Difícil decir
cuán cierto es que un cafisio protege a su o sus mujeres, si es una especie de
guardaespaldas con título de ángel guardián, o simplemente un cabrón que
aprovecha el culo de su hembra para vivir sin trabajar.
Tanto se ha
escrito, cantado y filmado al respecto. Recuerdo una película italiana, Bubú, amor enfermo, del Bolognini del
72, con la cual nosotros jóvenes quedamos tocados acerca de la volubilidad de
las mujeres y la angustia de saber que no solo el bien, la decencia, el afecto,
pueden hacer que una amante se quede contigo, sino que muchas veces lo hace el
mal, y en Bubú, el chulo induce a su
chica a la prostitución y vive de ella, mientras que el estudiante idealista,
el del “amor puro”, sufre la tragedia de un desdén incomprensible. Peor
entonces que los aires de revolución jugaban el papel de catalizadores del
amor, y que en medio del sueño de sociedades igualitarias copulábamos
libremente pero con agudo sentido de la propiedad privada, la pertenencia del
otro.
Me tocó cierta
situación extraña, años después. La muchacha era beniana, bella y de largos
cabellos negros. Me contó una amarga historia del accidente de su novio en una
carretera altiplánica. El bus corría por los caminos de tierra, y cada vez que
un vehículo se veía en sentido contrario, el chofer apoyaba el pulgar izquierdo
en el parabrisas, para que, dado el caso, si alguna piedra saltaba, el golpe se
concentrara allí, en el centro donde ejercía presión evitando que el vidrio explotara.
El novio ocupaba el asiento al lado del chofer, esos banquitos que añaden un
lugar, y un pasaje, cuyo dinero extra beneficia de manera directa al conductor.
Allí ayudaba a cambiar la cassetera. A tiempo de ocurrir el evento, recuerda
ella, los Fronterizos cantaban una zamba clásica.
Un camión se
acercaba a gran velocidad. No arrojaría rocas hacia delante. El peligro estaba
en la tierra removida al pasar, que dejaba flotando en el aire no solo polvo
sino partículas mayores. A tiempo en que el chofer apoyaba el pulgar, un
movimiento hizo que el acompañante golpeara a quien manejaba sacándolo de la
silla. Lo primero fue la explosión del gran parabrisas, por el impacto de
esquirlas de roca; después ya el ronceo, el frote horrísono contra la pared de
la montaña y finalmente el desastre. Hubo diecisiete muertos aquella vez. Si
pasan por la subida de la cuesta de Lloqalla, verán los remanentes de hierro
bajo el sol altiplano.
El novio perdió
las piernas. Ya en Oruro, con la noviecita camba aguardando por él, temió que
la chica lo abandonase. Juramentos y promesas de fidelidad, de que he de
cuidarte hasta el fin de los días, sucedieron a la mejoría del individuo. Llegó
sin embargo el tiempo en que había que comer. Ya no estaba el brazo de hombre
fuerte para vigorizar la lucha: ella se quedó sola.
Empleada
doméstica, camarera, vendedora de helados… lo intentó. Y siempre había un hijo
de puta, patrón de tienda o dueño de casa que quiso aprovecharse. No le contaba
nada. Le había comprado la última novedad, un televisor blanco y negro desde
Tarija, para que el hombre se distrajese. Iban de mal en peor, no en su vida
íntima, que carecía de sexo, o de penetración, y que de todos modos les
agradaba a ambos, pero el dinero era poco, no alcanzaba.
–Creo que en el fondo
la muchacha soñaba que vivía un novelón
Hasta que un día,
en la modestia de un plato de quinua hervida con huesos de oveja, él sugirió
trasladarse a Cochabamba. El clima, en primer lugar, le haría bien. Lo
hicieron, por tierra, con él dopado por unos remedios caseros para que no lo
asaltase el pánico en los vericuetos que bajaban al valle.
Cochabamba
resultó lo mismo. El hambre con sol. Hasta que un buen día Ramón, así se
llamaba, le propuso conversar con alguien que conocía de antes, alguien que regentaba
un bar de mala muerte con unos altos donde se rentaban piezas de coito barato e
instantáneo. Se reunieron, y quedó claro que ella era de él, que el tendero no
podría tocarla, y que la pieza en la que la muchacha ejercería la profesión de
puta, sería también su hogar. A solas ella lloró, pero el amor -decía- la
convenció de ser la única forma de permanecer juntos y vivir mejor. Dejaría un
jugoso porcentaje al dueño del local y sería casi independiente. Por supuesto,
como las otras, tendría que cumplir un cupo de bebidas tomadas por los
clientes, y ella, para beneficio de la empresa.
Estábamos
acostados mientras me contaba. Yo había salido del diario y serían las tres de
la mañana. Entonces noté que el dormitorio era grande, separado por una cortina
de hule azul chillón. Sospechaba un entramado corrupto y vil. La muchacha me
susurró que en los dos años en que había estado trabajando en esto, él
desarrolló un placer intenso en contemplar a su mujer con otro. Supe de pronto
que en algún lugar de ese mar fogoso de cortina azul, el inválido nos
observaba. Sentí miedo, ese que se te sube por la columna hasta erizarte la
nuca como si fueses gato. No temas, me dijo tratando de evitar que me vistiera,
es inofensivo, solo es un gustito. Qué haría sin él. Si es mi ángel de la
guarda, dulce compañía…
Apresurado me
subí el cierre y salí despedido a la noche cochabambina. El edifico largo y
sombrío de la Luz y Fuerza ocupaba casi dos cuadras. Caminé por los talleres
cerrados, de metro y medio, pegados unos a otros, de una calleja aledaña. Crucé
el puente sobre un río que hedía. Por allá y por acá borrachos solitarios
hablaban con sus fantasmas. Observé a la izquierda la casa señorial de Cangas,
los altos murallones de adobe que guardaban un jardín secreto. Años adelante,
tirarían esos molles centenarios, gigantescos sauces llorones, ceibos rugosos,
eucaliptos de dos metros de tronco, para construir un palacete infame de los
mormones.
En casa me lavé
bien, subiendo los testículos sobre el lavamanos, como si el verbo hubiera
ensuciado el físico. Entonces me acordé del filme de Mauro Bolognini, que miré
en un festival universitario de cine, y realicé elucubraciones sobre el amor.
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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel, La Hoguera, Santa Cruz, 2013)
Imagen: Ya van desplumados/Capricho de Goya
un relato que le hubiese fascinado leer al tío Negro; para solazarse con el impúdico tema mezcla de tragedia y sexo
ReplyDeleteSin duda, Fernando. Recuerdo sus poemas eróticos que recitaba con voz de bajo profundo.
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