Sin parar, radio
y televisor envían información sobre Gaza y Donetsk. Muertos y muertos en el
fin del mundo. Víctimas sacrificiales en la pira del poder.
Me he sentado con
un café en la mano. Escribo con un solo dedo en el ordenador y me doy cuenta de
que estoy perdiendo la vista. El índice tiene un ojo que busca las letras, sabe
dónde están, pero si esta mirada se nubla, la cosa cambia. Los errores en la
página hablan de que hoy en mi vida hay más pasado que presente, y caben
preguntas acerca de cuánto futuro.
El televisor
suena a explosión. A Shklovski le gustaba escuchar las bombas rodando en las
callejas de piedra de Ucrania. Pero este sonido no es música, por más abstracción
que haga. Hace calor. La tarde está despejada. Se oyen niños chapoteando en la
piscina. Pasa una mujer rubia, con un mínimo traje de baño negro. Piel blanca
debajo de tela oscura, delicias del contraste.
Contraste. Tres
cuartos de un alargado vaso de vidrio barato están llenos de api morado. Humea.
Contra todo pronóstico, el vidrio resiste el calor. Importa que la bebida se
vea, sobre todo cuando la casera echa un chorro de api blanco en el otro. Se
forman meandros, volutas de humo, fumar
es un placer genial, sensual, fumando espero a la que tanto quiero. El api
se sosiega. Basta un mínimo de enfriamiento para que adquiera placidez de lava
muerta.
Lo acerco a los
labios. Bebo.
Al lado, es de
noche, siete u ocho de la noche en Cochabamba, la mole del convento de
carmelitas descalzas le pone fondo goyesco al panorama. Una escena de
principios del siglo XIX, imaginándome los fusilados del dos de mayo ahora que
truena la guerra en la pantalla de la habitación donde duerme Ligia. Algunos
mendigos adormilados, recostándose en el portón de la iglesia, con clavos de
quince centímetros. Las caseras conversando entre ellas, riendo, ofreciendo y
cobrando. En una penumbra casi tétrica por la mole religiosa y el edificio
republicano del colegio Bolivia, liceo de señoritas, enfrente.
Ecuador esquina
Baptista, cuarenta años atrás.
Bicicletas
obreras pasan con atados de ropa y herramientas en la parrilla. Hoces para los
jardineros, y talegos para las ramas y el pasto. Un azadón que sobresale de una
arpillera. Gente que saca tepes de las orillas muertas del Rocha, para
venderlos a los patios de los ricos, de la mínima clase media que boquea como
pejerrey en mesa antes del cuchillo.
En las mañanas,
las empleadas de las monjas venden deliciosa tostada, refresco de maíz que
huele a pies y que sabe a gloria. O agua de la vida, dicen que con extracto de
pétalos que las encerradas cultivan en su jardín, donde el único hombre que
entra es el sol, y la única razón de vivir, fuera de Cristo redentor, está en
pecar.
Las vendedoras de
api tienen rastros en las baldosas del piso, en la pared de roca labrada.
Oscuridades que hablan de cuerpos apoyados y sudados, día tras día, noche tras
noche. Vasos sucios, trapos mugrientos, salivas, mocos que se limpian en la
pared, meos de borracho cuando las últimas luces del api se han extinguido y
quedan perros hambrientos y sedientos hombres.
Once años tenía
yo. Y ya era rutinario, tanto como para desde la Santiváñez subir por la plaza
principal hasta la Baptista, dos cuadras y detenerme al ritual del api diario,
lunes a viernes, gracias al ahorro de no tomar taxis quinienteros y volver a
casa a pie luego de las clases de francés. Ici,
la Place D’Italie.
Quien diría que
veinte años después no dejaría de ordenar apis mezclados; a veces rojo puro, o
blanco puro, en los intervalos del coito a la intemperie, de los voyeurs de la
calle Ecuador, de los valiums tragados y el sexo oral sabor a champaña
Valdivieso. ¿Mezclado, patrón? Rojo, patrona.
El cuerpo de Francine
parecía un fantasma en la oscuridad. Tenía que tocarlo para no asustarme y
creer que vivía en pesadilla. Decía la gente que sus ojos eran como soles y
hasta ahora no he visto soles azules. Aunque sí, hace un día, en las
explosiones de la franja de Gaza cuando el sol se juntó con humos y la muerte
gritaba con la vehemencia del caballo de Guernica. El árbol vasco arde. Arde el
árbol palestino, el judío. A mis once años tomaba api y leía a Gogol. Tomaba
api con Gogol en las rodillas. Api carmesí color de sangre, api blanco color de
piernas de Francine. Sus pezones rosa lucían como decoración navideña de un
chopo derribado. Sonreía, y el champaña chorreaba del balcón de la Ecuador y se
escurría a través de Cochabamba cada vez mayor. Primero por la avenida San
Martín, luego por la Bolívar, bajando la Nataniel Aguirre, desviándose en San
Sebastián donde lo veían pasar los presos. Hasta que se hundía en la Serpiente
Negra, la cloaca del culo universal, al sur, con fauces de dientes cariados y
aliento a chicha.
Las piernas de
Francine colgaban del balcón. Magritte las pintaba desde la casa de enfrente.
Detrás de su vulva oscura y sigilosa, ponía un vaso de humeante bebida andina,
llena de recovecos y cincunloquios.
Api.
Api y pasteles.
Api y buñuelos.
Empanadas y api.
Cochabamba que se esmera en las delicias de la carne, picantes a veces como en
llauchas paceñas, o dulces en las figurillas de almendra que vendían las
clarisas, encerradas también, no tanto como las carmelitas, y con zapatos, no
descalzas como sus compañeras ni como los pobres.
Francine
despertaba y quería ir al mercado. Desayuno de api y pasteles espolvoreados con
azúcar impalpable. Resaltaba su piel entre la indiada, entre nosotros que
nacimos cobrizos, marrones, rojizos, de carne tersa y brillosa acotaba la
inglesa, de carne no trémula sino sólida, casi de caballo de carga o de galgo
corredor.
Siempre íbamos
los domingos, cuando el amanecer desnuda las falencias del sueño, las minucias
del vicio y las desgracias del amor. En mesas largas, comunes, donde la
“gringuita” era atendida de manera tan suave y gentil a diferencia del desdén
con que nos servían, indios de mierda, borrachos, perdidos.
La memoria semeja
también un viaje al fin del mundo, a veces pesado y atroz como las guerras que
se desarrollan tan lejos y que retumban este sábado desde muy temprano hasta
ahora en que el café se ha terminado y casi ciego busco por unos anteojos para
saber si lo que escribí sirve o lo uso de servilleta.
Mucho hay que
recordar y grabar para que no se pierda, una suerte de archivo personal.
Rescatar pasos que llevaban a sitios donde se cultiva el recuerdo. Por lo
general, para eternizarlos, se necesita aromas, sabores. El api en particular
rememora la lengua francesa, los literatos rusos y las delicias inglesas, junto
a particularidades de la mixturada raza que me escogió y la peor aún mestiza
confusión de las culturas. Para bien o para mal, depende con qué ángulo se
mire, con fish eye o con gran angular. No solo ajustar el obturador; pensarlo
antes.
Magritte
retrataba sus muslos, corría el pincel por los largos pies sajones y estremecía
la paleta cuando llegaba a la entrepierna, donde un tumulto de ébano se
enroscaba alrededor de alguna tiniebla carmesí, color de api.
19/07/14
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Publicado en
MADRID-COCHABAMBA, CARTOGRAFÍA DEL DESASTRE, Editorial 3600 (Bolivia), 2015;
Lupercalia (España), 2016
Imágenes:
René Magritte
Api con buñuelos
Imágenes:
René Magritte
Api con buñuelos
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