Thursday, June 7, 2018

María Cristina Botelho, la complicidad y el absurdo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Juego de palabras? ¿Ejercitar retórica con ánimo de lujo y brillantez? Podría jugarse con las páginas de este libro breve y delicioso. De horas, diría mi madre, recordando a Rilke. Un trashumar por la infancia, la ilusión, el desasosiego, la soledad, todos sustantivos que se resumen en el fatídico aquel del absurdo, del indagar hacia atrás y ver (quizá no sentir) que huellas no quedaron. De nada. Por  eso las inventamos, articulamos y reproducimos, porque sin ser rebeldes no somos; fantasmas si no hay pasión; el yermo permanece yermo hasta que lo excavamos.

Dos pintores me vienen a la cabeza en los textos de María Cristina: De Chirico y Magritte. Hay un mundo de sueño entre ellos dos. Un péndulo entre la ausencia y lo presente aunque suene a lugar común. A veces, situaciones y personajes se nos presentan con esa colorida y estática muerte del italiano. Otras, viene el vaho de lluvia de Magritte y el cielo poblado. ¿Qué quiere de nosotros la autora, aparte de expandir sus propias dudas, el amor, la frustración de lo que no trasciende? Quiere un rictus que en instantes pueda convertirse en carcajada. Está el peso gris del medio oeste norteamericano lavado de cuando en cuando por un lluvioso Macondo. Vive en Indiana; sueña en La Paz. Conduce sin destino por la inmensidad de la pradera mientras bate con cucharilla dorada la manzanilla de ayer.

“Jóvenes del siglo pasado”, dice por ahí en las microletras, refiriéndose a los parroquianos obligados de un asilo de ancianos. Pues, bien, ahí hay un resquicio por el que penetramos al libro: el optimista por encima del triste, los textos que a pesar de tiznarse de sepias, refulgen por instantes en carmesí.
06/2018

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