Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Días de silencio y cocina. Leo a Evtushenko y a Pasternak. Escucho canzonas, ballettos, villanescas, saltarellos y madrigales del Alto Renacimiento italiano. Eso ayer. Anteayer. Antes de ante anteayer. Antes. Hoy reggae, en versiones no muy famosas que cubría la sombra muriente del grande.
Sueño que
quizá la quimera medieval pase por el olor del comino, que la pena se escurra
en el gusto que queda en las uñas luego de la nuez moscada. Añado un chorro de
oporto, otro de vermú, otro de veneno, busco la que parece una ciudad inventada
allí en el este: Plutsk, con guardias blancos en rotundos caballos gigantescos,
con penachos bolcheviques y una bellísima mujer que muestra la espalda desnuda,
que devora con ojos claros. Se llama Beata, nombre polaco bastante común, beata
tenías que ser. Ardua y venenosa, sacristana de misa negra.
La
enciclopedia virtual da variaciones del nombre. No sé si existió. El oriente de
Europa tiene las mismas piedras que levantan muros, los hierros cubiertos de
orín. Baldosas que pisaron cien ejércitos. Siempre, por cualquier región de
aquellas que trashume, siempre el holocausto, el conteo de judíos que tantos
eran en el 800 y cuantos el 42. Por sobre la muerte, sin embargo, se olía vapor
de coles cocidas. Decían, quizá en Sven Hassel, en discusión, si el mejor vodka
era de papa. De muertos, el único, de barro y sangre de obuses destripados.
Cuando la bebida es caníbal y la luna ya no crece sobre Stalingrado oculta.
Millón y medio de muertos en la larga agonía de Rzhev. Y leo a Pasternak en
Marburg, cuando el amor -que sugieren es alegre- venía arrastrado de pena. Le
gustaba a Mayakovski; tal vez por eso se suicidó. Lily Brik vivió muchas
décadas más que él. Lloró, seguro, aguantó el espanto, y sin duda que reía con
esa grande boca que entonaba himnos revolucionarios. ¿Plutsk? ¿Por qué no la
encuentro? ¿Y si la encuentro, para qué? Esas calles que me acuerdan de
Vinnytsia ya no existen. Solo en fotografía, detalles de almas muertas.
Viy,
demonio de Gogol, él mismo niño muerto a quien el diablo prestó luz. Diávolo
como Paganini. Busco listas de hoteles en Poltava, preparo un viaje que está a
siete meses luz de futuro. En Sumy, en Kremenchuk, en Zaporozhia. Si veré al
demonio Viy no lo sé. Que bastantes guardo en la memoria, desde Nueva
Inglaterra y el Necronomicón hasta
los espectros de saunas hundidos en una guerra sueco rusa del siglo XVII en
medio del yermo finlandés. El horror no tiene apelativos ni bordes. Pero Viy
sí, lo cuenta Nikolai Vasilyevich y le creo; también yo he lidiado con difuntos
que me tocaban, con sombras apoyadas en árboles, voces titubeantes donde había
sigilo.
¿Entonces
por qué esta manía de buscar un lugar de seguro inventado para darle geografía
a la ficción? Será que esas callejas de moho traen secretos que sé pero desconozco.
En Cochabamba muere hasta el moho. Polvo de sentencia, aires de Pedro Páramo,
de filmes de Arturo Ripstein.
La seguiré
buscando, así hago tiempo hasta la muerte, sabiendo que no existe.
03/08/2021
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Imagen: N.V. Gogol muerto
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