Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En 1832 el presidente Andrés de Santa Cruz
visita el convento de Santa Clara, en Cochabamba, con objeto de solucionar las
disensiones de las internas. Alcides d'Orbigny, invitado, dice que era la única
manera en que hubiese podido conocer aquel enclaustramiento. Yo lo intenté y
tuve que conformarme con dulces de almendra y tostadas en el vestíbulo.
El explorador francés parte luego hacia
Tiquipaya. También nosotros, en grupo de tres, 150 años más tarde. D'Orbigny se
provee de carga e indios aterrados ante la idea de cruzar la cordillera hasta
el trópico. El cura de la villa intenta disuadirlo, el conocimiento es cosa de
diablos. Nosotros, modestos, recurrimos a mundanas mochilas, agua y conservas.
A un kilómetro del poblado se eleva la cuesta.
Ellos y nosotros subimos en zigzag por horas. Decidimos detenernos en mitad del
camino a la cima, en Puka Puka. Arremetemos el valle con la mirada, el mar
eucaliptal. D'Orbigny, ya en la cumbre, escribe sobre lo que observa
debajo: “Nada de lo que es característico de América me aparecía en estos
parajes; por el contrario, todo te recordaba el suelo de nuestra bella Francia
(…)”. No puedo aseverarlo, quizá algo en Clermont-Ferrand, del macizo del
Ródano, pero miro como nativo, sin pupila de nostalgia.
Corren aires gélidos. La paja seca arde y
vuela en llamas a la distancia hasta que choca, se disgrega e insume en la
noche.
Discutimos el camino a tomar. D'Orbigny
asegura que norte, tirando a la izquierda es más aconsejable. Discrepamos y
enfilamos norte este. Nos encontraremos allá, en el último lugar de este mundo
donde el agricultor ha puesto pie, Tutulima. Nuestros caminos se hacen ajenos y
aparte del siglo y medio que se interpone también lo hacen montañas y helados lagos
de gimientes gaviotas.
Los tres expedicionarios de hoy arribamos a
Chapisirca donde el yermo se puso verde de papa. El francés y sus porteadores
se adentran en el valle de Altamachi y asoman al nacimiento de la fronda con
anticipación. No importa, esto no es el París-Dakar, ni Bolivia compite contra
Francia; además que entre espectros no hay discordia.
Observa guanacos y vicuñas. Nosotros, nada:
alguna llama, un asno, perros ladradores. A la izquierda y derecha, por ambas
sendas, las pircas de los quechuas marcan límites al infinito. Dormimos en Torreni, en una choza campesina de adobe, sobre colchones de paja y cubiertos con mugrosas pieles de oveja. Al alba, en camino de nuevo.
Desde la cumbre se llega al mar de nubes del
que sobresalen cornisas y picos de cuando en cuando. Se presume el monte; el
aire se dilata.
Baja d'Orbigny por la pendiente occidental;
nosotros por oriente. Él divisa los escasos tejados de Tutulima desde lo alto,
mientras que ladeando los cerros y bordeando el espumoso río frío nosotros no
vemos más que la ilimitada extensión de la garganta rodeada de vegetación. La
naturaleza ha tallado sendas con las raíces y las piedras. Alcides d'Orbigny,
con profunda sensibilidad social, habla del patronazgo. Totolima es propiedad
de un solo hacendado. Desde la cordillera hasta el infinito, carta abierta de
explotación. Mi padre me dice que era propiedad de los Salamanca, desde arriba
de El Paso y Tiquipaya hasta tierras desconocidas, al norte.
Aparte de unos maizales no hay para nosotros
rastro agrícola, aunque el francés cuenta de naranjales, maíz, caña y flores.
Triste recuerdo de la historia nacional que marcha, hoy más que ayer, en regresión
contínua.
Totolima, o Tutulima, es en verdad (lo era en
1832 y en 1982) un “verdadero oasis perdido”. Luego el científico se marcha. Un
poco más allá del villorrio, en la salida hacia El Carmen, nos separamos.
Decidimos retornar al incómodo pero deseable calor de hogar. Alcides d'Orbigny
prefiere enfilar al norte, agacharse y recoger conchillas extrañas que deposita
en el fondo del sombrero y que enriquecerán la biología.
El ruido del torrente ha espantado las voces,
las aves y la historia.
11/01/2003
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Publicada en LOS TIEMPOS, 12/01/2003
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