Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Lechuzas de
blanca redonda cara. Geishas. Vírgenes de medioevo. ¡Uh! ¡Uh! ¿Dónde? Uh, uh,
entre árboles hasta que vuelan casi a ras del suelo. Lechuzas blancas, gotas
pequeñas negras sobre un mantel de mesa familiar. Ven memoria.
Otra vez, a
ras de la nieve, con ratón que chilla entre garras. Que de arriba mira un mundo
que era y se despedaza. Hasta los gritos devora, lechuza de nieve, búho
invernal.
Azar.
Albur.
Aroma de
azahares en la esquina de casa, sobre el muro de la vieja matagatos. Los caza
en los techos para el perol. Supongo que comida había en el tiempo aquel, pero
la dama Hortensia hervía mascotas en el guiso del cual sobresalían papas y
maíz.
Del pellejo
lustroso fabricaba cubrecamas. Suaves, de tonalidades más bien oscuras, con
alguna claridad, piel de gato albo.
Ulula la
lechuza y se lanza contra mí pero al fin me elude. Advierte: para mí los
hombres son ratones, y todos los ratones lo mismo. ¿Hará ella con sus víctimas,
como doña Hortensia, tejidos de pelo? Piel de rata, indefinido color de asco. Marrones
las ratas, de ese marrón que llaman negro, esclavos los negros del señor.
Sonríen las vírgenes medievales. Miento, hieráticas. No sea que las seduzca el
infiel.
Luna mitad
de llena. Vaciarían el resto entre gitanos, Lorca y Leonard Cohen, en el vals
que nunca bailé con mi madre.
Casi
medianoche, no llega el camión. A las cuatro nevará. Oscuridad, “escuridad”
campesina. Hielo de lluvia que se pega en el parabrisas. Se pega a mí esa
redonda cara pálida. Grita un mochuelo. La pesadilla dejó de ser la yegua de la
noche; es la lechuza de la noche.
Un búho
gris se ha dormido de pie. Inmóvil como el mendigo congelado a puertas de la
biblioteca a veinte bajo cero. La mesa huele a vino. Al mísero cubría inútil
azul frazada. Azul mortaja del amanecer. Pero no me detuve; me congelaría
también. Mientras el café humea pensé si bañado el hombre aquel con agua
hirviente despertaría. A veces mejor queda dormirse.
25/01/2022
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