A cada uno la época y los temas. Tengo un choclo para hervir y lo disfrutaré mirando por la ventana. Tal vez ponga algo de los Stones. A ellos los ha, nos ha, visitado la muerte.

28/08/2021


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Fotografía/Barriada de Stolipinovo, Plovdiv, Bulgaria

 

 

Thursday, August 26, 2021

De Tiquipaya a Totolima con d'Orbigny


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En 1832 el presidente Andrés de Santa Cruz visita el convento de Santa Clara, en Cochabamba, con objeto de solucionar las disensiones de las internas. Alcides d'Orbigny, invitado, dice que era la única manera en que hubiese podido conocer aquel enclaustramiento. Yo lo intenté y tuve que conformarme con dulces de almendra y tostadas en el vestíbulo.

 

El explorador francés parte luego hacia Tiquipaya. También nosotros, en grupo de tres, 150 años más tarde. D'Orbigny se provee de carga e indios aterrados ante la idea de cruzar la cordillera hasta el trópico. El cura de la villa intenta disuadirlo, el conocimiento es cosa de diablos. Nosotros, modestos, recurrimos a mundanas mochilas, agua y conservas.

 

A un kilómetro del poblado se eleva la cuesta. Ellos y nosotros subimos en zigzag por horas. Decidimos detenernos en mitad del camino a la cima, en Puka Puka. Arremetemos el valle con la mirada, el mar eucaliptal. D'Orbigny, ya en la cumbre, escribe sobre lo que observa debajo: “Nada de lo que es característico de América me aparecía en estos parajes; por el contrario, todo te recordaba el suelo de nuestra bella Francia (…)”. No puedo aseverarlo, quizá algo en Clermont-Ferrand, del macizo del Ródano, pero miro como nativo, sin pupila de nostalgia.

 

Corren aires gélidos. La paja seca arde y vuela en llamas a la distancia hasta que choca, se disgrega e insume en la noche.

 

Discutimos el camino a tomar. D'Orbigny asegura que norte, tirando a la izquierda es más aconsejable. Discrepamos y enfilamos norte este. Nos encontraremos allá, en el último lugar de este mundo donde el agricultor ha puesto pie, Tutulima. Nuestros caminos se hacen ajenos y aparte del siglo y medio que se interpone también lo hacen montañas y helados lagos de gimientes gaviotas.

 

Los tres expedicionarios de hoy arribamos a Chapisirca donde el yermo se puso verde de papa. El francés y sus porteadores se adentran en el valle de Altamachi y asoman al nacimiento de la fronda con anticipación. No importa, esto no es el París-Dakar, ni Bolivia compite contra Francia; además que entre espectros no hay discordia.

 

Observa guanacos y vicuñas. Nosotros, nada: alguna llama, un asno, perros ladradores. A la izquierda y derecha, por ambas sendas, las pircas de los quechuas marcan límites al infinito. Dormimos en Torreni, en una choza campesina de adobe, sobre colchones de paja y cubiertos con mugrosas pieles de oveja. Al alba, en camino de nuevo.

 

Desde la cumbre se llega al mar de nubes del que sobresalen cornisas y picos de cuando en cuando. Se presume el monte; el aire se dilata.

 

Baja d'Orbigny por la pendiente occidental; nosotros por oriente. Él divisa los escasos tejados de Tutulima desde lo alto, mientras que ladeando los cerros y bordeando el espumoso río frío nosotros no vemos más que la ilimitada extensión de la garganta rodeada de vegetación. La naturaleza ha tallado sendas con las raíces y las piedras. Alcides d'Orbigny, con profunda sensibilidad social, habla del patronazgo. Totolima es propiedad de un solo hacendado. Desde la cordillera hasta el infinito, carta abierta de explotación. Mi padre me dice que era propiedad de los Salamanca, desde arriba de El Paso y Tiquipaya hasta tierras desconocidas, al norte.

 

Aparte de unos maizales no hay para nosotros rastro agrícola, aunque el francés cuenta de naranjales, maíz, caña y flores. Triste recuerdo de la historia nacional que marcha, hoy más que ayer, en regresión contínua.

 

Totolima, o Tutulima, es en verdad (lo era en 1832 y en 1982) un “verdadero oasis perdido”. Luego el científico se marcha. Un poco más allá del villorrio, en la salida hacia El Carmen, nos separamos. Decidimos retornar al incómodo pero deseable calor de hogar. Alcides d'Orbigny prefiere enfilar al norte, agacharse y recoger conchillas extrañas que deposita en el fondo del sombrero y que enriquecerán la biología.

 

El ruido del torrente ha espantado las voces, las aves y la historia.

11/01/2003


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Publicada en LOS TIEMPOS, 12/01/2003

Sunday, August 22, 2021

Virginianos/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 
Mi libro comienza un miércoles por la tarde, sobre la única mesa de un departamento en Arlington. Calle Nelson.

1989. Nieve. El abrigo marrón del tío Carlos Coqueugniot me protege. En el bar de la esquina las divorciadas buscan amor, a tientas entre vasos y narices.

Tengo una flamante máquina de escribir. De ella nace Carta a Joan Baez, el primer texto. Lento libro; los artículos se espacian. El trabajo consume los días. El tiempo imposibilita los papeles.

La trivialidad de las horas impide la letra. Limpio el dormitorio; controlo a mi compañero de casa para que no me siga robando la comida. En ese ambiente llamo a la sombra de Tamerlán y exprimo mis sueños. Me obligo a escribir con los ojos cerrados.

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Publicado en Opinión (Cochabamba), 05/03/1992

Imagen: Portada de Virginianos con retrato por Jenny Gubrud

Tuesday, August 17, 2021

Preámbulos para el viaje


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mientras preparaba, en el camión de comida, milanesas y chorrillanas, mientras el infierno de la plancha quemaba mis manos detrás del plástico que las protegía, Ligia alistaba maletas y viajaba hacia el sueño de los nietos. Pienso ahora en hombres y mujeres, en doña Irma que me decía, muchísimo atrás en el tiempo y para secar mis lágrimas, que el hombre era “poncho al viento”. Se refería a las ataduras que suele traer la maternidad y de las que el hombre carece.

 

No diré como en el triste samba de Adoniran Barbosa que mi mujer me dijo que hirviese el agua y no regresó. No, no hubo agua evaporada entre nosotros. Hubo hijas y nietos que no eran míos. Si ni las mías hijas lo son. No era yo Mané (no Garrincha, otro Mané) que salí a buscarla con la policía, aunque lloré mi infortunio con agua del color de las granadas. Tampoco tomé el camino de Guanajuato sollozando que la vida no vale nada. Porque de vida no se trataba entonces sino de muerte. Ella había optado por fallecer en nuestro amor. Decisiones de hembra que son con mucho acero y no la feble ortiga del macho llorón. Pues ahí estaba, de pie en la noche, con rodillas tembleques y mi compañero, mi perro Marco, que sabía de la tristeza como un filósofo mudo. Lo concreto es que corría viento frío, que los autos estaban parqueados ya sin chofer, que sillas y pinturas carecían de valor, que el Zacapa no se movería por un tiempo, que alistara baberos y pañuelos para inventar tangos que todavía no se habían inventado. Marco se frota contra mi pierna y duerme a mi lado. Cuando despierto, sus ojos negros, grandes, tiernos, me están mirando. Parecen decir que me levante, que deje de lado esta parálisis y mueva de nuevo estos brazos que por treinta años no descansaron. Nada de qué mala ella si tan bueno yo, tan trabajador, tan responsable. “Un hombre tan valeroso y a Montilla lo han matado”, rasguean el cuatro los llaneros. Pues salgo a la oscuridad porque siempre trabajé de noche y a la soledad que conlleva mi tipo de trabajo nocturno. Soledad que jamás se separó de mi lado ya que de sombra y solitaria ha sido mi brega con la vida. Ahora, bueno, a lidiar con la mortandad que se esparce alrededor. Peste bubónica, aire que falta. El dolor tiene horario distinto.

 

Vasos que quedaron sin lavar. Opté por tirarlos a la basura, los ordinarios porque el dolor no me hace estúpido, felizmente. Increíble que en medio de la destrucción de Siria hay resquicio para el pensamiento, mesura para elegir. Pero estaba la realidad de que lo que me rodeaba era demasiado. Mi casa era un museo de objetos bellos e inservibles. Máscara chowke que incluso con su presencia terrorífica no me asusta; máscaras del Gabón, quitadas a rostros de mujeres muertas, con distintivos rombos sobre la frente. Tallados en balsa del Chaco boliviano, de tatús y aguarás guazú, una docena de ellos, coloridos, que mi hija Aly dice que quiere tener. Muebles que regalo, afiches que marchan a casas de desconocidos vecinos, tejidos que se archivan en baúles para que los saquen el día que yo me muera y los muros se decoren de awayos como Bolívar entrando en Potosí. Voy deshaciendo treinta años de acumular ilusiones. Decido viajar; en las maletas no caben alucinaciones ni recuerdos. Trazo a lápiz marcador una guía de viaje que tendría que haberme escondido para siempre en Kashgar, a orillas del impenetrable Takamaklan, donde la arena cubre las veleidades humanas y muestra una faz de que aquí no pasó nada. Planes, proyectos que, claro, hay que tener. Contar los billetes que escondí en páginas de libros escogidos. A todo o nada. Esta apuesta tiene augurios de descubrimiento y de conquista. No hay fuga sino necesidad de recrear lo que uno fue, reinventarse, secarse el sudor del amor que es rico, aromático y pegajoso, pero que nos aferra a las sábanas casi en condición de enfermos. La casa se fue vaciando. Quedaba en lo que era al principio, una seguridad de paredes de mal gusto y un patio que tuvo sillas e invitados y que ahora albergaba un gran charco que no valía la pena secar.

 

Ella me privó de su voz, de su presencia, de sus ojos que a veces eran cafés y a veces verdes, entre greda y esmeralda, pasto y argamasa.

 

Con ello estaba, con las manos vacías. Seguí trabajando, dejé de incendiar mi piel en los hornos de la cocina. Arreglé con las hijas las necesidades básicas de dejar todo “en orden”. Dolió separarme de algunos objetos porque cada uno traía memoria. Pero, o te suicidas en la melancolía o sacas la daga que rompe el cielo para abrir la lluvia.

 

Exceso de romanticismo, como siempre, de imaginar odiseas donde poco cabía para la épica y mucho para una lectura real de lo palpable.

 

Barajé nombres. Estaba Portugal de principio, al norte, casi Galicia. Pero hubo momentos de Marruecos, de Fez y Argel, donde amigos escritores de tendencia africana serían expedicionarios de una fuerza conjunta para abatir la pena. “Tú lloras porque me voy y yo porque tú te quedas”, dicen los llaneros, pero el río anda de crecida y mi barcaza es pequeña. Aquí no cabemos dos, bien simple. Lo demás es retórica. Quiéreme, yo nunca dejaré de hacerlo, pero tardamos en exceso para ayudarnos a vivir lo que debemos. No hay horas suficientes para completar lo que falta. Entonces qué, deja que Mané caliente el agua para el café mientras tú vas por bizcochos. Salió a comprar cigarrillos y no retornó, es la historia oficial. Sí, dramático, pero de drama no se alimenta uno y sí de manzanas y cebollas, de sangre tostada y papa hervida. Agacho la cabeza sobre el mapa y trazo una línea recta entre Tashkent y Bujara. Hasta ahora no las he visto pero las veré. Aquella osadía del 2018 fue el inicio del camino que no tiene vuelta porque es circular. Pero circular te trae al principio y no avanzaste nada. Elíptico entonces, viaje sideral.

 

El mapa quedó largo. Sendas que se podría decir se truncaron si pensamos en tono exitista. Viaje iniciático. Los números hacen de detalle cronológico, jeroglíficos de otra historia, esbozos de cacerías de mastodontes y ciervos espantosos, o, al otro lado, de murciélagos y seres incomprensibles como en los tejidos jalq'a de Chuquisaca o los zorros, caballos e ibis mitológicos de los awayos de Leque. Lo que se ve y lo que no. Hay que buscarlo.

 

Por algo había que iniciar. Los dormitorios se habían vaciado. Libros llenaron vientres de cajas, ropa se dobló para que cupiera entre discos compactos y metales afganos. No disponía de una mochila grande y alisté dos maletas, una chica y otra no. Tres pantalones y cinco camisas. Calzones y calcetines, una lectura para la primera etapa que ni recuerdo cuál era dada la excitación. Dinero en efectivo, escondido entre bolsillos y testículos. Un boleto de aerolíneas noruegas, aviones de color rojo, estelas de sangre rápidas en la atmósfera. ¿Quién me llevó al aeropuerto? No me acuerdo. Besos a las hijas, a sobrinas, hermanas y cuñados. Tres fotos, un reloj negro que regalaría a María en Braga. Me sentaría en el futuro encima de un pulpo con el gran Verne, en Vigo, y de lado del gran Babel, en Odessa. No lo sabía.

 

Se iniciaba en Londres, saltaba a Porto, Oporto, el vino que le gusta a Ed, sudafricano el mejor hasta ahora. Y de ahí estaban los caminos sin marcar y plenos de carteles y distancias. De Madrid al sur negro al otro lado del mar; o Lyon para conversar con Zarita, y Estrasburgo, Berlín, Varsovia. Marcela que me invita a Roma que no había pensado ni a cuenta de mi amor por Giotto y Donatello. Ucrania está segura, para dar vueltas por Chagall y por Novgorod la vieja partiendo de allí, o como punto luego de las tierras libres de Néstor Majnó para el salto a los ríos del vellocino de oro, en Georgia, Armenia y el Asia Central en cuyos bazares pasaré barbado desapercibido o tal vez disfrazado a la usanza de Pierre Loti para crearme una historia, rodearme de misterio, hacer mi leyenda. No descartaba la vieja Saigón, ni Hue ni Shanghai pero prefiero el desierto.

 

La caldera del pobre Mané nunca hirvió. Café no servido ni bebido. Pura pérdida. Llueve sobre São Paulo. Adoniran Barbosa sigue con el ritmo del samba blanco paulista. En Viaduto Santa Efigênia canta:

 

Eu me lembro
Que uma vez você me disse
Que um dia que demolissem o viaduto
Que tristeza, você usava luto
Arrumava sua mudança
E ia embora pro interior

Quero ficar ausente
O que os olhos não vê
O coração não sente

 

Ven a ver. Luto, mucho, parece un mar negro sin ciudades alrededor. Pero sobre esas aguas sombrías hay que arrojar la balsa que no lleva ni al olvido ni a la metástasis. El resaltador marca la ruta de tierra entre Oporto y Madrid. En la frontera entre Portugal y España hay un pueblo donde se detiene el bus, con tiendas y miles de piernas de jamón serrano colgadas aguardando el cuchillo. Me afeito con la navaja para ser otro, el mismo pero dispuesto. Con la misma cuchilla corto el jamón crudo en piezas casi transparentes. Huele, sabe, la vida cargada de pesares se hunde en la delicia de un trozo de carne en un camino todavía sin rumbo pero ya con mucho asombro.

20/07/2021

 

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Publicado en REVISTA NÓMADAS, Bolivia, julio del 2021


Imagen: Estatua de Julio Verne, Vigo

 

 

 

 

 

Saturday, August 14, 2021

Notas a orillas de un mar extraño


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Estaba Máximo Gorky en el mar Caspio o en el Negro? ¿Con Malva o Konovalov? Acerco la mente hacia 1973, cuando leí Los vagabundos. Me quedó aquella imagen sola frente al mar. Y el nombre de Malva. En realidad ni sé si es cierto, si escena tal aparece o se confunde con la de algún otro libro. No importa, las primeras impresiones valen, y esa fue la mía con Gorky, mucho antes de La madre, de sus textos políticos “inoportunos”, de sus recuerdos de Tolstoi y de Chejov. Mar, ambos fríos, botas como calzan los rusos, y el blusón típico de ellos, cerrado en el cuello y con cinturón que deja una faldita flotando sobre los glúteos. Sensación de soledad, el agua que choca contra las piedras o es liso en su superficie con esporádicas bocanadas de pez que ansía vivir. He visto el Caspio en películas iranias y todavía me estremece. Es el lago más antiguo del mundo, resto del cretácico océano Tethys. Por ahí, sin embargo, no lejos, Irán se convierte en paraíso boscoso donde rugen leopardos. El Transiberiano, cuenta mi sobrina, atravesaba el Amur, en Rusia, y bastaba el nombre para perderme en las selvas de tigres y encantamientos de brujo. Frío y calor. Grandes y viscosos esturiones por un lado; refulgentes felinos por el otro.

 

¿Cuánto hemos perdido? Si cuenta nos dimos, lo dudo. Ahora, cuando la muerte no ronda pero guiña, somos tan tontos de seguir perdiendo el tiempo, llenando el corazón con burdos sectarismos de amor. El amor libre implica no el lecho revuelto de infinitud de piernas sino la paz. Ella no excluye la pasión, la realza. Todo mal nace del miedo. Ya ni a los fantasmas temo, cuando la noche invernal produce trombas de aire y crea figuras aterradoras que semejan vivir. La noche juega ajedrez de claroscuros y el miedo pone la retórica, la falsa narrativa del asustado. Una cosa es el terror y otra el misterio.

 

Miro viejas fotografías hoy virtuales. En una calle de Washington DC con Big Mike y Fernando Vargas. Malt liquor, licor malteado, cerveza super fuerte como bien cabe a nosotros negros. Colt 45, una de ellas, y risas, y exabruptos. Casas victorianas de ladrillos rojos, guindos, marrones y de azul de metileno. Amé a la prima de Big Mike, creo que lo cuento en El exilio voluntario. Risa y azabache de sus vellos sobre el ébano de su vientre. Casas de la vieja capital, que vieron de todo; esclavos muriendo en la construcción del domo de la famosa libertad “americana”. Hay penumbra en esos hogares negros de tres pisos y sótano. Cortinas amarillentas de hace un siglo. No entra el sol sino a través de ellas, distanciado. Las cervezas al abrirse suenan como disparos.

 

Ronald Arandia, amigo querido y maître notable de restaurantes de clase alta de DC, me cuenta que los que fueron mis antiguos jefes, los potentados de fruta y verdura donde trabajé años, son ahora multimillonarios, con una planta impresionante en Maryland. Son clientes suyos, les sugiere vinos. Dice que sus hijas son bellas, las de los tres hermanos Keany. En alguna ocasión les contó que yo había escrito una novela de esos días. Uno de ellos, acordándose, sentenció que “ese hombre era inteligente pero peligroso”. Tiempo de cuchillos, de juventud y músculo, de tres sexos antes del trabajo y dos de regreso. La sangre no solo corría por la espalda al romperme la cabeza en unos fierros que guardaban aguacates; corría desbordante por todo lado. Así, con mi polera anaranjada de Iowa cubierta de los hombros abajo de sangre seguí trabajando, hasta cumplir mis horas. Luego peine que se atascaba en los coágulos de la nuca y chamarra encima para tomar el metropolitano igual a carnicero después de faena de muerte.

 

Comienzo con el mar y me pongo en los mercados de Gallaudet. Porque a veces me sentaba en el dock, mediterráneo muelle en este caso, para ver pasar el rápido a New York. Ganaba dinero; indigencia a lo Gorky estaba de momento desterrada, pero no esa sensación de sosiego mezclada con tristeza. Tal vez entonces Malva se llamaba Karen. Tal vez.

14/08/2021

 

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Imagen: Extinto tigre del Caspio

 

 

Wednesday, August 11, 2021

Robar a los anarquistas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Vergüenza debía darme. “Este domingo de octubre vergüenza debiera darme”, decía el poeta peruano Nicomedes Santa Cruz hablando del Día de la Madre, y que cómo se podía escoger un día para venerar a alguien que debía venerarse a secas y cada instante.

 

París, 1986. La Internacional. El mito vivía. Marx y Bakunin, páginas que leí en Herbert Read. Toda la contradicción, pelea, celos, las familias de los pensadores ejemplificando lo de cada uno. El sobrio y autoritario Karl; el liberal y cornudo Mijail… Estaba Herzen, la inmensa sombra de su pensamiento, el zar ruso  en el exilio tocando a rebato su campana (Kolokol/Колокол) llamando a rebelión.

 

Tengo casi 26. Estoy sentado con Abel Paz y alguien otro. Paz habla de su nueva biografía de Durruti. En mi sagacidad boliviana ese libro está anotado en la cabeza; ahora falta conseguirlo, plata no tengo ni para el metro y me salto las máquinas de boletos como hacen mis amigos malianos y senegaleses. Hasta que un anarquista argentino se apiada, llevaba gorra ácrata y anteojos, y me regala una moneda marrón de diez francos. Igual, delante suyo, me salto la traga papeles y le digo que compraré baguette. Salud y revolución. Me pierdo en las gradas y corro entre la multitud, alegre, aunque a veces se me escapan lágrimas por un amor alemán perdido… No sé si aman las alemanas, pero esa piel de jabón se deslizaba por la greda de mi pecho con dulzura, por la amarillenta lama que cargaba en los botines luego de atravesar desiertos por ella para finalmente refugiarme en un bar argelino cerca de la Gare du Nord. Había devuelto el ticket que me llevaría a sus piernas. Me negué, en arrebato de orgullo. Borré la huella del tren a Estrasburgo, del otro vagón a Singen y Radolfzell. Nunca vería los colores de Max Pechstein y demás expresionistas refugiados cerca del lago; nunca la vería más, la olvidaría, sus manos zombies no cubrirían de frío mi sexo y la explosión de mi amor saldría otra vez, para cualquiera, con trompetas a lo Carmina Burana.

 

La vi tres años después y no dejaba de mirarme mientras reuníamos las sangres. Después me la arrebató mi hermana, pero esa es otra historia de desasosiego y pérdida de credibilidad y reputación. No la cuento por ahora. Como corolario diré que al fin ella se casó con un anciano y el vejete se encabritó con su memoria de mí. Qué culpa tengo yo. Pero, comprendo, hay que cuidar rugosos corazoncitos que no están ya para cabriolas o juegos de cama.

 

París. Para llegar a la Federación Anarquista Francesa había que cruzar la Place de la République. Un gran mítin del Partido Comunista Turco. Me abrazan y me besan kurdos y anatolios. Sonrío, extiendo manos, beso, busco ojos negros de turca comunista, por si acaso. El lobo tiene hambre, está solo, anclao en París como Gardel sin ser Gardel. Si esto no es tango qué es. ¿Viste? Decime…

 

Fédération Anarchiste Française. Entro con un aura que quizá deba al Che. Bolivia… allí murió. Sus manos cortadas tamborilean sobre el recuerdo. A todos nos ligó algo de su legado, de una manera u otra; siempre seremos los que venimos del país donde se truncó un sueño y donde renace el ave fénix, aunque eso sean pajas progresistas de gente que ansía riqueza y que le gusta caminar por sobre lomos de pobre.

 

Besos y más besos de turcos, ningún beso comunista mujer. Puro machos, qué mierda.

 

Los anarquistas franceses tienen buenos estantes con libros y cassettes. Cierto que no es la librería común, con precio marcado. Pero hay un precio solidario, o nada, si no puedes pagar. Pero, qué haría con mi ser boliviano si salgo decentemente con libros regalados. Vengo de un pueblo rebelde… y ratero. El libro de Abel Paz es voluminoso, con tapa roja. A mis 26 no tenía vientre, además de andar en París hambreado, asaltando viejas para sacarles sus monedas de a diez, buenas para los teléfonos públicos y llamar a Germania solo para hacerme putear por mi inconsciencia, mi inconsistencia y mi infantilismo. Pues libro al estómago, detrás del cinturón y base de vello púbico. Voy por otro: El concilio de amor, de Oskar Panizza, obra que marcó mi juventud. Pequeño, con un dibujo de los señores del cielo y alguna nota sobre la sífilis que llegó al mundo como castigo. Van dos. Agarro una cinta de canciones revolucionarias en yiddish, de 1905 hasta el golpe de octubre y la muerte en la cheka. Y salgo. Merci, camarade, merci, à bientôt. Llego a mi prestada cama de la Rue Chauvelot y abro una lata de cuscús con chorizo, de un franco, y la devoro fría. Me acaricio un poco con el único efecto de dormirme de inmediato, con la bragueta abierta.

 

Valencia, 1986. Amplios cuartos de la CNT, original, en el mediovevo del centro valenciano. Segundo, tercer piso. Anarquistas punk holandeses toman cerveza de la botella. Yo soy de vaso pero no queda otra, del pico. Estoy extasiado. Hablamos, con Alain Labrousse, en la radio de la CNT contra Fidel Castro. Me llevo textos de anarquistas cubanos de Miami. Chúngara Libertaria, la publicación, según recuerdo.

 

Ambiente de concordia y revuelta, de solidaridad, de amor. Abrazo, pero de reojo busco entre los libros de la biblioteca comunal cuál me voy a llevar. Marco el guión de Bambule, de Ulrike Meinhof. Vivo enamorado de aquella mujer aunque muerta. Y La marcha de Radetzky, de Joseph Roth. Mejor estarán en mis manos que en las de camaradas obnubilados por la felicidad y el paraíso. Soy práctico. Y ladrón.

 

Ya expropiadas de los expropiadores por consenso las dos obras me siento a digerir alcohol. Un viejo buenazo y trabajador en serio me regala un afiche de la Columna de Hierro donde dice combatió. Pienso, reflexiono, cómo voy a robarle a esta buena gente tan agraciada y cariñosa. Más tarde, en los bajos de la Confederación Nacional del Trabajo, bien borracho de agua de Valencia, pienso igual. Hasta me animo a devolver lo confiscado, pero pongo mi atención en las tetas de una compañera combativa, pareja del secretario y hago lo imposible a nombre del amor libre de seducirla y pasar la noche en vela. Como a las dos de la mañana cierro en la página 21 de la novela de Roth. Ni ganas de abrirme la cremallera ya. Extraño mi casa, la planta de capulí que crece al fondo y cuyos frutos redondos como tomates, amarillos y algo agrios, como mientras huelo el guiso que prepara mamá y la tarde de las cinco cae como telón de fondo.

11/08/2021

 

 

 

 

 

Un orfebre de la palabra”: el editor Willy Camacho habla sobre el proyecto de la obra reunida de Claudio Ferrufino


Caio Ruvenal

8 de agosto de 2021

 

La editorial 3600, a la cabeza de Willy Camacho, lleva adelante la generosa labor de publicar por primera vez en el país la obra completa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Escritor cochabambino, fundamental para la narrativa boliviana, cultivador de cuento, novela y ensayo, “un orfebre de la palabra”, como lo califica Camacho, haciendo alusión a su tan particular estilo que ha ido evolucionando, hasta llenarse de construcciones poéticas.

Particular también es su inserción en un canon literario boliviano. Al irse tan pronto de Bolivia a Estados Unidos sus influencias, experiencias y perspectivas fueron otras. Es difícil tratar de encasillarlo en alguna corriente nacional, desarrollando una singular voz. Ya se han publicado siete textos, de los que calculan serán unos 19, de esa obra reunida de Ferrufino, entre ellos Virginianos, El Exilio Voluntario, Muerta, ciudad viva y otras misceláneas sobre sus ensayos breves y crónicas.

En la 22ava Feria Internacional de Santa Cruz se lanzó un nuevo volumen de Diario Secreto, el libro ganador del Premio Nacional de Novela en 2011. La obra, al igual que los otros de la colección, se puede conseguir a través de venbo.shop.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960) desde 1989 vive en Estados Unidos. Es autor de Virginianos (1991, prosa breve), Ejercicios de memoria (ensayos, 1989). El señor don Rómulo (novela, 2002), El exilio voluntario (2009, Premio de novela Casa de las Américas), Diario secreto (2011, Premio nacional de novela), Muerta ciudad viva (novela, 2013), y Madrid-Cochabamba/ Cartografía del desastre (coautoría con Pablo Cerezal, 2015).

 

¿Cómo ha sido editada la obra de Claudio Ferrufino a lo largo del tiempo en el país?

Está repartida. Habían salido unos libros en una editorial, otros en otra. Tampoco estaba muy difundida. Claudio es un autor premiado, admirado, pero no había una difusión amplía de su obra. Entonces, yo le propuse que hagamos la edición de su trabajo reunido completo, por partes. Porque es una obra muy extensa, muchos libros estaban inéditos, otros eran textos sueltos y para reunir todo, hacer un proyecto de obra completa en un solo tirón se necesitaba mucha inversión y la editorial (3600) no es grande, es independiente, pequeña. Vimos que la mejor forma era sacar de tres a cuatro libros por año, para tenerlo todo en unos cuatro o cinco años, porque hay considerar que Claudio sigue escribiendo, en medio de este tiempo salieron libros inéditos. Él va poniendo el número a la colección, porque sabe el orden cronológico de los libros. Por ejemplo, Diario secreto es el volumen 9, pero antes ya salió el número 14. No es un orden correlativo. Claudio lleva el orden de los volúmenes y la encargada de la edición es Ariane Ávila. Ariane empezó a trabajar con Claudio para el inicio de este proyecto, se llevaron muy bien, entonces se decidió que se encargue de toda la obra. Al principio, las portadas las hacíamos nosotros, 3600 con nuestro diseñador, pero en un punto Claudio se contactó con Antagónica Furry, una de las artistas más importantes de Latinoamérica, y le dijo si le podía ceder algo para una portada y ella mandó varias opciones. Después yo me contacté con Antagónica y se quedó como parte del proyecto. Ella hace ahora todas las portadas. Diario Secreto la diseñó ella ya con título, no es que nos mandó un grupo de ilustraciones o collages para que decidiéramos, sino que es un trabajo original. Es un lujo tenerla aquí.

 

¿Desde qué libro participó Antagónica Furry?

Ecléctica y El oro de las estrellas los hizo ella. Muerta Ciudad Viva es un trabajo de nuestro diseñador y Virginianos, un amigo de Claudio. Todas las demás ya la hizo ella (Antagónica), salieron casi simultáneamente.

 

¿Cuántos libros se publicaron hasta la fecha y qué número de volumen se les puso?

No tengo a la mano el número de volúmenes. Si sé que se publicaron Virginianos (cuento), Muerta, ciudad viva (novela), El exilio voluntario (novela), Diario secreto (novela), El oro de las estrellas extinguidas, Fever y Ecléctica. Los últimos tres son textos sueltos donde juega mucho con la crónica y el ensayo, una mezcla. Son siete libros publicados, por ahí se me está pasando uno, que empezamos a finales de 2018, pero el 2019 se tuvo que suspender lo de Fever porque teníamos conflictos en el país terribles y el año pasado básicamente no hubo nada. Aprovechamos entonces el 2020 para hacer la presentación de Fever durante la pandemia, porque ya era un libro listo que no terminó de lanzarse. Lamentablemente, hay eventos que han conspirado contra el desarrollo normal de este proyecto, porque ya deberíamos estar en el libro 12. Este año solo haremos dos: Diario Secreto y Nuevos textos de memoria antigua, es un título provisional que saldrá para la Feria de La Paz; una recopilación de escritos, es nuevo. Era un proyecto que él tenía que eran Cartas de la pandemia cuando empezó, misiva dirigidas a diferentes personas. Combinó eso con nuevos textos que ha ido creando y cartas a su hermana, porque le afectó mucho su fallecimiento. Es un texto lindo con la pluma de siempre de Claudio, que provoca disfrute al leer. Nos estamos recuperando de una crisis grave que ha sufrido todo el sector cultural, y principalmente el de los libros. No nos daba este año para sacar cuatro, iremos nivelando los próximos.

 

¿Cuántas obras aproximadamente componen la obra de Claudio?

Yo le pregunté y Claudio me dijo hace tres años que iban a ser alrededor de 17 libros, volúmenes, pero eso era hace tres años. Yo me imagino que estamos bordeando los 19.

 

En la obra de Ferrufino hay cuento, novela y ensayo. ¿Dónde lo has visto más prolífico?

Tiene ficción, sí, tres novelas y un libro de cuentos, Virgianos, que ya casi no había en Bolivia, era legendario, se sabía que existía, pero nadie lo había visto. Yo cuando estudié literatura lo mencioné, fundamental en la cuentística nacional. Sin embargo, creo que se suelta más en el ensayo breve, en la crónica, ahí tiene varios libros que son sus obras más gruesas. Él se siente más cómodo haciendo ese tipo de cosas, me parece. Su narrativa es poderosa, ganó el premio Casa de las Américas, el Nacional de Novela con narrativa, pero creo que donde más se soltó escribiendo es en ese tramo del texto breve, de la reflexión, del ensayo, volviendo un poco a veces con la crónica.

 

¿Habría que incluir a Ferrufino en una generación literario o en algún estilo?

Yo no he leído a alguien que tenga su estilo. Claudio es alguien que maneja muy bien la palabra, es un orfebre. Es muy detallista con las construcciones poéticas, sin hacer poesía. Página que uno abre, página que uno halla varias construcciones poéticas en el leguaje. Su lenguaje es evidentemente literario, me dirás que todos los que hacen literatura tiene un lenguaje literario, sí, pero de él es exquisito. No se detendrá a hacer transcripción de la oralidad, un ejercicio maravilloso que es propio de Adolfo Cárdenas, pero es otro tipo de ejercicio, para Cárdenas la literalidad va por otro lado, no va por la poesía. Ya sé quién puede ser alguien más parecido a él (Ferrufino): Guillermo Ruiz. He hallado un vínculo entre las conexiones entre ambos, en cuanto al grado de exquisitez que escriben. Como generación pertenece a la de Adolfo Cárdenas, Manuel Vargas, pero no tienen los estilos porque Ferrufino se fue a Estados Unidos, tuvo otras fuentes, otras lecturas, otras experiencias, quien sabe si se hubiera quedado en Bolivia, hubiera transitado lo que hicieron sus colegas, pero al estar allá, en su exilio voluntario se vio obligado a acompañarse de otros libros y tener experiencias totalmente distintas los que tuvieron los residentes bolivianos. No solo por estar afuera del país, sino por todo lo que tuvo que hacer, los trabajos que tuvo que pasar para vivir, tiene otra visión. Es un escritor particular. Pasa lo mismo con Paz Soldán. Edmundo al principio, desde que se fue a Estados Unidos, tiene un tramo novelístico donde insiste en procrear a Bolivia en Río Fugitivo, ficcionaliza Bolivia; y luego ya se cansa, se estaba olvidando el idioma, se sueña en inglés, ahora su preocupación es el lenguaje, no el país como tal. Edmundo dice eso: lo que quiero es experimentar el lenguaje para no olvidarme del idioma, su experimentación hace que su literatura crezca, su ficción ha trascendido eso. Es un ciclo, que calculo, le pasó lo mismo a Ferrufino. En Muerta Ciudad Viva todo era Cochabamba, su juventud, hasta El exilio voluntario, donde se libera, Diario Secreto es una ficción total, si bien tiene personajes locales bolivianos, se la ubica en cualquier parte del mundo, es un asesino serial, es ficción total, se libera del país, que no digo que sea malo escribir sobre él, pero cuando estás afuera, el escribir sobre tu país es en un afán de recordarlo, rendirle homenaje, no sé, no saldría una ficción tan poderosa, si no escribieras lo nuevo que conoces, me da esa impresión. Claudio es distinto a los de su generación, porque se fue muy joven, no compartió, no estuvo en encuentros, donde todos siempre estuvieron como Manuel, Adolfo, Homero Carvalho, quienes se han leído, han discutido su obra. De alguna manera, hay conexiones entre Homero, Paz Padilla, etcétera, toda esa generación estuvo en el taller de cuento nuevo de Jorge Suárez, viene de una misma escuela, Claudio no tuvo esa oportunidad.

Y de alguna manera un precedente en desarrollar su obra en EEUU, como los de esta generación, Hásbun, Paz Soldán, Liliana Colanzi…

Claro, pero la diferencia es que todos ellos se fueron becados a estudiar. Claudio se fue a partir el lomo, trabajó recogiendo cajas de mercado, de micrero, yendo a buscarse la vida.

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Ramona Cultural

Sitio de periodismo cultural boliviano abocado a la difusión de todas las manifestaciones artísticas y del pensamiento, aunque con cierto énfasis en el cine. Se alimenta fundamentalmente de los contenidos de RAMONA, suplemento cultural que se publica dominicalmente junto al matutino cochabambino Opinión.

www.ramonacultural.com

 

Sunday, August 8, 2021

Tarde de Kiev


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Era una plazuela, una iglesia monumental de madera, casi fortaleza. No quise leer detalles históricos. Deseé soñar, si soñar se puede acerca de aquellos tiempos malditos. Imagino los crucificados, empalados, desollados, dentro o fuera de estos muros construidos para la presencia de dios y nunca visitados por él. Kiev. Iba camino a ver la estatua en la explanada de Santa Sofía del hetman de los zaporogos: Bogdán Khmelnytsky. Supongo que desde su relinchante caballo y con el bastón de mando de los centauros de la estepa señala hacia Polonia, el camino de Lvov y de Lublín.

 

Me quedé un par de horas en el banco de madera mirando la gente pasar. Centro de la ciudad. Cerca de allí hay un centro comercial muy moderno, Gulliver. El porqué del nombre me gustaría saber. ¿Algún amante de Swift? ¿El gigante en el país de los enanos, o viceversa? Tal vez haya ironía, o simplemente el sueño de un rico que imaginó siendo niño en una noche de invierno los fantásticos viajes del irlandés.

 

Irina me escribe y dice: soy tu mujer, es lo que creo ¿o me equivoco? Contesto: eres un sueño. Aire de lluvia por sobre la pesadez de 91 grados a las diez de la noche. Salgo en un rato. A la gente enloquecida, desenmascarada (sin máscaras), a correr cien kilómetros por hora en una floresta de luces amarillas y rojas.

 

Miro los maderos del monumento. Lo que habrá costado levantar este centro de oración, esta defensa supongo que en contra de los mongoles. De cuando en cuando pasa alguien de ojos rasgados, pequeño. Viene de los jinetes arqueros en sus caballitos peludos. Creo que hoy hacen el uno por ciento de la población, los tártaros, pero siguen para siempre en los rasgados ojos de las bellas eslavas. Centurias de violación tenían que dejar impronta, o doscientos, o cien años, no importa para las piernas ultrajadas encima de los maridos degollados. En Gulliver la gente ríe. No parece el país pobre que la estadística afirma. Pero son más de cuarenta millones, muchos a pesar de la población en declive. Paseo las vitrinas con vestidos de mil quinientos dólares. La media salarial es de 300, me parece. Lo mismo que en todo lado, siempre la balanza inclinada. El hombre hasta ya le ha perdido el gusto, ni que decir la confianza, a eso que llaman revolución. La cosa es como es y así se mantendrá por los siglos. Los iconos miran tristes. Grandes ojos oscuros.

 

Irina me escribe. Dice: Querido, el calor es insoportable aquí, estoy pegada al aire acondicionado. Estoy sola y solitaria, ¿cómo estás tú? Responde el eremita: hoy abrí las cortinas para que el sol dorase un poco la palidez de los muertos. Atrás suena una misa serbia para San Juan Crisóstomo. La monumental iglesia de Kiev inamovible como montaña. Ahora la rodean calles y edificios. La imagino levantada en una estepa infinita por la que corren caballitos peludos y cuchillas afiladas y sexo erecto detrás del cuero sin curtir de los jinetes. Sola y solitaria. Otra opción es salir a pasear y deambular entre los vendedores ambulantes que ponen mantas en el piso y venden frutas o ropa china.

 

Kiev en la modorra de la tarde. Agradable. Octubre no trae todavía frío intenso, pero permite la comodidad de sentirse fresco, sin el agobio del calor. Busco además la sombra de los muros. Trato de captar alguna voz desde ultratumba. Hay bocinas y silencios. Cierro ojos y oídos hasta que me tocan el hombro y es una diminuta romaní que me habla en italiano. Contesto en español y ella salta desde la península hasta el rumano. Hay similitudes que permiten entender que no es mendiga, que no pide dinero, que tiene cuatro hijos y si le puedo comprar el supermercado para el día y la semana. Cuatro gitanillos de esta muchacha de veinticinco sonríen. Tienen los oscuros ojos de los santones en los claustros pero brillan. Desconfiados ucranianos observan. Unos tienen obvio asco. ¿Y dónde?, pregunto, y me lleva de la mano a media cuadra a un mercado mediano donde la miran con saña. Agarro un carro grande y dejo que el niño mayor lo empuje. Ella va sacando cosas de los estantes y espera que apruebe con los ojos cada una de ellas. Le falta baño a la familia, sin duda. El agua corriente suele ser un lujo también. No todos caminan por el mismo lado. Elige solo comida lista y seca. Es obvio, dónde cocinaría o calentaría las cosas. Los huevos no se fríen a la luz del sol, y termas no hay cerca en esta ciudad de piedra antigua y de dolor.

 

Aquí comienza la tarde y una máquina vertical produce brisa. Música cajun, acordeones y mal francés. Pienso en la chica rom, supongo que gitana era por cabellos y tez. La cuenta se hizo por un carro rebalsante de productos menos de cincuenta dólares. Vi jabones; el Dnieper en Kiev es majestuoso; rincón habrá para desvestirse y lavar a los niños.

 

Esa guerra para la cual se construyó la defensa de la fe y de las armas, los troncos entrelazados y tiesos con argamasa, no ha terminado. La guerra se traslada a frentes menos notorios. La desgracia es ubicua y el martirio se disimula. “Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí?”, sollozaba Vallejo. Siempre pienso en él. Nunca dormí en la calle a no ser que anduviese ebrio. Pero basta abrir mi ventana y ver cómo se acomodan los míseros para pasar otra noche igual a todas, en la inercia de la desesperanza.

 

Me fui caminando por una larga avenida en muchedumbre. Para aquella muchacha, en esa fecha, fui como un cuento de O. Henry, como El regalo de los reyes magos o Pasajeros en Arcadia. ¿Sirve? Claro que sirve comer, aunque fuere lo último a hacer.

 

Por la estepa se oyen gritos. Entre los pastizales, altos como un centauro, conspiran los tiempos. La Muerte está regordeta como un pernil de cerdo. La sangre es río sin pausa, y en la sangre se bañan los niños.

08/08/2021


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Imagen: tártaros de Crimea, siglo XVII

Friday, August 6, 2021

El barroco entre los míseros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Duelen los pobres. Más les duele a ellos. Los hay curtidos, sus escasas pertenencias separadas en infinitas bolsas plásticas, cargadas en carros de supermercado que arrastran por la ciudad. Tendrán zonas, se dividirán los rincones de sueño que casi siempre interrumpe la policía. Los narcos mexicanos tienen en las afueras de Littleton ranchos millonarios con caballos de raza (los norteños se precian de cabalgar); águilas talladas en el vestíbulo. Es tan obvia esa opulencia pero para ellos hay respeto. Para los mafiosos locales lo mismo. Impunidad para el gran criminal: Trump. Tanta que le permitirán ser presidente otra vez, a pesar de sedicioso y felón. Dejarán que se convierta en monarca e inicie una dinastía de maleantes. La sacrosanta “democracia” norteamericana se hará humo; castillo de naipes. También hacían bromas con Hitler en la Alemania del 30. Nadie cree hasta que no sucede. Pero no dejen dormir a los mendigos, no se ven bien.

 

Lo primero que hará el rey es quitarles las armas, que les son más caras que los hijos, más queridas quiero decir. No hay rey que acepte un pueblo armado. Afuera de mi trabajo está una familia de lo que se llama “basura blanca”: tres niños, padre y madre. Viven en una camioneta doble cabina. No tienen para comer y cagan en los baños del periódico cuando nadie los ve ni huele. Tienen dos inmensos banderones del señor Trump. El líder los desprecia, él ama la societé y el caviar. Mientras tanto, los muertos de hambre compran balas para eliminar al Otro que les arruinó el día y la vida. Reúnen monedas para colaborar en la campaña fascista de golpe de estado y muerte, esa que llaman MAGA, Make America Great Again. La Gran Alemania, libre de judíos, y esta “América”, de negros y grasientos. Lo extraño es que en los grupos de supremacistas blancos hay tanto latino con apellidos como Gutiérrez y Agüero. El cabecilla de los Proud Boys es un negro cubano llamado Enrique Tarrio. Negro que se desgañita anunciando el retorno a lo que es “por derecho” de la raza blanca. Mexicanos cuyos padres fueron braceros supervisan que en la frontera con México haya suficiente protección para que no ingresen los criminales, aquellos que los parieron.

 

Decía que hay pobres curtidos, con un centímetro de costra de mugre que sirve de abrigo. Los hay nuevos, a los que la peste desterró de hogar y trabajo y lanzó a la calle hace poco. Deambulan por la noche, todavía bien vestidos. No tienen carritos de supermercado sino una o dos maletas de viaje que arrastran como si estuvieran yendo, como antes, a Cancún. Llevan tenis Nike y medias sin caña, moda que impuso, creo, Julio Iglesias en su tiempo verraco. Están confusos, no saben si acostarse entre hierbas donde, siendo Colorado, podría haber una cascabel o crías de coyote. Tratan de dormir en lugares iluminados, puertas de biblioteca, vanos de restaurantes, esquinas de gasolineras porque el tráfico les asegura que no serán apaleados. Uno u otro, siempre llegará “la Chota”, la policía, y a buscar sustento y abrigo en otro lado. En un par de semanas ya no estarán de viaje. Maletas desportilladas, escozor de cuero cabelludo. Ser pobre en país rico. Hambriento en lugar donde se tira comida al basurero.

 

Y a la luz, ni siquiera en la penumbra, las huestes del poder omnímodo preparan el nuevo atardecer. Nada podía pasar en “América”. Este era el principio y el fin del mundo, la Roma de los pudientes analfabetos. Cernícalos sobrevuelan todavía alto. Van bajando de a poco. La carroña atiza el fuego, se sazona a sí misma para la gran barbacoa, la última. Vanidad y soberbia. Nada sucederá aquí… Los ciegos pueden pero no quieren ver…

 

Yo escucho a Georg Philipp Telemann.

06/08/2021

Thursday, August 5, 2021

Un millón cuatrocientas un mil visitas a mis blogs


Inicié el blog LECOQENFER a fines del año 2009. Tiempos difíciles de caminar solo. Pero fructíferos en cuanto a creación y trabajo. Un par de años después añadí SUGIEROLEER, blog donde incluí textos que me interesaban y que me parecía importante compartir. Hice de este último un espacio en donde habló la literatura boliviana, donde se dio cabida a muchísimos autores en busca de ver su obra expuesta al público. No me fue mal con ninguno de los dos. Lo cuenta el número de visitas que he recibido allí desde entonces. Excelente para dos lugares en los que trabajaba cuando podía. LECOQENFER, blog personal, me sirvió a la vez de hemeroteca y de oficina de compilación; allí reúno y rescato escritos míos que van hasta el año 1984 el más antiguo, creo. Quizá un poco antes. Mucho se ha perdido, sin duda, de los años universitarios, de la pasión femenina y la borrachera. No soy veleidoso para decir que desaparecieron textos preciosos; es muy posible que la mayor cantidad fueran inservibles o mediocres.

 

Tal vez el tiempo del auge pasó. La tecnología avanza y de alguna manera el blog como lo conocemos va quedando obsoleto. Solo hace un par de años atrás podía esperar hasta diez mil lectores para una columna mía. Ahora tengo que conformarme con una centena y algo. Pero eso no puede implicar desfallecer. Lo haremos al fin cuando la fuerza ida obligue a descansar. Siempre agradezco la lectura, la visita de gente que como yo sigue asombrándose del mundo, por infecto que sea y cómo hieda. El arte no solo nos sobrevive, nos salva. Dentro de él la escritura, para los que no somos pintores o músicos, o tanto otro gremio que existe en la belleza. Agradezco a tanta gente que colaboró y todavía lo hace con sus páginas. Seguimos, entonces, por unos cuantos miles más. Un día llegaremos a los dos millones y será una suerte de Nirvana a festejar con chicha, cerveza, vino, ron. Con baile y rebelión. Abrazos.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot, calle Clarkson, Denver, agosto 2021.

 

La imagen es de una cerveza amarga, India Pale Ale, porque, bueno, de guerreros y piratas es no endulzar el trago, supongo. Si soy chingón o no chingón, si el mero o no, lo dirán otros. Mientras tanto baja el trago por la garganta, casi como si fuera cascajo.

Tuesday, August 3, 2021

Plutsk


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Días de silencio y cocina. Leo a Evtushenko y a Pasternak. Escucho canzonas, ballettos, villanescas, saltarellos y madrigales del Alto Renacimiento italiano. Eso ayer. Anteayer. Antes de ante anteayer. Antes. Hoy reggae, en versiones no muy famosas que cubría la sombra muriente del grande.

 

Sueño que quizá la quimera medieval pase por el olor del comino, que la pena se escurra en el gusto que queda en las uñas luego de la nuez moscada. Añado un chorro de oporto, otro de vermú, otro de veneno, busco la que parece una ciudad inventada allí en el este: Plutsk, con guardias blancos en rotundos caballos gigantescos, con penachos bolcheviques y una bellísima mujer que muestra la espalda desnuda, que devora con ojos claros. Se llama Beata, nombre polaco bastante común, beata tenías que ser. Ardua y venenosa, sacristana de misa negra.

 

La enciclopedia virtual da variaciones del nombre. No sé si existió. El oriente de Europa tiene las mismas piedras que levantan muros, los hierros cubiertos de orín. Baldosas que pisaron cien ejércitos. Siempre, por cualquier región de aquellas que trashume, siempre el holocausto, el conteo de judíos que tantos eran en el 800 y cuantos el 42. Por sobre la muerte, sin embargo, se olía vapor de coles cocidas. Decían, quizá en Sven Hassel, en discusión, si el mejor vodka era de papa. De muertos, el único, de barro y sangre de obuses destripados. Cuando la bebida es caníbal y la luna ya no crece sobre Stalingrado oculta. Millón y medio de muertos en la larga agonía de Rzhev. Y leo a Pasternak en Marburg, cuando el amor -que sugieren es alegre- venía arrastrado de pena. Le gustaba a Mayakovski; tal vez por eso se suicidó. Lily Brik vivió muchas décadas más que él. Lloró, seguro, aguantó el espanto, y sin duda que reía con esa grande boca que entonaba himnos revolucionarios. ¿Plutsk? ¿Por qué no la encuentro? ¿Y si la encuentro, para qué? Esas calles que me acuerdan de Vinnytsia ya no existen. Solo en fotografía, detalles de almas muertas.

 

Viy, demonio de Gogol, él mismo niño muerto a quien el diablo prestó luz. Diávolo como Paganini. Busco listas de hoteles en Poltava, preparo un viaje que está a siete meses luz de futuro. En Sumy, en Kremenchuk, en Zaporozhia. Si veré al demonio Viy no lo sé. Que bastantes guardo en la memoria, desde Nueva Inglaterra y el Necronomicón hasta los espectros de saunas hundidos en una guerra sueco rusa del siglo XVII en medio del yermo finlandés. El horror no tiene apelativos ni bordes. Pero Viy sí, lo cuenta Nikolai Vasilyevich y le creo; también yo he lidiado con difuntos que me tocaban, con sombras apoyadas en árboles, voces titubeantes donde había sigilo.

 

¿Entonces por qué esta manía de buscar un lugar de seguro inventado para darle geografía a la ficción? Será que esas callejas de moho traen secretos que sé pero desconozco. En Cochabamba muere hasta el moho. Polvo de sentencia, aires de Pedro Páramo, de filmes de Arturo Ripstein.

 

La seguiré buscando, así hago tiempo hasta la muerte, sabiendo que no existe.

03/08/2021


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Imagen: N.V. Gogol muerto