Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A Julia y Pablo
Take a walk on the wild side. Hace mucho que lo hago, camino en el lado
oscuro de la luna. Lou Reed cantaba la canción preferida de Francine. Bailaba
para mí, desnuda odalisca de Leeds. El tiempo inglés. The Kinks y la
dedicatoria de ella, en un cassette doble que trajo de allí: To the kinkiest
man… Tiempos viejos, te acordás hermano.
Deep Purple, Wilson Pickett, road music, blues del albergue
de carretera, tradición gringa, Kerouac, Jim Morrison. Largos caminos de David Lynch, pueblos
perdidos. Mujeres de tetas como sandias disparando rifles de asalto. Even cowgirls get the blues, Gus Van
Sant. Treinta y tres años de “América”, más ya que mi propio polvo. Tiempo de
crucificar a Cristo. Clavos herrumbrados; morirá de tétanos antes que de
insolación.
Francine…
pienso en ella. Semejé un hombre lobo entre los molles. La llamaba. Huyó. Las
mujeres no me dejan, escapan… digo a mi sobrino. Ahora río pero lloré. Lloró mi
padre enfrente de mí, nos habíamos sentado con un whisky en medio. Me habló, y
cayeron lágrimas de ese hombre de granito, de piedra, carajo. Vi a mi padre
llorar y pedirme que lo perdonara. La mujer vino a mí: don Joaquín, tengo que
irme a Inglaterra, no puedo más. Su hijo es todo, lo amo, pero me va a matar,
por favor… Hizo todo Joaquín para que aquella no muriera. No murió.
Ojos celeste
abismo. La penetraba toda, me hundía en las pupilas. Blancas nalgas de algodón.
Carmesí tu sexo flor floripondio o espuela de mariscal. Regreso a casa, lleno
de chicha hedionda y tarde de adobe cochabambino. Subo las gradas. Ni miro al
vecino que como es habitual golpea a su hermana. No estás. Grito, desciende la
furia asesina, corre veinte cuadras en cinco minutos. Desvarío. Joaquín aguanta
el sollozo, te vi sufrir, pero tú eres hombre y Francine quiso volar. Aguanta.
Puta, padre, si supieras lo que he aguantado. Estarías orgulloso, también soy
de roca como tú, como mi abuelo y mi hermano. Los Armandos, ustedes tres, casi
decir el Frente Oriental.
La cónsul
de Francia vino a casa a quejarse porque le rompí la cara con un ladrillo a un
bello francés. El hermoso destapa sus vendas y muestra a mi padre las heridas.
Mire cómo me dejó. Joaquín ni se inmuta. Responde que un hombre no tiene que
ser bonito, que las cicatrices embellecen. Francia manda tropas de apolíneos
combatientes. Se hunden en el charco. Aguanta, carajo, y absorbe los mocos que
quieren caer pero que mueren en su garganta. Extraño a mi padre. A Francine la
recuerdo, no la extraño. Pezones rosas como jazmines del Cabo, olorosos y
mortales. Sé que trabajó en Cuba, en el Foreign Office, en España. En Facebook hay
una Francine Curotto que supongo hija. Habrá perdido el algodón de su piel, en
su mirada se hundiría la flota inglesa. Bebía como irlandés y con Jorge Zabala
bailaban moviendo aspas de molinos de viento, golpeando al resto.
C'est un
jour comme un autre/Et pourtant tu t'en vas/Tu t'en vas vers une autre/Sans me
dire un seul mot/Et je ne comprends pas, comprends pas, susurra Brigitte
Bardot. Francine estudió en Francia, repetía dulcemente las líneas de Brassens.
La última vez que la llamé, ebrio, me dormí. Nunca desperté y humo tus manos y
tu amour.
Serge Gainsbourg.
De fondo. Piernas aéreas, cabellos almohada, charcos de tinta casi pelirroja.
Jazz. Tu
amiga atraviesa el patio con oficiosa bicicleta y papeles de escuela. No vayas
a trabajar, le pido. La chichería de la calle Venezuela cae a pedazos. Dos
inglesas, Julio y yo. Llauchas de tono guindo, con enormes pedazos de huevo
duro adentro. Sobre la mesa de madera verde difuso, mal pintada y chorreada por
licores de maíz y baba de décadas. Un famoso poeta vive al otro lado de la
calle. Palestino como Julio Dueri. Otro poeta, rubio y que tenía una bellísima
chica aburrida, se pone a recitar. O te callas o te rompo el culo, advierte
Julio. Villon, no Bécquer, hora de los ahorcados, de coquillards que no de
señoritos.
Lado
salvaje de las cosas, dark side of the moon. Hacíamos girar los vasos como
revólveres. Aporreábamos y nos aporreaban. Vida que cuando sobreviví en el
ghetto afroamericano de la capital sirvió de mucho. Ya había estado ahí, en
otras circunstancias pero ahí, en la violencia y el dolor. Caminaba por las
avenidas cuando la noche está en el medio, y aunque acariciara los cuchillos
nada pasó. El hampa saludaba con inclinación de cabeza y yo hacía lo mismo.
Desde lejos se olían los mercados de DC, el aire de vegetal podrido. Polera
afuera, a los refrigeradores sin abrigo. Dos bolsas de papa sobre la espalda, cebollas
de confortable colchón. Duermo entre negros y con negras. Tenaz el contraste
con el recuerdo de la muchacha de Leeds. Brillaban las piernas de Francine,
brilla el blanco de los ojos de ya no me acuerdo cómo te llamabas tú, amor de
crack, de hachís. Cuando pienso, nunca dije a mis hijas ni a mis esposas cómo y
dónde trabajé. Misterio que morirá conmigo. Ligia fue excepción, jaladora,
chingona mujer de la Italia paulista. Fugada también. Sobreviviente.
He pasado
mi almuerzo con memorias dispersas y condesas sangrientas. Hora del punto
final. Inicial ya que año nuevo es, virgen año pleno de oscuridades pero igual
de lunas encima de la estepa y de grappas compartidas. De sol y agua. Cae el
corcho de la botella invitando. Queda algo de cuarto litro. Pues, solo estoy,
hojeando a Henry Miller, música y Pablo en dos mensajes de voz cariñosa. Vino ¿por
qué no? Afuera el clima muta entre diez y quince bajo cero. Si salgo, el humo
de mi nariz espantará a la pequeña vecina que me desea un buen año. Toro
furioso. Mejor juego el papel de buen vecino. Sonrío. Escondo la máscara de la
muerte roja.
01/01/2022
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Imagen:
Christian Schad
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