Saturday, February 1, 2020

La Moldavanka


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dicen que Isaak Babel perdió la vida porque estaba de amante con una hermana de Yagoda. Sabemos que no es así, pero también.

Anastasia me buscó temprano en el hotel Alarus, en la esquina de Velika Arnautska y la calle Preobrazhenski, lugar donde en la noche se reúnen las putas que, en Ucrania, parecen princesas. No dan bola a los hombres de a pie. Se paran en las aceras y las recogen en autos.

Pelirroja, delgada, alta, Anastasia preguntó qué era lo que más quería ver en Odessa. Le dije que la estatua de Isaak Babel, primero, y luego la Moldavanka, el barrio de los bandoleros judíos en tiempo de la revolución, aquellas águilas que fueron Benia Krik y Froim Grach, terror de blancos y rojos; el primero, aparte de su leyenda, podía dormir con una mujer rusa y hacerla disfrutar. Tomamos un taxi, café. Anastasia pudo ser un proyecto de esposa que no resultó. El boliviano es fácil de satisfacer pero complicado a tiempo de decidir. Si hice bien, no sé, me quedan sus abrazos en la escalinata de Eisenstein. A veces escribe, le escribo, pregunta si volveré a Odessa. Siempre quiero volver. No solo a ella, a los atamanes, a la bailarina desnuda llamada Luna en un club “de caballeros” en el centro de la ciudad. La encargada, las mozas, danzantes, hermosas todas, pechos firmes y vientres dibujados con pincel. Me senté, pedí en inglés cerveza ucrania y un vasito de ron. En la lista de rones estaba mi preferido acá, en casa, Zacapa, ron guatemalteco. El más caro del listado. De Guatemala al Mar Negro. Entre ron y cerveza, alternando, y tres bailarinas sentadas conmigo que decían: “papi, cómpranos champán”. Recordé a O. Henry, El Regalo de los Reyes Magos, Pasajeros en Arcadia. Dos botellas de champán, caderas que mi padre habría declarado imposibles, Senos dichosos, piernas ni hablar de ellas. Taciturnos rusos y turcos observaban. Un trago de cerveza, uno de ron. Casi como en el blues de John Lee Hooker. Al irme quisieron llamar un taxi. Lo rechacé. Dijeron que era peligroso. He andado el ghetto negro del North East en Washington DC, lugares inverosímiles de Cochabamba, y tanto más que dudo que hubiera una bala de plata, entonces, para mí. No lo digo de bravucón; vivir de noche me hizo lo que soy. Entre dolor y pobres, en el vicio, en mujeres negras que amé en los callejones con los riesgos de la época, los de siempre, morir padeciendo. Voy a cumplir sesenta.


Cierto que me gusta más la Caballería roja, de Babel, pero sus Cuentos de Odessa me son inolvidables. Y fue, volando desde Roma, la primera Ucrania que quise ver. Luego Kharkiv y Kiev y el entremedio. Treintena de horas en bus para visitar Peregonovka, Poltava, la tierra negra, los sucesivos oblasts, que son como provincias. Odessa la vieja, de impresionante arquitectura, la reina del decaimiento, tal vez sin contar a La Habana. Vegetación, mucha vegetación, calles de barriada que son junglas del douanier Rousseau. Cuando los hierbajos dan sensación de hogar, de simpleza, de casa y comida materna.

Aquellos bandidos judíos abrazaron la revolución. Terminaron exterminados por las tropas de Trotsky o los chequistas de Dzerzhinski. La Moldavanka quedó huérfana de la alegría del botín. Se le terminó la fiesta. Si algo trae el comunismo es aburrimiento. La calma que sucede a la muerte. De ahí la burocracia.

Anastasia me dice que su padre vive en el barrio. Dos tipos de gente lo habitan: judíos y criminales. No es momento que lo conozcas, afirma, deberás entrenarte en el vodka. Él no es judío… Agita el largo pelo rojo, cascada de amanecer.

No ha leído a Babel, como sucede cuando la leyenda es local. Se lo conoce por habladurías, comentarios, memorias, visitantes como yo que en Cochabamba soñaba con ver estas casas. No oigo a Benia Krik mientras atravieso el mercado que vende desde granadas partidas y pimentones dulces hasta stereos. No sé si le interesan los cuentos de Odessa a mi acompañante. Los poetas por lo general somos un anacronismo y esta gente lucha por sobrevivir. Los rusos les arrebataron Crimea, puedo ver la costa. Hay miedo y necesidad, por allí no pasa la literatura; se hace. El bandolerismo resulta de lo impreciso de las sociedades, lo injusto. De Benia Kriks se llena el cementerio. Es el reformatorio de los rebeldes.

Marzo llega. Deseo retornar. Prefiero Odessa a Roma y París, como Kazán a Moscú. No creo que vea a Anastasia. La mirada se ha volcado sobre Anna, bañándose en la costa negra, bajo el ulular de sirenas de barco y la historia que remoja los pies en las antiguas aguas. Desde entonces, cuando fui, no he leído nada de la región. Una crónica de ucranios en Inglaterra, algo de lado. Una moneda de Juan Casimiro Vasa y la época siguiente a la revuelta cosaca.


Camino con Tatiana por Capitol Hill. Ella espera que le abra las puertas y guarda el femenino don de sus mujeres. Otra amiga, Tetyana, echó sobre su cuerpo ya cuarenta años. Diez que no la veo. Verla era un fulgor de belleza, renacer del deseo. Maldito estoy, o bendito, atrapado en las sombras de aquella tierra, deseando amamantarme de ella a través de ellas. Pezones del mundo, rosados y claros, marrones y tiesos. Morir, sí, pero a la manera de la Moldavanka, con los fusiles en ristre mientras se baila la última canción como un responso. Luego de girar y acariciar, a morir. Y a matar.
01/02/20

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