Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Tenías una
rosa roja entre las piernas. Blusa amarilla tu único vestido. Por detrás de las
cortinas del hotel brillaba Belgrado lluvioso. Alternaste medias negras; rosa
la roja flor que destinas al piso, como si hubiera muerto cortada, pétalos
dispersos. En la silla pareces un Modigliani desfalleciente, más Schiele porque
hay luz en tus ojos, verdes en la sinfonía de color. Luego Budapest.
Llegaste a
Aurora. Al día siguiente llovía. No era Belgrado antiguo sino una ciudad
norteamericana sin hálito. Desperté, no estabas. Salí descalzo y te hallé con
un capote militar, mojada. Sonreías. Luego nos encerramos, te pedí callar
porque la vieja francesa del lado pegaría el oído a la pared, la memoria al
recuerdo. Contrasta tu sexo con las sábanas, susurras como el clarinete de
Sidney Bechet. Hubo música ¿cuál era? No presté atención, quizá los Stones, Let's Spend the Night Together, siendo de tarde y no oscuro. Preparé pasta mientras el disco compacto
seguía. Nos habíamos escrito y aquí estabas, desnuda en el Balaton, desnuda en
el Danubio, desnuda en el comedor mío con vino negro de tu tierra que aspira
aire para aplacarse. Sangre de toro, la puszta, Debrecen de colores rosado y
vainilla de helado. Te pregunto de Andrés Ady, Ady Endre, poeta húngaro; te
recito en inglés un verso leído en español que quién sabe si se asoma al
original. Hablamos de Mór Jókai, de Ferenc Molnár, inolvidable en sus historias
juveniles.
Remas, tornas velas, arrastras cuerdas. Marinera, nunca he estado con ni
conocido a una mujer de tormentas. Tus brazos, tenazas; piernas, catapultas. El
rojo de tu cabello toca ambos bordes de la almohada. Dices, augurando, que en
el bar que tengamos en Cochabamba todo el mundo querrá ir a beber a lo de la
pelirroja húngara. No lo dudo, y sin embargo no fue, aviones, tiempo y ligazones
mal acabadas lo impidieron. Te casaste. A las dos después de medianoche me
escribes desde Rotterdam. En mi sala de la calle Clarkson tengo un afiche del
festival de cine de esa ciudad. Trabajaste allí, tú erudita de gitanos,
egiptóloga y política, judía tu sangre desde Lituania hasta Hungría. Me gustaba
llamarte al ministerio de trabajo en Budapest, con traje negro tú y escote
largo, piernas blancas que se doblan cuando contestas el teléfono. Sé que la
secretaria sonríe. Hay un amante en América que escribe malos versos.
Roja la rosa de Belgrado; entre tus piernas abiertas se escurre un bozo carmesí.
Todo es pintura acá, acuarela, en una semana te vas y nunca te veo más, catorce
años pasaron y escribes que vivimos por siempre y para siempre. Me dices “mi”,
propiedad tuya, y tienes razón, de nosotros el libro de horas de Rilke, oficios
zíngaros de vivir del otro lado, allí donde el tiempo es ficción y tus aguas
primaverales bullen sin pausa.
Marco, mi compañero, el perrito de mis hijas, contempla. Sabe que algo
sucede, mira con ojos grandes. Daniela, de verde ropa interior, prepara goulash,
ajo y pimientos rojos. Lo dicho, color. Huelo tu piel y duermo sobre el musgo.
Envías mensaje. Hablas de fotos que hubo, desvanecidas. Alegas que has de
encontrarlas, que antes de morir las miraremos. Prometiste ir a Portugal y no,
los miedos son mayores que el deseo. Bebo lentamente un vino del Douro y sé que
no has de llegar. Cierran los portones del cine abajo. Por hoy, la película
terminó.
20/02/2022
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Imagen: Egon Schiele, 1917
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