Sunday, April 28, 2019

Nuestra Señora de París


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Las paredes del metro de París estaban cubiertas con carteles de Jean de Florette. Ives Montand. Recuerdo. Como recuerdo el metro de Washington DC y los afiches de El silencio de los inocentes. Jodie Foster.

La amaba, claro. Y en París, como siempre,  amaba a una desaparecida. Así entre la pesadumbre y el hambre trashumaba por París. Anclao en París cantaba Gardel. En un parquecito del Boulevard Brune, destapaba mi galón de leche, comenzaba a devorar la baguette (si es femenina) y a comer el gruyere que a pesar de casi no tener sabor sí lo tiene, es tenue como un sexo juvenil.

Pontoise, Marly, Marly-le-Roi, Angenteuil, Joux en Josas. El Oise apacible; el Sena apacible. Mansiones arboladas, el enrejado de Versalles. El hambre. Iranios, moros, un boliviano que explica a los refugiados del ayatolla Khomeini, que su mujer lo ha dejado, que vive al lado del lago de Constanza y que le pide no venir porque con él llega el dolor, el sexo mortificante, la mala lujuria.

Gorra siciliana comprada en el mercado de pulgas. Varias gorras que una a una perdí en las borracheras de Cochabamba, donde los amigos desnudan al caído y le quitan todo menos el sueño. Sin reloj, sin gorra de marino griego, sin chamarra. Lo que hiciste te lo hacen, dicen, y cómo no iba a tocarme.

Llego a las afueras de la iglesia mayor: Notre Dame. Imponente. Parece Gulliver, y los enanos no tenemos cordeles para amarrarla. He de entrar y desisto. Nunca podré decir que vi la iglesia, más que sus gárgolas monstruosas. Pero sí, la conozco de mucho atrás. La paseé con Hugo, Víctor Hugo, en esos libros de gran rectángulo de unas ediciones argentinas. Porruá, creo. Leí a Hugo allí, Nuestra Señora de París y Los trabajadores del mar. Hay pulpos gigantes en las aguas del Canal de la Mancha. Pulpos que succionan y dejan cadáveres secos en el fondo del mar. Paradoja.

Está Cuasimodo, el jorobado, el romántico en el vientre de la ballena. Nuestra Señora, en Hugo, tiene condición de ciudad, laberinto. El autor se satisfacía con los retratos de entrañas urbanas, con la catedral sombría y las cloacas, catedrales del submundo. Lo sentí y nunca entré. Di vueltas alrededor buscando en las alturas la jiba y la mirada. No estaban. Estaban. Había como un presagio, una prohibición. O quise, puede ser, no destruir las imágenes de la lectura de juventud. Dejé a Nuestra Señora virginal como la encontré. No penetré su vulva de piedra fría, no convoqué, ni reí ni oré. Caminé hacia atrás, como los eunucos ante los mandarines, hasta que tropecé con un caniche que meaba ajeno a la magnificencia de lo divino.

¿Viste Notre Dame?, preguntan de París. La vi, la vide, pero estaba muy ocupado con las Kronenbourg alsacianas en bares argelinos. Que soy extraño, quizá; raro, seguro. Me pongo a mí mismo límites que no traspaso. No entrar a Notre Dame, no ver actuar a los Stones cuando era muy fácil hacerlo. Una desconfianza anómala y febril contra aquello de fama. Hombre de puertas traseras cantaría Jim Morrison, y eso soy, era entonces y no me arrepiento.

Se incendió Notre Dame. El fuego purifica, aseveran. Pero destruye. Perdemos, mucho, en esto, en las cenizas góticas, en las piedras destruidas que quedaron de los Budas de Bamiyán, en los barbudos alados de Nimrod; en Palmyra; con los extirpadores de idolatrías ibéricos que destruyeron lo mejor nuestro, las efigies en oro, en barro, en roca. Perdemos, pero creamos. Día a día. Tal vez más creamos que perdemos. De ahí nuestra inmortalidad.

Vuelvo a Hugo, el autor de mi adolescencia. Nuestra Señora. Si suponemos que la cronología es cierta, Quasimodo, el jorobado, estaría bien muerto hace mucho. Pero quién sabe si en las catacumbas, en los tejados y campanarios no se fundó una estirpe. Quiero creerlo, porque mal parafraseando al viejo Goya, de nuestra razón vienen los monstruos. Y permanecen, y nosotros mismos los escondemos en torres, en féretros que se abren de noche, nosotros que creamos a los muertos vivos, vampiros y zombies, porque nos cuesta morir.
22/04/19

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Publicado en SÉPTIMO DÍA (EL DEBER/Santa Cruz de la Sierra), 28/04/2019

Imagen: Ilustración para Notre Dame de Paris, 1881

Tuesday, April 23, 2019

Los bolivianos de afuera/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Que no podemos votar, entonces, en las elecciones nacionales. Lógico, la derrota masista afuera tendría resonancias de espanto, aunque hay camisas azules infiltradas en todo lado, incluidas muchas en el imperio, de “revolucionarios” disfrutando las delicias del capital y hablando con los hijos inglés. Pregunto, simple y con inocencia, dada la retórica, ¿si no sería menos incongruente educar a los vástagos en Pampa Aullagas y no en el verdor impecable y delicioso de Virginia? Hay preguntas que no se responden. De eso no se habla. De esito. Esito sería, aquí nomás bien nos estamos.

Recuerdo el año 2011 cuando gané el Premio Nacional de Novela. Se inició con el pensamiento de que jamás lo ganaría en estas circunstancias, con este gobierno, y yo despotricando contra la dupla mística. Decidí enviar mi novela inédita a través de un sobrino en Cochabamba. No llegaría desde los Estados Unidos. Además, con cálculo, puse de seudónimo un nombre femenino; por último, no mencioné ni una sola vez, creo, a los Estados Unidos. Nada, fuera del estilo en casos, decía que Diario secreto era un libro escrito por mí.

Cuando se realizó la apertura de los sobres, me dijo un amigo que trabajaba en una oficina estatal, que quedaron pasmados los plurinacionales cuando se leyó mi nombre ganador. Estaban presentes los españoles, no había forma de esconderlo.

Luego viajar a La Paz. El viceministro de cuántos era un buen tipo que no tenía idea de nada. Me alabó porque hiciera “quedar bien” al país en el exterior. De ahí un discurso mío, duro, sin reglas y sin miedo, en la boca del lobo. Era evidente que se había revuelto el panal. Tuvieron que darme el premio, los cheques que hice efectivos de inmediato. CAMBIO, el periódico oficial publicó que se había premiado “a la vergüenza”. Algunos escribieron, quisieron desmerecer la obra, quitarme el premio. Fue inútil.

Entonces vino la garra del poder, que, para dañarme, sentenció a otros autores que no tenían nada que ver con mis combates verbales con el gobierno. Se prohibió, desde entonces, que escritores bolivianos en el extranjero participaran del Premio Nacional. Deseaban enviarnos al olvido, desterrarnos del espacio y del recuerdo. Sabemos cuán pobre es esta acción. Escribir no puede ser controlado. Participar, sí, por un tiempo. Parece que esto terminó. Guillermo Ruiz Plaza, el talentoso último ganador, vive en Francia. Lo celebro. Los rufianes de arriba lo habrán olvidado, o hay preocupaciones mayores, como la de ajustar el rodillo electoral para directamente enviar junto a las divinidades la pesada y tosca figura del mandamás Morales, cachondo, orondo, y ambidextro.

Celebro porque tanto como dentro hay una dinámica, controversial, creativa y combativa línea de escritores, también los hay afuera. Aunque entonces, hablo del 2011, el hecho de emigrar quisieron catalogarlo como la preferencia por los gringos en oposición a los naturales; el capital contra el colectivo; el blanco contra el marrón. Patrañas de alfeñiques, incapaces de hacer un verso decente, un sobrio párrafo. La oclocracia y el fascio; la dictadura racial y la bota militar. Escribir siempre debe ser enfrentar, sin necesidad de ser panfletario. Pero el poder tiene que tener su crítica, no solo del lado de la oposición política, sino desde la voz del pueblo a través de sus escritores. Sí, no nos moverán, como decía la canción; no nos callarán. Nunca el poder de la palabra fue tan grande como cuando en el siglo XIX, en Rusia gobernaban dos Alejandros: el zar y Alejandro Herzen, en el exilio londinense. La palabra es el arma letal de los desarmados.
22/04/19


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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 23/04/2019

Vuelo en la alfombra mágica/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Arce Catacora, el chamán de los enamorados de la falsa revolución, ha sentenciado: cien pesos, cien bolivianos, no se necesita más.

Evidente que este galán de cintas B, de la mersa del plurinacionalismo fascistoide y desnudo, de economía no sabe. Que macro o micro. La línea D pasa por la Juan de la Rosa y desvía en la Calancha. ¿El macro? No sabemos por dónde va. Si de retro o de lado. Poco importa en este enrevesado mundo de chalanes convertidos en amos, de pongos esclavizadores de pongos, de indígenas a priori y oligarcas a posteriori, de sexo convencional o nefando, por donde venga mejor, por donde asome el lucro, que la política es la prostituyente de la vida y los actores.

Que sabemos, y bien, en la Sodoma y Gomorra que hacía bailar el grupo cubano-boliviano Guapachá, que bien sabemos, que diosa cocaína manda donde no hay capitán ni marinero, que aquí el amo es el financista escondido, el desollador, y no estos mimos que se mueven al son del viento, títeres, marionetas que el tiempo ha dejado y que por ahora juegan un rol de canalla en ristre, basura ensalzada de manera exponencial y cuya garantía eterna ya caducó mucho ha. Pandilla que juega los descuentos y que espera hasta el último pitazo que los hará campeones. Acá, aquí, acullá, el único campeón es esa jerarquía escondida que permite a sus chacales jugárselas de machos, apostar de capataces, hasta que la muerte los separe, pero no por amor sino porque el negocio del narco es volátil y eunucos abundan por doquier para dárselas de presidentes. En el mundo del negocio no hay mesías, ni iluminados ni yatiris. El arte adivinatorio es para los malos poetas y para la juerga, jerga, agonizante de los masistas en comparsa. Ellos ven lo que la historia  no ve, y lo que las circunstancias hacen semejar imposible. Que quien desafía al patrón Morales ya perdió, en primer lugar por el masivo fraude y en segundo por la orfandad de gente de lucha, gente de clase, que enfrente la falacia del seudomarxismo, que estos no son marxistas, más bien marxistos.

Queda o amargarse o montarse en el raid de la alfombra mágica, porque desde arriba el panorama pierde detalle y la debacle parece acuarela. Arce Catacora sentencia: cien. 100 es un número drástico, aquel que porta o portaba el ceño cachondo del Longaniza, Simón Bolívar. Bolívar provee para la patria y los patriotas, y cien es el número después del 99, la cumbre adonde se puede llegar.

Clara escuela cubana.

Maduro parece haberse afianzado. En la Asamblea Nacional ya chaquetean; Trump está cargado de sus propias mierdas y no quiere meterse en honduras al sur. Finalmente que se maten entre ellos, salvajes. Ya lo dijo en el mundial de fútbol del 66 en Inglaterra, el técnico de aquella selección, refiriéndose a los argentinos: animals. No se equivocaba, seguimos de recua indócil pero borregos al fin.

Varitas mágicas, Harry Potter, el elegante vice con dengues de Donna Summer; el otro, el cacique, de Rita Hayworth. Dicen que uno es lindo y el otro horrible; dicen las mujeres. Uno maneja la alfombra, la recorre por los cielos de esta Persia blandengue de Bolivia. El otro grita, como los cobradores de El Alto, que arriba, que se les hará precio si montan. Que ya nos vamos, que a un peso, que esto y lo otro y alfombra llena como micro. O macro. Cien, dicen, suficientes para la canasta familiar. Cien le sirven al Catacora ese para limpiarse el ano, si lo tiene atrás, que quizá lo lleva en la espalda como los perros aztecas que encontraron los de España en este mundo de encuentros y sorpresas.

Pondrán a Catacora en lugar de Bolívar en el billete, susurran. Papel higiénico rojo ¿será comunista?, porque acá en la tierra de maldita bendición hasta Hitler canta la Internacional… cuando lo miran.
14/04/19

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 15/04/2019

Sunday, April 7, 2019

El exilio voluntario: desplazamiento, derecho y memoria


IVÁN CASTRO ARUZAMEN

A mi hermano Elvis Castro Aruzamen
y nuestras largas charlas sobre el exilio voluntario

La situación de los inmigrantes en la actual aldea global no solo es precaria sino que son despojados de los derechos más elementales que todo ser humano tiene. Como dice el filósofo cubano Raúl Fornet-Betancour: “la inmigra­ción no es el «problema». Si hay un “problema” con la inmi­gra­ción, estaría más bien en la ma­nera cómo respondemos o nos comportamos ante ella”. “Y es que la globalización neoliberal no se orienta en los principios de la justi­cia y la igualdad, sino en una ló­gica de mercado capitalista que se concretiza en la expansión de los intereses del capital de las empresas y grupos hegemónicos de los países ricos. La globalización (neoliberal) no universaliza la humanidad; glo­baliza sus intereses; y es por eso que, en su figura neoliberal, la globalización es incompatible con un pro­ceso de universalización de la justicia y la igualdad”. En este contexto se ubica la novela de Claudio Ferrufino-Coqueuniot, El exilio voluntario. Adentrémonos en su lectura…

El exilio voluntario, novela de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, se adentra por los vericuetos, no de ciudades fantasma o alegóricas –Macondo o Santa María– sino esa que nos ha tocado vivir a finales del siglo XX e inicios del XXI; los recorridos nocturnos, la prístina aparición de una madrugada, la incursión en un prostíbulo o los ajetreos sexuales de un curioso en tierras movedizas de una cultura ajena y la búsqueda de trabajo para sobrevivir, son las señas de una ciudad, devastadora de sueños y tremendamente cruel con lo humano; El exilio voluntario no es sino una abominable experiencia de desesperanza frente al sueño americano; Carlos Flores, un universitario que deja el provincianismo de su ciudad por el norte opulento, es el vivo retrato del no ser en ese mundo –el norteamericano– tejido por la ambivalencia y el consumismo desenfrenado.

El exilio voluntario es una novela del invierno humano. Sí. He recorrido este invierno del errante Carlos Flores, entumecido por el frío de Virginia o Arlington; Claudio Ferrufino- Coqueugniot, con su Exilio voluntario, es ya, dentro de nuestra novelística, una nueva rúbrica literaria, como un viejo maestro de la libertad, la cultura, la crítica, la acracia y el sexo; por supuesto, no es un Henry Miller –en su tiempo fue considerado el pornógrafo más violento de Europa y América– a la boliviana, no, lo que Ferrufino-Coqueugniot, hace es abrir la novela en Bolivia a un estilo de prosa desmedulada, informal y lírica, rompiendo con el rigor de la novela estructural indigenista, minera, de la guerrilla; fue Wolfango Montes Vanucci, en Jonás y la Ballena rosada, que incursiona en el desmontaje de esa novela estructural, por medio de una prosa descarnada y llena de humor; este rompimiento, del Exilio voluntario, con esa novela puritana de las décadas anteriores a los 80, no sólo postula una renovación estilística, en su modo y manera de abordar la cotidianidad, sino, que además, desenmascara la concepción puritana de la vida, muy enraizada en la conciencia de la sociedad boliviana (en la calle, el barrio, la familia, la institución); el Exilio voluntario es un libro (novela) sobre el libro de la migración, el desplazamiento humano, la inculturación, los derechos humanos, lírico y vivo, sórdido y caótico, pero, sobre todo, es la recuperación del tiempo, a través de la memoria y la experiencia.


Los desplazamientos humanos, si bien han sido desde siempre, parte de la historia humana y que no hubo sociedad en la que los hombres, no desearan explorar nuevos horizontes, en todo tiempo y lugar, no será sino hasta el siglo XVIII, en la Rusia Zarista, que el desplazamiento libre, sufrirá las primeras restricciones; a partir de ahí, el ingreso y salida de un territorio estará sujeto a condiciones y exigencias. En pleno siglo XXI, cuando los nuevos odiseos (migrantes) en el planeta han llegado a porcentajes insospechados, y las más de la veces movidos por la pobreza y la construcción de un nuevo horizonte; para muchos Estados, el desplazamiento humano de principios del siglo XXI, no sólo es un problema de dimensiones político-económicas, sino una cuestión de seguridad nacional; Claudio Ferrufino Coqueugniot, dibuja con maestría y sencillez y una plasticidad sugerente, con sólo contarnos los sinsabores de un desayuno y un almuerzo insípido donde tres o cuatro fideos, son la esperanza del mañana; el universitario que deja su patria, Carlos Flores, mientras carga verduras y frutas, al lado de una negritud americana, mucho más solidaria que la bolivianidad del desplazamiento, nos sumerge en la experiencia de los apátridas del siglo XXI.

Ferrufino-Coqueugniot, pongueando y todo, escritor y desplazado voluntario, para un país como el nuestro, además marcado por ciertos radicalismos encontrados, un racismo incontenido y abigarrado, es un ventarrón de libertad, de crítica epicúrea y digestiva, hacia todos los solapados verticalismos de izquierdas o derechas, a una mística (apócrifa) alimentada por un martirologio exangüe de los caudillos del pasado, pero, sobre todo, frente a una mentalidad revanchista y retrógrada; la narrativa de este boliviano, de poderosos bigotes nietzscheanos y un poco a lo morsa, taciturno, apacible, que habla despacio, sin prisa, que lleva a cuestas un exilio voluntario, y del cual ha hecho literatura, conciencia crítica, reclamo por la construcción de una identidad nacional, con las simples armas de una exuberante imaginación y convicción de que es urgente construir una identidad que defina a los bolivianos, tanto fuera como dentro, más allá de cualquier identidad asesina (Amín Malouf), esencialista y pura; el exilio voluntario es un canto homérico, en las terribles tempestades de la vida contemporánea, en la orgía de las cosas y los recuerdos; después del Exilio voluntario, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, los teóricos y defensores de la novela social y canónica en Bolivia, deberán revisar el irracionalismo mágico del panfletarismo literario, del cual Ferrufino-Coqueugniot, no abomina totalmente, pero, sobre el que tiene una mirada crítica.

La prosa del Exilio voluntario, está en contraposición de todo funcionalismo literario, anclado todavía en un manido esquematismo tradicional; pues, poco importa si el granado espermatozoide del talante literario de Carlos Flores, se derrame entre nosotros o los imberbes escritores del mañana, pero, sí, dejará para fecundar su semilla espermatozoidal de la imaginación y el estilo informal, el sentido de libertad o el sexo como último reducto de una cada vez más olvidada libertad humana; asimismo, se constituye en crítica feroz, frente a imaginarios nacionales empeñados en definir nuevas identidades inciertas y racistas, y es que los bolivianos, nos dice, Ferrufino-Coqueugniot, “no habían abandonado las taras nacionales. Mezquindad y envidia, llegaron con los aviones, los camiones, con la inmigración. El hecho de la distancia podría haber aliviados esos males y no era así. Unos contra otros, el imperio de la cofradía que debía haber sido se convertía en adulterio, hermanos engañando a hermanos, la ostentación como regla”; pasiones humanas, capaces de distanciar a los hombres, diría Francisco Ayala; Ferrufino- Coqueugniot, también, constata que estas pasiones pueden hundir a los seres humanos en la “angustia –y– en la soledad de la muerte”.

El exilio voluntario (migración) o involuntario, choca estrepitosamente con la terca realidad de un medio ajeno, alienante, más no por eso menos cruel que el suyo propio; y es que el desplazado, el mojado, el sudaca, se encuentra en medio de la selva urbana del norte entre la espada y la pared. “Virginia es un campo de guerra donde hay que pensar en comer”, dice Ferrufino-Coqueugniot, desde lo más recóndito de ese su exilio, además, dramático y desesperante; “el día se estrecha y no olvido que sin trabajo no como”, dirá Ferrufino-Coqueugniot, en la soledad más sola del mundo, expresando así el dolor de los nuevos parias del siglo de las migraciones a gran escala, de aquellos que se fueron persiguiendo un sueño (americano, europeo, japonés, israelí, soviético…) y conocen de esa estrechez de un día sin trabajo y sin esperanza. “No me pasó nada, qué más puede ocurrirle a un pobre, aparte de su hambre y de sus harapos”, el despojo completo de su dignidad de ser humano y el exilio interior además de geográfico. “Mi hambre de voces es más extensa que la de mi estómago”, es decir, para nuestro autor, la pobreza material es mucho más honda debido al desarraigo y la nostalgia por el pasado. No en vano, el acontecimiento más importante del siglo XX, “el reconocimiento de los derechos del ser humano”, más allá de lo jurídico y cómo ya criticara Heine –el más heterodoxo de los pensadores alemanes del siglo XVIII– al romanticismo goethiano, su divorcio de la realidad y cómo la teoría estaba por delante y otras veces por detrás de la realidad, Ferrufino-Coqueugniot, sabe y en carne propia, que la ley no sabe de hambre y miseria o finalmente, no toma en cuenta al hombre en cuerpo y alma; por esa razón, la voz literaria del Exilio voluntario, muestra las cicatrices que deja el despojo material, con más verosimilitud que teología o ciencia social alguna, pues, como dice el autor, “mi pobreza no tiene valor de poética, quiere comer, sobrevivir, devorar a mis congéneres, tener mi cama, mi televisor, mi mano que tome un libro y se prepare un té, algo propio”; el desplazado del siglo XXI, no sólo está fuera del alcance del derecho internacional humanitario, sino que además, el derecho no habla de la pobreza humana; y con una vehemencia implacable, Ferrufino-Coqueugniot, denuncia la más terrible de las enfermedades humanas de todos los tiempos –en la misma línea del filósofo cubano, Fournet-Betancour, para quien no existe sociedad humana en la que un hombre no le haya infringido sufrimiento a otro–: “nosotros nos movemos, insectos que somos, donde no se mueven los blancos”; el derecho contemporáneo, ontologizado en el momento de su positivación, olvida dimensiones tan importantes como la soledad o el hambre de quien no trabaja y que sin trabajo no pueden existir derechos ni de primera ni de tercera o cuarta generación. Con tono desgarrado Ferrufino-Coqueugniot, dice: “Aquí estoy solo y nadie me regala nada y si he de devorar devoro, y matar mato y el mutismo de mi rostro refleja un cansancio moral”, cansancio que ha alcanzado a casi dos tercios de la humanidad, porque los derechos inalienables de las personas es por el momento un mito y un sueño por alcanzar.


El exilio voluntario está impregnado por un recurso poderoso a la memoria, porque no olvida los entretelones de un desplazamiento accidentado; de ahí que empiece diciéndonos el autor, “si hubo una primera alegría en este país, al principio de mi exilio voluntario y mal pensado, fue el espacio de los primos”, la consanguineidad, la parentela, pero, los que no cuentan ni siquiera con eso, se convierten automáticamente en apátridas, por tanto, sin derechos ni memoria alguna; la memoria de Ferrufino-Coqueugniot, si bien es recuerdo, sobre todo, es posibilidad del lenguaje: “Y en cuarenta minutos quiero aprender todo lo que pasaba por mi vida antes y que no miraba. Tarde ahora para hacerlo pero no para hablarlo”; por tanto, si el recuerdo aviva la memoria y hace posible la construcción del lenguaje –no sólo el literario– también rescata el olvido: “por un instante olvido que me fui y vine, siento como que volví, mejor incluso, porque retorné en el tiempo y hablé de cosas que se habían olvidado”. Asimismo, esa memoria, por un lado, melancólica, pero, por otro, mantiene vivos los lazos con el pasado, aunque ausente y lejano, para hacerse presente cada vez que el lenguaje lo nombra. Ferrufino-Coqueugniot, sabe que su soledad y memoria son los antídotos frente a la deculturación o desarraigo absoluto, por eso nos dice, “aquí estoy solo y la soledad es como cargar dos bolsas de cemento a la vez, entre el camión y las mesas de la Marmolera Urkupiña donde trabajé”.
El desplazamiento humano, la ausencia de derechos y la memoria, muchas veces teñida por la melancolía, son elementos que se entretejen a lo largo del texto; Claudio Ferrufino- Coqueugniot, en El exilio voluntario, nos muestra el rostro de los apátridas, de los nuevos odiseos, la novela de la sobrevivencia en una sociedad del riesgo global y los muros electrónicos; es una voz, que se alza para reclamar desde la periferia en el opulento norte, la urgencia de construir sociedades del vínculo, la democracia, la libertad, los derechos, la interculturalidad, más allá de las fronteras políticas. Corremos el riesgo de que si “no somos bolivianos. No somos nada”.

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De INMEDIACIONES, 06/04/2019


Tuesday, April 2, 2019

¿Se enfrió Venezuela?/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Heinz Dieterich, asesor especial de Hugo Chávez, gran conocedor del embuste revolucionario, decía hará un mes o más que a Nicolás Maduro le quedaban una o dos semanas. Ahora China y Rusia hacen el mismo juego de Norteamérica y envían ayuda. Juan Guaidó parece haber perdido protagonismo. Poco costaría, pero en términos financieros mucho, cerrar la importación de crudo venezolano en los Estados Unidos. ¿Qué mecanismos sostienen al chofer de bus en el poder? Una suerte de alivio recorre los focos latinoamericanos del seudomarxismo; Evo Morales puede guardar la voluminosa lengua con la que acariciaba las nalgas de Jair Bolsonaro y desechar por ahora su próximo manifiesto neoliberal para cambiar de bando (nominal) y sostenerse mamando de la madre patria.

Por un momento se pensaba en cuál sería la mejor cuerda para colgar al bastante crecido Maduro. Ahora rebuzna hasta con cierto alivio y un pajarraco revolotea alrededor. Será el comandante, transformado en ave del paraíso, ajeno ya a los avatares materiales y pensando solamente en cómo salvar las plumas para que no lo devore un halcón, porque hasta los mejores, bien entrecomillado, tienen alguien por encima de ellos. Desiderata real y fatídica.

El último congreso de la lengua española tendría que haber dedicado un estudio al lenguaje primario de los dictadores de América que utilizan un par de decenas de palabras en contraposición a la lujuria cervantina. Si llegan a cien será demasiado. Pero hablan por siete horas; al menos el vanidoso barbado y rico de Cuba tenía sobre qué conversar, pero Morales y Maduro son de espantosa simpleza. Podría ser el sueño siempre deseado y efímero de los sans culottes de la revolución francesa. Pero aquellos querían tabla rasa con el patrón de la miseria propia. Estos semiletrados que gobiernan América no son sans culottes, llevan calzoncillos de Gucci y su sueño apunta al jet set. Tanto a Evo Morales Ayma y Álvaro García Linera no les importa la distribución equitativa de bienes, o a cada quien según su trabajo, o todos pobres o todos ricos. Para nada; el indigno par de comerciantes únicamente piensa en su indefinido género y en el enriquecimiento ilícito. Cuentan con la colaboración de recuas étnicas, para quienes el color de piel o el pelo en piel son detalles sin importancia. Tiempo de dinero, de billetes de oro y otras sofisticaciones poderosas. Y cuentan también con la oligarquía del oriente que vio sus sueños realizados en dos pillos de siete suelas, capaces de arrasar con un territorio mientras les eche monedas en el bolsillo.

Lo mismo en Caracas, la misma gente, el zoológico izquierdista de ávidas manos que recuerdan la Repulsión de Roman Polanski por tanta palma pedigüeña.

Nicolás Maduro parece haber sostenido el poder. No estaría tan seguro, como tampoco del otro lado. Hay demasiada dependencia en el exterior. Eso tal vez implica que tantos años de chavismo adiestraron al venezolano común para ser perro en jauría descastada y sin ladrido. Como en Cuba, con hermosa gente resignada a tomar sol en la plaza o al puterío, el sol de medianoche de tiempos de Batista.

No la elección del poder: la erección del poder, el verticalismo fálico del comunismo que dejó de ser fantasma y dejó de ser comunista más de cien años atrás. Hasta el adusto Che de la foto de Korda sufre de esta decoración rocambolera. Evo Morales desciende las escaleras de palacio con las manos en los bolsillos rascando a sus homónimos. Así y todo enloquece de gusto a las locales y a gringas que creen que con ósmosis interna se les transmitirá el secreto de las alpacas. Enloquece al vicepresidente. El dandy y el zafio, los dos rateros. Lo surreal es hostia de resurrección, pero comulgar no compra eterno.
31/03/19

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 02/04/2019

Monday, April 1, 2019

Notas desasociadas de desnudos y otros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Tetas, nada más lindo que las tetas. Que la vida nos amamante por siempre y para siempre. Sostenes negros, imágenes del tiempo que miente, porque lo que fue entonces no es más. Retrovisión. Retrospectiva. Cuadros que se suceden según los acordes de Mussorgsky. Los amigos escriben, protestan. Ladran los escritores para que Sancho los oiga.

Calma. Me piden calma. Sin calmantes. No químicos ni caricias. Arréglatelas solo. A las dos de la mañana paso por la ventana de un amigo. Está siempre con luz, la amarilla esa de los barbitúricos. A ratos cuelga su esposa del balcón como trapo sucio. Voluminoso trapo, diría, a pesar de que la noche no deja ver bien los contornos. Entro al edificio. Cuatro puertas a la izquierda, cuatro a la derecha. En esta cárcel no se animan ni las cucarachas.

Dejo, salgo. Llovizna en la medianoche de un barrio obrero de la ciudad de Denver. Oscuridad plena. Hay ahorro de energía. Nadie camina, además. La esposa del amigo ya no cuelga de la ventana. Cayó entre zarzas de flores rojas, decorada con pétalos de manzanos en flor blanca que es época.

Añoro un desnudo. El cuadro de la noche de color monótono no lo entrega. Estamos lejos del centro, donde añejos faroles iluminan de cuando en cuando un par de putas negras.

Compro un café. Negro también. Color de puta. Escupo al pasar la policía. Si me preguntan por qué diré que me extrajeron la muela, la última del juicio cuando cerca ando de perderlo todo. Se van y vuelvo a escupir.

Tetas.

Tetas parecidas a anteojos. Las modelo en la sombra, sin razonamiento físico. Llegan las cinco. Hay automóviles en velocidad a la oficina. Paro, discurseo un poco con un modesto y divertido mexicano. Abro el New York Times y lo cierro de inmediato. Dicen que la tristeza es malestar. Intento combatirla con carne de membrillo.
2018